—Oye, Oleg —dijo Waaler mirando a Harry inquisitivo—. Parece que Harry está luchando con un adversario imaginario. Yo también lo hago cuando algo me irrita. ¿Por qué no subimos tú y yo a ver la vista desde la azotea y así Harry podrá recoger esto un poco?
—Me quedo aquí —dijo Oleg con voz inexpresiva.
Harry asintió con la cabeza.
—Vale. Me alegro de verte, Oleg.
Waaler le dio al chico una palmadita en el hombro y desapareció.
Oleg se quedó en el umbral.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Harry.
—En metro.
—¿Tú solo?
Oleg asintió con la cabeza.
—¿Sabe Rakel que estás aquí?
Oleg negó en silencio.
—¿No vas a entrar? —Harry tenía la garganta seca.
—Quiero que vengas a casa —dijo Oleg.
Transcurrieron cuatro segundos desde que Harry llamó al timbre hasta que Rakel abrió la puerta de golpe. Tenía la mirada sombría y la voz alterada.
—¡¿Dónde has estado?!
Harry pensó por un instante que la pregunta iba dirigida a los dos, pero la mirada de Rakel pasó de largo ante él y se fijó sólo en Oleg.
—No tenía con quién jugar —se excusó Oleg con la cabeza gacha—. Cogí el metro hasta el centro.
—¿El metro? ¿Tú solo? ¿Pero cómo…?
Y se le quebró la voz.
—Me colé sin pagar —explicó Oleg—. Mamá, creí que te alegrarías. Como decías que tú también quieres que…
Abrazó a Oleg bruscamente.
—¿Tienes idea de lo preocupada que me has tenido, hijo?
Rakel miraba a Harry mientras abrazaba a Oleg.
Rakel y Harry estaban junto a la valla del fondo del jardín contemplando la ciudad y el fiordo que se extendían debajo. Guardaban silencio. Los veleros se recortaban como pequeños triángulos blancos sobre el mar azul. Harry se volvió y miró la casa. Revoloteando entre los manzanos, ante las ventanas abiertas, alborotaban las mariposas que habían despegado del césped. Era una gran casa de vigas negras. Una casa construida para el invierno, no para el verano.
Harry la miró. Iba descalza y llevaba una fina rebeca roja de algodón encima del vestido azul claro. El sol brillaba en las pequeñas gotas de sudor que se habían formado en su piel desnuda, debajo de la cruz que había heredado de su madre. Harry pensó que lo sabía todo sobre ella. El olor de la chaqueta de algodón. El arqueo de la espalda bajo el vestido. El sabor de su piel cuando estaba sudorosa y salada. Lo que deseaba en la vida. Por qué no decía nada.
Tanto saber inútil.
—¿Qué tal va todo? —preguntó.
—Bien —dijo ella—. He conseguido alquilar una cabaña. No nos la entregan hasta agosto. Llamé demasiado tarde.
Lo dijo con un tono de voz neutro, la acusación apenas se percibía.
—¿Te has hecho daño en la mano?
—Sólo un rasguño —dijo Harry.
El viento le había desprendido un mechón de pelo que le tapó la cara. Harry resistió la tentación de apartarlo.
—Ayer vino un tasador para ver la casa —dijo ella.
—¿Un tasador? No habrás pensado en venderla, ¿no?
—Es una casa demasiado grande para dos personas, Harry.
—Sí, pero tú le tienes mucho cariño. Has crecido aquí, igual que Oleg.
—No tienes que recordármelo. El caso es que la reforma que me hicieron este invierno costó casi el doble de lo que había pensado. Y hay que renovar el tejado. Es una casa vieja.
—Ya.
Rakel suspiró.
—¿Qué pasa, Harry?
—¿No podrías al menos mirarme cuando me hablas?
—No. —No sonó ni enfadada ni indignada.
—¿Cambiaría algo las cosas si lo dejo?
—No eres capaz de dejarlo, Harry.
—Me refiero a la policía.
—Lo he comprendido.
Harry daba patadas al césped.
—A lo mejor no tengo alternativa —continuó.
—¿No la tienes?
—No.
—Entonces, ¿por qué expresas la pregunta de una forma hipotética?
Sopló un poco para apartarse el mechón de la cara.
—Podría encontrar un trabajo más tranquilo, estar más tiempo en casa. Ocuparme de Oleg. Podríamos…
—¡Déjalo, Harry!
Sonó como un estallido. Agachó la cabeza y cruzó los brazos como si, a pesar del calor, sintiese frío.
—La respuesta es no —susurró—. Eso no cambiaría nada. El problema no es tu trabajo, es… —Tomó aire, se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos—. Eres tú, Harry. Tú eres el problema.
Harry vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Ahora, vete —susurró.
Harry estaba a punto de decir algo, pero cambió de opinión y señaló con la cabeza las velas que surcaban el fiordo.
—Tienes razón —admitió—. Yo soy el problema. Voy a hablar un poco con Oleg y me largo.
Dio unos pasos, pero se detuvo y se volvió.
—No vendas la casa, Rakel. ¿Me oyes? No lo hagas. Ya inventaré algo.
Ella sonrió en medio del llanto.
—Eres un chico muy extraño —musitó alargando una mano, como si quisiera acariciarle la mejilla. Pero él estaba demasiado alejado y la dejó caer—. Cuídate, Harry.
Cuando Harry se marchó, sintió frío en la espalda. Eran las cinco menos cuarto. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la reunión.
Estoy dentro del edificio. Huele a sótano. Estoy inmóvil, estudiando los nombres del tablón de anuncios que tengo delante. Oigo voces y pasos en la escalera, pero no tengo miedo. No lo pueden ver, pero soy invisible.
¿Te has dado cuenta?
«No lo pueden ver, pero…»
No es paradójico, mi amor, es sólo que yo lo he formulado como si lo fuera. Todo se puede formular como una paradoja, no es difícil. Lo que pasa es que las paradojas de verdad no existen. Paradojas de verdad, je, je.
¿Ves lo fácil que es? Pero sólo son palabras, la ambigüedad del idioma. Y, por lo que a mí
respecta, se acabaron las palabras. Miro el reloj.
Éste es mi idioma. Es claro y sin paradojas. Y estoy listo.
Últimamente, Barbara Svendsen había empezado a pensar mucho en el tiempo. Y no porque hubiese sentido una inclinación notable por la filosofía. De hecho, la mayoría de las personas que la conocían habrían afirmado de ella todo lo contrario, seguramente. Lo que pasaba era que nunca había pensado en ese detalle, en que todo tenía su tiempo y que ese tiempo estaba a punto de agotarse. Que no haría carrera como supermodelo era algo que tenía asumido desde hacía años. Tendría que contentarse con el título de ex maniquí. Maniquí sonaba bien, a pesar de que venía del neerlandés y significaba «hombre pequeño». Petter se lo había explicado. Como le había contado la mayoría de las cosas que, en su opinión, ella debía saber. Él fue quien le proporcionó el trabajo en el bar Head On. Así como las pastillas que le daban fuerzas para ir directamente desde el trabajo a la Universidad de Blindern, adonde se suponía que acudía para estudiar y convertirse en socióloga. Pero ya se había agotado el tiempo de Petter, de las pastillas y de los sueños de socióloga y un día se encontró sin Petter y sin título universitario. Sólo tenía las deudas del préstamo de estudio y de las pastillas y un trabajo en el bar de copas más aburrido de Oslo. De modo que Barbara lo dejó todo, pidió un préstamo a sus padres y se fue a Lisboa para enderezar su vida y, quizá, aprender un poco de portugués.
Lisboa fue fantástica… un rato. Los días pasaron volando, pero eso a ella la traía sin cuidado. El tiempo no era algo que pasara, sino algo que venía. Hasta que se acabó el dinero, la fidelidad eterna de Marco y la juerga. Volvió a casa con varias experiencias nuevas, eso sí. Por ejemplo, había aprendido que el éxtasis portugués es más barato que el noruego, pero que te complica la vida de la misma forma, que el portugués es un idioma condenadamente difícil y que el tiempo es un recurso limitado y no renovable.
A continuación, y por orden cronológico, se había dejado mantener por Rolf, Ron y Roland. Sonaba más divertido de lo que en realidad fue. Con excepción de Roland. Roland era bueno, pero pasó el tiempo y Roland con él.
Y sólo cuando volvió a instalarse en la casa de sus padres, el mundo dejó de dar vueltas y el tiempo se apaciguó. Dejó de salir de marcha, logró alejarse de las pastillas y empezó a pensar en la posibilidad de retomar los estudios. Mientras, trabajó para Manpower. Después de cuatro semanas como recepcionista temporal en el bufete de abogados Halle, Thune y Westerlid, que se encontraba en la plaza Carl Berner y, en razón de su estatus, en el nivel más bajo, el de los abogados que se encargaban del cobro a morosos, le ofrecieron un puesto fijo.
De eso hacía ya cuatro años.
La razón por la que había aceptado el trabajo era principalmente que se había dado cuenta de que en la oficina de Halle, Thune y Westerlid el tiempo pasaba más despacio que en ningún otro sitio de los que había estado. La lentitud comenzaba nada más entrar en el edificio de ladrillo rojo y pulsar el número cinco en el ascensor. Transcurría media eternidad hasta que se cerraban las puertas y subían hacia un cielo donde el tiempo pasaba aún más despacio. Desde su puesto detrás del mostrador, Barbara podía registrar el proceso del segundero en el reloj que colgaba encima de la puerta de entrada, el proceso por el que los segundos, los minutos y las horas se arrastraban de mala gana. Había días en que conseguía que el tiempo se detuviera casi del todo, sólo era cuestión de concentración. Lo extraño era que el tiempo parecía pasar mucho más deprisa para la gente que la rodeaba. Como si existiesen en dimensiones de tiempo paralelas pero distintas. El teléfono que tenía delante llamaba sin cesar, la gente salía y entraba como en el cine mudo, pero sentía como si todo fuera ajeno a ella, como si fuese un robot con partes mecánicas que se movían a la misma velocidad que ellos, mientras su vida interior discurría a cámara lenta.
Como la semana anterior. Una agencia de cobros bastante importante había quebrado de repente y todos se apresuraron a llamar como locos. Wetterlid le dijo que era una oportunidad para los buitres, deseosos de hincarle el diente al bocado del mercado que quedaba libre, y una ocasión estupenda para subir a la división de élite. Hasta el punto de que hoy le había preguntado a Barbara si podía quedarse un poco más, ya que tenían reuniones concertadas con los clientes de la empresa y querían dar la impresión de que Halle, Thune y Wetterlid controlaban la situación, ¿verdad? Como de costumbre, Wetterlid le miraba los pechos mientras le hablaba y, como de costumbre, ella sonrió, juntando automáticamente los omoplatos tal y como Petter le había dicho que hiciese cuando trabajaba en Head On. Se había vuelto un acto reflejo. Todo el mundo enseña lo que puede. Por lo menos, eso era lo que Barbara Svendsen había aprendido. Por ejemplo, el mensajero que acababa de pasar. Apostaba a que no había nada notable que ver debajo del casco, las gafas y la protección de la boca; seguramente ésa era la razón por la que no se lo quitaba. El joven le dijo que sabía en qué despacho debía entregar el paquete y se fue despacio por el pasillo con su pantalón corto y ajustado de ciclista para que ella pudiese ver sin obstáculos su trasero bien entrenado. O la señora de la limpieza, que estaba a punto de llegar. Al parecer era budista o hindú o como se llamase, y seguramente Alá le exigía que escondiese su cuerpo bajo un montón de prendas de vestir que parecían sábanas. Pero tenía unos dientes muy bonitos y ¿qué hacía ella? Exacto, se paseaba por las oficinas sonriendo como un cocodrilo colocado de éxtasis. Alardear. Alardear.
Barbara miró el segundero cuando se abrió la puerta.
El hombre que entró por ella era bastante pequeño y rechoncho.
Respiraba con dificultad y tenía las gafas empañadas, así que Barbara supuso que había subido por las escaleras. Cuatro años atrás, cuando se incorporó a aquel trabajo, era incapaz de distinguir un traje de Dressmann de uno de Prada, pero con el tiempo había adquirido experiencia no sólo en valorar trajes, sino también corbatas y, ante todo, lo más importante para decidir el nivel de atención que debía prestar al visitante, los zapatos.
No podía decirse que el recién llegado impresionase con su presencia mientras se limpiaba las gafas. En realidad, a Barbara le recordaba un poco al gordito de la serie
Seinfield,
cuyo nombre ella ignoraba, puesto que, a decir verdad, no veía la serie. Pero a juzgar por la vestimenta, que era lo que debía hacer, el traje ligero de rayas finas, la corbata de seda y los zapatos hechos a mano presagiaban que Halle, Thune y Wetterlid no tardaría en tener un cliente interesante.
—Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó Barbara con su segunda mejor sonrisa, ya que reservaba la mejor de todas para el día en que el que entrase por la puerta fuese el hombre de su vida.
—Eso espero —respondió el hombre devolviéndole la sonrisa y sacando del bolsillo un pañuelo con el que se enjugó el sudor de la frente—. Estoy citado para una reunión, pero ¿sería tan amable de traerme antes un vaso de agua?
A Barbara le pareció advertir cierto acento extranjero, pero fue incapaz de situarlo. En cualquier caso, el modo educado pero imperioso de preguntar la reafirmó en su convicción de que se trataba de un pez gordo.
—Naturalmente —respondió ella—. Un momento.
Mientras iba por el pasillo recordó que, hacía unos días, Wetterlid había mencionado la posibilidad de premiar a todos los empleados con una gratificación si conseguían un buen resultado aquel año. En tal caso, quizá la empresa también tuviese dinero para instalar esos depósitos de agua potable que ella había visto en otras oficinas. Y en ese momento, de forma imprevista, ocurrió algo extraño.
El tiempo se aceleró como por un empujón. Sólo duró unos segundos y enseguida volvió otra vez a ser el mismo tiempo lento de siempre. Pero era como si, de una manera inexplicable, le hubiesen robado aquellos segundos.
Entró en los servicios de señoras y abrió el grifo de uno de los tres lavabos. Sacó un vaso de plástico del dispensador y aguardó con el dedo bajo el chorro de agua. Tibia. El hombre tendría que esperar un poco. Habían dicho por la radio que el agua de los lagos de Nordmarka rondaba los veintidós grados. Aun así, si la dejabas correr el tiempo suficiente, el agua potable del lago de Maridalen salía fresca y deliciosa. Sin dejar de observar su dedo, pensó en cuál sería la explicación. Si el agua estuviese lo bastante fría, el dedo se volvería blanco y casi insensible. El dedo anular izquierdo. ¿Cuándo le pondrían el anillo de compromiso? Notó una corriente de aire que despareció enseguida y no tuvo ganas de volverse a mirar. El agua seguía tibia. Y el tiempo pasaba. Se derramaba, como el agua. Tonterías. Faltaban más de veinte meses para que cumpliera los treinta, tenía tiempo de sobra.