LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (15 page)

Read LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora Online

Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

—¿Es suficiente ya, mi dama? Tengo muchos otros trucos si pensáis que pueden divertiros.

Los ojos de la mujer giraron en sus cuencas y se desmayó. Hicieron falta tres siervos para reanimarla con frascos aromáticos y bofetones no demasiado amables en la cara; cuando por fin se recobró, Ygorla estaba de mejor humor gracias a sus esfuerzos y perdonó otras demostraciones de su poder personal a cambio de un precio pequeño. La mujer lo pagó sin dudarlo un instante, y ante toda la asamblea se postró a los pies de la nueva Alta Margravina y juró lealtad hasta la muerte. Sus compañeros hicieron lo mismo sin poner reparos. Strann no los culpó: hacerlo habría sido un acto de total hipocresía, se recordó, aunque cuando los vio turnarse para aceptar, como perros suplicantes, dulces del plato de Ygorla como él había hecho un poco antes, su estómago casi se rebeló.

La farsa continuó a partir de ese momento con lo que Ygorla gustaba llamar «unos cuantos trucos sin importancia de conjuración»; manifestaciones horribles, aunque de breve vida, que dejaron a su público aturdido, aterrorizado e intimidado. Luego vino el baile, una horrible parodia de las fiestas de la Isla de Verano en días mejores, al son de músicas espectrales, sin músicos visibles que las interpretaran. Se emparejó a los visitantes, lo quisieran o no, con cosas —Strann ni siquiera podía dignificarlas con el término de «criaturas»— creadas para la ocasión por la temible imaginación de Ygorla. Un perro jorobado, con ocho patas de arácnido, giraba como un torbellino con la mujer en una salvaje y retorcida cabriola, mientras que horrores de pelos blancos como de oruga, sin ojos, giraban con los hombres, unas veces besándolos y otras mordiéndoles el rostro con bocas llenas de colmillos, en tanto que a su alrededor el resto de la corte mantenía una desesperada aparien cia de felicidad. El alboroto continuó hasta el amanecer y entonces, cuando las primeras luces entraron en la sala, Ygorla reunió ante sí a los zarandeados y traumatizados visitantes y les largó un discurso en el que les encargaba llevar al continente lo que habían aprendido de la nueva Alta Margravina y asegurarse de que el mensaje era recibido y comprendido por aquellos que podrían pensar en desafiarla. El cuarteto había jurado cumplir su encargo y más, más, cualquier cosa que pudiera pedirles, y por fin Ygorla los dejó marchar. Conducidos por los guardias de Ygorla y seguidos por dos de sus sabuesos-felinos negros, se fueron arrastrando los pies para subir a bordo de la nave que los llevaría de vuelta a un mundo más cuerdo, y la corte fue despedida.

Strann se quedó atrás, pasando tan inadvertido como le fue posible, mientras la gran mayoría de la gente salía tras la majestuosa partida de Ygorla por las puertas de doble hoja. Sólo cuando pensó que el pasillo estaría prácticamente desierto se soltó el collar y la cadena de la garganta —resistiendo a duras penas el impulso de arrojar los odiosos objetos al otro lado de la sala— y salió a su vez. Fuera de la sala las antorchas estaban apagadas y el pasillo envuelto en sombras. Strann permaneció un minuto, quizá dos, hasta que su frente se enfrió un tanto, y luego partió en dirección a sus habitaciones; pero se detuvo.

No quería regresar a aquella opulenta pero repelente celda. Si dormía, tendría pesadillas; si permanecía allí sentado y despierto, sus pensamientos aplastarían los últimos restos de ánimo que le quedaban, y si intentaba emborracharse hasta la inconsciencia, se encontraría mal antes de que dejara de importar. Necesitaba aire. Aire puro, sin mácula, y libertad fuera de las constrictoras murallas del palacio.

Regresó a su habitación sólo para guardar su manzón y arrojar el collar enjoyado, y después se abrió camino por el laberinto de pasillos que llevaban a una pequeña y poco utilizada puerta que daba a los jardines de palacio. Al pasar por un cruce de pasillos, se paró de pronto, porque su nariz volvió a captar aquel olor que siempre lo eludía, frustrante, y que había percibido ya en varias ocasiones. Aquel pasillo lateral llevaba a la escalera de la torre de Ygorla; Strann se adentró por él unos cuantos pasos, y el olor se hizo claramente más intenso. Almizcle y hierro y… Movió la cabeza, y sus pasos se hicieron más lentos al advertir que se estaba acercando peligrosamente a una zona prohibida a todos menos a Ygorla y que, incluso ahora, algún guardián demoníaco podía estar vigilándolo, deseando que diera un solo paso en territorio prohibido. No sería inteligente aventurarse más, y Strann retrocedió hacia la puerta del exterior y salió al aire más fresco.

El sol comenzaba a alzarse en un cielo despejado, pero su brillo se veía apagado por otro resplandor menos natural que distorsionaba los colores de la mañana y arrojaba una penumbra cobriza sobre el paisaje. Desde su actual punto de vista tan cercano a los muros, Strann no veía la descomunal estrella de siete puntas que latía en el aire por encima del palacio, pero notaba su presencia, la constante fluctuación de luz oscura —de qué manera podía ser oscura la luz, no lo sabía, pero así era aquella luz— que se intensificaba y disminuía mientras la estrella latía como un corazón lento y enorme.

Strann se alejó poco a poco del palacio, pasó bajo un arco de piedra en el que una parra había florecido para luego agostarse y comenzar a despedir un hedor ligeramente sulfuroso, y llegó al primero de los jardines. Bajo el brillo amenazador de la estrella, los limpios lechos de flores y los setos decorativamente podados tenían un aire misterioso: las sombras parecían deformadas y en los lugares equivocados, y era demasiado fácil imaginar que alguno de los podados arbustos se convertiría repentinamente en alguna horrible forma de vida y se acercaría corriendo por la hierba hacia él. Intentó no hacer caso del efecto, intentó no hacer caso de la insidiosa y subliminal mancha de la estrella, y atravesó la explanada hasta donde un grupo de árboles nobles lo ocultaría de la vista de cualquiera que se asomara a una ventana. Entonces, sin preocuparse por la humedad del suelo, se sentó con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol para pensar.

Para cuando el sol volviera a ponerse, el pequeño y lamentable grupo de «embajadores» de Ygorla estaría de vuelta en Shu-Nhadek, contando la historia de su secuestro. A Strann le quedaban pocas dudas de que el resto del mundo ya tenía noticias de Ygorla, pero el cuarteto que regresaba eran las primeras personas de más allá de las costas de la Isla de Verano que la habían visto con sus propios ojos y habían sobrevivido para llevar la historia a las provincias. Las reacciones de los Margraves, conjeturó, serían diversas; algunos capitularían sin discutir, otros se encenderían con justificada indignación y pondrían en marcha planes para invadir la isla y hacer frente sumariamente a la arribista usurpadora. La idea de lo que le ocurriría inevitablemente a cualquier expedición de castigo enviada contra Ygorla hizo que a Strann se le encogieran las tripas. Los cuatro embajadores conocían la magnitud del poder de Ygorla. Pero tenía la fea intuición de que algunos de los Margraves se negarían a confiar en ese conocimiento y armarían sus milicias y lanzarían sus flotas, y al hacerlo enviarían a quién sabe cuántos inocentes a la muerte, mientras que Ygorla, tumbada en su magnífico trono, se reiría de su temeraria presunción. Ningún ejército mortal podía soñar con vencer a los poderes que tenía a sus órdenes. Y aquello llevó a la reticente mente de Strann de vuelta al quid de sus especulaciones.

¿Cuál era el manantial de la fuerza sobrenatural de Ygorla? Se hacía llamar, entre otros grandilocuentes títulos, «Hija del Caos», y la estrella grande y tenebrosa que latía sobre el palacio como un desafío descarado implicaba que efectivamente rendía pleitesía a Yandros. Pero Strann creía que lo que ella quería que el mundo pensara no tenía por qué ser la verdad. Ni por un momento se le había pasado por la cabeza que Ygorla sintiera lealtad hacia nada o nadie que no fuera ella misma. Y —aunque no pretendía poseer conocimientos de experto, pues ése era terreno del Círculo y de la Hermandad— Strann tenía serias dudas de que Yandros hubiera elegido a Ygorla para ser su avatar en el mundo de los mortales. Si los dioses del Caos tenían intención de romper el pacto que habían establecido en los tiempos del Cambio, para participar de forma directa en los asuntos humanos, ¿qué necesidad tendrían de semejante criatura?

Así que ¿actuaba Ygorla con el beneplácito del Caos o estaba otorgándose un linaje al cual no tenía derecho? Los cuatro embajadores involuntarios se habrían formado su opinión, y no hacía falta ser muy agudo para darse cuenta de cuáles serían esas opiniones. Dentro de poco, los Margraves con toda seguridad apelarían al Círculo para que llamara a los dioses a intervenir. El Círculo, basándose en las evidencias que le darían, se volvería a Aeoris y los dioses del Orden; y eso, comenzaba a sospechar Strann, sería un error garrafal.

Volvió a pensar en el olor que había llegado a su nariz junto al pasillo que llevaba a los aposentos privados de Ygorla. El olor de los demonios; pero Ygorla, fuera lo que fuese, no era un demonio tal y como él lo tenía entendido. ¿Qué más acechaba, entonces, en aquellas habitaciones prohibidas? ¿Qué mentor, qué compañero en la conspiración? ¿Qué fuente de poder?

Se puso en pie y comenzó a pasear por la explanada, demasiado intranquilo para estarse quieto. A cada minuto que pasaba, más se convencía, a un nivel intuitivo que no podía defender racionalmente, de que, a pesar de las apariencias, a pesar de lo que ella quisiera hacer creer al mundo, Ygorla no era amiga del Caos.

En una habitación bajo llave del palacio, oculta de los extraños, pero mantenida con vida por un capricho de Ygorla, la verdadera Alta Margravina, Jianna Hanmen Alacar, lloraba por su esposo muerto y conservaba la cordura a base de rezar por una oportunidad para vengarlo. Strann la había visto tres veces en los días recientes, cuando la habían llevado a la sala para presenciar algún nuevo juego inventado por Ygorla, y había visto el ardiente furor en sus ojos, había sentido el aura de fanática resistencia que surgía de ella como la luz del sol. Jianna no se rendiría. Puede que la carne le cayera a trozos, transformando su rolliza belleza en un pastiche flaco y salvaje, y su mente podía estar a punto de enloquecer, pero algo la apartaba de aquel último límite. Se sostenía a base de su odio, alimentándose de él, dependiendo de él, rehusando inclinarse ante la voluntad de Ygorla y nutriendo su inamovible aborrecimiento a la usurpadora y a todos lo que le rendían pleitesía. Strann había sentido el azote de su terrible mirada mientras cumplía con su papel de bufón al lado del trono de Ygorla; y la había oído murmurar, una y otra vez, mientras se mantenía tiesa entre sus guardianes e intentaba no hacer caso a las humillaciones de Ygorla, una ferviente e incesante plegaria a Aeoris.

Sin embargo, Aeoris no le había respondido. Jianna podía pasar cada momento privado de rodillas suplicando al gran dios del Orden, pero hasta el momento no había ninguna señal de que sus ruegos hubieran sido escuchados, y menos aún de que Aeoris hubiera dado alguna respuesta. Aunque hacía mucho tiempo que había olvidado casi todo el catecismo de su infancia, Strann sabía lo suficiente del pacto entre el Caos y el Orden como para darse cuenta de que Aeoris no podía intervenir en los asuntos humanos a menos que Yandros rompiera primero su parte del trato. Si la mano de Yandros hubiera guiado a Ygorla en alguna medida, entonces, seguramente, seguramente, eso habría proporcionado a Aeoris todas las justificaciones necesarias para desquitarse. Pero nada había ocurrido; y aquello, pensaba Strann, era una confirmación más de su teoría.

Ahora se encontraba a unos veinte metros del árbol, aunque su tronco todavía lo ocultaba de cualquiera que se encontrara en el palacio. Se detuvo, giró sobre sí y miró a la copa del árbol y al cielo más arriba, que seguía manchado por la tenebrosa luz de la gran estrella pulsante.

—Esto no es obra vuestra. —Habló en voz baja, dirigiendo sus palabras a un lugar más allá de este mundo, más allá del alcance de su imaginación. Nunca había visto a Yandros (de hecho, no lo había visto nadie vivo), pero en su mente conjuró una imagen del gran señor del Caos, como si estuviera hablando directamente con él—. Esto no es obra de vuestra mano, pero no hacéis nada para detenerlo. ¿Por qué, Yandros? ¿Qué os lo impide?

El cielo permaneció impasible; la estrella siguió latiendo. Un pájaro trinó en algún sitio y luego calló, y Strann tuvo la sensación de que sus palabras habían sido lanzadas al vacío. Bajó la cabeza y durante unos instantes contempló la hierba que pisaba. Luego, con pasos lentos y los hombros algo encorvados, como si se defendiera de algo que no podía expresar claramente, emprendió el regreso, a pesar suyo, hacia el palacio.

Capítulo VIII

L
a flota de castigo zarpó once días después. Los Margraves de las provincias más meridionales habían unido sus fuerzas para juntar lo mejor de su milicia; tres mil hombres armados de pies a cabeza, a bordo de una flotilla de quince naves tripuladas por los más curtidos marineros que podían encontrarse en toda la costa meridional. Zarparon de Shu-Nhadek, de Puerto Verano en Wishet, y del Estuario de la Perspectiva, y se reunieron en los estrechos para navegar hacia la Isla de Verano.

En las Residencias de la Hermandad de todas las provincias, las mujeres cantaban exhortaciones a los dioses, pidiendo el triunfo de la flota. En su propia Residencia de Chaun Meridional, la Matriarca se retiró en privado para orar por la liberación. Y en la Península de la Estrella, Tirand dirigió a los adeptos superiores en un rito para pedir la bendición de Aeoris en la empresa y para que llegara el fin del breve pero sangriento reinado de Ygorla.

En el momento culminante de la ceremonia, cuando el Salón de Mármol vibraba con el poder surgido de los iniciados agrupados, Karuth supo con convencimiento seguro e inapelable que sus esfuerzos eran vanos. No podía traducir en palabras su certeza y, en su actual posición de incertidumbre dentro de la estimación de Tirand, tampoco se lo habría comunicado a él, aunque hubiera encontrado las palabras.

Pero sus huesos le decían lo que su mente racional no quería admitir y cuando cinco días más tarde llegaron las noticias, no dijo nada a nadie, sino que subió la escalera de la torre septentrional abandonada y en una de las abarrotadas habitaciones donde nadie podía verla o escucharla, lloró.

La flota no había llegado siquiera a la Isla de Verano. La tormenta, decía la carta traída de Shu-Nhadek por un ave mensajera, había sido lo menos importante. Gracias a un puñado de harapientos supervivientes, que por milagro habían conseguido regresar al continente en un maltrecho bote, se supo toda la horrible historia: relámpagos plateados que surgían de un cielo despejado para golpear con devastadora y extraña precisión. Espesos nubarrones negros que se formaban de la nada para crear una muralla sólida entre el mar y el cielo, dentro de la cual los hombres se ahogaban o morían gritando cuando los monstruos se materializaban en la oscuridad para desgarrarlos y devorarlos. Elementales que todo lo destruían, apariciones demoníacas, cosas surgidas de las profundidades del océano que aplastaban un barco entero entre sus fauces. Y lo último y más terrible de todo: una línea oscura en el horizonte trémulo y torturado que acabó siendo una formación de naves de color negro azabache, imponentes ante los restos de la flota, que se acercó a ella a una velocidad imposible. Barcos fantasmas con velas que eran como gigantescas telarañas henchidas por un viento venido del infierno; naves con el resplandor fosforescente de las luces de los cadáveres en su proa y con rayos que danzaban sobre sus mástiles, y con las manos de blancos huesos, sin carne, de los muertos que cogían los cabos mientras que capitanes que ni por asomo eran humanos lo contemplaban todo con mortífero y sonriente silencio desde los castillos de proa. Los barcos se abrieron paso a través de los restos deshechos de las fuerzas del continente como cuchillos al rojo vivo hundiéndose en la carne. La mayoría de los que sobrevivieron a aquel tremendo ataque se ahogaron cuando los últimos barcos de la flota de los Margraves se hundieron; unos cuantos, menos afortunados, fueron recuperados del mar con redes y depositados, agitándose y gritando, pidiendo ayuda inútilmente, a bordo de las naves fantasmales para hacer frente a un destino aún más terrible. Un pequeño bote salvavidas, lanzado desde el puente de su nave en un acto final de desesperación cuando ésta se hundía, fue arrojado lejos de la escena de la carnicería con cinco hombres a bordo y fue llevado a tierra por un fuerte viento del este al día siguiente. Dos de los supervivientes murieron del trauma cuando se puso la segunda luna y un tercero fue declarado loco sin remedio; los dos restantes pudieron contar su historia con la poca cordura que les quedaba. La furia de las provincias se había extinguido en una trágica hecatombe.

Other books

Back to the Beginning: A Duet by Laramie Briscoe, Seraphina Donavan
Blood of Retribution by Bonnie Lamer
Visions of Peace by Matthew Sprange
The Arsonist by Sue Miller
A Game of Authors by Frank Herbert
The Realms of Ethair by Cecilia Beatriz
The Red Storm by Grant Bywaters
The House in Amalfi by Adler, Elizabeth
The Power of Twelve by William Gladstone