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Authors: Irving Wallace

Aubert se detuvo, dio un sorbo a su copa y se rió casi para sus adentros.

—Hablando del cielo, ahora recuerdo que incluso me lancé al asalto contra él, armado de mi lógica científica. Una vez, hace algunos años, escribí para el periódico de los alumnos un artículo seudocientífico donde analizaba la posibilidad de ir al cielo. Según recuerdo, yo proporcioné las únicas estadísticas existentes acerca de la magnitud real del cielo, las de San Juan, en el Apocalipsis, cuando dice: «Y la ciudad está situada y puesta en cuadro, y su largura es tanta como su anchura; y él midió la ciudad con la caña, doce mil estadios. La largura y la altura y la anchura de ella son iguales.» Es decir, que el cielo es un cubo perfecto de 2.414 kilómetros de largo, de ancho y de alto. Hice el cálculo y daba aproximadamente 170 quintillones de metros cúbicos. Si cada ser humano que va al cielo necesita unos tres metros cúbicos para estar de pie, sólo habría espacio para 50 ó 60 quintillones de personas. Ahora bien, desde el tiempo en que nuestro autor bíblico, San Juan, nos dio sus medidas, han vivido y muerto y esperado el cielo trescientos seis sextillones de seres humanos… muchos más de los que caben en el cielo. ¿Ve usted?

Randall rió.

—Muy astuto. Devastador.

—Demasiado astuto, porque al final fui yo el devastado. Mi enfoque científico era magnífico, pero mi conocimiento de la Biblia dejaba mucho que desear. En el siguiente número del periódico escolar apareció una carta muy cáustica de un profesor de teología del Institut Catholique de París, quien me flagelaba por no haber leído el Nuevo Testamento cuidadosamente. Porque lo que San Juan describía no era el cielo de allá arriba, sino el cielo de la Tierra (
Vi un nuevo cielo y una nueva Tierra
), y esta visión del cielo, la nueva Jerusalén, el verdadero Israel, con sus doce puertas y sus ríos, sólo ofrecía cabida para las
doce tribus de los hijos de Israel
. En resumen: era perfectamente suficiente para su fin y no era una ciudad que pudiera padecer fácilmente de sobrepoblación. Bueno, fue una lección para mí, para que me dejara de aplicar las normas científicas a la Biblia. Sin embargo, yo seguí convencido de que un lugar como el cielo no podría existir.

—Ni yo creo que haya mucha gente que lo crea posible —dijo Randall—. Después de todo, no todas las personas del mundo son fundamentalistas. Hay muchas (entre ellas algunas religiosas) que de ninguna manera pueden tomar la Biblia al pie de la letra.

—Pero son muchos los que creen en el cielo y en una vida en el más allá, en un Dios personal, en las antiguas supersticiones. No creen a través de una fe razonable, sino por miedo. Temen no creer. No se atreven a poner en duda. Monsieur Randall, yo siempre puse todo en duda. Yo me negué a creer y a entregarme a lo que mi mente científica y racional no podía aceptar. Ese escepticismo me ocasionó muchos problemas después de casarme y durante toda mi vida matrimonial.

—¿Cuánto hace que se casó usted, profesor Aubert?

—El mes pasado hizo nueve años. Mi esposa, Gabrielle, viene de una familia católica, extremadamente ortodoxa, rígida, temerosa de Dios. Al igual que sus padres, y ambos viven, ella cree sin discusión ni duda. Sus padres, sobre todo él, la dominan. Su padre es uno de los industriales franceses más adinerados y pertenece a la jerarquía secular de la Iglesia católica romana de Europa. Es uno de los dirigentes de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, conocida públicamente como el Opus Dei. También se conoce, aunque no tan públicamente, con otros nombres, desde luego. —Aubert miró a Randall—. ¿No ha oído usted hablar del Opus Dei?

—No… no lo creo.

—Es muy simple. Un abogado español que se convirtió en sacerdote, José María Escrivá, creó en Madrid el Opus Dei en 1928. Se ha descrito como una semisecreta orden católica de seglares, elitista, cuyo propósito declarado es el de recristianizar el mundo occidental. Exige que sus miembros seculares (sólo el dos por ciento de ellos son sacerdotes) lleven una vida cristiana y vivan de acuerdo con los ideales de los evangelios. Desde España se ha difundido por todo el mundo; por Francia, por los Estados Unidos, por más de setenta países… hasta que el Vaticano tuvo que reconocerlo y cooperar con él. El Opus Dei tiene… ¿quién podría saberlo?… unos cien mil miembros; tal vez doscientos mil. Tratan de influir en los negocios y la economía, en el gobierno y la política, en la educación y en los jóvenes de todas partes. Esos jesuitas seculares, como yo los llamo, tienen que hacer votos de pobreza, obediencia y castidad… pero ciertos miembros, como mi suegro, interpretan que los ricos deben creer en la virtud de la pobreza, pero pueden seguir siendo ricos; que deben obedecer a Dios, pero muchos se conducen de manera contraria cuando les resulta necesario; y que deben adherirse al espíritu de la castidad, aunque se casen y tengan hijos, porque como muy bien dicen ellos «castidad no significa celibato». Así que ya tiene usted una idea de lo que es mi suegro y de la atmósfera en que se crió su hija, mi esposa Gabrielle. ¿Comprende?

—Comprendo —dijo Randall, preguntándose por qué su anfitrión le revelaba todo aquello.

—Mi esposa, estilo Opus Dei, estableciendo su hogar con un esposo, estilo Renán —prosiguió el profesor Aubert—. Mala química. Gabrielle y yo estábamos hechos el uno para el otro, excepto por ese conflicto. Y el gran problema, sobre todo en los últimos años, fue el de los hijos. La Iglesia de Roma dice que hay que multiplicarse. El Opus Dei dice que hay que multiplicarse. Mi suegro dice que hay que multiplicarse. El Génesis dice: «Creced, y multiplicaos, y henchid la tierra.» Y así, mi esposa, por lo demás inteligente, quería tener hijos; y no uno ni dos, sino muchos. Y yo seguí siendo el científico, con conocimiento del peligro nuclear, con conocimiento objetivo del problema demográfico, sumándole a esto una cierta resistencia mía… Porque yo no estaba dispuesto a permitir que una organización ajena y demasiado testaruda para aceptar el control de la natalidad me impusiera dictados. Por eso me rehusé a traer más niños a este mundo; ni siquiera uno más. La situación se agravó más hace un año. Mi esposa, presionada por sus padres, insistía en tener un hijo. Yo me negaba. Mi suegro le ordenó a Gabrielle que solicitara al Vaticano la anulación de nuestro matrimonio. Gabrielle no quería eso, pero sí quería el hijo. Yo no quería ni la anulación ni el hijo. Francamente, me disgustaban mucho los niños;
Mon Dieu
, era un callejón sin salida; mejor dicho, cuya salida podía ser la anulación… cuando algo sucedió; me sucedió a mí en verdad, y resolvió el conflicto y salvó nuestro matrimonio.

Randall se preguntó qué habría sucedido, pero no apremió a Aubert, sino que se atuvo a su pasivo papel de escucha.

A los pocos segundos, el profesor Aubert prosiguió.

—Hace diez meses, el editor francés del Nuevo Testamento Internacional, Monsieur Fontaine, a quien conozco bien, vino a mi despacho y me preguntó si quería ver el resultado de la confirmación de autenticidad del pergamino y los papiros. Me dejó una copia de la traducción francesa del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago, mientras él iba a atender un asunto pendiente cerca de allí. Naturalmente, Monsieur Randall, tiene usted que comprender que si bien yo había certificado la autenticidad del pergamino y los papiros, a través de mi aparato de radiocarbono, nunca se me dijo cuál era el contenido, ni yo sé leer el arameo. Fue entonces cuando me enteré del contenido por primera vez, hace sólo diez meses —Aubert suspiró—. ¿Podría siquiera decir con palabras hasta qué punto me afectaron el informe de Petronio y el evangelio de Santiago; particularmente este último?

—Me lo puedo imaginar —dijo Randall.

—Nadie podría imaginárselo. Yo, el científico objetivista, el escéptico respecto de lo desconocido, el buscador de la verdad, había dado con la verdad. Era una verdad que por algún destino inexplicable, algún arcano providencial, me había tocado a mí comprobar. Era una verdad que yo había confirmado en mi frío laboratorio. Ahora no podía negarla. Nuestro Señor era una realidad. Mi reacción fue… ¿cómo decirlo?… como si yo me hubiera transformado. Para mí, sencillamente, el Hijo de Dios era un hecho. Por lo tanto, era lógico que Dios fuera también un hecho. Por primera vez, como Hamlet, vislumbraba yo que en los cielos y en la Tierra podría haber más de lo que nuestras filosofías y nuestras ciencias pueden averiguar. Durante siglos, la gente había creído en Cristo sin tener evidencias, tan sólo mediante la fe ciega, y finalmente su fe iba a corroborarse con los hechos. Entonces, tal vez hubiera más abstracciones en las que uno pudiera tener fe, como la buena voluntad y la divina motivación que sustentaban la creación y la vida; la posibilidad de un más allá. ¿Por qué no?

Su mirada desafió a la de Randall, pero éste se limitó a encogerse de hombros y decir:

—Es verdad, ¿por qué no?

—Entonces, Monsieur, por primera vez, por primerísima vez, fui capaz de comprender cómo mis antecesores y colegas en las ciencias a menudo habían podido conciliar la fe y la religión con la ciencia. Blas Pascal, en el siglo XVII, pudo afirmar su fe en el cristianismo diciendo que, «el corazón tiene sus razones que la razón no conoce».

—Yo creía que Pascal fue un filósofo —interrumpió Randall.

—Era, ante todo, un hombre de ciencia. Todavía no cumplía los dieciséis años cuando escribió un tratado acerca de las secciones cónicas. Él fue quien dio origen a la teoría matemática de las probabilidades. Él inventó la primera computadora, y le envió una a la reina Cristina de Suecia. Él determinó el valor del barómetro. Y sin embargo, creía en los milagros, porque una vez experimentó uno; creía en un Ser Supremo. Pascal escribió que, «los hombres desprecian a la religión, pero temen que sea verdadera. Para curar esto es necesario comenzar por demostrar que la religión no es contraria a la razón; a continuación, que es venerable y digna de respeto; luego, hacerla amable y desear que sea verdadera; y, finalmente, demostrar que es verdad». Decía también que o bien Dios existe, o no existe. ¿Por qué no jugárselo; apostar a que sí existe? «Si gana uno, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste, pues, sin vacilación, a que sí existe.» Ése fue Pascal. Naturalmente, ha habido otros.

—¿Otros?

—Científicos que aceptaban tanto la razón como lo sobrenatural. Nuestro amado Pasteur confesó que cuanto más contemplaba los misterios de la Naturaleza, más se parecía su fe a la de un campesino bretón. Y Albert Einstein no veía conflicto alguno entre la ciencia y la religión. La ciencia, decía él, está dedicada a «lo que es» y la religión a «lo que debería ser». Einstein reconoció que, «la cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso. Saber que lo que es impenetrable para nosotros realmente existe, y que se manifiesta en forma de la más alta sabiduría y la más radiante belleza, las que nuestras torpes facultades sólo pueden captar en sus formas más primitivas… este conocimiento y este sentimiento son el núcleo de la verdadera religiosidad. En este sentido, yo pertenezco a las filas de los hombres devotamente religiosos».

El profesor Aubert quiso medir la impresión que estaba haciendo en Randall, y esbozó una tímida sonrisa:

—En este sentido, yo también me volví un hombre devotamente religioso. Por primera vez podía yo divertirme con la observación de Freud de que la superstición de la ciencia se burla de la superstición de la fe. De la noche a la mañana fui otro, si no en mi laboratorio sí en mi hogar. Mi actitud hacia mi esposa y hacia sus sentimientos y deseos, mi actitud hacia el significado de la familia… habían cambiado. Incluso la idea de traer un hijo a este mundo… era algo que, por lo menos yo debía reconsiderar…

En ese momento, una voz femenina lo interrumpió:

—Henri, chéri, te voilà! Excuse-moi, chéri, d'être en retard, J'ai été retenue. Tu dois être affamé.

Aubert se puso de pie apresuradamente, y Randall también se levantó. Una mujer juvenil, con clase, de refinados rasgos faciales, de unos treinta y cinco años, con un perfecto peinado
bouffant
, cuidadosamente maquillada, costosamente ataviada, había llegado hasta la mesa y se había lanzado a los brazos de Aubert, quien le dio un beso en cada mejilla.

—Gabrielle, cariñito —dijo Aubert—. Te presento a mi invitado norteamericano, Monsieur Steven Randall, que está con el proyecto de Amsterdam.

—Enchantée
—dijo Gabrielle Aubert.

Al estrecharle la mano, Randall bajó la mirada y vio que ella estaba plena y magníficamente encinta.

Gabrielle Aubert había seguido su mirada y confirmó divertida su mudo descubrimiento.

—Sí —dijo casi cantando—. Henri y yo vamos a tener nuestro primer hijo antes de un mes.

Steven Randall había salido de París, de la Gare de l'Est, a las 23 horas, en el tren nocturno que iba a Frankfurt del Meno. En su compartimento privado ya estaba hecha la cama; se desvistió y se durmió enseguida. A las siete y cuarto de la mañana lo despertó el zumbido de una chicharra, seguido de un fuerte golpe seco. El revisor de la Wagons Lit le llevaba una bandeja con té caliente, tostadas de pan, mantequilla y una cuenta por dos francos; Randall había recibido la bandeja con la devolución de su pasaporte y sus boletos de ferrocarril.

Después de vestirse había alzado la cortinilla de su compartimento. Durante quince minutos estuvo observando cosas nuevas; un panorama pintoresco pero cambiante, de verdes bosques, cintas de cemento que eran supercarreteras, altos edificios firmemente delineados, vías y vías de ferrocarril, un
Schlafwagen
en un apartadero y una torre de control con un letrero que decía: FRANKFURT 'MAIN HBF.

Luego de cambiar un cheque de viajero por marcos alemanes en una ventanilla de la estación, Randall había tomado un taxi sucio para ir al «Hotel Frankfurter Hof», en la Bethmannstrasse. Después de registrarse en el hotel y preguntar a la Fräulein de la portería si había correo o mensajes para él, así como de comprar un ejemplar de la edición matutina del
International Herald Tribune
, le mostraron la
suite
de dos habitaciones que le habían reservado. Impacientemente había inspeccionado su alojamiento; un dormitorio con terraza al exterior y alegres macetas con flores en una barandilla de piedra, una salita de estar en la esquina con una alta ventana de dos hojas de cristal, que daba a la Kaiserplatz, donde pudo advertir tiendas con letreros como BÜCHER KEGEL, BAYERISCHE VEREINSBANK y ZIGARREN.

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