—¡Handray!
Corrió hacia el halconero, que gritaba y golpeaba al monstruo, intentando rechazarlo. Y cuando ella también quiso golpearlo, se vio atacada de pronto por un abrumador hedor psíquico. ¡Aquello no era un ave! Era algo que procedía de otro mundo…
—¡Handray, atrás! ¡Apártate de él! —Su voz denotaba asco y miedo por el halconero, que nada sabía de elementales o demonios. Por suerte, Handray tuvo la presencia de ánimo suficiente para hacerle caso; se agachó y se cubrió la cabeza con ambos brazos. El ave…, no, la cosa se mantuvo a unos tres metros de altura, batiendo lentamente las alas; y su cabeza, que era como una parodia de la de un perro, pero cubierta de escamas y nacarada, se volvió con obscena deliberación para mirar a Karuth. Tenía una expresión de desprecio; una lengua negra apareció sibilante, y de sus fauces cayeron hilillos de saliva amarilla. Karuth apretó los dientes y los puños, mientras intentaba recordar el sortilegio vinculante para elementales superiores, el cual, al haber sido cogida desprevenida, se le había olvidado justo en el momento en que más lo necesitaba. Pero gracias a Yandros, su memoria se ajustó de repente y su voz tronó:
—«Criatura de la oscuridad profana, engendro de los Siete Infiernos, en el nombre de Yandros y en el nombre de Aeoris te ordeno y te abjuro…»
La cosa monstruosa se rió. El sonido se parecía tanto a la risita de una chica estúpida que desconcertó por completo a Karuth, y el poder del sortilegio que estaba surgiendo en su mente se hizo pedazos. La joven retrocedió tambaleándose e intentó recobrar el control de sí misma, mientras la criatura volvía a reír. De repente se oyeron pasos de botas sobre la piedra y el sonido de nuevas voces procedentes de la puerta principal. Karuth volvió la cabeza y vio la ancha y corpulenta silueta de su hermano Tirand, flanqueado por cuatro adeptos superiores, que salían a la escalera.
—¿Qué diablos ocurre? —El grito de Tirand se escuchó por encima de los demás—. Karuth… Handray… En el nombre de Aeoris, ¿qué es esa cosa?
Karuth respiró jadeante.
—¡Ayudadme! —gritó a su vez—. ¡Doblegadlo, rápido! Es algo demoníaco, ¡nos ha atacado!
Tirand lanzó un juramento y comenzó a bajar la escalera, con sus compañeros pisándole los talones.
—¡Uníos! —exclamó, extendiendo las manos para entrelazarlas con las de los adeptos que tenía más cerca—. ¡Rodeémoslo con un cono de energía!
Alguien aferró la mano de Karuth con fuerza, y los seis formaron un círculo debajo de la criatura negra que flotaba. Ésta no reaccionó, no hizo ningún esfuerzo por huir, ni siquiera por moverse, y en el momento en que sentía que su energía se unía con la de sus compañeros adeptos, Karuth tuvo el presentimiento de que aquello resultaría inútil. Tirand abrió la boca para pronunciar las primeras palabras del sortilegio, como lo había intentado ella; y con otro estallido de risa maníaca y horriblemente humana, la cosa voladora escupió un dardo de veneno al rostro del adepto que flanqueaba a Tirand. El hombre lanzó un aullido de dolor y asombro cuando el fluido ardiente se deslizó por su mejilla; giró sobre sí mismo y se llevó una mano a la cara, de manera que el contacto se rompió. El horror volvió a graznar y antes de que nadie pudiera hacer nada, se elevó por encima de la muralla del Castillo y se detuvo a la altura de las cimas de las torres, sin parar de reír de manera salvaje. Tirand, maldiciendo con todas sus fuerzas, se quedó mirándolo mientras flotaba quizá durante cinco latidos de corazón y luego, tan rápido que su silueta se desdibujó, se lanzó en dirección sur y se perdió de vista en cuestión de segundos. Al desaparecer, algo pequeño cayó desde donde había permanecido inmóvil y chocó contra las baldosas a los pies del Sumo Iniciado.
Un mensaje enrollado. Karuth lo miró, hipnotizada, hasta que, con un gesto violento que rompió el momento de aturdimiento, Tirand se inclinó a recogerlo.
—¡Atiende a Ciraid! —le gritó—. ¿No ves que está herido?
A Karuth la enfureció el hecho de que usara semejante tono con ella, pero el instinto profesional le hizo guardarse una respuesta hiriente y se apresuró a examinar la herida del rostro del adepto. El veneno de la criatura había levantado una ampolla en la mejilla de Ciraid, y con una mueca el adepto reconoció que le picaba dolorosamente, pero para alivio de Karuth parecía que el daño no iba más allá. No creía que el veneno fuera tóxico, puesto que no podía apreciar signos evidentes de que la piel alrededor de la ampolla cambiara de color; aun así, no queriendo correr riesgos, le dijo:
—Será mejor que me acompañes al dispensario, Ciraid, y te daré una pomada al tiempo que te examino por si hay riesgo de envenenamiento.
Él apartó la mano con cautela de la mejilla e hizo un gesto negativo.
—No te molestes, Karuth. Buscaré a Sanquar; seguro que él podrá ocuparse de mí. Quédate aquí. Querrás saber qué hay en ese pergamino.
A Karuth no se le escapó la mirada irritada que Tirand lanzó a Ciraid y supo que su hermano hubiera preferido que se marchara. Eso acabó de decidirla y asintió.
—De acuerdo. Pero te aconsejo que no pierdas tiempo y vayas rápido en busca de Sanquar. Después revisaré lo que te haya dado.
Ciraid se marchó apresuradamente. Se estaba reuniendo una pequeña multitud a medida que la gente, alertada por la conmoción en el patio, salía a ver qué pasaba, y en la puerta principal el adepto que se marchaba casi chocó con un joven alto, delgado y de rubia cabellera que salía corriendo del interior del Castillo. El joven pidió disculpas apresuradamente y después bajó la escalera de tres en tres.
—¡Tirand! ¡Karuth! —Calvi Alacar, hermano del Alto Margrave y recientemente graduado como Maestro de Filosofía, se paró en seco y se quedó mirando el círculo de rostros cariacontecidos.
—¿Qué pasa? ¿Qué está ocurriendo? Vi el ave desde mi ventana y al principio creí que era un mensajero, pero…
—La criatura atacó a Handray. —Tirand y Calvi eran buenos amigos, pero en aquellos momentos la amistad pesaba menos que la necesidad de evitar una escena, y el tono del Sumo Iniciado fue brusco—. Está bien. No hay de qué preocuparse.
Confundido por el hecho de que un incidente tan nimio hubiera despertado tanta curiosidad, Calvi miró a su alrededor sin comprender. Karuth encontró su mirada y le dijo en voz baja:
—Y no era un ave.
Tirand la miró con furia.
—¡Basta! ¡En cualquier momento tendremos a nuestro alrededor a la mitad de la servidumbre del Castillo boquiabierta, así que te agradecería que no les dieras argumentos para que empezaran a circular rumores! Éste es un asunto del Círculo, no para los oídos de los no iniciados.
Un asunto del Círculo… Últimamente era su frase favorita, pensó Karuth con amargura, y sostuvo su mirada con enfadados ojos grises.
—Entonces te sugiero que permitas que el Círculo lo vea —replicó, haciendo un gesto en dirección al pergamino. Tirand la miró durante unos segundos, luego dijo algo por lo bajo y apretando el pergamino en su puño se volvió hacia la puerta, haciendo ademán a los adeptos de que lo siguieran, y anunció a la cada vez más numerosa y curiosa multitud que se habían deshecho del problemático pajarraco y que no había nada más que hacer. Karuth se quedó atrás cuando vio que Handray se levantaba. Había permanecido en la misma postura acurrucada durante toda la escaramuza, de manera que no vio lo ocurrido ni se dio cuenta del rotundo fracaso de los adeptos al intentar subyugar a la criatura. Mejor para él, pensó; y tanto mejor para el deseo de Tirand de poner freno a cualquier rumor.
—¿Te encuentras bien, Handray? —le preguntó.
—Gracias a vos, señora, y al Sumo Iniciado, sí. —Consiguió esbozar una débil sonrisa—. Sólo los dioses sabrán de dónde salió esa ave, o murciélago, o lo que fuera, ¡pero espero que no veamos más bichos como ése!
—Probablemente era alguna criatura de las montañas que se perdió y abandonó su territorio —dijo ella—. Existen algunas bestias muy peculiares en los riscos que hay entre este lugar y la Tierra Alta del Oeste. Me aseguraré de que corra la voz para que la gente esté sobre aviso si se ve alguno más. Veamos, ¿seguro que no estás herido?
Él le aseguró que estaba ileso, y Karuth fue en pos de los adeptos, deseando alcanzarlos antes de que llegaran al estudio de Tirand. Incluso en las presentes circunstancias, Tirand no podía rehusarse a dejarle ver el mensaje que había traído la criatura demoníaca, y sentía ardientes deseos de conocer su contenido. Pero, cuando comenzaba a subir la escalera, Calvi la cogió del brazo.
—Karuth… —Sus azules ojos brillaban en exceso—. Dijiste que no era un ave. Lo sé; yo mismo lo vi, y vi lo que tú y Tirand y los otros intentasteis hacer. Por los catorce dioses, ¿qué era?
Ella meneó la cabeza; no quería mostrarse brusca, pero estaba ansiosa por abandonar el patio.
—La verdad, Calvi, no lo sé. Pero dejó un mensaje, y quiero ver qué contiene el pergamino. Por favor… —Con amabilidad se soltó.
—¿Crees que Tirand…?
—No, Calvi, no te dejará unirte a nosotros. Lo siento, sé que no lo hará. Pero a menos que el Círculo lo prohiba expresamente, te diré de que se trata en cuanto pueda. —Con esa promesa lo dejó y subió corriendo la escalera. El corazón le latía desbocado y no era sólo por los efectos del encuentro con el monstruoso mensajero. Algo más reptaba desde las profundidades de su mente, algo que había intentado olvidar últimamente, pero que volvía a acosarla una y otra vez contra su voluntad. Algo que estaba en el origen de su pelea con Tirand.
Alcanzó a sus colegas cuando llegaban al estudio de Tirand; entró la última, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Alguien encendió una lámpara, aliviando un poco la penumbra de la habitación, y Tirand se sentó ante su escritorio y desdobló ante sí el arrugado pergamino. Nadie osó mirar por encima de su hombro, pero todas las miradas estaban fijas en su rostro, contemplándolo con fijeza mientras leía. El silencio se hizo opresivo. Tirand no decía nada, y su rostro quedaba en parte oculto por las sombras, de forma que su expresión no se veía. Pero cuando por fin alzó la vista, Karuth se quedó horrorizada por lo que vio. La sangre había huido de sus mejillas, de jando un enfermizo color gris en su piel, y sus ojos miraban al vacío; parecía un hombre que hubiera sufrido una fortísima impresión.
—¿Tirand? —Otro de los adeptos hizo ademán de acercarse al Sumo Iniciado—. Tirand, ¿qué ocurre? ¿Qué dice el mensaje?
Como alguien arrancado de un trance hipnótico, Tirand pareció advertir por primera vez la presencia de los demás. Pero no dijo nada, sino que con mano temblorosa alargó el pergamino al hombre que le había hablado. Después su mirada buscó a Karuth y se posó rígidamente en ella. Karuth no pudo interpretar la mirada, pero vio amargura en sus ojos. Amargura… y miedo.
Los restantes adeptos se reunieron en torno a su camarada, y alguien dijo en voz baja:
—Dioses…, esto es una locura. —Las palabras hicieron que Karuth volviera bruscamente a la realidad, y se adelantó para ver el pergamino. Su primer pensamiento fue que no reconocía la letra; quienquiera que lo había escrito tenía una caligrafía atrevida y áspera que parecía saltar del pergamino y atacar a la vista. Luego su cerebro comenzó a asimilar el contenido.
—¡Es una broma perversa! —La nerviosa y dura afirmación surgió del adepto de sexto nivel Sen Briaray Olvit, el mayor del grupo—. ¡Algún loco borracho o contrariado que piensa que puede burlarse del Círculo! ¿El Alto Margrave muerto? ¿Un usurpador en el trono de la Isla de Verano? Que Aeoris me asista, si tuviera ante mí en esta habitación a ese tramposo de mente retorcida…
Tirand lo interrumpió.
—Lee el resto, Sen. Todo.
Seguía mirando a Karuth y ella supo que estaba esperando a que terminara de leer. ¿Qué esperaba? ¿Por qué era de repente tan importante su reacción? Continuó, asimilando las enloquecidas palabras, las salvajes fanfarronadas, las amenazas y, por último, la declaración —la mente detrás de aquello era insana, loca de atar, pensó— de que la nueva gobernante de la Isla de Verano exigía ahora la lealtad incuestionada del Círculo en forma de documento firmado por el Sumo Iniciado en persona y enviado por mensajero sin más dilación hacia el sur. Entonces, por fin, vio la complicada firma al final del pergamino.
«Escrito en este día del octogésimo primer año del Equilibrio, por mi mano, Alta Margravina y Reina Suprema. Ygorla.»
—Oh, dioses… —dijo Karuth y volvió a mirar a Tirand.
No podía decirlo. Sabía lo que él estaba pensando, lo que ambos estaban pensando, pero no podía decirlo en voz alta, no aquí y con los otros como testigos de sus palabras. Pensara lo que pensase de Tirand, por mucho que lo hubiera odiado en aquellos últimos días, no lo humillaría diciendo en voz alta lo que él ya sabía. Pero aquel conocimiento compartido ardía en su interior como un cáncer.
Sen habló de nuevo, rompiendo el tenso silencio.
—Debemos descubrir el origen de esto. Descubrirlo y arrancarlo de raíz. ¡Es intolerable! Sumo Iniciado, sugiero…
Tirand alzó una mano. Su compostura, o al menos un buen simulacro de ésta, había regresado.
—Espera, Sen. No es tan sencillo. —Los miró uno por uno, con expresión tensa y desgraciada—. Quiero volver a convocar el Consejo. Ahora.
Sen frunció el entrecejo.
—No creo que sea necesario, Tirand. Estoy de acuerdo en que hay que ponerlos al corriente, naturalmente; pero, tal como yo lo veo, nuestra principal prioridad es poner en marcha la búsqueda de quien ha perpetrado esta impostura y…
El Sumo Iniciado lo interrumpió con brusquedad.
—¿Estás dispuesto a apostar que se trata de una impostura?
El adepto se quedó sorprendido.
—¿Quieres decir que podría ser cierto?
—Quiero decir que podría resultar muy peligroso suponer que no lo es.
—Aeoris… —Sen hizo la señal de los catorce dioses con los dedos extendidos—. No había pensado…, no se me había ocurrido… Pero, por todos los dioses, Tirand, ¡la idea es imposible! Habríamos tenido algún atisbo, lo habríamos sabido… —Se calló al ver la severa expresión de Tirand y darse cuenta de adonde iba a parar por aquel camino. Sen había sido uno de los adeptos superiores que hacía quince días habían ayudado al Sumo Iniciado a investigar la afirmación de Karuth de que algo iba peligrosamente mal en el dominio de los dioses. La investigación no había dado ningún resultado; Tirand había colocado un veto sobre el tema prohibiendo ulteriores intentos, y Sen sospechaba que eso había provocado la pelea entre él y su hermana. Ahora, sin embargo, tenían que enfrentarse a la idea de que las conclusiones del Círculo podían haber sido equivocadas.