—Te lo suplico… Clemencia…
Tictac.
Sentado, con los ojos cerrados, Harry escuchaba el segundero y contaba. Pensó que, ya que el sonido procedía de un Rolex de oro, indicaría la hora con bastante exactitud.
Tictac.
Si había calculado correctamente, llevaban un cuarto de hora sentados en el ascensor. Quince minutos. Novecientos segundos desde que Harry pulsó el botón de parada entre el bajo y el sótano y anunció que estaban fuera de peligro y que tenían que esperar. Durante aquellos novecientos segundos, guardaron silencio y aguzaron el oído. Un paso. Voces. Puertas que se abrían o cerraban. Mientras Harry, con los ojos cerrados, contaba los novecientos tictac del Rolex que llevaba la muñeca del brazo ensangrentado que había en el suelo del ascensor, y al que seguía esposado.
Tictac.
Harry abrió los ojos. Abrió las esposas con la llave mientras se preguntaba cómo accedería al maletero del coche, cuya llave se había tragado.
—Oleg —susurró sacudiendo despacio el hombro del niño dormido—. Necesito tu ayuda.
Oleg se levantó.
—¿Para qué haces eso? —preguntó Sven mirando a Oleg, que, encaramado a los hombros de Harry, desenroscaba los tubos fluorescentes del techo.
—Cógelo —dijo Harry.
Sven alargó el brazo hacia Oleg, que le dio uno de los tubos.
—En primer lugar, para que los ojos se habitúen a la oscuridad del sótano antes de que salgamos —dijo Harry—. Y segundo, para que no seamos un blanco iluminado cuando se abra la puerta del ascensor.
—¿Waaler? ¿En el sótano? —la voz de Sven destilaba incredulidad—. Venga, nadie puede sobrevivir a eso.
Señaló con el tubo el brazo, ya pálido como la cera.
—Imagínate la pérdida de sangre. Y el choque.
—Descuida, intento imaginarme cualquier cosa —dijo Harry.
Tictac.
Harry salió del ascensor, dio un paso lateral y se agachó. Oyó la puerta cerrarse a su espalda. Esperó hasta oír que el ascensor se ponía en marcha. Habían acordado que detendrían el ascensor entre el sótano y el bajo, donde estarían a salvo.
Harry contuvo la respiración y aguzó el oído. Ninguna señal espectral, de momento. Se levantó. Una luz endeble entraba por el ventanuco de una puerta en el otro extremo del sótano. Vislumbró unos muebles de jardín, cómodas viejas y extremos de esquís detrás de la malla. Harry anduvo a tientas a lo largo de la pared. Encontró una puerta y la abrió. Se notaba un olor dulzón a basura. Justo el lugar que buscaba. Fue pisando bolsas de basura rasgadas, cáscaras de huevo y cartones de leche vacíos mientras se movía a tientas por la pegajosa humedad de la putrefacción. La pistola había caído cerca de la pared. Aún llevaba uno de los trozos de cinta adhesiva. Se aseguró de que seguía cargada antes de salir de nuevo.
Se agachó y se acercó agazapado a la puerta por donde entraba la luz. Debía de tratarse de la puerta que daba a la entrada.
Hasta que no se acercó, no logró ver la oscura silueta pegada al cristal. Era una cara. Harry se acuclilló instintivamente antes de comprender que, quienquiera que fuese, no lo vería en la oscuridad. Sostuvo ante sí la pistola con ambas manos al tiempo que se acercaba un par de pasos, muy despacio. La cara parecía aplastada contra el cristal de forma que las facciones se veían desdibujadas. Harry tenía la cara pegada a la mira. Era Tom. Con los ojos desorbitados, miraba fijamente a lontananza, la oscuridad.
Era tal la violencia con que le latía el corazón que no conseguía mantener la cara firme en la mira de la pistola.
Esperó. Pasaban los segundos. No sucedía nada.
Bajó el arma y se irguió.
Se acercó al cristal y observó con detenimiento la mirada quebrada de Tom Waaler. Una película blancuzca le empañaba los ojos. Harry se giró y contempló el espacio tenebroso. Fuese lo que fuese lo que Tom había visto allí ya no estaba.
Harry se quedó inmóvil sintiendo el latir terco y persistente de su propio pulso. Tictac, decía. No sabía exactamente lo que significaba. Salvo que estaba vivo. Porque el hombre que había al otro lado de la puerta estaba muerto. Y significaba que podía abrir la puerta, colocar su mano sobre él y sentir cómo le abandonaba el calor, notar cómo su piel cambiaba de carácter, perdía la materia vital y se convertía en embalaje.
Harry puso la frente contra la de Tom Waaler. El frío cristal quemaba la piel como el hielo.
Aguardaban ante el semáforo en rojo de la plaza Alexander Kielland.
Los limpiaparabrisas golpeaban a derecha e izquierda. Al cabo de una hora y media, el alba daría sus primeras pinceladas. Pero de momento era de noche y las nubes cubrían la ciudad como una lona gris.
Harry iba en el asiento trasero rodeando a Oleg con el brazo.
Una mujer y un hombre se les acercaban dando tumbos por una acera desierta de la calle Waldemar Thrane. Había transcurrido una hora desde que Harry, Sven y Oleg salieron del ascensor a la calle lluviosa, al campo, al gran roble que Harry había visto desde la ventana y a cuyo abrigo se sentaron sobre la hierba reseca. Desde allí llamó Harry, en primer lugar, al periódico
Dagbladet,
para hablar con el responsable de turno. Después marcó el número de Bjarne Møller, le explicó lo sucedido y le pidió que localizase a Øystein Eikeland. Y por último llamó a Rakel para despertarla. Veinte minutos más tarde, la explanada que se extendía ante el bloque de apartamentos se vio iluminada por
flashes
y luces de emergencia y abarrotada de representantes de la policía y la prensa, en la consabida buena armonía.
Harry, Oleg y Sven se quedaron sentados bajo el roble observando mientras todos entraban y salían precipitadamente del bloque de apartamentos.
Harry apagó el cigarrillo.
—Bueno, bueno —comentó Sven.
—
Character
—dijo Harry.
Y Sven asintió diciendo:
—De ésa no me acordé.
Luego fueron a la explanada y Bjarne Møller acudió a la carrera para meterlos en uno de los coches policiales.
Primero fueron a la comisaría general para someterse a un breve interrogatorio. O un
debriefing,
como lo llamó Møller con la intención de ser amable. Cuando llevaron a Sven al calabozo, Harry insistió en que dos agentes de la Policía Judicial lo mantuviesen bajo vigilancia las veinticuatro horas. Algo sorprendido, Møller le preguntó si de verdad consideraba que fuese tanto el peligro de fuga. Harry negó con la cabeza por toda respuesta y Møller ordenó que cumplieran su petición sin hacer más preguntas.
Luego llamaron a Seguridad Ciudadana para pedir un coche patrulla que llevase a Oleg a casa.
El semáforo emitía un sonido agudo en la tranquilidad de la noche mientras la pareja cruzaba la calle Ueland. Era obvio que la mujer le había pedido prestada al hombre la chaqueta, que sostenía en alto para cubrirse la cabeza. El hombre llevaba la camisa pegada al cuerpo y se reía ruidosamente. A Harry le resultaban familiares, quizá los hubiese visto en otra ocasión.
El semáforo cambió a verde.
Antes de que la pareja desapareciera, atisbó fugazmente una melena rojiza bajo la chaqueta.
La lluvia cesó de pronto cuando pasaban por Vindern. Las nubes se esfumaron deslizándose como un telón y la luna nueva los iluminaba desde el negro cielo sobre el fiordo de Oslo.
—Por fin —dijo Møller volviéndose sonriente en el asiento del copiloto.
Harry supuso que se refería a la lluvia.
—Por fin —repitió sin apartar la vista de la luna.
—Eres un chico muy valiente —dijo Møller dándole a Oleg unas palmaditas en la rodilla. El niño sonrió débilmente y miró a Harry.
Møller se volvió hacia delante.
—Los dolores de estómago han desaparecido —continuó el jefe—. Como si se hubieran evaporado.
Habían encontrado a Øystein Eikeland en el mismo lugar al que llevaron a Sven Sivertsen. Los calabozos. Según los documentos de Groth
Gråten,
Tom Waaler había llevado a Øystein como sospechoso de conducir un taxi en estado de embriaguez. Los análisis de sangre realizados arrojaron un pequeño porcentaje de alcohol. Pero Møller dio orden de interrumpir las formalidades y de soltar a Eikeland de inmediato, y, curiosamente,
Gråten
no opuso objeción alguna, al contrario, obedeció de lo más solícito.
Cuando el coche policial entró en la gravilla crujiente que había ante la casa, se encontraron a Rakel esperando en la entrada.
Harry se inclinó por encima de Oleg y abrió la puerta del coche. El pequeño salió de un salto y echó a correr hacia Rakel.
Møller y Harry se quedaron viendo cómo se abrazaban en silencio en la escalinata.
Entonces sonó el móvil de Møller, que contestó enseguida. Dijo dos veces «sí» y un «eso es» y colgó.
—Era Beate. Han encontrado una bolsa con el traje completo de mensajero ciclista en el contenedor de basura del patio interior de Barli.
—Ya.
—Se va a armar la de Dios —dijo Møller—. Todos querrán su parte de ti, Harry. La prensa de la calle Akersgata, la emisora NRK, el canal TV2. Y en el extranjero también. Imagínate, hasta en España han oído hablar del mensajero asesino. Bueno, has pasado por todo esto antes, así que ya lo sabes.
—Sobreviviré.
—Seguramente. También tenemos fotos de lo sucedido esta noche en el bloque de apartamentos. Sólo que me pregunto cómo pudo Tangen poner en marcha las grabadoras en su autobús en la tarde del domingo, olvidarse de apagarlas y luego coger el tren para Hønefoss.
Møller miró a Harry inquisitivamente, pero él no contestó.
—Y es una gran suerte para ti que acabase de borrar el espacio suficiente en el disco duro como para que cupieran varios días de grabación. Realmente increíble. Casi podría pensarse que estaba planeado de antemano.
—Casi —murmuró Harry.
—Se va a poner en marcha una investigación interna. He contactado con Asuntos Internos y les he puesto al corriente de las actividades de Waaler. No podemos descartar que este asunto tenga ramificaciones en el seno del Cuerpo. Mañana se celebrará la primera reunión. Iremos al fondo de todo esto, Harry.
—Vale, jefe.
—¿Vale? No suenas muy convencido.
—Bueno. ¿Tú lo estás?
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Porque tú tampoco sabes en quién puedes confiar.
Møller parpadeó sorprendido y echó una fugaz ojeada al agente que estaba al volante. No podía responder al comentario de Harry.
—Espera un poco, jefe.
Harry salió del coche. Rakel soltó a Oleg que corrió al interior de la casa.
Tenía los brazos cruzados y se fijó en la camisa de Harry.
—Estás mojado —dijo.
—Bueno. Cuando llueve…
—… me mojo —remató Rakel sonriendo con tristeza y acariciando la mejilla de Harry—. ¿Se ha acabado ya? —susurró.
—Se ha acabado por ahora.
Ella cerró los ojos y se inclinó. Él la abrazó.
—Oleg estará bien —dijo Harry.
—Lo sé. Me ha dicho que no tuvo miedo. Porque tú estabas allí.
—Ya.
—¿Qué tal estás tú?
—Bien.
—¿Y es verdad? ¿Es cierto que se acabó?
—Sí, se acabó —murmuró con la cara hundida en su pelo—. El último día de trabajo.
—Bien —respondió ella.
Harry notó que el cuerpo de Rakel se acercaba y llenaba todos los pequeños intersticios que había entre ellos.
—La semana que viene empiezo en el nuevo trabajo. Estará bien.
—¿El que has conseguido a través de un amigo? —preguntó ella acariciándole la nuca.
—Sí. —El olor de Rakel le inundaba el cerebro—. Øystein. ¿Te acuerdas de Øystein?
—¿El taxista?
—Sí. Hay un examen el martes para conseguir la licencia de taxista. Me he pasado estos días memorizando todas las calles de Oslo.
Ella se rió y lo besó en la boca.
—¿Qué te parece? —preguntó él.
—Me parece que estás loco.
Su risa resonaba en sus oídos como el rumor de un riachuelo. Le secó una lágrima que le corría por la mejilla.
—Tengo que irme —dijo él.
Ella intentó sonreír, pero Harry vio que no lo conseguiría.
—No puedo —confesó Rakel antes de que el llanto le quebrase la voz.
—Podrás —auguró Harry.
—No voy a poder… sin ti.
—No es verdad —objetó Harry abrazándola otra vez—. Te arreglas perfectamente sin mí. La cuestión es si te arreglarías conmigo.
—¿Es ésa la cuestión? —murmuró ella.
—Sé que tienes que pensártelo.
—No sabes nada.
—Piénsatelo primero, Rakel.
Ella se retiró hacia atrás y él notó el arqueo de su espalda. Rakel observó su cara. Buscando algún cambio, pensó Harry.
—No te vayas, Harry.
—Tengo una cita. Si quieres, puedo venir mañana por la mañana. Podríamos…
—¿Sí?
—No lo sé. No tengo planes. Ni ideas. ¿Te suena bien?
Ella sonrió.
—Me suena perfecto.
Él miró sus labios. Dudó. Luego los besó y se fue.
—¿Aquí? —preguntó mirando al retrovisor el agente de policía que iba al volante—. ¿No está cerrado?
—Abierto de doce a tres de la mañana en días laborables —aclaró Harry.
El conductor giró hasta el borde de la acera de enfrente del Boxer.
—¿Te vienes, jefe?
Møller negó con la cabeza.
—Quiere hablar contigo a solas.
Hacía un rato que ya no servían bebidas y los últimos parroquianos empezaban a abandonar el local.
El comisario jefe de la Policía Judicial se encontraba en la misma mesa que la vez anterior. Las cuencas profundas de sus ojos quedaban en la penumbra. Tenía delante un vaso de cerveza casi vacío. En su cara se abrió de pronto una grieta.
—Enhorabuena, Harry.
Harry se metió entre el banco y la mesa y se sentó.
—Realmente, muy buen trabajo —continuó el comisario jefe—. Pero tienes que contarme cómo llegaste a la conclusión de que Sven Sivertsen no era el mensajero asesino.
—Vi una foto de Sivertsen en Praga y recordé que había visto una foto de Willy y Lisbeth tomada en el mismo lugar. Además, los de la Científica analizaron los restos de excrementos hallados bajo la uña de…
El comisario jefe se inclinó sobre la mesa y puso una mano en el brazo de Harry. Le olía el aliento a cerveza y a tabaco.
—No me refiero a las pruebas, Harry. Hablo de la idea. La sospecha. Lo que hizo que relacionaras las pruebas con el hombre adecuado. Cuál fue el momento de inspiración, lo que te hizo pensar por esos cauces.