Rakel y Harry tuvieron su primera pelotera aquella noche de abril.
Él canceló a última hora la excursión a la cabaña y ella le advirtió que era la tercera vez en poco tiempo que él cancelaba una cita. Una cita con Oleg, precisó Rakel. Él la acusó de esconderse detrás de Oleg y de que, en realidad, le exigía que él diera prioridad a las necesidades de ella en lugar de dedicarse a dar con los que habían matado a Ellen. Ella le dijo entonces que Ellen era un fantasma y que se había encerrado con una muerta. Que eso no era normal, que se regodeaba en la tragedia, que era necrofilia, que no era Ellen quien le impulsaba, sino su propio deseo de venganza.
—Alguien te ha herido —le dijo Rakel—. Y ahora hay que dejar de lado todas las consideraciones para que tú puedas vengarte.
Antes de salir pitando por la puerta, Harry vislumbró el pijama de Oleg y sus ojos llenos de miedo tras los barrotes de la escalera.
A partir de aquel día, dejó de hacer cualquier cosa que no estuviese encaminada a atrapar a los culpables. Se dedicó a leer correos electrónicos a la luz del flexo, a quedarse mirando fijamente las ventanas a oscuras de diversos edificios y casas unifamiliares, a la espera de personas que nunca salían. Y a dormir poco en el apartamento de la calle Sofie.
Los días empezaban a ser más claros y largos, pero él seguía sin encontrar nada.
Y de repente, una noche, volvió a invadir su sueño una pesadilla de la infancia. Søs. El pelo, que se le quedaba enganchado en algo. La cara de terror de su hermana. Su propia parálisis. Y ese sueño volvió la noche siguiente. Y la siguiente.
Øystein Eikeland, un amigo de juventud que bebía en el bar de Malik cuando no llevaba el taxi, le dijo una noche que parecía estar muy cansado y le ofreció una anfeta barata. Harry rechazó la oferta y continuó su carrera, colérico y agotado.
Era cuestión de tiempo que todo se fuera a la mierda.
El desencadenante fue algo tan prosaico como una factura impagada. Estaban a finales de mayo y llevaba varios días sin hablar con Rakel cuando, sentado en la silla de la oficina, le despertó el sonido del teléfono. Rakel le dijo que la agencia de viajes reclamaba el pago de la casa solariega en Normandía. Les daban de plazo hasta final de la semana; si no pagaban, les ofrecerían su periodo de alquiler a otras personas.
—El viernes se acaba el plazo —fue lo último que dijo Rakel antes de colgar.
Harry se fue al aseo, se echó agua fría en la cara y se encontró con su propia mirada en el espejo. Debajo del pelo rubio mojado cortado al cepillo vio unos ojos enrojecidos sobre unas profundas ojeras y un par de mejillas demacradas. Intentó sonreír. Y se enfrentó a dos hileras de dientes amarillos. No se reconocía a sí mismo. Y comprendió que Rakel tenía razón, que se acababa el plazo para él y Rakel. Para él y Ellen. Para él y Tom Waaler.
Ese mismo día, fue a ver a su superior inmediato, Bjarne Møller, la única persona de la comisaría en quien confiaba plenamente. Mo11er asintió y negó alternativamente con la cabeza cuando Harry le contó lo que quería y le dijo finalmente que, por suerte, aquello no era competencia suya y que Harry debía tratarlo directamente con el comisario jefe de la Policía Judicial. Y también le dijo que, de todas formas, debería pensárselo dos veces antes de ir a verlo. Harry se fue directamente del despacho cuadrado de Møller al ovalado del jefe de la Policía Judicial, llamó a la puerta, entró y le comunicó lo que sabía.
Un testigo que había visto a Tom Waaler en compañía de Sverre Olsen. Y el hecho de que precisamente fuese Tom Waaler quien disparó a Olsen durante la detención. Eso era todo. Eso era cuanto tenía después de cinco meses de duro trabajo, cinco meses de vigilancia, cinco meses al borde de la locura.
El comisario jefe le preguntó a Harry cuál creía él que podría ser el móvil de Tom Waaler para, supuestamente, matar a Ellen Gjelten.
Harry le contestó que Ellen tenía información peligrosa. La misma noche que la asesinaron, le dejó a Harry un mensaje en el contestador diciendo que sabía quién era el Príncipe, el cerebro tras la importación ilegal de armas, el responsable de que los delincuentes de Oslo anduviesen de pronto armados hasta los dientes con armas cortas profesionales.
—Por desgracia, cuando le devolví la llamada era demasiado tarde —confesó Harry intentando leer la expresión en la cara del jefe de la Policía Judicial.
—¿Y Sverre Olsen? —preguntó el comisario jefe.
—Cuando dimos con él, el Príncipe lo mató para que no delatara al hombre que estaba tras el asesinato de Ellen.
—¿Y dijiste que el Príncipe es…?
Harry repitió el nombre de Tom Waaler y el comisario jefe asintió con la cabeza sin hablar, antes de concluir:
—Eso quiere decir que es uno de los nuestros. Uno de nuestros comisarios más respetados.
Durante los diez segundos siguientes, Harry tuvo la sensación de hallarse en un vacío, ni un gramo de aire, ningún sonido. Era consciente de que su carrera policial podría terminar allí y en aquel mismo momento.
—Muy bien, Hole. Me entrevistaré con ese testigo tuyo antes de decidir lo que vamos a hacer a partir de ahora. —El jefe de la Policía Judicial se puso de pie—. Y supongo que comprendes que, de momento, esto tiene que quedar entre tú y yo.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?
Harry se sobresaltó al oír la voz del taxista. Había estado a punto de dormirse.
—Ya nos vamos —dijo echando un último vistazo al chalé de vigas de madera.
Bajaban por la calle Kirkeveien, cuando sonó el móvil. Era Beate.
—Creemos haber encontrado el arma —dijo—. Y tenías razón. Es una pistola.
—En ese caso, bien por los dos.
—Bueno, no era tan difícil de encontrar. Estaba en el cubo de la basura, debajo del fregadero.
—¿Marca y número de serie?
—Una Glock 23. El número está lijado.
—¿Y las marcas del lijado?
—Si quieres saber si son las mismas que las que encontramos en las demás armas cortas que hemos confiscado en Oslo últimamente, la respuesta es sí.
—Comprendo —Harry se cambió el móvil a la mano izquierda—. Lo que no comprendo es por qué me llamas para contarme todo esto. No es asunto mío.
—Yo no estaría tan segura de ello, Harry. Møller ha dicho…
—¡Møller y todo el puto Cuerpo de Policía de Oslo pueden irse a la mierda!
El propio Harry se asustó de la estridencia de su voz. Vio en el espejo retrovisor que el taxista enarcaba las cejas.
—
Sorry,
Beate. Es que… ¿Sigues ahí?
—Sí.
—Ahora mismo estoy un poco fuera de combate.
—Esto puede esperar.
—¿El qué?
—No hay prisa.
—Venga.
Beate dejó escapar un suspiro.
—Pues, ¿te diste cuenta de la hinchazón que tenía Camilla Loen justo encima del párpado?
—Claro.
—Yo pensé que el asesino la habría golpeado o que se dio ahí al caer. Pero resultó que no era una hinchazón.
—¿Ah, no?
—El forense apretó el bulto. Estaba duro como una piedra, así que metió el dedo por debajo del párpado y, ¿sabes lo que encontró encima del globo ocular?
—Pues… —dijo Harry—. Pues no…
—Una pequeña gema roja tallada en forma de estrella. Creemos que es un diamante. ¿Qué me dices a eso?
Harry tomó aire y miró el reloj. Aún faltaban tres horas para que dejasen de servir en el Sofie.
—Que no es asunto mío —respondió antes de apagar el teléfono.
Hay sequía, pero yo he visto al policía salir de debajo del agua.
Agua para los sedientos. Agua de lluvia, agua de río, agua de feto.
Él no me vio a mí. Se fue tambaleándose por la calle Ullevålsveien, donde intentaba parar un taxi. Nadie quería llevarlo. Como uno de los espíritus inquietos que pasean por la orilla del río y que el tipo del trasbordador no quiere llevar al otro lado. Yo sé
en parte lo que se siente. Al verse ultrajado por aquéllos a quienes has dado de comer. Al verse rechazado cuando uno necesita ayuda, por una vez. Al descubrir que te escupen y que tú
no tienes a nadie a quien escupir. Al comprender poco a poco lo que uno debe hacer. Lo paradójico es, naturalmente, que al taxista que se apiada de ti, le cortas el cuello.
Harry se fue hacia el fondo de la tienda, abrió la puerta de cristal del frigorífico donde estaba la leche y se inclinó hacia el interior. Se subió la camiseta sudada, cerró los ojos y sintió en la piel el aire refrescante.
Habían dicho que tendrían una noche tropical y los pocos clientes que había en el establecimiento habían ido a buscar comida para barbacoa, cervezas y refrescos.
Harry la reconoció por el color del pelo. Estaba de espaldas a él, en la sección de la carne. El ancho trasero rellenaba perfectamente los vaqueros. Cuando se dio la vuelta, vio que llevaba un top con una cebra en el centro, aunque igual de ajustado que el de leopardo. Vibeke Knutsen cambió de opinión, dejó los filetes empaquetados, empujó el carro de la compra hasta el arcón frigorífico y sacó dos paquetes de filetes de bacalao.
Harry se bajó la camiseta y cerró la puerta de cristal. No iba a comprar leche. Ni carne, ni bacalao. A decir verdad, quería lo mínimo indispensable, sólo algo para comer. No por el hambre, sino por su estómago. Su estómago se había rebelado la noche anterior. Sabía por experiencia que si no comía algo sólido ahora, no podría retener, ni una gota de alcohol. En su carro de la compra había un pan integral y una bolsa del
Vinmonopolef
[1]
que había al otro lado de la calle.
Lo completó con medio pollo y un paquete de seis cervezas Hansa y caminó errante junto al mostrador de la fruta antes de aterrizar en la cola de la caja justo detrás de Vibeke Knutsen. No lo había planeado, pero quizá tampoco fuese pura casualidad.
La mujer se dio media vuelta y, aunque no lo vio, arrugó la nariz como si oliera mal, algo que Harry no podía descartar. Vibeke Knutsen le pidió a la cajera dos paquetes de cigarrillos Prince Mild.
—Creía que intentabais mantener un espacio libre de humo.
Vibeke se dio la vuelta y lo miró sorprendida. Le dedicó tres sonrisas diferentes. Primero una rápida, automática. Luego, una de reconocimiento. Finalmente y después de pagar su compra, una llena de curiosidad.
—Y por lo que veo, tú vas a dar una fiesta en casa.
La mujer metió la compra en una bolsa de plástico.
—Algo así —murmuró Harry devolviéndole la sonrisa.
Ella inclinó la cabeza levemente. Las rayas de cebra se movían.
—¿Muchos invitados?
—Varios. Todos sin invitación.
La cajera le entregó el cambio a Harry, pero éste señaló con la cabeza a la caja de monedas del Ejército de Salvación.
—Supongo que podrás echarlos, ¿no? —La sonrisa se reflejaba ya en sus ojos.
—Bueno. Precisamente estos invitados no se dejan ahuyentar tan fácilmente.
Las botellas de Jim Beam tintinearon alegremente contra las cervezas cuando levantó las bolsas.
—Ah… ¿Viejos amigos de juerga?
Harry la miró. Parecía saber de qué hablaba. Le resultó más extraño aún que fuera pareja de un tipo tan serio. O mejor dicho, que un tipo tan serio la tuviese a ella por pareja.
—No tengo amigos —aseguró Harry.
—Una dama, entonces. ¿De las pesadas?
Fue a sujetarle la puerta, pero era de esas automáticas. Al fin y al cabo, sólo había estado en aquella tienda unas doscientas veces… Se quedaron en la acera, el uno frente al otro.
Harry no sabía qué decir. Quizá por eso lo dijo:
—Tres damas. A veces se van, si bebo lo suficiente.
—¿Qué?
Vibeke se hizo sombra con la mano y lo miró.
—Nada.
Sorry.
Estaba pensando en voz alta. Es decir,
no pienso…
pero lo hago en voz alta. Parlotear, creo que se llama. Yo…
No entendía por qué la mujer seguía allí.
—Han estado subiendo y bajando nuestras escaleras todo el fin de semana —dijo ella al cabo de unos segundos.
—¿Quién?
—La policía.
Harry asimiló lentamente la información de que había pasado un fin de semana desde que estuvo en el apartamento de Camilla Loen. Intentó ver su imagen reflejada en la ventana de la tienda. ¿Todo el fin de semana? ¿Qué pinta tendría ahora?
—No nos queréis revelar nada —dijo ella—. Y los periódicos dicen que no tenéis pistas. ¿Es verdad?
—No es mi caso —dijo Harry.
—Vale —Vibeke Knutsen asintió con la cabeza. Y empezó a sonreír.
—¿Y sabes qué?
—¿Qué?
—Supongo que está bien así.
Transcurrieron un par de segundos, hasta que Harry se dio cuenta de lo que quería decir. Y se echó a reír. Hasta que la risa se convirtió en una tos muy fea.
—Es raro que no te haya visto antes en esta tienda —dijo cuando recuperó el aliento.
Vibeke se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? A lo mejor volvemos a vernos pronto.
Le sonrió radiante y echó a andar. Las bolsas de plástico se meneaban de un lado a otro al ritmo del trasero. «Tú y yo somos animales en África.» Harry lo pensó tan alto que, por un instante, temió haberlo dicho.
Había un hombre sentado en la escalera delante de la puerta de la calle Sofie con la chaqueta echada por los hombros y apretándose el estómago con la mano. Tenía la camisa manchada de negros cercos de sudor en el pecho y en las axilas. Cuando vio a Harry, se levantó.
Harry tomó aire y se armó de valor. Era Bjarne Møller.
—Dios mío, Harry.
—Dios mío, jefe.
—¿Sabes la pinta que tienes?
Harry sacó las llaves.
—¿Como si no estuviera bien entrenado?
—Se te ordenó participar en la investigación del caso de asesinato durante el fin de semana y nadie te ha visto el pelo. Y hoy ni siquiera has ido a trabajar.
—Me quedé dormido, jefe. Y no está tan lejos de la verdad como tú crees.
—Ajá. ¿Quizá también estuviste dormido las semanas anteriores a este viernes durante las cuales no apareciste?
—Bueno. Las nubes se dispersaron después de la primera semana, así que llamé al trabajo. Pero me dijeron que alguien me había puesto en la lista de vacaciones. Pensé que serías tú.
Harry entró en el portal con paso enérgico y con Møller pisándole los talones.