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Authors: Irving Wallace

La Palabra (41 page)

Randall se terminó su copa de vino, dio la vuelta al cassette de su grabadora y continuó su interrogatorio:

—¿Especificó el profesor Monti en qué lugar de Italia podría encontrarse semejante documento original?

—Lo hizo en su primer artículo, y después lo reiteró varias veces en otros trabajos. Sugería que se explorara más allá de ciertas catacumbas cercanas a Roma, o en casas que habían sido secretos lugares de reunión de los cristianos en Roma, sus alrededores o en la Colina Palatina. En teoría, podía esperarse dar con la biblioteca de algún adinerado comerciante judío; alguno de los pocos que vivían cerca de Ostia Antica. Esos judíos fueron los primeros cristianos, y los que estaban más cerca de los puertos de mar podían tener acceso a los materiales importados antes que nadie.

—¿Eso fue lo que indujo al profesor a excavar en Ostia Antica?

—Fue algo más preciso —dijo Ángela recordando—. Fueron una teoría y un hecho que mi padre relacionó hace siete años. La teoría era que el autor del evangelio fuente podía haber enviado desde Jerusalén, con un discípulo, una copia a alguna rica familia judía de algún puerto italiano. Si esa familia se había convertido secretamente al cristianismo, pudo haberlo ocultado en su biblioteca. En cuanto al hecho, mi padre halló en una catacumba de San Sebastián, recientemente abierta, una tumba con los huesos de un joven cristiano converso del siglo primero, con indicios de que el converso había estado alguna vez en Jerusalén o que tenía allí algún amigo que era centurión, posiblemente en tiempos de Pilatos. El nombre de la familia estaba en el sepulcro. Como si fuera detective, mi padre siguió la pista de la familia del joven y descubrió que el padre había sido un próspero mercader judío que poseía una gran quinta en la costa, cerca de Ostia Antica. Mi padre hizo un estudio de la topografía de la región (en especial de una zona montañosa que se había erosionado y aplanado con los siglos) y tuvo la satisfacción de ver que había ruinas en las capas superficiales; luego pidió permiso al doctor Tura para excavar.

Después de vencer obstáculos políticos, el profesor Monti había pedido prestado dinero suficiente para adquirir la tierra donde se disponía a excavar. De acuerdo con la ley italiana sobre arqueología, si uno posee o adquiere un terreno donde se va a proceder a una excavación, puede recibir el 50 por ciento del valor de lo que se halle. Si renta el terreno, dará al propietario el 25 por ciento, al gobierno el 50 por ciento, y sólo se quedará con el 25 restante. El profesor Monti había adquirido el terreno en propiedad.

Ayudado por un grupo de personas que contrató (un vigilante, un ingeniero, un dibujante de arquitectura, un fotógrafo, un criptógrafo, un experto en alfarería y numismática, un experto en osteología), el profesor Monti había llevado todo el equipo arqueológico necesario al lugar cercano a Ostia Antica: detectores electrónicos, instrumental topográfico y de dibujo, artículos fotográficos y cientos de aparatos más. Se había procedido a la excavación. El emplazamiento fue dividido en cuadros y sólo se excavaban diez metros cuadrados cada vez, penetrando en el estrato, rebanando y abriendo zanjas y despejando.

—La excavación duró doce semanas —dijo Ángela—. Mi padre calculaba que habría que sacar de la mayoría de las zanjas 30 centímetros de restos por cada siglo transcurrido entre nuestros días y los de Jesús para llegar hasta las capas que contenían la casa del mercader judío. Al ahondar en el suelo y el subsuelo de cascajo y material de aluvión, mi padre se sorprendió al dar con capas de toba porosa que se habían formado por depósitos de manantiales subterráneos… muy semejantes a la piedra de las catacumbas vecinas que tan bien conocía. Los primeros hallazgos fueron muchas, muchas monedas de los tiempos de Tiberio, Claudio y Nerón. Después, mi padre halló cuatro monedas importadas de Palestina (tres de Herodes Agripa I, que murió en el año 44 A. D., y una acuñada en tiempos de Poncio Pilatos), y sus esperanzas y su emoción no tuvieron límites. Por fin, aquella gloriosa mañana de nuestras vidas, se descubrió el bloque de piedra que contenía la jarra con el Pergamino de Petronio y el papiro del Evangelio según Santiago.

—¿Qué ocurrió después?

—¿Después? —Ángela sacudió la cabeza—. Tantas, tantas cosas. Mi padre corrió con su descubrimiento al laboratorio de la Escuela Americana de Investigación Oriental en Jerusalén. Los pardos fragmentos eran tan quebradizos que hubo que ponerlos en humidificadores, después limpiarlos suavemente con alcohol aplicado con pinceles de pelo de camello, aplanarlos y estudiarlos detenidamente bajo láminas de vidrio. El Petronio estaba en muy malas condiciones, a pesar de que el pergamino era oficial y de la mejor calidad. El evangelio de Santiago, con algunos trozos de un pardo oscuro casi negro, desprendidos en pedacitos los bordes, con agujeros en muchas partes, estaba escrito con cálamo y tinta de hollín, goma arábiga y agua, en papiro de la más baja calidad, en hojas de 12 y medio por 25 centímetros. Santiago había escrito en un arameo con faltas de ortografía y sin puntuación, con un vocabulario que se calculó en ochocientas palabras. Los críticos de textos de Jerusalén confirmaron la autenticidad del escrito, e incluso publicaron un velado anuncio del descubrimiento en el boletín confidencial que periódicamente distribuyen en las esferas eruditas. Esos expertos enviaron a mi padre con el profesor Aubert, a su laboratorio en París, para que averiguara si el pergamino verdaderamente era del año 30 y los papiros del 62. El resto, Steven, se lo dirá el profesor Aubert. Todo este descubrimiento fue casi un suceso sobrenatural.

—Más parece el resultado de la astucia de su padre, Ángela.

—El descubrimiento, sí. Pero no la supervivencia del texto. Eso fue un milagro de Dios. —Hizo una pausa y puso sus verdes ojos en Randall—. ¿Le han permitido leer el texto, Steven?

—La otra noche, en Amsterdam. Me afectó profundamente.

—¿Cómo?

—Pues, por un lado, telefoneé a mi esposa y convine en concederle el divorcio que ella pedía.

Ángela asintió con la cabeza.

—Sí, lo comprendo. A mí me sucedió algo parecido, pero de otro modo. Yo odiaba al doctor Fernando Tura, por su oposición a mi padre y su malevolencia. Me había prometido vengarme de él en nombre de mi padre. Pensaba chantajearlo, desenmascararlo, herirlo o arruinarlo. No era difícil. Descubrí que el doctor Tura, un hombre respetable, casado y hasta santurrón, tenía por segundo consorte a un jovencito.

Cuando mencioné a mi padre lo que había averiguado y le dije que tenía la intención de utilizarlo contra el doctor Tura, me dijo que no siguiera adelante, sino que tuviera caridad en el corazón y que pusiera la otra mejilla, como él mismo lo había hecho. Por vez primera me mostró las traducciones al italiano del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. Aquella noche lloré, Steven; supe lo que era la compasión y olvidé las municiones que tenía destinadas para la venganza. Puse la otra mejilla. Desde entonces, siento que podemos alcanzar más serenidad y paz por el entendimiento, la amabilidad y el perdón que por el ataque y el mal.

—Yo no estoy tan seguro. Ojalá lo estuviera. Yo todavía estoy… bueno… buscando mi camino.

Ángela sonrió.

—Lo hallará, Steven.

Él extendió la mano y apagó la grabadora.

—Terminó la primera sesión. Supongo que todavía queda mucho de la historia de su padre.

—Mucho más. Demasiados detalles para relatarlos en una sola tarde. Y fotografías; muchas fotografías que tomamos de la excavación. Tendrá que verlas. ¿Puede quedarse en Milán esta noche o un día más?

—Ojalá pudiera, pero tengo un itinerario muy rígido. Salgo esta noche hacia París, y mañana por la noche hacia Frankfurt y Maguncia. Después, regreso a Amsterdam a la otra noche o a la mañana siguiente —miró a Ángela con franco afecto. No deseaba apartarse de ella—. Ángela, lo que me ha dado… que es exactamente lo que necesito… será útil para nosotros y dará a su padre el reconocimiento que merece. Pero necesito volver a verla. Se me ocurre una idea. Yo tengo un presupuesto abierto para promoción, y puedo contratar a quien quiera. Podría servirme de consultora a sueldo, con gastos pagados. ¿Puede usted ir a Amsterdam?

Los carnosos labios de carmín se encorvaron en una sonrisa.

—Me estaba yo preguntando si al fin me lo pediría.

—Pues se lo he pedido.

—Y yo he contestado. ¿Cuándo quiere que esté allá?

—Cuando esté también yo. Dentro de tres días. En cuanto a su sueldo, Ángela…

—No quiero sueldo. Me gusta Amsterdam. Deseo contribuir a la fama de mi padre. Quiero ayudar a que esta Biblia esté en las manos de todos. Y…

Él esperó, reprimiéndose, y después la apremió.

—¿Y qué más?

—E voglio essere con te, Stefano, è basta.

—¿Lo que significa?…

—Que quiero estar contigo, Steven, y eso es todo.

Steven Randall había llegado de Milán a París temprano la noche anterior, después de un vuelo durante el cual le ocuparon imágenes mentales de Ángela Monti con él, y se había preguntado cómo era que le dominaba el ánimo de una muchacha que acababa de conocer y de quien apenas sabía algo.

Había parado en «L'Hotel», una animada hostelería que estaba en la Rue des Beaux-Arts, sobre la orilla izquierda del Sena. Le había atraído durante un paseo que dio por allí sencillamente porque ostentaba una placa, junto a la entrada, que conmemoraba el hecho de que aquél había sido el último lugar donde se alojara Oscar Wilde y donde muriera, en 1900.

Ya que tanto el patio como los restaurantes hundidos estaban llenos de ruido, de jazz y de juventud elegante, y él no estaba de humor para eso, Randall había caminado hasta Le Drugstore, frente al Café Flore, en el Boulevard Saint-Germain, que daba a la Place St.-Germain-des-Prés, y arriba halló un reservado; aquello estaba también lleno de jazz y de juventud elegante, pero esta vez no le importó. Consumió su filete de carne picada
avec oeuf à cheval
, degustó su
vin rosé
y siguió fantaseando acerca de su próxima reunión con Ángela en Amsterdam.

Solamente hasta después de volver a su cuarto de «L'Hotel» y abrir el expediente del profesor Henri Aubert, célebre director del Departamento de Fechación por Radiocarbono del Centre National des Recherches Scientifiques de Francia, consiguió olvidarse de Ángela.

Era la mañana. Media hora antes había tomado un taxi para ir al nuevo edificio de piedra desde el cual operaba el Centre National des Recherches Scientifiques, situado en Rue d'Ulm, muy cerca del Institut du Radium de la Fondation Curie.

Bajando de su taxi frente al edificio del CNRS, en la mañana todavía fresca y brillante de París, Randall sintió temor. Ángela Monti, que hablaba de arqueología aunque no fuera especialista, era una cosa. Pero el profesor Aubert, hombre de ciencia, informándole de la autenticidad de los papiros y pergaminos de Ostia Antica, podría ser algo muy diferente. Aunque Randall se había instruido acerca del procedimiento de datación por el carbono 14, ignoraba las cuestiones científicas, y esperaba que Aubert lo tratara con paciencia semejante a la que tendría con un hijo preguntón.

Sus temores habían sido infundados porque, a los diez minutos, el profesor Henri Aubert ciertamente lo trataba con gran paciencia.

Al principio, el francés le pareció formidable a Randall. Resultó ser un hombre de unos cuarenta y cinco años, bastante alto, bien proporcionado y muy pulcramente vestido. Llevaba el pelo con vaselina y copete, tenía un gálico rostro de gavilán, ojos pequeños y ademanes rígidos, y hablaba un inglés impecable. Su apariencia de retraimiento aristocrático desapareció rápidamente ante el interés de Randall por su trabajo, que era para Aubert lo esencial de la vida; todo lo demás le parecía superfluo. Cuando notó que Randall iba muy en serio y que su curiosidad era genuina, Aubert se volvió súbitamente más sencillo y más agradable.

Después de quejarse en son de disculpa porque su esposa Gabrielle, que presumía de decoradora, había transformado su despacho utilitario, con muebles metálicos, en una vitrina de antigüedades Luis XVI, el científico había llevado a Randall por un corredor desde su despacho al más cercano laboratorio del Departamento de Fechación por Radiocarbono.

En el camino, Randall encendió su grabadora y Aubert se puso a explicar, en los términos más sencillos, de qué consistía el procedimiento de datación del carbono 14.

—Es un descubrimiento del doctor Williard Libby, profesor norteamericano, por el cual recibió el Premio Nobel de Química en 1960. Mediante este extraordinario artificio puede determinarse, con bastante exactitud y por primera vez, el tiempo de existencia de huesos antiguos, trozos de madera y fragmentos de papiro, de hasta sesenta mil años de antigüedad. Ya era sabido que desde que hay vida en la Tierra todo lo que vive, todos los organismos vivos del mundo, tanto los seres humanos como las plantas, los árboles y todos los demás, ha sido bombardeado por rayos cósmicos procedentes del espacio exterior. Este bombardeo ha hecho que el nitrógeno se transforme en átomos radiactivos de C 14. Todos los organismos vivos han absorbido ese C 14 de un modo u otro hasta el momento de su perecimiento. A la muerte, sea la muerte de una persona, de un animal o de una planta, los átomos de carbono que hay en el interior de los tejidos comienzan a deteriorarse a una velocidad predecible. Se sabía también que, después de morir, un objeto orgánico pierde la mitad del carbono 14 que contiene en un período de 5.568 años. Con este conocimiento, el doctor Libby pensó que si la cantidad de C 14 y sus productos de descomposición dentro de la sustancia muerta pudieran medirse de algún modo, entonces,
voilà
, la cantidad de carbono radiactivo descompuesto o desaparecido podría calcularse. De este modo, calculando la cantidad perdida, se podría saber cuándo el objeto había absorbido carbono por última vez; es decir, hasta cuándo estuvo vivo. Así podría saberse, Monsieur Randall, cuánto tiempo había transcurrido desde la muerte del objeto y, por tanto, determinarse su edad y la fecha en que estuvo vivo.

Randall empezaba a comprender el proceso.

—¿Y el doctor Libby inventó la forma de realizar la medición?

—Oui
. Él creó lo que se llama reloj de carbono 14, el contador Geiger que revela cuánto carbono ha perdido el objeto desde que su vida cesó. Esto dio a la ciencia el sistema de datación que desde hacía tanto tiempo necesitaba. Ahora podemos saber, por fin, el año en que ardió un trozo de carbón en la cueva de un cavernícola prehistórico, o cuándo un fósil actual fue un ser vivo, o determinar la edad de una casa antigua mediante un trozo de viga. Me han dicho que el doctor Libby sometió a prueba diez mil objetos. Su procedimiento demostró una vez que un par de sandalias indias, halladas en una cueva de Oregon, tenía nueve mil años de antigüedad. Una larga astilla de una embarcación funeraria, hallada en la tumba de un faraón egipcio, demostró que éste había muerto unos 2.000 años antes de Cristo. Un trozo del lino que envolvía un manuscrito del Mar Muerto, hallado en la cueva de Qumrán, probó que el rollo había sido escrito entre el año 168 a. de C. y el 233 A. D… probablemente 100 años antes de Cristo. Por otra parte, los huesos del hombre de Piltdown, descubiertos en la gravera de un páramo en Sussex, se habían considerado los de un ser prehistórico, hasta que las pruebas de flúor realizadas por el doctor Kenneth Oakley demostraron (y las pruebas por el método del carbono 14 del doctor Libby lo confirmaron) que el hombre de Piltdown no era antiguo, sino de origen reciente y sólo una patraña o un engaño.

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