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Authors: Irving Wallace

El magistrado Le Clere se inclinó hacia el testigo.

—Dominee
De Vroome, ¿pudo usted llegar a formarse un juicio definitivo acerca del valor de este fragmento de papiro?

—Sí, me he formado un juicio definitivo.

—Dominee
De Vroome, ¿cuál es ese juicio?

El
dominee
, apóstol de Dios por los cuatro costados, dejó pasar un intervalo dramático antes de que su vibrante voz resonara en la sala del juicio.

—Sólo cabe una conclusión. Mi modesto dictamen es que el fragmento de papiro que el acusado trajo de Italia ayer
no
es falso… No cabe duda de que se trata de una auténtica e iluminaba obra de la pluma de Santiago el Justo, hermano de Jesús… y que, como tal, no es sólo un tesoro nacional de Italia, sino un tesoro de toda la Humanidad, y forma parte del mayor descubrimiento realizado en los dos mil años de la epopeya cristiana. Yo felicito a los propietarios del Nuevo Testamento Internacional por haber podido añadirlo a la inspirada obra que están a punto de entregar al mundo.

Y con eso, sin esperar la respuesta del magistrado, el
dominee
De Vroome se dio media vuelta y caminó a grandes y vivas zancadas hacia los asientos donde los editores, puestos en pie, lo ovacionaban ruidosamente.

La declaración de De Vroome le cayó a Randall como una bomba. Retrocedió, abatido y mudo ante el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos.

Cuando el
dominee
pasó junto a él, Randall sintió deseos de gritarle: «De Vroome, ¡traidor, asqueroso, desgraciado, hijo de puta!»

Pero no pudo pronunciar palabra ni emitir sonido. Se había recargado contra la pared… quedando inmóvil, como si lo hubieran atravesado con un arpón invisible.

En el bullicio apenas pudo comprender lo que siguió.

El magistrado Le Clere estaba diciendo:

—La corte está preparada para dar su veredicto, a menos que haya más testimonios que escuchar. ¿Desea alguna otra persona presente declarar algo?

Una mano se elevó. Era George L. Wheeler, que movía un brazo para llamar la atención mientras sus colegas se agrupaban en torno a De Vroome. Pedía permiso para hablar.

—Su Señoría, solicito una breve suspensión para hablar con el acusado en privado antes de que se rinda el veredicto.

—Petición concedida, Monsieur Wheeler. Tiene usted permiso del tribunal para hablar en privado con el acusado —dio tres fuertes y secos golpes con su mazo—. Se suspende la audiencia. Exactamente dentro de treinta minutos nos reuniremos de nuevo para dar el veredicto de esta causa.

—¡Maldita sea! —ladró George L. Wheeler—. Ni siquiera sé por qué me estoy preocupando por usted.

—Se está preocupando por mí —dijo Randall tranquilamente— porque quiere que su nueva Biblia aparezca prístina y más allá de toda duda, y yo represento una fuente de defección y una disensión potencial, y usted no quiere nada de eso.

Estaban juntos, solos, en la antesala sin ventanas adyacente a la sala de audiencias, con las dos puertas bien cerradas. En Randall, a la ira contra De Vroome había sucedido su habitual y cínica desconfianza en todos los hombres. Estaba sentado en una de las dos sillas rectas del cubículo, con las piernas estiradas por la fatiga y fumando constantemente su pipa.

Continuó observando al editor norteamericano que iba y venía frente a él, y a pesar de la aversión que sentía por Wheeler, lo veía también con un nuevo y austero respeto. Después de todo, ese superficial y mafioso vendedor de Biblias de alguna manera se las había arreglado para hacer de un enemigo más intelectual e infinitamente superior a él, el
dominee
De Vroome, un renegado y un miembro sumiso del
establishment
ortodoxo de la religión. Randall comprendió, lamentándolo, cuán equivocadamente había subestimado a aquel comerciante bufón. Wheeler era un prestidigitador más diabólico de lo que Randall había siquiera sospechado. Se preguntó si Wheeler trataría de hechizarlo. De otra manera, ¿para qué quería el repulsivo brujo verlo en privado?

Wheeler había dejado de caminar, deteniéndose frente a Randall.

—Así que eso es lo que usted cree —dijo—, que yo estoy aquí para convertirlo, a efecto de que no haya disensiones. Usted se cree muy listo, Steven, y a pesar de todas sus pretensiones de gran inteligencia y pensamientos profundos, no es más que un maldito estúpido. Escúcheme: su oposición no representaría nada para nosotros, no pasaría de ser el imperceptible croar de una pequeña rana en un gran estanque. No, usted está mil por ciento equivocado en cuanto a mis razones. Teniendo en cuenta la forma en que intentó sabotearnos, debería yo dejar que se lo llevara la corriente. Pero no puedo. En primer lugar (y usted no lo va a creer porque sigue creyéndose muy listo) ocurre que yo siento afecto por usted, afecto paternal. He llegado a tenerle una gran simpatía. Y no tolero equivocarme en materia de afecto y de confianza. En segundo lugar (y no me avergüenzo de reconocerlo) yo soy un hombre de negocios, a mucho orgullo, y usted puede ser útil. No sólo para la ceremonia del anuncio. Eso está bajo control. En este momento, las estaciones de radio y televisión y los diarios de todos los rincones del mundo están avisando al público que el viernes habrá una transmisión internacional en la que se anunciará un descubrimiento bíblico de trascendental importancia. Así que eso ya está en marcha. Pero no olvido que nuestra campaña de ventas apenas comienza con la ceremonia oficial del anuncio que se celebrará pasado mañana. Y yo quiero que usted maneje mi campaña, porque usted conoce el proyecto como pocos; usted sabe tras de qué andamos, y usted puede sernos enormemente útil. Estoy aquí hablándole así porque cuento con una cosa: con que habrá aprendido la lección.

—¿Qué lección, George? —preguntó Randall suavemente.

—Que usted está totalmente equivocado en cuanto a la autenticidad de los documentos de Santiago y de Petronio, y que nosotros tenemos la razón… Y que usted es lo suficientemente hombre para reconocerlo y unirse nuevamente al equipo. Escúcheme, Steven: si un personaje importante como el
dominee
Maertin de Vroome, famoso eclesiástico y erudito, cuyo escepticismo superaba al de todos los demás, fue lo bastante hombre para ver la luz, reconocer su error y presentarse en apoyo nuestro, no veo por qué usted no podría hacer otro tanto.

—De Vroome —dijo Randall volviendo a encender su pipa—. Iba yo a preguntarle acerca de De Vroome. ¿Cómo se las arregló usted para lograr el cambio en el reverendo?

Wheeler se irguió, ofendido.

—Usted no admite que algo sea honesto, Steven. Usted cree que todos somos unos tramposos.

—Yo no dije que
todos
.

—Claro que no. Se está exceptuando a sí mismo —apuntó el índice a Randall—. Deje de pasarse de listo y escúcheme. Nadie, lo que se dice nadie, podría comprar ni sobornar a un ser humano con la integridad de un De Vroome, quien tuvo que llegar a su juicio final acerca de nuestro proyecto utilizando su buena conciencia. Hasta ahora, cuando tiraba contra nosotros y trataba de destruirnos, nunca supo exactamente qué era lo que estábamos intentando hacer, ni conocía los detalles de los magníficos documentos que teníamos en nuestro poder. Pero cuando vino a que se los enseñáramos (y puesto que era ya la víspera del anuncio nos pareció que podíamos mostrárselos) de inmediato abandonó su antagonismo y su resistencia. Vio que poseíamos la verdad, el verdadero Jesucristo, y que la Humanidad sería la beneficiada al recibirlo a Él a través del Nuevo Testamento Internacional. De Vroome capituló enseguida. Quería estar del lado de los ángeles y el Espíritu Santo, como lo reveló hace unos cuantos minutos en este tribunal francés.

—Así que ahora él los apoya en todo —dijo Randall.

—En todo, Steven. Estará en el estrado junto a nosotros cuando difundamos desde Amsterdam la Buena Nueva por todos los ámbitos de la Tierra. Steven, no fue fácil para un gran hombre como él confesar su error y cambiar de opinión. Pero como ya dije, y lo repito, Maertin de Vroome fue lo bastante hombre para hacerlo. Y el doctor Deichhardt y todos los demás comprendimos cuán difícil fue eso para De Vroome, así que nosotros le mostramos la caridad a nuestra manera. En verdad, para demostrarle que no somos los vigilantes que usted nos considera, le diré que tanto De Vroome como nosotros cedimos la mitad del camino para llegar a un acuerdo.

—¿La mitad del camino? —dijo Randall—. ¿Dónde es eso, George?

—Es donde los hombres maduros y sensatos tratan de allanar sus diferencias y trabajan juntos para presentar un frente unido. Puesto que De Vroome estuvo dispuesto a apoyarnos, nosotros estuvimos dispuestos a apoyarlo a él. Retiramos nuestro respaldo a la candidatura del doctor Jeffries para lanzar todo nuestro apoyo conjunto en favor del
dominee
De Vroome, para que se convierta en el próximo secretario general del Consejo Mundial de Iglesias.

—Ya veo —dijo Randall.

Y veía. Sacudió las cenizas de su pipa… cenizas… en el cenicero de pie que tenía detrás. Sí, veía. Lo veía todo.

—¿Y el doctor Jeffries? —preguntó—. ¿Cómo queda?

—Tendrá otro puesto; el de presidente del Comité Central del Consejo Mundial.

—Un puesto honorario. ¿Quiere usted decir que a él no le importa convertirse en figura decorativa?

—Steven, el doctor Jeffries y todos nosotros vemos estas cosas de un modo muy distinto que usted. No pensamos en nuestra propia vanidad. Tenemos una causa común. Se trata de la unidad. Es natural que haya pequeños sacrificios. Lo importante es que con De Vroome de nuestro lado, tenemos unidad.

—Ciertamente la tienen —dijo Randall, tratando de dominar la virulencia que había en el tono de su voz.

—Ahora, con todo resuelto, con una dinamo como De Vroome al frente del Consejo Mundial —prosiguió Wheeler— y con el apoyo eclesiástico del Nuevo Testamento Internacional, estamos seguros de lograr el mayor retorno a la religión y la más importante renovación de la fe desde la Edad Media. El próximo siglo se conocerá como el Siglo de la Paz, así como aquel otro se llamó el de las Tinieblas.

Ocultando su disgusto, Randall se enderezó en su silla.

—Muy bien, George, magnífica labor. Sólo quisiera que me explicara usted una cosa. Yo he hablado con De Vroome. Yo sé cuáles son sus convicciones… cuáles eran sus convicciones. Sólo dígame cómo un reformista radical como él se las arregló para comprometer todo lo que representaba con tal de unirse a ustedes y su ortodoxia conservadora.

Wheeler pareció lastimado.

—Tiene usted una opinión equivocada de nosotros. Somos cualquier cosa excepto fundamentalistas dogmáticos. Siempre hemos estado dispuestos a acomodarnos a los cambios y modificaciones indispensables para satisfacer las necesidades espirituales y terrenales de la Humanidad. Ése es el milagro del Hombre de Galilea. Él era flexible, comprensivo, transigente. Y nosotros somos Sus hijos. Nosotros también somos flexibles, a efecto de servir mejor al bien común. Steven, sabemos que la avenencia nunca es unilateral. Cuando De Vroome aceptó nuestro descubrimiento y se dispuso a terminar con su rebeldía y su oposición, nosotros accedimos a llevarlo a la dirección del Consejo Mundial. Ello significa que estábamos dispuestos a aceptar cierto grado de reformas, no sólo en cuanto a la interpretación de las Escrituras, de la liturgia, sino también en las esferas de la reforma social y en los esfuerzos para hacer que la Iglesia responda más a las necesidades humanas. Como resultado de esa transacción, de ese remedio a un cisma peligroso, seguiremos adelante no sólo con una nueva Biblia, sino también con una nueva y dinámica Iglesia mundial.

Randall estaba quieto y callado, mirando fijamente a aquel santurrón de dos caras.

«Es un club feliz y despiadado —pensó Randall—. El club del poder.» Como un gigantesco oso hormiguero, con un hocico llamado transacción, cediendo un poco para llevarse mucho, acababa a lamidas con toda resistencia… Era invencible. Como Cosmos Enterprises. Como los monopolios de armamentos. O los grandes Gobiernos. Como la banda internacional. Como una fe ortodoxa cantada de oído. Al fin veía claramente cómo se había producido esta última amalgama. Él, Randall, había sido el involuntario catalizador. Él había descubierto el arma para aniquilar lo que era verdaderamente cínico y contrario a la gente, el arma que pondría fin a Resurrección Dos. Él se la había confiado a Maertin de Vroome. Con esta arma, De Vroome tenía el instrumento y la palanca que forzaría a los dirigentes de Resurrección Dos a transigir. Reconózcanme y los reconoceré. Opónganme resistencia, y con el arma de Randall los combatiré y al final los destruiré. Y en definitiva, De Vroome había preferido no extender la guerra civil para lograr una victoria total, sino transar al momento para lograr una victoria parcial instantánea. Una vez instalado en su puesto de secretario general del Consejo Mundial, sería el Judas que llevaría a la grey de los fieles hacia el redil de Wheeler.

Y Randall se daba cuenta de que en ese gran esquema de cosas, sólo una persona había quedado aislada: él mismo.

El punto estaba claro. Uno solo no podía resistir. Unirse a los demás, o quedarse solo. Con los demás, únicamente padecería el alma. Quedarse solo, sería la muerte.

—¿Qué quiere usted de mí, George? —preguntó calmadamente—. Quiere que yo sea como De Vroome, ¿no es eso?

—Quiero que afronte los hechos, como lo hizo De Vroome. Los hechos y nada más. Usted se ha entregado a sus juegos descabellados, persiguiendo sospechas tontas, juntándose con delincuentes y chiflados excéntricos, y lo único que ha conseguido es dar mayor fuerza al Nuevo Testamento Internacional… y crearse a sí mismo un montón de problemas. Reconozca ahora que estaba equivocado, Steven.

—Y si lo reconozco, ¿qué?

—Entonces tal vez podríamos salvarlo —dijo Wheeler cautelosamente—. En el tribunal está usted en graves problemas. Estoy seguro de que el juez le aplicará el código. Irá a parar a la Bastille por quién sabe cuánto tiempo, y en desgracia, y no habrá ganado nada. El mercado para los mártires disidentes va a ser muy pobre en el futuro próximo. Cuando vuelva usted a la sala para escuchar el veredicto y la sentencia, pida hacer una declaración final. Nosotros nos encargaremos de que se le permita hacerla. Monsieur Fontaine tiene gran influencia aquí, y nuestro proyecto goza de mucho respeto.

—¿Qué declaración debo hacer, George?

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