Harry les pidió que se quedasen fuera y entró solo. Aquello estaba vacío.
Revisó la habitación con detenimiento. Estaba limpia y ordenada. Demasiado ordenada. No cuadraba con el póster de Iggy Pop que había colgado en la pared, encima del sofá cama. Unos libros de bolsillo manoseados en la estantería, sobre el pulcro escritorio. Al lado de los libros, cinco o seis llaves sujetas por un llavero con forma de calavera. Una foto de una chica sonriente bronceada por el sol. La novia o una hermana, pensó Harry. Entre un libro de Bukowski y un radiocasete, se veía un dedo pulgar como de cera pintado de blanco, que apuntaba hacia arriba, como dándole el visto bueno. Todo listo. Todo OK. Ya se vería.
Harry miró a Iggy Pop, el torso desnudo y flaco, las cicatrices autoinfligidas, la mirada intensa desde las profundas cuencas de los ojos, un hombre que tenía pinta de haber pasado por una o varias crucifixiones. Harry tocó el pulgar en la estantería. Demasiado blando para ser de yeso o de plástico, casi parecía un dedo de verdad. Frío, pero auténtico. Pensó en el consolador de la casa de Barli mientras olía el pulgar blanco. Olía a una mezcla de formol y pintura. Lo sujetó entre dos dedos y apretó. La pintura se agrietó. Harry se retiró hacia atrás cuando notó el olor penetrante.
—Beate Lønn.
—Aquí Harry. ¿Qué tal vais?
—Seguimos esperando. Waaler se ha situado en el pasillo y nos ha echado a mí y a la señorita Sivertsen a la cocina. Y luego hablan de la liberación de la mujer.
—Llamo desde el 406 del edificio de apartamentos. Ha estado aquí.
—¿Ha estado ahí?
—Ha tallado una estrella del diablo encima de la puerta. El chico que vive aquí, un tal Marius Veland, ha desaparecido. Los vecinos llevan varias semanas sin verlo. Y en la puerta hay una nota que dice que ha salido de viaje.
—Bueno. Puede que esté realmente de viaje, ¿no?
Harry se había percatado de que Beate había empezado a utilizar los mismos giros que él al hablar.
—Lo dudo —objetó Harry—. Su dedo pulgar sigue en el apartamento. En un estado próximo al embalsamado.
Siguió un denso silencio al otro lado.
—He llamado a algunos de tus amigos de la Científica. Están en camino.
—Pero… no entiendo —confesó Beate—. ¿No teníais vigilado todo el edificio?
—Bueno, sí. Pero no hace veinte días, cuando esto sucedió.
—¿Veinte días? ¿Cómo lo sabes?
—Porque encontré el número de teléfono de sus padres y llamé. Recibieron una carta en la que Marius les comunicaba que se iba a Marruecos. El padre me aseguró que, si no recuerda mal, es la primera vez que reciben carta de Marius, siempre llama por teléfono. El matasellos de la carta es de hace veinte días.
—Veinte días —repitió Beate en voz baja.
—Veinte días. O sea, exactamente cinco días antes del primer asesinato, el de Camilla Loen. O sea…
Harry oyó en el auricular la respiración nerviosa de Beate.
—… el que, hasta ahora, hemos considerado el primer asesinato —concluyó Harry.
—Dios mío.
—Hay más. Hemos reunido a los inquilinos y les hemos preguntado si recuerdan algo de aquel día y la chica del 303 dice que recuerda que estuvo tomando el sol en el césped, delante del edificio, justo aquella tarde. Y que en el camino de regreso se encontró con un mensajero ciclista. Y lo recuerda porque no es muy frecuente verlos por aquí y porque, un par de semanas más tarde, cuando los periódicos empezaron a escribir sobre el mensajero asesino, se lo comentó a otras personas de su pasillo.
—¿Así que ha hecho trampa con el orden?
—No —dijo Harry—. Lo que pasa es que yo soy demasiado estúpido. ¿Recuerdas que me preguntaba si el dedo que cortaba a las víctimas también sería una especie de clave? Pues eso. Es lo más obvio. El pulgar. Empezó desde la izquierda de la mano izquierda en la primera víctima y continuó hacia la derecha. No hacía falta ser un genio para entender que Camilla Loen era la número dos.
—Ya.
«Ya lo ha vuelto a hacer», pensó Harry. «Habla como yo.»
—Entonces, sólo falta el número cinco —dijo Beate—. El dedo meñique.
—Comprendes lo que eso significa, ¿no?
—Que ahora nos toca a nosotros. Que todo el tiempo nos ha tocado a nosotros. Dios mío, ¿de verdad tiene pensado…? Ya sabes.
—¿Está su madre sentada a tu lado?
—Sí. Cuéntame lo que va a hacer, Harry.
—No tengo ni idea.
—Ya sé que no tienes ni idea, pero cuéntamelo de todas formas.
Harry titubeó.
—Vale. Una fuerza motriz muy fuerte en los asesinos en serie es el desprecio hacia sí mismos. Y ya que el quinto asesinato es el último, el definitivo, hay una posibilidad muy grande de que tenga pensado matar a su progenitura. O a sí mismo. O ambas cosas. No tiene nada que ver con la relación con su madre, sino con la relación consigo mismo. De todos modos, la elección del lugar del crimen es lógica.
Pausa.
—¿Estás ahí, Beate?
—Sí. Se crió como «hijo de alemán».
—¿Quién?
—El que está en camino.
Otra pausa.
—¿Por qué está Waaler esperando solo en el pasillo?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque lo normal sería que lo detuvierais los dos. Es más seguro que dejarte a ti en la cocina.
—Puede ser —dijo Beate—. Mi experiencia en este tipo de operativos es escasa. Supongo que sabrá lo que hace.
—Sí —dijo Harry.
Un mar de pensamientos lo invadió de pronto. Pensamientos que Harry intentaba ahuyentar.
—¿Pasa algo, Harry?
—Bueno —dijo Harry—. Se me ha terminado el tabaco.
Harry volvió a meter el móvil en el bolsillo de la americana y se retrepó en el sofá.
A los de la Científica tal vez no les gustase demasiado, pero allí no había ya, seguramente, pruebas que arruinar. Era obvio que el asesino lo había recogido todo a conciencia también en esta ocasión. Harry notó incluso un ligero olor a detergente cuando apoyó la cara en el suelo para observar de cerca unas manchas negras, como de goma adherida al linóleo.
Una cara apareció en la puerta.
—Bjørn Holm, de la Científica.
—Bien —dijo Harry—. ¿Tienes tabaco?
Se levantó y se acercó a la ventana mientras Holm y su colega empezaban a trabajar. La luz de la tarde corría oblicua como el oro dorando las casas, las calles y los árboles de Kampen y Tøyen. Harry no conocía ninguna ciudad tan bella como Oslo en tardes como aquélla. Seguro que habría otras. Pero él no las conocía.
Harry observó el pulgar de la estantería. El asesino lo había mojado en pintura y lo había pegado a la balda para que se mantuviera erguido. Probablemente, había llevado él la pintura, porque Harry no encontró pegamento ni nada parecido en los cajones del escritorio.
—Quiero que miréis a ver qué son esas manchas negras.
Harry les señaló el suelo.
—De acuerdo —dijo Holm.
Harry se sentía mareado. Se había fumado ocho cigarrillos seguidos que le calmaron la sed. Se la calmaron, pero no la ahuyentaron. Miró fijamente el pulgar. Seccionado con un cortafrío, seguro. Pintura y pegamento. Cincel y martillo para tallar la estrella del diablo encima de la puerta. En esta ocasión, el asesino se había llevado muchas herramientas.
Comprendía lo de la estrella del diablo. Y lo del dedo. Pero ¿por qué el pegamento?
—Parece caucho derretido —dijo Holm, acuclillado en el suelo.
—¿Cómo se derrite el caucho? —preguntó Harry.
—Bueno. Se quema. O se utiliza una plancha. O una pistola de calor.
—¿Para qué se utiliza el caucho derretido?
Holm se encogió de hombros.
—Vulcanización —terció su colega—. Se utiliza para reparar y sellar cosas. Por ejemplo, neumáticos. O para sellar algo herméticamente. Cosas así.
—¿Qué cosas?
—No tengo ni idea, lo siento.
—Gracias.
El pulgar señalaba al techo. Si no señalaba también la solución de la clave, pensó Harry. Porque por supuesto que había una clave. El asesino les había colocado una argolla en la nariz y, como si de una manada de brutos se tratase, los llevaba adonde él quería, y por eso aquella clave también tenía una solución. Una solución muy sencilla, si de verdad estaba pensada para brutos de inteligencia media como la suya.
Miró fijamente al dedo. Señalar hacia arriba. OK. Roger. Todo listo.
La luz de la tarde lo bañaba todo.
Dio una buena calada al cigarrillo. La nicotina navegaba por las venas atravesando finos capilares desde los pulmones y, de allí, hacia el norte. Lo envenenó, lo dañó, lo manipuló, le aclaró la mente. ¡Joder!
Harry sufrió un ataque de tos.
Señalar hacia el techo. En al apartamento 406. El techo que había sobre el cuarto piso. Naturalmente. Bruto, bruto de mí.
Harry giró la llave, abrió la puerta y encontró el interruptor de la luz en la pared. Cruzó el umbral. Era un desván amplio, de techo alto y sin ventanas. Había trasteros, de cuatro metros cuadrados y numerados, a todo lo largo de las paredes. Tras las telas metálicas se veían apiladas pertenencias en tránsito entre el propietario y el contendor de la basura. Colchones agujereados y muebles pasados de moda, cajas de cartón con ropa y pequeños electrodomésticos que aún funcionaban y que, por tanto, de momento no podían tirar.
—Esto es infernal —murmuró Falkeid, y entró acompañado de dos de sus colegas del grupo.
A Harry le pareció una imagen bastante precisa. Si bien el sol pendía ya bajo y sin fuerza en el oeste, se había pasado el día recalentando las tejas, que ahora hacían de estufas y convertían el desván en una verdadera sauna.
—Parece que el trastero correspondiente al 406 está por aquí —dijo Harry entrando hacia la derecha.
—¿Por qué estás tan seguro de que está en el desván?
—Bueno, porque el asesino nos ha señalado clarísimamente que encima del cuarto piso se encuentra el quinto. En este caso, el desván.
—¿Señalado?
—Es una especie de acertijo.
—¿Eres consciente de que es imposible que aquí haya un cadáver?
—¿Por qué?
—Vinimos ayer con un perro. Un cadáver que lleve cuatro semanas expuesto al calor… Bueno, traducido del aparato sensorial de un perro al nuestro, es casi como si estuviésemos buscando una sirena de fábrica aullando aquí mismo. Habría sido imposible no encontrarlo incluso para un perro malo. Y el que estuvo aquí ayer era muy bueno.
—¿Aun suponiendo que el cadáver esté envuelto en algo, precisamente para evitar que huela?
—Esas moléculas son muy volátiles y penetran incluso por aberturas microscópicas. No es posible que…
—Vulcanización —dijo Harry.
—¿Qué?
Harry se detuvo delante de uno de los trasteros. Los dos uniformados acudieron enseguida con sendos pies de cabra.
—Primero probaremos este método, chicos —les dijo Harry agitando el llavero de la calavera delante de ellos.
La llave más pequeña abrió el candado.
—Entraré solo —dijo—. A los de la Científica no les gusta que haya muchas pisadas.
Le prestaron una linterna y se detuvo ante un ropero blanco, grande y ancho, de dos puertas, que ocupaba casi todo el espacio del trastero. Puso la mano en uno de los tiradores y se armó de valor antes de tirar de golpe. Sintió el azote del olor rancio a ropa vieja, a polvo y a madera seca. Encendió la linterna. Al parecer, Marius Vetland había heredado tres generaciones de trajes oscuros que colgaban en hilera de la barra del ropero. Harry enfocó el interior del armario y pasó la mano por la tela. Lana gruesa. Uno de ellos estaba cubierto por un plástico fino. Al fondo había una funda de traje de color gris.
Harry dejó que se cerrara la puerta del armario y se volvió hacia la pared del fondo del trastero, donde vio un tendedero en el que habían colgado unas cortinas que parecían de confección casera. Harry las retiró. Al otro lado le gruñía silenciosamente una boca abierta llena de pequeños dientes afilados de fiera. Lo que quedaba del pelaje era gris y los ojos marrones y redondos como una canica necesitaban una limpieza.
—Una marta —declaró Falkeid.
—Ya.
Harry miró a su alrededor. No había más lugares donde buscar. ¿Realmente se había equivocado, después de todo?
Entonces vio la alfombra enrollada. Era una alfombra persa, o por lo menos lo parecía, apoyada contra la malla y que casi llegaba al techo. Harry empujó una silla de mimbre rota, se subió a la silla e iluminó la alfombra. Los agentes que estaban fuera lo miraban ansiosos.
—Bueno —dijo Harry antes de bajar de la silla y apagar la linterna.
—¿Y? —dijo Falkeid.
Harry negó con la cabeza. De repente sufrió un ataque de ira. Dio una patada a un lateral del ropero, que se quedó oscilando como una bailarina de la danza del vientre. Los perros daban dentelladas en el aire. Una copa. Sólo una copa, un momento sin dolor. Se dio la vuelta para salir del trastero cuando oyó un ruido como de algo que se deslizara por una pared. Se dio la vuelta en un acto reflejo, con el tiempo justo de ver cómo se abría a toda velocidad la puerta del ropero antes de que el portatrajes lo asaltara y lo abatiera en el suelo.
Comprendió que había estado inconsciente unos segundos porque, cuando abrió los ojos de nuevo, se vio tumbado boca arriba con un dolor sordo en la parte posterior de la cabeza y jadeando entre una nube de polvo que se había levantado del reseco suelo de madera. El peso del portatrajes lo oprimía y tenía la sensación de que estaba a punto de ahogarse, de estar dentro de una gran bolsa de plástico llena de agua. Presa del pánico, dio un puñetazo y entonces notó que el puño se estrellaba contra la superficie lisa, dentro de la cual había algo blando que cedía al golpe.
Harry se quedó inmóvil. Poco a poco logró centrar la mirada y la sensación de estar ahogándose se fue desvaneciendo. Y dio paso a la sensación de estar ahogado.
Desde detrás de una capa de plástico gris lo observaban unos ojos de expresión rota.
Habían encontrado a Marius Veland.
El tren del aeropuerto pasó veloz al otro lado de la ventana, plateado y silencioso como una respiración pausada. Beate miró a Olaug Sivertsen. Ella alzó la barbilla y observó por la ventana parpadeando sin cesar. Sus manos, arrugadas y nervudas sobre la mesa de la cocina, parecían un paisaje visto desde una gran altura. Las arrugas eran valles; las venas azul negruzco, ríos; y los nudillos, montañas donde la piel estaba estirada como la lona grisácea de una tienda de campaña. Beate observó sus propias manos. Pensó en cuánto tienen tiempo de hacer dos manos en una vida. Y en cuánto no tienen tiempo de hacer. O no pueden.