Hubo exclamaciones en la estancia. Muchos de los regidores del Imperio y la mayoría de sus súbditos otorgaban una reverencia casi mítica al Primer Imperio. Bonin cabeceó significativamente.
—Consideremos ahora lo que debemos hacer. Su excelencia el señor Traffin Geary, Ministro de Asuntos Exteriores del sector.
El señor Traffin era casi tan alto como el Virrey, pero ahí terminaba la semejanza. En vez de la figura delgada y atlética de Su Alteza, sir Traffin era como un barril.
—Alteza, caballeros. Hemos enviado un emisario a Esparta y enviaremos otro en esta misma semana. La cápsula era más lenta que la luz, y fue lanzada hace más de cien años. No hay peligro en unos cuantos meses. Propongo que preparemos una expedición a la Paja, pero que esperemos primero a recibir instrucciones de Su Majestad. —Geary se mordió truculentamente el labio inferior mientras contemplaba a los concurrentes—. Sospecho que esto sorprenderá a muchos de ustedes que conocen mi carácter, pero considero esta cuestión de suma importancia. Lo que decidamos afectará al destino del género humano.
Hubo murmullos de aprobación. El Presidente hizo un gesto al hombre que estaba a su izquierda.
—Señor Richard MacDonald Armstrong, Ministro de Guerra del sector.
En contraste con el volumen del señor Traffin, el Ministro de Guerra era casi diminuto, y sus pequeños rasgos ajustaban con su cuerpo, nada atlético; su piel daba una sensación de suavidad. Sólo los ojos eran duros, y parecían ajustarse a los del retrato que había sobre él.
—Entiendo muy bien la postura del señor Traffin —comentó Armstrong—. No me preocupa esta responsabilidad. Es para nosotros un gran consuelo saber que en Esparta los hombres más sabios de la raza corregirán nuestros fallos y errores.
No parece tener demasiado acento de Nueva Escocia, pensó Rod. Sólo un leve matiz; pero el hombre era evidentemente un nativo. Rod se preguntó si no sabrían todos hablar como los demás cuando querían hacerlo...
—Pero quizás no tengamos tiempo —dijo suavemente Armstrong—. Considerémoslo. Hace ciento trece años, como muestran muy bien nuestros archivos, la Paja resplandeció con tal brillo que eclipsó la luz del Ojo de Murcheson. Luego, un buen día, el brillo se apagó. No hay duda de que fue entonces cuando la cápsula pudo girar e iniciar la desaceleración en nuestro sistema. Los lásers que la lanzaron llevaban mucho tiempo activados. Los constructores tardaron por lo menos ciento cincuenta años en desarrollar una nueva tecnología. Piensen en eso, señores. En ciento cincuenta años los hombres de la Tierra pasaron de naves de guerra impulsadas por el viento a desembarcar en la Luna terrestre. De la pólvora a la bomba de hidrógeno. Y sólo ciento cincuenta años después, el Impulsor Alderson, el Campo, diez colonias interestelares, y el Condominio. Cincuenta años más tarde la Flota abandonó la Tierra para fundar el Primer Imperio. Eso es lo que pueden ser ciento cincuenta años para una raza en pleno desarrollo, señores. Con eso nos enfrentamos.
»¡Yo digo que no podemos permitirnos esperar! —la voz del anciano atronó llenando la estancia—. ¿Esperar órdenes de Esparta? Con todos los respetos a los asesores de Su Majestad, ¿qué pueden decirnos ellos que no sepamos? Cuando puedan responder ya habremos enviado nosotros más informes. Quizás hayan cambiado ya las cosas aquí y no nos sirvan de nada sus instrucciones. ¡Es mejor que cometamos nuestros propios errores!
—¿Qué recomienda usted? —preguntó secamente el presidente del Consejo.
—He ordenado ya al almirante Cranston que reúna todas las naves de guerra que pueda desviar de las tareas de patrullaje y vigilancia. He enviado a Su Majestad una petición urgentísima de fuerzas adicionales para el sector. Ahora propongo que vaya a la Paja una expedición de la Marina y descubra lo que pasa allí mientras los talleres transforman el suficiente número de naves para asegurarnos que podremos destruir, en caso preciso, los mundos natales de los alienígenas.
Hubo exclamaciones en la estancia. Uno de los miembros del Consejo se levantó precipitadamente exigiendo atención.
—Doctor Anthony Horvath, Ministro de Ciencias —anunció el Presidente.
—Alteza, señores, me faltan palabras —comenzó Horvath.
—Ojalá fuese cierto —murmuró el almirante Cranston, que se sentaba a la izquierda de Rod.
Horvath era un hombre maduro, cuidadosamente vestido, de gestos precisos y palabras igualmente precisas, como si intentase decir exactamente aquello y nada más. Hablaba con mucho sosiego, pero sus palabras llegaban a todos los rincones de la estancia.
—Señores, no hay nada amenazador en esta cápsula. Llevaba sólo un pasajero, que no ha tenido ninguna posibilidad de informar a los que le enviaron. —Horvath miró significativamente al almirante Cranston—. No hay el menor indicio de que los alienígenas posean una tecnología que les permita viajar más rápido que la luz, ni la menor sugerencia de peligro; sin embargo el señor Armstrong habla de reunir a la Flota. ¡Actúa como si toda la Humanidad estuviese amenazada por un alienígena muerto y una vela de luz! Y yo pregunto: ¿es esto razonable?
—¿Qué es lo que usted propone, doctor Horvath? —preguntó el Presidente.
—Estoy de acuerdo con que se envíe una expedición. Estoy de acuerdo con el ministro Armstrong en que sería absurdo esperar que el Trono redactase instrucciones detalladas desde esa gran distancia de tiempo. Enviemos una nave de la Marina si eso hace que todos se sientan más tranquilos. Pero llenándola de científicos, personal del cuerpo diplomático, representantes de la clase comercial. Ir en son de paz lo mismo que ellos vinieron en son de paz. ¡No tratar a esos alienígenas como si fuesen simples piratas! No habrá otra oportunidad como ésta, señores. El primer contacto entre humanos y alienígenas inteligentes. Encontraremos, sin duda, otras especies inteligentes, pero nunca volveremos a encontrar la primera. Lo que hagamos ahora figurará en nuestra Historia para siempre. ¡No echemos un borrón en esta página!
—Gracias, doctor Horvath —dijo el Presidente—. ¿Más comentarios? Los hubo. Todos se pusieron a hablar a la vez hasta que por fin se restableció el orden.
—Caballeros, hemos de tomar una decisión —dijo el Duque Bonin—. ¿Qué aconsejan a Su Alteza? ¿Debemos enviar una expedición a la Paja o no?
Esto se resolvió rápidamente. Los grupos militares y científicos superaban en número sobradamente a los que apoyaban a sir Traffin. Se enviarían naves en cuanto fuese posible.
—Magnífico —dijo Bonin—. ¿Y el carácter de la expedición? ¿Militar o civil?
El edecán golpeó el estrado con su cetro. Todas las cabezas se volvieron hacia el alto trono en el que Merrill había permanecido sentado impasiblemente a lo largo del debate.
—Agradezco al Consejo su asesoramiento, pero no necesitaré ninguna sugerencia sobre esta última cuestión —dijo el Virrey—. Dado que se relaciona con la seguridad del Reino no puede plantearse ningún problema de prerrogativas de sector.
El imperioso parlamento quedó truncado cuando Merrill se pasó la mano por el pelo. La volvió rápidamente a su regazo al darse cuenta de lo que hacía. Asomó a su rostro una leve sonrisa.
—Aunque sospecho que la opinión del Consejo podría coincidir con la mía. Señor Traffin, ¿apoyaría su grupo una expedición puramente científica?
—No, Alteza.
—No creo necesario preguntar su opinión al señor Ministro de Guerra. El grupo del doctor Horvath quedaría en minoría en una votación, de todos modos. Como el planear una expedición de esta naturaleza no requiere la presencia del Consejo en pleno, veré inmediatamente en mi oficina al doctor Horvath, a sir Traffin, al señor Armstrong y al almirante Cranston. Almirante, ¿está aquí el oficial del que me habló?
—Sí, Alteza.
—Que venga también.
Merrill se levantó y abandonó su trono con tal rapidez que el edecán no tuvo ninguna posibilidad de cumplir con el ceremonial de su cargo. Golpeó con retraso el estrado con su cetro y miró al retrato imperial.
—POR DECISIÓN DE SU ALTEZA QUEDA DISUELTO ESTE CONSEJO. QUE DIOS CONCEDA GRAN SABIDURÍA A SU ALTEZA. DIOS SALVE AL EMPERADOR.
Mientras los demás abandonaban la Cámara, el almirante Cranston cogió a Rod por el brazo y le condujo a través de una puertecilla que había junto al estrado.
—¿Qué piensa usted de todo esto? —preguntó Cranston.
—Bueno, he estado en reuniones del Consejo en Esparta en las que creí que iban a acabar a puñetazos. El viejo Bonin sabe muy bien cómo debe dirigirse una reunión como ésta.
—Sí. Comprende usted entonces todo este tinglado político, ¿no? Supongo que lo entenderá mejor que yo. Quizás puede ser mejor candidato de lo que yo pensaba.
—¿Candidato para qué, señor?
—¿No le parece evidente, capitán? Sus superiores y yo lo decidimos anoche. Llevará usted la
MacArthur
hasta la Paja.
El Virrey Merrill tenía dos oficinas. Una era grande, ostentosamente amueblada, decorada con regalos y tributos de muchos mundos. Un
sólido
del Emperador dominaba la pared tras un escritorio de teca samualita taraceado con marfil y oro; floridas alfombras de hierba viva de Tabletop proporcionaban un piso suave y un aire purificado, y cámaras de visión tridimensional, invisibles y ocultas en las paredes de roca, servían a los medios de información que cubrían los acontecimientos oficiales.
Rod tuvo sólo una breve visión del lugar de esplendor de Su Alteza antes de que le condujesen a una habitación mucho más pequeña de simplicidad casi monástica. El Virrey se sentaba ante un inmenso escritorio de duroplast. Tenía el pelo revuelto. Se había abierto el cuello de la túnica uniforme y sus botas estaban apoyadas contra la pared.
—Ah. Adelante, pase, almirante. Veo que ha traído a su joven Blaine. ¿Qué tal, muchacho? No me recordarás. Sólo nos vimos una vez y entonces tú debías de tener dos o tres años. Yo apenas si me acuerdo. ¿Cómo está el marqués?
—Muy bien, Alteza. Estoy seguro de que le enviaría...
—Lo sé, lo sé. Buen hombre, tu padre. El bar está allá al fondo. —Merrill cogió un montón de papeles y los ojeó rápidamente—. Sobre lo que yo pienso... —Garrapateó una firma en el último de los papeles. El compartimiento de salida rechinó y los papeles se desvanecieron.
—Quizás debiese presentar al capitán Blaine a... —comenzó el almirante Cranston.
—Claro, desde luego. Ha sido un descuido mío. El doctor Horvath, el ministro Armstrong, sir Traffin, el capitán Blaine, de la
MacArthur.
Hijo del marqués de Crucis, ya saben.
—La
MacArthur —
dijo despectivamente el doctor Horvath—. Comprendo. Si Su Alteza me perdona, le diré que no entiendo por qué tiene que estar aquí.
—¿No lo entiende? —preguntó Merrill—. Use la lógica, doctor. ¿Sabe usted cuál es el motivo de esta reunión?
—No es que me agrade mucho la conclusión a la que llego, Alteza. Y aún no veo razón alguna por la que este... fanático militarista deba participar en el estudio de una expedición de tan gran importancia.
—¿Es eso una queja contra uno de mis oficiales, señor? —replicó el almirante Cranston—. Si es así, permítame que le diga...
—Basta ya —dijo Merrill. Echó otro grueso montón de papeles en el compartimiento de salida y los miró desvanecerse pensativo—. Doctor Horvath, supongo que planteará usted sus objeciones formalmente y que se atendrá a las consecuencias.
Era imposible determinar qué quería decir la suave sonrisa de Merrill.
—Mis objeciones son bien claras. Este joven quizás haya metido al género humano en una guerra con los primeros alienígenas inteligentes que hemos encontrado. Y el Almirantazgo no ha considerado necesario tomar medidas respecto a él, por lo que me opongo vigorosamente a que sea él quien establezca cualquier nuevo contacto con los alienígenas. ¿Es que no advierte usted, señor, la enormidad de lo que ha hecho?
—No, señor, no veo que tenga usted razón en lo que dice —intervino el Ministro de Guerra Armstrong.
—Esa nave recorrió treinta y cinco años luz. Por espacio normal. ¡Unos ciento cincuenta años de vuelo! Una hazaña que no podría igualar ni el Primer Imperio. ¿Y para qué? Para ser destrozado en su punto de destino, cañoneado y encerrado en la bodega de una nave de combate y... —el Ministro de Ciencia se quedó sin aliento.
—Blaine, ¿disparó usted contra la cápsula? —preguntó Merrill.
—No, Alteza. Dispararon ellos contra nosotros. Mis órdenes fueron interceptar e inspeccionar. Después la nave alienígena atacó a la mía, y yo separé la cápsula de la vela de luz que estaban utilizando como arma.
—Con lo que no le quedó más elección que transportarla a bordo o dejar que ardiese —añadió sir Traffin—. Un buen trabajo, sin duda.
—Pero innecesario. ¿Por qué tuvo que inutilizar la cápsula? —insistió Horvath—. ¿Por qué no tuvo el buen sentido de escudarse detrás de la vela y seguirles cuando dispararon sobre usted? ¡Pudo utilizar la vela como escudo! No tenía ninguna necesidad de matarle.
—Ese objeto disparó contra una nave de guerra imperial —estalló Cranston—. ¿Y cree usted que uno de mis oficiales iría a...? Merrill levantó la mano en un gesto de apaciguamiento.
—Tengo curiosidad por saber una cosa, capitán. ¿Por qué no hizo usted lo que sugirió el doctor Horvath?
—Yo... —Blaine se quedó rígido un instante, sus pensamientos girando en un torbellino—. Bueno, señor, teníamos poco combustible y estábamos demasiado cerca de Cal. Si hubiese seguido a la cápsula, habría acabado fuera de control y perdiendo todo contacto con ella, suponiendo que el impulsor de la
MacArthur
no incendiase la vela de todos modos. Necesitábamos la velocidad adecuada para salir del pozo de gravedad de Cal... y mis órdenes fueron interceptar. —Se detuvo un instante para pasarse un dedo por la nariz rota.
Merrill asintió con un gesto y dijo:
—Una pregunta más, Blaine. ¿Qué pensó usted cuando le encomendaron investigar una nave alienígena?
—Me emocionaba la posibilidad de un encuentro con ellos, señor.
—Caballeros, a mí este joven no me parece un xenófobo irracional. Pero cuando atacaron su nave, él la defendió. Doctor Horvath, si hubiese disparado contra la misma cápsula (no hay duda de que era el medio más fácil de asegurar que no dañase su propia nave), me encargaría personalmente de que fuese degradado y declarado indigno de servir a Su Majestad en ningún cargo. Pero en vez de hacer eso aisló cuidadosamente la cápsula de su arma y con gran riesgo para su propia nave la subió a bordo. Esa actuación me gusta, caballeros. —Se volvió a Armstrong—. Dickie, ¿quieres decirles lo que hemos decidido sobre la expedición?