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Authors: Irving Wallace

La Palabra (39 page)

Hecho esto, Randall había decidido devolver las pruebas del Nuevo Testamento Internacional al doctor Deichhardt, tal como le había prometido. Mientras se preparaba para salir de su oficina, había recibido una llamada de Naomí, quien le dijo que tenía que verlo inmediatamente en relación con sus próximas reuniones con el profesor Monti, el profesor Aubert y Herr Hennig, y que ya iba en camino con las notas.

Randall había vuelto a llamar a Lori y le había dado las pruebas.

—Ponga este libro en un sobre de papel manila. No se lo enseñe a nadie. Entréguelo personalmente al doctor Deichhardt. No se lo deje a la secretaria. Y usted no se deje secuestrar.

Minutos después de que Lori salió cojeando de la oficina, Naomí llegaba con las noticias.

No había habido problemas para concertar las citas de Randall con Aubert en París y Hennig en Maguncia.

—Son gente extraña, esos Monti —dijo Naomí—. Ángela, la hija mayor del profesor, recibió mi llamada. Me parece que hace de secretaria de su pana, y admitió que éste había vuelto a Italia. En cuanto a recibir a alguien de Resurrección Dos, me aseguró que por ahora estaba comprometido y trató de posponerlo. Pero yo insistí. Le expliqué que era imperativo que nuestro director de publicidad obtuviera material más abundante acerca del profesor. Monti. Le hablé de ti, Steven, y de cómo te parecía que la personalidad más importante para la promoción sería precisamente la del profesor Monti. Incluso le dije que sacaríamos a la luz la publicación dentro de unas semanas y que no podía haber dilaciones. Ella siguió con vaguedades sin precisar fecha, y entonces la amenacé. Le dije que tú irías a Roma la próxima semana y que te instalarías a la puerta del profesor Monti hasta que lograras verlo. Eso funcionó. Ella cedió y me prometió que su papá te vería. Pero no en Roma. El profesor andaba viajando de Roma a Milán, por carretera, atendiendo algún asunto privado, pero hallaría tiempo para verte el lunes por la mañana en Milán. Le dije que estarías hospedado en el «Hotel Principe & Savoia» y quedamos en que el profesor Monti estaría en tu
suite
a las once de la mañana.

Y ahí estaba Steven Randall, en la pequeña salita de espera, recargada de muebles, de la
suite
757 del elegante «Hotel Principe & Savoia», de Milán, cinco minutos antes de las once, el lunes en la mañana.

Randall sacó la grabadora de cassette miniatura de su maleta y comprobó que funcionaba debidamente; después la puso encima del aparato de televisión y fue hacia la ventana. Oprimió un botón y las persianas se alzaron eléctricamente, descubriendo la ventana y la
Piazza della Repubblica
, que estaba abajo. La zona, más allá de la entrada de coches, de los prados y los árboles, estaba tranquila y casi desierta bajo el calor de la avanzada mañana. Randall pensó en lo que preguntaría al profesor Monti, y le pidió a Dios que el arqueólogo fuera un sujeto interesante y que su inglés resultara comprensible.

Una serie de toques breves y precisos a la puerta hizo que Randall se volviera rápido. El profesor Monti llegaba a la hora. Buena señal.

Apresuradamente se acercó Randall y abrió la puerta, decidido a saludar al arqueólogo con afabilidad y entusiasmo… pero se quedó de una pieza.

A la puerta estaba una joven dama.

—¿Es usted Steven Randall, del grupo del Nuevo Testamento Internacional? —dijo en voz baja con una mínima huella de acento británico.

—Sí, yo soy —respondió confuso.

—Yo soy Ángela, la hija del profesor Monti.

—Pero habíamos quedado…

—Ya sé. Usted esperaba a mi padre. Está sorprendido y decepcionado. —Sonrió brevemente—. No se desanime. Yo le explicaré, si me lo permite. También le ayudaré con mi padre, si lo desea. ¿Puedo pasar? —preguntó mirando más allá de Randall.

—¡Oh! Perdone —dijo él, aturdido—. Pase, por supuesto. Supongo que me desconcertó un poco.

—Se comprende —dijo ella, entrando a la sala de la
suite
—. Mi padre le envía sus excusas por no haber podido presentarse en persona. Las circunstancias, como usted verá, estuvieron fuera de su control.

Randall cerró la puerta y la siguió al centro de la sala.

Ella describió graciosamente un círculo para observar el lugar y después lo miró a él, francamente divertida.

—Por lo menos le pusieron aire acondicionado. Tal vez eso lo mantenga fresco. En serio, es un alivio. Afuera hace veintinueve grados; centígrados, naturalmente. Para usted serían ochenta y tantos, que no es suficiente para derretirse, pero la humedad es sofocante.

Su sorpresa y decepción inmediata, así como su disgusto por no haber cumplido el profesor Monti su palabra, cambiaron rápidamente al observar a la muchacha.

Ángela Monti era verdaderamente despampanante.

Calculó que tendría más de 1,68 de estatura. Llevaba un sombrerito italiano de paja, de ala ancha; gafas de sol de gran tamaño y tono verde lavanda; una fina blusa amarilla de seda, escotada, que revelaba dos fragmentos de un sostén que poco hacía para contener el desbordamiento de sus provocativos senos. Un ancho cinturón de cuero ceñía su cintura delgada y flexible, y una falda veraniega de color marrón realzaba las curvas de sus voluptuosas caderas.

No podía quitarle los ojos de encima mientras ella dejaba su bolso de mano, en piel café y seguramente de Gucci, y se quitaba el sombrerito y las gafas. Su cabello rizado y alborotado era suave y negro como el ala de un cuervo; los ojos, separados y alargados en forma de almendra, eran de un verde jade; la nariz, de ancho puente, petulante, con delicadas fosas; los carnosos labios de carmín, húmedos, y bajo uno de los altos pómulos ostentaba un bello lunar. Una delgada cadena de oro que le rodeaba el cuello sostenía una cruz de oro, que se anidaba en la honda cañada formada por sus senos.

—¿Está usted enojado por tenerme aquí en lugar de mi padre? —preguntó Ángela.

—No, no, claro que no. Francamente, la estaba admirando. ¿Es usted modelo o actriz?

—Gracias —dijo Ángela sin timidez—. Soy demasiado seria para eso.

Después ella lo examinó a él.

—No es usted lo que yo esperaba.

—¿Qué esperaba?

—Me dijeron que usted era un famoso publicista y ahora director de Prensa, venido de los Estados Unidos para el proyecto de la Biblia. Supongo que todos pensamos demasiado en los estereotipos. Para mí, la palabra
publicidad
es algo que se asocia con una gran trompeta… quiero decir, con una tuba muy ruidosa. Yo no me esperaba a alguien tan moderno y elegante, y de aspecto tan… ¿cómo lo diría?… tan norteamericano; sí, pelo oscuro, ojos oscuros, fuerte… pero tan sofisticado.

«Me está ablandando —pensó Randall—; o si no, es de una candidez ejemplar.» No importaba. De todos modos a él le gustaba aquello.

—¿Por qué no nos sentamos? —propuso él, sentándose junto a Ángela en el sofá—. Créame, me encanta tenerla aquí, señorita Monti..,

—Ángela —aclaró ella.

—Muy bien. Le cambio a Steven por Ángela.

—De acuerdo, Steven —dijo ella con una sonrisa.

—Mi problema es de premura —prosiguió él—. Entré tarde en el proyecto. Es algo muy importante y requiere la mejor campaña promocional posible; tal vez la mejor y la más grande de la Historia. Y eso no podrá lograrse a menos de que todos cooperen conmigo. A mi parecer, el papel más dramático y más emocionante de todo este asunto de la nueva Biblia es el del profesor Monti. Yo creo que a él debería dársele el crédito que merece. Sin embargo, algunos miembros de mi equipo trataron de entrevistarlo recientemente y no pudieron. Ahora yo me he empeñado en verlo y he sufrido otra frustración. ¿Puede usted explicarme lo que pasa?

—Sí —repuso ella—. Se lo explicaré sin omitir nada. Todo es cuestión de política y de envidias en las esferas arqueológicas romanas. Cuando mi padre decidió hacer su excavación, hubo de pedir permiso al superintendente de arqueología de la región de Ostia Antica. El encargado (el que lo era hace siete años, pero que ha sido ascendido recientemente), el doctor Fernando Tura, siempre estuvo en desacuerdo con las ideas de mi padre acerca de la arqueología bíblica, porque le parecen demasiado radicales, y nunca ha dejado de ser su rival. Solamente la aprobación del doctor Tura puede hacer que la solicitud llegue al Consejo Superior de Antigüedades y Bellas Artes, en la Via del Popolo, en Roma. Y entonces, si el Consejo, compuesto por tres miembros, la considera válida, la recomienda al Director de Antigüedades, quien otorga el permiso oficial. Pero el doctor Tura era difícil…

—¿Quiere usted decir que se negó a aprobar la solicitud que su padre hizo hace siete años para excavar?

—Se burló de la teoría de mi padre, de que precisamente aquí, en Italia, podría hallarse algún manuscrito original valioso, anterior al de San Marcos o el de San Mateo. Y no sólo se burló, sino que opuso dilaciones. Instigó mala propaganda en contra de mi padre en los círculos oficiales. Pero mi padre no se dejó detener por esas pequeñeces. Por medios extraoficiales apeló a un amigo y colega del Consejo Superior. Eso puso furioso al doctor Tura, pero se vio obligado a transmitir la solicitud para la excavación, que entonces fue aprobada. Después, cuando mi padre hizo su magnífico descubrimiento, cuya autenticidad quedó demostrada, el doctor Tura se puso fuera de sí, de envidia y de ira. Se propuso mantener a mi padre en un segundo plano e impedir que recibiera el reconocimiento por el hallazgo. Además, el doctor Tura empezó a atribuirse a sí mismo el mérito del descubrimiento, corriendo el rumor de que era él quien había enviado al profesor Monti a Ostia Antica y lo había animado a excavar, como si él, Tura, fuera el genio y el profesor Monti, en realidad, no hubiera hecho otra cosa que mover la pala. Más aún, para que no pudiera contradecirlo, el doctor Tura incitó al Ministerio de Instrucción a que enviara a mi padre fuera del país a promover o supervisar nuevas excavaciones en lugares remotos.

—¿Tenía el Ministerio facultades para destinar a su padre a esos lugares?

—En realidad, no —dijo Ángela—. Pero, como es sabido, sólo quienes hacen las leyes pueden quebrantarlas sin peligro. Tal es el privilegio del poder. El doctor Tura aconsejó a sus amigos del Ministerio que sería mejor si su asociado, el profesor Monti, fuera callada y secretamente enviado al extranjero para que no dejara mal al departamento, pretendiendo atribuirse todo el mérito del descubrimiento. Bueno, la verdad es que nadie puede mandar a ningún lado a un arqueólogo, si él no quiere ir. Los arqueólogos escogen sus propios lugares de excavación. Pero como mi padre no es profesor de plantilla en la Universidad de Roma, era claro que si no obedecía podía perder su posición docente. A pesar de una modesta herencia de mi madre, que mi padre siempre insistió en que era para Claretta (mi hermana mayor) y para mí, él sólo percibe ingresos modestos para vivir. Por eso tuvo que obedecer las órdenes, para conservar su posición y su sueldo.

—Pero, ¿no ganó mucho dinero el profesor Monti con el descubrimiento de Ostia Antica? —preguntó Randall.

—Todos los descubrimientos pertenecen al Gobierno italiano. Le dieron un porcentaje del dinero que los editores pagaron al Gobierno por el arrendamiento de los papiros y los pergaminos. Pero eso se evaporó. Mi padre había pedido prestado y se endeudó gravemente para hacer una larga excavación. Tenía que pagar intereses usurarios. La mayor parte del dinero que le quedó lo compartió con nuestros parientes pobres de Nápoles. El caso es que ahora tiene que hacer lo que le ordenen. Cuando lo quisieron visitar los colaboradores de usted, la señorita Taylor y el señor Edlund, mi padre estaba en el Medio Oriente estudiando un lugar llamado Pella (donde los antiguos ebionitas huyeron después de la primera rebelión judía contra Roma) para una futura excavación. Cuando mi padre vuelve a Roma, después de cada encargo, se le advierte que no participe en la publicidad de los editores comerciales, so pena de despido.

Randall todavía no estaba satisfecho.

—¿Qué sucedió hoy? El profesor Monti venía camino a Milán y convino en verme.

—Aceptó porque yo le aconsejé que si recibía mucha publicidad sería más famoso que la gente del Ministerio, y ya no tendría por qué temerles. Pero de alguna manera, no sé cómo, el doctor Tura se enteró de que mi padre iba a reunirse con usted en Milán, así que ordenó que alguien lo interceptara en Florencia y lo hiciera volver a Roma inmediatamente para un nuevo encargo, muy urgente, en Egipto. Mi padre no se atrevió a oponerse. Volvió a Roma y mañana estará en Egipto. Para mí, ésa fue la gota que hizo derramarse el vaso. Me decidí a tomar el auto y venir a verlo, ya que mi padre no venía. Yo sé todo cuanto él sabe. Yo puedo decirle cualquier cosa de lo que él le diría. Estoy decidida a que él reciba el reconocimiento internacional que merece. Eso lo hará más poderoso que esos envidiosos políticos de Roma que lo tienen asustado y callado. Es lo que me trajo aquí. Le ofrezco mi colaboración para hoy y para cuanto tiempo la desee.

Randall se levantó y tomó su grabadora.

—Se lo agradezco, Ángela. La necesito. Quiero hacerle algunas preguntas básicas.

—Le responderé a todas. Puede grabarlas.

—Mi primera pregunta es: ¿qué le parecería si la invito a almorzar?

Ella soltó la carcajada, y él notó que era aún más hermosa de lo que había creído. Ella dijo:

—Es usted encantador, Steven. Naturalmente, aceptaría comer con usted, porque estoy muerta de hambre.

—Reservé una mesa abajo, en el Escoffier Grill. Pero ahora que es usted quien está aquí y no su padre, tal vez prefiera algo más animado. Yo no conozco Milán. ¿Tiene preferencia por algún restaurante?

Ella se puso en pie.

—¿No había estado usted nunca en Milán?

—Nunca. Una vez pasé en Roma una semana, y en Venecia y Florencia estuve un día o dos; pero en Milán, nunca.

—Entonces lo llevaré a la Gallería.

—¿A la qué?

—La Gallería Vittorio Emmanuele. Tiene los arcos más maravillosos del mundo. Es un lugar inocente, insólito, romántico. Venga, ya verá.

Ella le tomó la mano con toda naturalidad, y ese contacto y su proximidad, lo excitaron al instante.

—Ángela —logró decir Randall—, ese lugar donde vamos a ir, ¿es bueno para entrevistarla? Porque eso es algo que tengo que hacer.

—Claro que sí —dijo ella alegremente—. Estamos en Milán, no en Roma. Aquí los negocios son siempre antes que el placer. No lo seduciré —sus dedos apretaron—. Por lo menos no ahora —concluyó suavemente.

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