Se recostó en el camastro, con la mano descansando cuidadosamente sobre el pecho, los ojos de color avellana fríos e inexpresivos, y se tranquilizó esperando la arribada a tierra.
L
a fuerza del viento había aumentado desde media mañana, y cuando el breve día invernal comenzó a menguar, la Península de la Estrella se encontraba soportando el peso de una galerna septentrional con todas las de la ley. El viento ululaba entre las piedras del antiguo Castillo y rugía en cada una de las chimeneas del lado del mar. Los fuegos humeaban asfixiantes en los pisos superiores, obligando a sus ocupantes a apagar las llamas en sus hogares y retirarse al comedor, donde un sistema de cubiertas protegía el fuego en el gigantesco hogar. A media tarde llegaron la lluvia y el granizo procedentes del mar, en oleadas cegadoras empujadas por el viento, trayendo consigo un atardecer artificial y plomizo, con lo que los criados olvidaron toda pretensión de que entrara la luz diurna y se apresuraron a correr las cortinas de la sala para protegerse de los elementos.
Calvi Alacar se despertó de un sueño intranquilo y se encontró con que su dormitorio estaba lleno de humo y el fuego a punto de extinguirse por los chorros de siseante lluvia que la galena arrojaba chimenea abajo. El cuarto estaba tan en penumbra que pensó por un momento que debía ser de noche y se incorporó con un susto culpable. Sólo había tenido la intención de descansar una hora más o menos, después de la comida del mediodía, como le había sugerido Karuth. Había tantas cosas que hacer… ¿Qué pensarían de él Tirand y la Matriarca? Entonces vio el reloj sobre la mesilla de noche, escuchó el golpeteo del granizo contra su ventana y se dio cuenta de que, a pesar de las apariencias, era mucho más temprano de lo que se temía.
Sacó las piernas de la cama y se puso en pie. El dormitorio estaba tan lleno de humo como el bar de una taberna a media noche. Durante unos instantes venteó con los brazos de manera ineficaz la gris neblina; luego, a su pesar, abrió la ventana, apartando la cabeza cuando la lluvia se coló dentro y el granizo le golpeó el rostro. Dioses, ¡vaya día! Nunca se había acostumbrado a los inviernos septentrionales y nunca lo haría; en ocasiones como ésta echaba de menos la Isla de Verano y el cálido clima del sur…
Aquel pensamiento imprevisto expulsó los últimos restos de somnolencia con una brusca sacudida, al recordar que la Isla de Verano ya no era su hogar y que quizá no lo volvería a ser nunca. Temblando con algo más que frío, intentó distraerse contemplando los elementos desencadenados. No es que hubiera mucho que ver desde aquella ala del Castillo, salvo el interminable océano, y ésa era una vista desalentadora en aquellos momentos. Un cielo plomizo, un mar plomizo, lluvia, viento y…
Calvi se quedó rígido cuando, a lo lejos —o al menos eso le pareció, pues era imposible estar seguro con el borroso telón de fondo de la tormenta—, vio surgir del mar y hacia el cielo un brillante punto de luz, que trazó un arco y se apagó. Nacido en una isla, Calvi supo inmediatamente lo que debía de ser aquella luz, aunque iba contra toda lógica. Una bengala de socorro; señal de que, un barco estaba en apuros.
Se apartó de la ventana y corrió hasta un pesado cofre con cantoneras de metal que estaba contra una pared. Alzó la tapa y rebuscó entre la colección de pequeños efectos personales que contenía hasta sacar un catalejo pulido que su padre le había regalado hacía muchos años. De vuelta junto a la ventana, se llevó el catalejo al ojo y lo enfocó hacia el mar, pero al cabo de unos instantes se dio cuenta de que había sido demasiado optimista. La lluvia lo convertía todo en un telón gris sin rasgos; ni siquiera podía distinguir el océano del cielo, mucho menos enfocar el punto desde el que había partido la bengala. Frustrado, bajó de nuevo el catalejo y atisbo frenéticamente en la tormenta. ¿Era aquello, un contorno más pálido en medio del caos de las olas y de la lluvia que caía a cántaros, el brillo de una vela? No, eran imaginaciones suyas; nadie podía tener tan buena vista… Entonces, de repente, una segunda bengala se elevó en medio de la galerna y Calvi, presa de excitación, se mordió fuerte y dolorosamente el labio inferior. ¡Era un barco! En dirección nornoroeste, quizás a media milla de la costa. Dioses, no tenía ninguna probabilidad; sería arrastrado hacia las rocas…
Cogió de nuevo el catalejo, y precipitándose fuera de la habitación, corrió por el pasillo en dirección a la escalera principal. Cuando comenzaba a bajar los escalones, saltándolos de tres en tres, dos personas salieron al vestíbulo de abajo desde una puerta lateral y vio que, de forma providencial, una de ellas era Karuth.
—¡Karuth! —El grito de Calvi sonó agudo por la nerviosa urgencia—. ¡Karuth, hay un barco cerca de la costa! ¡Está en apuros!
Karuth se paró en seco.
—¿Qué? Calvi, ¿estás seguro?
—Está lanzando bengalas de socorro; las vi desde mi ventana.
—¡Yandros! —La imprecación no era muy apropiada en aquellos días, pero era difícil olvidar los viejos hábitos. Karuth se volvió apresuradamente a la joven que la acompañaba—. Liss, busca a Sanquar, rápido, y dile que se reúna aquí conmigo. Yo iré a buscar a Tirand. Calvi, será mejor que avises a Reyni, es el mayordomo jefe que está de servicio en estos momentos.
Agradecido por poder hacer algo más positivo que ser el mero portador de noticias desgraciadas, Calvi salió disparado en dirección al comedor, mientras que Karuth corría hacia el estudio de Tirand. En cuestión de minutos, un grupo de gente, con el Sumo Iniciado en el centro, convergía junto a las puertas principales. Se enviaron vigías a los baluartes, uno con el catalejo de Calvi, y Tirand y el mayordomo Reyni comenzaron a dar órdenes para poner en marcha una completa operación de rescate.
Calvi sabía que muchos de los adeptos y criados estaban entrenados para aquellas raras pero siempre posibles emergencias; una necesidad vital, porque aquella era una costa peligrosa, y el Castillo era el único asentamiento humano entre la bahía de Fanaan, al oeste, y los lejanos centros mineros de la Provincia Vacía, al este. Nunca había presenciado un rescate y menos aún participado directamente en uno, lo que hizo que se apoderara de él la peculiar y vertiginosa mezcla de miedo y excitación mientras se unía al grupo de socorro. Algunos criados corrían para colocar linternas en las ventanas del Castillo que miraban al norte, en tanto que, en los baluartes, otros luchaban contra los elementos en un esfuerzo por alimentar y encender las grandes hogueras de aviso que, aunque no habían sido usadas durante años, se mantenían siempre dispuestas. Karuth desapareció, pero regresó pronto, vestida con fuertes pantalones de piel y un abrigo también de piel con cinto; se trajeron más abrigos y pares de botas, incluyendo los de Calvi, quien, mientras metía los brazos en las mangas, escuchó con atención la rápida andanada de instrucciones.
—Bajaremos por la escalera. Es más lento, pero en estas condiciones es demasiado peligroso montar las poleas para bajar con cables por el macizo. Hay cuerdas y otros aparejos almacenados en la última bodega delante de la escalera, pero habrá que ir a buscar luces en los almacenes superiores. Coged linternas, nada de antorchas; no aguantan encendidas ni un momento en la galerna. Manteneos en el equipo que se os asigne y obedeced a los jefes sin rechistar y de forma inmediata. Y vigilad vuestra propia seguridad: ¡ya tenemos bastante como para encima guardar luto por héroes ahogados! ¿Hay alguien que no tenga claro lo que debe hacer? —Nadie habló—. Bien. ¡Entonces no perdamos más tiempo!
Tirand y la mitad de la gente reunida se dirigieron inmediatamente a la escalinata interior que llevaba a las enormes bodegas del Castillo, mientras Calvi y sus compañeros del grupo de Reyni se encaminaban a los almacenes a buscar linternas. Los siguientes minutos pasaron volando en la mente de Calvi; con tres linternas en una mano y tambaleándose bajo el peso de un montón de mantas —una ocurrencia adicional de Reyni— bajó corriendo con los demás la escalera y avanzó por desconocidos pasillos a oscuras. Cuando por fin se reunieron con el grupo de Tirand, no tenía ni idea de dónde se encontraba. Tirand y sus acompañantes iban cargados con rollos de pesadas cuerdas; algunos llevaban hachas, arreos, enormes escarpias de hierro que podían clavarse en la roca para formar montantes para una cuerda salvavidas; un hombre sostenía un lanzador con forma de ballesta y un montón de bengalas de señales de fósforo. Calvi entrevió otra vez a Karuth, que llevaba un acotillo en una mano y su bolsa de medicinas en la otra; a su lado estaba Sanquar con un montón de cuerdas y escarpias. Se encendieron apresuradamente las linternas, y cuando su luz acabó con la penumbra de las bodegas, el grupo se dirigió hacia la estrecha puerta que se encontraba al final del pasillo. El pulso de Calvi se aceleró cuando la puerta se abrió para revelar un vertiginoso y oscuro pozo de escalera, pero no tuvo tiempo de sentir el miedo claustrofóbico porque, llevado en el grupo de gente que se apresuraba, tuvo que agacharse para cruzar la puerta y se encontró en la escalera.
Las escaleras que subían por las cuatro torres del Castillo eran ya bastante impresionantes, pero no eran nada comparado con aquello. La escalera bajaba en espiral por el macizo mismo, excavada hacía un montón inimaginable de años a través de centenares de metros de roca viva, para ir a parar a una de las cavernas en la playa de guijarros, al pie del macizo. Calvi nunca se había atrevido a efectuar aquel descenso. Algunos estudiantes y unos cuantos de los adeptos más jóvenes solían ir a nadar en los meses de verano, pero él nunca había conseguido hacerse a la idea de bajar por allí, sabiendo que millones de toneladas de roca estaban sobre su cabeza. Ahora, aquel miedo informe lo inundó con un vértigo repentino, haciéndolo vacilar y casi perder el equilibrio. Una mano lo cogió desde atrás para tranquilizarlo y una voz que no reconoció le dijo algo confortante. Calvi inhaló profundamente el aire rancio y húmedo y siguió avanzando con decisión.
Los socorristas prosiguieron su rápido descenso, hasta que de pronto la atmósfera se hizo más fría y les llegó el sabor a sal y sintieron la primera bofetada del viento. Unos instantes después, la vanguardia del grupo llegó al final de la escalera y, cuando salieron de la cueva, la galerna los golpeó en una ululante embestida. Luchando contra el viento, con las ropas aleteando de forma enloquecedora y el cabello revuelto mientras alzaba un brazo para protegerse del granizo, Tirand gritó órdenes con voz estentórea mientras los demás, tropezando y dando tumbos, salían a la intemperie. A menos de veinte metros, el mar era un torbellino agitado y rugiente, con olas como montañas que avanzaban cual caballos desbocados, chocando en asesinas contracorrientes y golpeando la playa con un continuo y explosivo estruendo que ahogaba el ulular del viento. Hipnotizado momentáneamente por lo grandioso y terrorífico de todo aquello, Calvi se quedó contemplando la escena con la boca abierta, pensando que aquel intento de rescate resultaría vano, porque no había embarcación que pudiera sobrevivir a aquello. Debía de haberse hundido, no podía seguir allí afuera…
Saltó con violencia y, perdido el equilibrio por un momento, casi fue derribado por la galerna cuando, sin previo aviso, una deslumbrante luz blanca cobró vida a tan sólo unos metros de donde se encontraba. Recuperó el equilibrio, escuchó el crujir y chasquear del lanzabengalas y vio una estrella diminuta y brillante de fósforo ardiente que surcó el cielo y se alejó hacia el mar. El viento la atrapó y la desvió de su curso; se apagó y se lanzó una segunda señal, mientras en la ladera de guijarros, peligrosamente cerca de las olas, algunos hombres intentaban descubrir una bengala de respuesta del barco en apuros. Durante unos momentos no se vio nada y entonces…
—¡Allí! —aulló una voz, cuando del mar enfurecido surgió una estrella de respuesta.
Tirand, con el cabello empapado, hizo bocina con las manos, cubriéndose el rostro chorreante y mordido por la sal, y gritó al grupo principal que se refugiaba junto al acantilado.
—¡Debe de estar cerca! Separaos con esas linternas; ¡marcad los límites de la playa!
Le llegó otro grito desde la playa.
—¡Ahí está! ¡Ahí está!
Surgiendo entre las agitadas tinieblas, apareció una vela blanca. El barco —no, no era un barco, advirtió horrorizado Calvi, sino poco más que un bote con un único y frágil mástil— estaba a menos de treinta metros de la orilla, zarandeado por las enormes olas, empujado directamente contra una línea de rocas que se adentraban en el mar desde el pie del macizo. Desapareció por un momento cuando una ola enorme se alzó de improviso y lo ocultó de la vista; en la orilla, los observadores retrocedieron en busca de refugio al romper la ola donde ellos habían estado y, cuando la resaca retrocedió, el bote volvió a aparecer, con el costado orientado hacia las rocas y camino del desastre.
—¡Cuerdas! —gritó Tirand con toda la fuerza de que eran capaces sus pulmones—. Todos, ¡moveos!
Por un instante terrible, mientras todos los socorristas corrían a obedecer al Sumo Iniciado, Calvi vio el perfil de un hombre en la embarcación que se agitaba indefensa. Luchaba con la botavara, en un último y desesperado intento de controlar los jirones de la vela, y Calvi, de forma involuntaria, gritó:
—¡No, no! ¡No hay nada que hacer…, sálvate!
Fue un gesto inútil, porque su grito resultó inaudible en medio de los ensordecedores ruidos de la galerna y el mar; de pronto recuperó la razón, como si una de las olas que rompían lo hubiera alcanzado de pleno, y retrocedió por la playa para sumar sus fuerzas a las de sus compañeros que tiraban frenéticamente de las cuerdas. La escarpia de hierro ya estaba colocada y un adepto con la constitución de un herrero manejaba el acotillo de Karuth, hundiendo el metal en la roca con una fuerza que hacía temblar el suelo bajo sus pies. Se desenrollaron cuerdas y se sujetaron; entonces, incluso por encima del ruido de la tormenta, Calvi escuchó el terrible crujido del bote al chocar contra las rocas. Aunque sabía que iba a ocurrir, no pudo evitar gritar de horror; otros compañeros también gritaron y varios hombres se acercaron a la orilla, sin hacer caso de los gritos de advertencia de Reyni para que no arriesgaran la vida.
—¡Calvi! —Unas manos le lanzaron un cabo de cuerda y casi sin saber qué hacía, él también echó a correr hacia la playa, tendiendo al mismo tiempo la cuerda. Un hombre alto, un criado pensó, se apresuró a ir a su encuentro, cogió el extremo de la cuerda y comenzó a hacerlo girar por encima de su cabeza antes de arrojarlo en dirección a las rocas. Pero la galerna se apoderó de la cuerda en el aire y se la arrojó de vuelta; un segundo intento fue igualmente inútil. Calvi se volvió hacia el acantilado y gritó desesperado.