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Authors: Irving Wallace

La Palabra (46 page)

Salieron de la
mezzanine
y bajaron la escalera; se pusieron a recorrer diversas salas de impresión más pequeñas, atravesando corredores que iban de una prensa a otra. A medida que avanzaban, Randall se daba cuenta de que había un extraño e inexplicable resentimiento, casi una hostilidad abierta, en el aire. Cuando Hennig saludó a su joven jefe de talleres, la respuesta que recibió fue indiferente y sin sonrisas. Hennig quiso trabar conversación con los prensistas, pero éstos le volvían la espalda como por casualidad y hacían como si estuvieran ocupados en su trabajo; o, si acaso, le contestaban con monosílabos. Una vez, conforme se alejaban de un grupo de obreros, a Randall le pareció que dos de ellos hacían gestos obscenos a espaldas de Hennig y alcanzó a oír que uno murmuraba: «
Lausiger Kapitalist. Knauseriger Hundsfott
.» No sabía lo que significaban tales expresiones, pero se imaginó que los hombres no le tenían mucho afecto a Hennig.

Se habían encaminado por el corredor que conducía a la salida, cuando se interpuso un guardia que habló agitadamente con Hennig a media voz.

—Discúlpeme —dijo Hennig a Randall—. Un pequeño problema. En seguida vuelvo.

Randall empleó el intervalo en buscar el sanitario para hombres. Dentro había dos urinarios, uno de ellos ocupado por un oficinista. Randall ocupó el otro. Mientras estaba allí parado advirtió asombrado una tosca caricatura de Hennig en la blanca pared, encima de los mingitorios. Hennig estaba desnudo, con un pene en lugar de la cabeza y dos bolsas de oro en las manos, mientras aplastaba con una de las botas la cabeza de un obrero. Junto a la caricatura había un lema claramente apasionado:
Hennig ist ein schmutziger Ausbeuter der Armen und der Arbeiter
!

Randall echó una mirada al oficinista que estaba junto a él, quien se estaba cerrando la bragueta.

—¿Habla usted inglés? —le preguntó.

—A little.

Randall señaló la frase.

—¿Qué quiere decir eso?

El empleado parecía dubitativo.

—No es muy amable…

—Dígalo de todos modos.

—Dice: «Hennig es un cochino explotador de los pobres y los obreros.»

Molesto, Randall salió del sanitario y caminó por el corredor en busca de su anfitrión. Encontró a Hennig a la vuelta de una esquina; a un Hennig severo, con las manos en las caderas, mirando torvamente cómo un pintor cubría con pintura una caricatura y una frase de protesta semejantes a las que Randall viera en el sanitario para hombres.

Hennig recibió a Randall fríamente.

—Usted ya sabe que algo anda mal, ¿eh?

—Acabo de ver el mismo dibujo y las mismas palabras en el sanitario.

—Y seguramente vio también cómo se comportaban los obreros jóvenes conmigo.

—No pude evitarlo, Karl. También oí cosas.

—¿Así que también oyó?
Lausiger Kapitalist
, ¿eh? Y
Knauseriger Hundsfott
, ¿eh? Sí, eso me llaman: cochino capitalista y tacaño hijo de la chingada. Si pasara más tiempo en la planta, también oiría decir
Geizhals
(avaro) y
unbartnherziger Schweinehund
(cabrón despiadado). Ahora tal vez usted esté pensando que Karl Hennig es un monstruo,
¿o
no?

—Yo no pienso nada —dijo Randall—. Simplemente no entiendo lo que ocurre.

—Yo se lo explicaré —dijo Hennig malhumorado—. Vámonos. Tengo reservada una mesa para comer en el restaurante del «Hotel Mainzer Hof». No quiero que lleguemos tarde. Alguien nos estará esperando.

Una vez fuera, frente al taller, Hennig se detuvo.

—Son sólo seis manzanas. Una pequeña caminata. Si está usted cansado, podemos tomar un auto.

—Podemos caminar.

—Mejor, porque quiero explicarle lo que ha visto. Esto es entre nosotros. Por favor, apague primero su grabadora.

Cuidadosamente, Randall empujó la palanquita de la grabadora y se puso al lado del impresor alemán. Caminaron en silencio media manzana. Hennig sacó un gran pañuelo del bolsillo, tosió, expectoró en él y se lo volvió a guardar en el bolsillo.

—Pues bien, le voy a explicar —dijo con voz cascajosa—. Yo siempre he sido, a mi manera (y no lo oculto), un patrón duro. Era necesario para sobrevivir en la Alemania de la posguerra. La contienda nos había devastado. Era la supervivencia de los mejor dotados. El lenguaje de la supervivencia es el dinero, dinero en metálico, montones de dinero. Me dediqué a imprimir Biblias sólo porque había mucha demanda, un gran mercado. Había riqueza en este ramo, mucha riqueza. Las Biblias de lujo proporcionaban grandes ganancias. Así fue como me hice famoso a nivel de impresor de libros religiosos de calidad. Después sucedió algo.

Quedó brevemente ensimismado, y continuaron caminando en silencio.

—Sucedió que en Alemania disminuyó el interés por la religión y por la Iglesia. No hace muchos años, los pobres, los oprimidos y los que se orientaban por la ciencia y la tecnología declararon que Dios había muerto. La religión fue decayendo, y con ella la venta de las Biblias. Para poder sobrevivir, yo pensé que debía hacer de inmediato algo que compensara la reducción de las ventas en ese campo. No podía poner todos los huevos en la canasta eclesiástica. Así que, poco a poco, comencé a buscar y obtener contratos para imprimir libros populares baratos; cosas novedosas y pornográficas. Sí, el mercado de la pornografía descarada estaba en auge en Alemania, y yo estaba dispuesto a imprimirla, con tal de que me siguiera ingresando el dinero. Yo siempre quise tener dinero; mucho dinero. No quería llegar a verme pobre e indefenso, nunca. Además, lo confieso, yo estaba enredado con muchas jovencitas bastante costosas, y luego vino el asunto de Helga Hoffman, y eso también me salía muy caro. ¿Empieza usted a comprender?

—Me temo que no —dijo Randall.

—Claro que no. Usted no conoce la mentalidad artesanal en Alemania. En ese drástico salto que di de las Biblias a la pornografía, tuve graves conflictos con mis operarios y su sindicato. Los obreros jóvenes, al igual que los más antiguos, procedían de familias de larga tradición en el campo de la impresión refinada, orgullosas de su oficio, de su habilidad, de su trabajo, y estas consideraciones eran casi más importantes para ellos que el salario. Sus familias siempre habían trabajado para editores de libros religiosos de primera calidad, y habían estado orgullosos de continuar haciéndolo conmigo. Y luego, cuando casi había yo abandonado las Biblias y los libros religiosos y me había convertido en impresor de libros corrientes y vulgares, esos trabajadores se quedaron azorados. Resintieron mucho la degradación que para ellos implicaba lo que estaban imprimiendo. Y, más que eso, resintieron la nueva producción en masa que yo tuve que imponer. Y resintieron también el que yo los presionara, los apremiara, los obligara a lograr una mayor producción. Poco a poco, empezaron a rebelarse y a hablar de una huelga. Nunca antes había tenido que afrontar una huelga, y la mayoría de mis mejores empleados jamás habían tenido razones para declararla. Pero ahora, incluso aquellos que no podían darse el lujo de estar sin empleo comenzaron a preparar la huelga. De hecho, el presidente del Sindicato de Papeleros e Impresores, Herr Zoellner, le fijó fecha. Eso fue hace algunos meses. Tratamos de negociar, naturalmente, pero no adelantamos nada. Yo no podía ceder, y Zoellner y sus hombres tampoco cedían. Finalmente se produjo un estancamiento, y dentro de una semana se cumplirá la fecha del emplazamiento a la huelga. Si tan sólo pudiera yo explicarles…

—Pero, Karl —dijo Randall—, debe haber alguna forma de hacerles saber que usted está produciendo la Biblia más importante de toda la historia de la industria de las artes gráficas.

—No hay manera alguna —dijo Hennig—. En primer lugar, cuando el doctor Deichhardt vino a verme, no me indicó cuál era el contenido de la nueva Biblia que quería imprimir. Sólo me dijo que era algo totalmente nuevo, diferente e importante. Después de que me esbozó el proyecto, lo rechacé, porque en él veía utilidades muy pequeñas para mí. Yo me negaba a dejar el trabajo rentable, por vil que fuera, a cambio de un poco más de prestigio. Sin embargo, el doctor Reichhardt insistió en que yo lo hiciera, por mis antecedentes. ¿Sabe usted lo que hizo?

Randall sacudió la cabeza y escuchó.

—Me hizo jurar el secreto —dijo Hennig— y concertó una entrevista para que yo me reuniera en privado con el doctor Trautmann, en Frankfurt. Yo estaba muy impresionado. El doctor Trautmann, que es uno de nuestros más notables teólogos, me puso en las manos un manuscrito y me pidió que lo leyera allí mismo, en su presencia. Lo que me dio, y que leí por vez primera, fueron las traducciones al alemán del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. ¿Las ha leído usted?

—Hace poco.

—¿Lo impactaron tanto como a mí?

—Me conmovieron mucho.

—Para mí fue un despertar espiritual —dijo Hennig—. No podía creer que semejante transformación interior pudiera sucederme a mí, el hombre de negocios, el comerciante, el explotador. Sin embargo, así fue. Mi escala de valores se volteó por completo.
Ach
, aquella fue una noche de purgatorio para mi alma. No me cabía duda de lo que debía hacer, así que acepté el encargo de imprimir la Edición Anticipada para el Púlpito. Aquello significaba renunciar a ciertas cuentas muy provechosas, aunque poco dignas. Mis ingresos bajarían notablemente, y tendría que olvidarme de Helga por el momento.

—Bueno, ¿y eso no satisfizo a sus trabajadores? —preguntó Randall una vez más.

—No, porque la mayoría de ellos no supieron el asunto, y yo no podía revelarles nada. El inspector Heldering vino en avión desde Amsterdam y estableció las más severas medidas de seguridad. Sólo un número limitado de mis antiguos obreros podría participar en el proyecto y conocer lo que se iba a imprimir. Esos son los que están separados de los demás, y tienen que guardar el secreto sobre lo que están haciendo. Pero la mayor parte de mis obreros sigue sin saber nada; ignora que he vuelto a la tradición y al trabajo fino, y que he renunciado a buena parte de mis ganancias para poder formar parte de esta aventura religiosa e histórica.

—¿Así que van a ponerse en huelga la próxima semana?

—No lo sé —dijo Hennig con una súbita sonrisa—. Lo sabré dentro de unos minutos. Estamos en el «Mainzer Hof». Atravesemos la Ludwigstrasse y vayamos al restaurante que está en el piso alto del hotel. Allí sabré la respuesta.

Desconcertado, Randall siguió al impresor hacia el hotel, donde tomaron el ascensor para el octavo piso.

Era un restaurante alegre, con una hilera de ventanas que daban al Rin, en espléndida vista, allá a lo lejos, el
maître d'hôtel
dio la bienvenida a Hennig y Randall con una reverencia, y rápidamente los condujo entre las filas de mesas blancas y sillas tapizadas de brocado hasta un lugar situado junto a una ventana. Un corpulento individuo, de alborotado cabello rojizo, tenía la cara miopemente hundida en lo que parecía ser un montón de documentos legales.

—Herr Zoellner, mein Freund
! —gritó Hennig—.
Ich will schon hoffen das Sie noch immer mein Freund sind
?
Ja, ich bin da, ich erwarte ihr Urteil
.

El hombre corpulento se paró de un salto.

—Es freut mich Sie wieder sahen su Können, Herr Hennig.

—Pero primero, Herr Zoellner, quiero presentarle a un norteamericano llegado de Amsterdam que va a promover un libro mío muy especial. El señor Randall… el señor Zoellner, primer presidente,
der este Vorsitzende
, de la Industrie Gewerkschaft Druck und Papier, nuestro sindicato nacional de las artes gráficas —Hennig se volvió a Randall—. Lo saludé como amigo. Le dije que estoy aquí, en espera de su veredicto.

Luego hizo a Zoellner un ademán para que se sentara y llevó a Randall a la silla que estaba junto a él.

Hennig clavó la mirada en el jefe sindical.

—Y bien, Herr Zoellner, ¿cuál es el veredicto?… ¿Vida o muerte para Karl Hennig?

El semblante de Zoellner se abrió, complacido, en una amplia sonrisa.

—Herr Hennig, es bedeutet das Leben
—anunció—. Vivirá usted. Todos viviremos a causa de usted. Son buenas nuevas —levantó el montón de papeles y dijo emocionado—. Esta contraproposición que usted ha hecho a nuestro sindicato representa el mejor contrato que se le ha ofrecido jamás, que yo recuerde. Los beneficios, los aumentos de salarios, los pagos por enfermedad, el fondo para jubilación, las nuevas instalaciones recreativas… Herr Hennig, tengo el gusto de informarle que la junta lo ha aprobado y este fin de semana lo someteré a la aprobación de los miembros, quienes también lo aprobarán por unanimidad.

—Encantado, encantado —dijo Hennig rasposamente—.
Ich bin entzückt, wirklich entzückt
. Entonces, ¿olvidamos la huelga? ¿Seguimos adelante juntos?

—Ja, ja
, juntos —bramó Zoellner, inclinando la cabeza en señal de respeto—. De la noche a la mañana usted se convertirá en un héroe. Quizá menos rico, pero un héroe. ¿Qué le hizo cambiar de parecer?

Karl Hennig sonrió.

—Leí un libro nuevo. Eso fue todo —se volvió hacia Randall—. ¿Ve usted, Steven? Es un fastidio; cuán sensiblero me he vuelto. Imagínese, verme transformado de Satanás en San Hennig, de la noche a la mañana. Repentinamente deseo compartir lo mío con los demás. Soy un tonto, pero feliz.

—¿Cuándo se decidió usted a hacer eso? —quiso saber Randall.

—Tal vez comenzó la noche en que leí cierto manuscrito, pero el cambio tomó algún tiempo. Quizá realmente ocurrió la semana pasada, cuando mi crisis laboral llegó a su punto culminante. Me senté a releer algunas pruebas que habíamos impreso. La lectura me tranquilizó, me dio un sentido de las proporciones y me hizo decidir que preferiría ser un segundo Gutenberg que otro Creso u otro Casanova. Bien, la paz es maravillosa. Debemos celebrarla —tintineó con el tenedor un vaso para llamar al
maître d'hôtel
—. Queremos brindar con un Ockfener Bockstein del Sarre de 1959. Es un vino blanco fresco y seco, con sólo ocho por ciento de alcohol. Con eso bastará, ahora que estamos tan impetuosos.

La placentera comida en el «Mainzer Hof» duró dos horas. Después de que Zoellner se había ido, Karl Hennig telefoneó a su chófer para que los fuera a buscar con el «Porsche» e insistió en llevar a Randall de vuelta a Frankfurt.

Durante el viaje, Hennig habló alegremente de la piscina olímpica que pensaba instalar en un recinto abovedado para sus operarios. Le habló con avidez de su afecto por la actriz Helga. Hizo referencia a su vida social, mencionando que tenía un palco en el palacio de la ópera del distrito. En una ocasión, señaló un campo de uvas en agraz y declaró que darían un delicioso vino de Maguncia. En otra, mientras pasaban por un antiguo y tranquilo pueblecito (paredes de ladrillo, estrechas y sinuosas calles, casas cargadas de años, una iglesia con su campanario, una pequeña plaza protegida por la estatua quebrada de un santo que tenía flores frescas en los brazos), dijo que aquel lugar era Hockheim, donde vivían algunos parientes suyos. Después de entrar en la autopista, el automóvil marchó más aprisa y Hennig se sumió en el silencio.

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