La paja en el ojo de Dios (5 page)

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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

—Llaman de la Casa del Gobierno —informó el vigilante. La alegre y despreocupada voz de Cziller llegó hasta él.

—¡Hola, Blaine! ¿Preparado para salir?

El capitán de la flota estaba retrepado en una silla, soplando y chupando una enorme y recia pipa.

—Sí, señor. —Rod iba a decir algo más, pero se detuvo.

—¿Están bien acomodados los pasajeros? —Rod podría haber jurado que su antiguo capitán estaba riéndose de él.

—Lo están, señor.

—¿Y su tripulación? ¿Ninguna queja?

—Sabe usted muy bien... Todo saldrá bien señor. —Blaine ahogó su cólera; le resultaba difícil enfadarse con Cziller, que, después de todo, le había entregado su nave, pero...—. No andamos sobrados de gente, pero nos las arreglaremos.

—Escuche, Blaine, no lo hice por pura diversión. Pero es que no disponemos de los hombres necesarios para gobernar aquí, y tendrá usted tripulantes antes que nosotros. He enviado hacia su nave veinte reclutas, jóvenes locales que piensan que les gustará el espacio. En fin, quizás les guste. A mí me gustó.

Bisoños que no sabían nada y a los que habría que enseñárselo todo, pero los oficiales podían ocuparse de eso. Veinte hombres significarían una ayuda. Rod se sintió un poco mejor.

Cziller hurgó entre sus papeles.

—Y le devolveré un par de escuadrones de sus infantes de marina, aunque dudo mucho que encuentren ustedes enemigos con los que combatir en Nueva Escocia.

—Está bien, señor. Gracias por dejarme
a
Whitbread y a Staley.

Salvo aquellos dos, Cziller y Plejanov se habían quedado con todos los brigadieres de a bordo y también con muchos de los mejores oficiales. Pero le habían dejado los mejores de todos. Bastaban aquellos para que todo siguiera en marcha. La nave vivía, aunque muchas literas pareciesen indicar que habían perdido la batalla.

—De nada. Es una buena nave, Blaine. Lo más probable es que el almirante no le deje a usted seguir al mando de ella, pero quizás tenga suerte. Ya me ve a mí gobernando un planeta prácticamente sin nada. ¡No hay siquiera dinero! ¡Sólo vales del gobierno! Los rebeldes se apoderaron de todas las coronas imperiales y emitieron papel impreso. ¿Cómo demonios vamos a conseguir poner en circulación dinero real?

—Es un problema, señor.

Como capitán, Rod era teóricamente del mismo rango que Cziller. El nombramiento del almirante era sólo pura fórmula, para que los capitanes más veteranos que Cziller pudiesen, sin embarazo, cumplir sus órdenes como capitán de la flota. Pero Blaine aún tenía que pasar ante un comité de ascenso, y era lo bastante joven para que le preocupase aquella prueba. Quizás en seis semanas volviera a ser teniente.

—Una cosa —dijo Cziller—. Le dije hace un momento que no había nada de dinero en el planeta, pero eso no es del todo exacto. Tenemos aquí algunos hombres
muy ricos.
Uno de ellos es Jonas Stone, el hombre que entregó la ciudad a sus infantes de marina. Dice que logró ocultar su dinero a los rebeldes. En fin, ¿por qué no? Era uno de ellos. Pero hemos encontrado a un simple minero que murió de una borrachera con una fortuna en coronas imperiales. No podrá decirnos de dónde sacó el dinero, pero creemos que procede de Bury.

—Comprendo, señor.

—Así que vigile a Su Excelencia. Bueno, tendrá sus despachos y los nuevos miembros de su tripulación a bordo en el plazo de una hora. —Cziller miró su computadora—. Digamos cuarenta y tres minutos. Podrá usted marcharse tan pronto como estén a bordo.

Cziller se guardó en el bolsillo la computadora y comenzó a hurgar en su pipa, mientras continuaba:

—Dele recuerdos míos a MacPherson en los Talleres, y tenga en cuenta una cosa: si el trabajo se demora, y se demorará, no envíe informes al almirante. Lo único que conseguirá así es sacar de quicio a MacPherson. En vez de eso, invite a Jamie a bordo y beba whisky con él. No puede aguantar usted tanto como él, pero si lo intenta conseguirá más que con el memorándum.

—Sí, señor —dijo Rod, vacilante.

Comprendía de pronto hasta qué punto no estaba preparado para mandar la
MacArthur.
Conocía los aspectos técnicos, probablemente mejor que Cziller; pero en cuanto a las docenas de pequeños trucos que uno sólo podía aprender con la experiencia...

Cziller debió de leer sus pensamientos. Era una virtud que todos los oficiales que estaban bajo sus órdenes le habían atribuido.

—Relájese, capitán. No le reemplazarán antes de que llegue a la Capital, y por entonces llevará ya mucho tiempo a bordo de la vieja
Mac.
Y no malgaste su tiempo preparando los exámenes de ascenso. No le hará ningún bien.

Cziller dio una chupada a su inmensa pipa y dejó que una espesa nube de humo brotase de su boca.

—Tiene usted mucho que hacer —prosiguió—, no quiero entretenerle. Pero cuando llegue a Nueva Escocia, procure fijarse en el Saco de Carbón. Hay pocas vistas en la galaxia que lo igualen. La Cara de Dios lo llaman algunos.

La imagen de Cziller se desvaneció, y su oblicua sonrisa pareció quedar en la pantalla como la del gato de Cheshire.

3 • El banquete

La
MacArthur
se alejó de Nueva Chicago a una gravedad estándar. Por toda la nave los tripulantes procuraban cambiar la orientación abajo-es-afuera de la órbita cuando el giro proporcionaba la gravedad por la arriba-es-delante del vuelo energético. A diferencia de las naves mercantes que solían deslizarse largas distancias desde los planetas más internos a los puntos del Salto Alderson, las naves de guerra solían acelerar constantemente.

A dos días de Nueva Chicago, Blaine celebró un banquete.

La tripulación colocó manteles y candelabros, pesados cubiertos y cristalería tallada, hechos por hábiles artesanos de media docena de mundos; un tesoro que pertenecía, no a Blaine, sino a la propia
MacArthur.
El mobiliario estaba todo fuera de su posición de giro alrededor de los mamparos exteriores y reinstalado en los posteriores... salvo la gran mesa de giro, que habían adosado a lo que era ahora la pared cilíndrica de la sala de oficiales.

A Sally Fowler aquella mesa curvada le había molestado. La había visto dos días antes, cuando la
MacArthur
aún estaba bajo giro y el mamparo exterior era una cubierta, también curvada. Blaine advirtió su alivio cuando la vio descender por la escalera.

Observó la ausencia de un alivio similar en Bury, que parecía afable, y muy tranquilo y satisfecho. Había pasado tiempo en el espacio, dedujo Blaine. Posiblemente más tiempo que él.

Era la primera oportunidad que tenía de recibir oficialmente a los pasajeros. Mientras se sentaba en su sitio a la cabecera de la mesa, observando a los camareros con sus vestidos de un blanco impecable que traían el primer plato, Blaine reprimió una sonrisa. La
MacArthur
tenía de todo salvo comida.

—Me temo que la cena no va a estar a tono con el servicio —dijo a Sally—. Pero, en fin, ya veremos lo que encontramos.

Kelley y los camareros habían conferenciado con el oficial jefe de cocina toda la tarde, pero Rod no esperaba gran cosa.

Había comida en abundancia, por supuesto. Alimentos típicos del espacio: bioplasma, filetes de levadura, maíz de Nueva Washington; pero Blaine no había tenido ninguna oportunidad de entrar en las cabinas almacenes en Nueva Chicago, y sus propios suministros habían sido destruidos en la lucha con las defensas planetarias rebeldes. El capitán Cziller había sacado, por supuesto, sus artículos personales. Se las había arreglado también para llevarse al cocinero principal y al cañonero de la tórrela número tres, que había servido como cocinero del capitán.

Trajeron el primer plato, una fuente enorme con una gran tapa que parecía de oro batido. Dragones dorados se cazaban entre sí alrededor del perímetro, mientras flotaban sobre ellos benignamente los hexagramas de la buena suerte del
I Ching.
Fuente y tapa, de estilo Xanadu, valían tanto como uno de los botes de la
MacArthur.
El artillero Kelley se colocó detrás de Blaine, un mayordomo perfecto con su traje blanco y su faja escarlata.

Resultaba difícil reconocerle como el hombre que podía hacer desmayarse con una reprimenda a los nuevos reclutas, como el sargento que había dirigido a los infantes de marina de la
MacArthur
en la lucha contra la Guardia de la Unión. Kelley levantó la tapa con un gesto teatral.

—¡Magnífico! —exclamó Sally.

Si se trataba sólo de un cumplido, lo hacía muy bien. Kelley resplandeció. En la fuente apareció una reproducción en pasta de la
MacArthur
y la fortaleza de negras cúpulas contra la que había luchado, todos los detalles esculpidos con tanto cuidado como en una obra de arte del Palacio Imperial. Las otras fuentes eran lo mismo, así que, aunque ocultaban pastel de levadura y otras lindezas parecidas, el efecto fue un banquete. Rod consiguió olvidar sus preocupaciones y disfrutar de la cena.

—Y ¿qué hará usted ahora, señorita? —preguntó Sinclair—. ¿Ha estado alguna vez en Nueva Escocia?

—No, ya que viajo, en principio, por motivos profesionales, teniente Sinclair. No sería halagador para su planeta natal el que yo lo hubiese visitado, ¿verdad? —sonrió, pero había años luz de espacio en blanco tras sus ojos.

—¿Y por qué no habría de halagarnos su visita? No habría lugar en el Imperio que no se sintiese honrado.

—Gracias..., pero soy una antropóloga especializada en culturas primitivas. Y Nueva Escocia no es precisamente eso —le aseguró.

El acento del teniente despertaba en ella su interés profesional. ¿Hablan así realmente en Nueva Escocia? Este hombre habla como un personaje de una novela preimperio. Pero pensó esto muy cuidadosamente, sin mirar a Sinclair mientras lo hacía. Percibía perfectamente el desesperado orgullo del ingeniero.

—Bien dicho —aplaudió Bury—. Me he encontrado con gran cantidad de antropólogos últimamente. ¿Es una nueva especialidad?

—Sí. Lástima que no fuésemos más antes. Hemos destruido todo lo que era bueno en tantos lugares incorporados al Imperio. Ojalá no se repitan esos errores.

—Supongo que debe de ser un gran choque —dijo Blaine— verse incluido de pronto en el Imperio, le guste a uno o no, sin previo aviso; incluso aunque no haya más problemas. Quizás debiera haberse quedado usted en Nueva Chicago. El capitán Cziller dijo que tenían muchos problemas para gobernar el planeta.

—Me resultaría imposible. —Ella miró sombríamente su plato, y luego alzó los ojos con una sonrisa forzada—. Nuestra primera norma es que debemos sentir simpatía hacia la gente que estudiamos. Y odio ese planeta —añadió con agria sinceridad. La emoción la hacía sentirse mejor. Incluso el odio era mejor que... el vacío.

—Sí, claro —asintió Sinclair—. A cualquiera le pasaría después de meses en un campo de concentración.

—Es aún peor que eso, teniente. Dorothy desapareció. Era la chica que venía conmigo. Simplemente... desapareció. —Hubo un largo silencio que llenó de embarazo a Sally—. No me permitan que estropee la fiesta.

Blaine buscaba algo que decir y Whitbread le dio su oportunidad. Al principio Blaine sólo vio que el joven brigadier andaba haciendo algo en el borde de la mesa... pero ¿qué? Estaba tanteando el mantel, probando su resistencia. Y antes había estado mirando la cristalería.

—Sí, señor Whitbread —dijo Rod—. Es muy fuerte. Whitbread alzó la vista, ruborizándose, pero Blaine no se proponía poner nervioso al muchacho.

—El mantel, los cubiertos, la vajilla, la cristalería, tienen que ser muy resistentes —dijo dirigiéndose a todos los comensales—. El material corriente no soportaría el primer combate. Nuestra cristalería es especial. Es material extraído del parabrisas de un vehículo averiado del Primer Imperio. O al menos eso me contaron. No somos ya capaces de construir materiales tan fuertes. El mantel no es en realidad tela; es fibra artificial, también del Primer Imperio. Las tapas de las fuentes son acero-cristal electroplacado sobre oro batido.

—El cristal fue lo que primero me llamó la atención —dijo Whitbread respetuosamente.

—Lo mismo me pasó a mí, hace algunos años —dijo Blaine con una sonrisa.

Eran oficiales, pero eran también muy jóvenes aún, y Rod recordó la época en que se hallaba en situación similar. Trajeron más platos, mientras Kelley orquestaba la cena. Por último se despejó la mesa quedando sólo el café y los vinos.

—Señor Vice —dijo protocolariamente Blaine.

Whitbread, tres semanas más bisoño que Staley, alzó su vaso.

—Capitán, señora. Por su Majestad Imperial. —Los oficiales alzaron los vasos para brindar por su soberano, tal como habían hecho los hombres de la Marina durante dos mil años.

—Debe permitirme usted que le enseñe mi planeta natal —dijo Sinclair, ansiosamente.

—Desde luego. Gracias. Aunque no sé cuánto tiempo pararemos allí. —Sally miró interrogante a Blaine.

—Ni yo. Tenemos que hacer una reparación general, y no sé el tiempo que tardarán los técnicos en los talleres.

—Bueno, si no es demasiado tiempo, me quedaré a esperar. Dígame, teniente, ¿hay mucho tráfico de Nueva Escocia a la Capital?

—Más que entre la mayoría de los mundos de este sector del Saco de Carbón y la Capital, aunque eso no sea decir mucho. Hay pocas naves con servicios decentes para pasajeros. Quizás el señor Bury pueda decirle más. Sus naves trabajan también en Nueva Escocia.

—Pero, tal como dice usted, no transportan pasajeros. Nuestro negocio es reducir el comercio interestelar, ¿sabe? —Bury vio miradas quisquillosas; luego continuó—: Autonética Imperial se dedica al transporte de fábricas reboticas. Siempre que podemos hacer algo más barato en un planeta, instalamos fábricas. Nuestra competencia principal son los cargueros mercantes.

Bury se sirvió otro vaso de vino, eligiendo cuidadosamente uno del que Blaine había dicho que tenían poca reserva.
(Debe
de ser bueno; si no su escasez no habría preocupado al capitán.)

—Por eso estaba yo en Nueva Chicago cuando estalló la rebelión.

Cabeceos de aceptación de Sinclair y de Sally Fowler; Blaine siguió inmóvil e imperturbable; Whitbread hizo un gesto a Staley —
espera que te cuente—,
con lo que indicó a Bury más de lo que éste deseaba saber. Sospechas, pero nada confirmado, nada oficial.

—Tiene usted una vocación fascinante —dijo a Sally antes de que el silencio pudiese prolongarse—. Háblenos más de su profesión. ¿Ha visto usted muchos mundos primitivos?

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