LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (40 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

La nieve había cesado de caer en algún momento durante la noche, y el gato salió a un patio silencioso, blanco y fantasmal. La nieve brillaba con un débil color nacarado al reflejar el cielo encapotado, y un frío intenso pesaba como una losa sobre el mundo. Al gato no le gustaba la nieve, por lo que se abrió camino con meticulosidad por la vía más corta hasta una repisa de ventana y desde allí a la red de saledizos y canalones que eran el reino indiscutible de los de su raza. Sabía por instinto dónde y cómo encontrar la habitación que buscaba, y corrió con ligereza por el laberinto, trepando cada vez más alto hasta llegar a una ventana en particular, entre las muchas que se abrían en el piso superior del Castillo.

El gato ignoraba que un poder mayor que la simple buena suerte jugaba su papel en aquella misión. Lo único que sabía era que alguien se había dejado la ventana sin cerrar y, como resultado, en los batientes se había abierto una rendija lo bastante ancha para que una zarpa pasara y empujara con suavidad hasta dejar la ventana abierta. En el interior había rejas, pero no eran un obstáculo para aquel cuerpo pequeño, delgado y ágil, y la criatura las atravesó y saltó en silencio al suelo de la habitación. Tras esperar unos segundos, inmóvil, a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad más profunda del interior, buscó el perfil de la cama y de su ocupante. No necesitó estudiar al hombre que dormía para saber que era a quien buscaba, y una intuición le dijo qué debía hacer.

El rostro de Strann era un óvalo más claro en el marco oscuro de su enmarañada cabellera. No había imaginado que le resultara posible dormir en su desgraciada situación, pero el agotamiento total había acabado por vencer todas las cargas combinadas del miedo, la preocupación y la inseguridad, y estaba profundamente inconsciente, más allá incluso del mundo de los sueños. Tan sólo el sonido suave y regular de su respiración y el ligero subir y bajar de la ropa de cama denotaban algunas señales de vida.

El gato saltó sobre la colcha y se quedó mirándolo durante unos instantes. Después caminó con mucho cuidado hasta la almohada y acercó su rostro al de Strann hasta que sus narices casi se tocaron. Cerró los ojos y espiró uniformemente una larga exhalación directamente a las fosas nasales de Strann. Éste murmuró algo en sueños, y su mano intacta se cerró y se abrió bajo las mantas como si intentara agarrar o sujetar algo. Con cuidado para no despertarlo, el gato retrocedió, se dio la vuelta, saltó al suelo y, sin más alteración que la que habría causado un céfiro, volvió a cruzar la ventana y salió a la noche.

Era mucha la gente que sucumbía a los resfriados invernales, de manera que cuando los guardianes de Strann informaron que su preso mostraba los primeros síntomas de fiebre, Sanquar se limitó a añadir otro nombre a la larga lista de enfermos que debían ser atendidos y no le dio mayor importancia.

Karuth llegó tarde a la enfermería y, tras una rápida y aguda mirada a su rostro tenso, su piel pálida y de aspecto enfermizo y los ojos ojerosos, Sanquar le dijo con firmeza que él se encargaría de realizar las visitas matutinas. Karuth no discutió, lo que aumentó las sospechas de su ayudante de que sería una de las próximas víctimas de la fiebre, y Sanquar se pasó las siguientes tres horas haciendo la ronda, tomando el pulso y administrando antipiréticos y reconstituyentes. En una mañana como aquélla, Strann era sencillamente un paciente más. Sanquar confirmó que, en efecto, tenía los primeros síntomas de fiebre; le administró un preparado de hierbas diluido en una copa de vino, observó cómo se lo tomaba y, tras dar una suave reprimenda a los guardianes por haberse dejado abierta la ventana con un tiempo tan inclemente, se marchó a atender a su siguiente paciente. Cuando se cerró la puerta y giró la llave, Strann se hundió en la almohada y contempló los postes de la cama. Tenía la sensación de que debía conocer al hombre que acababa de visitarlo; un tenue recuerdo le decía que se habían visto con anterioridad, pero ahora no lograba recordar dónde o cuándo o en qué circunstancias. Estaba seguro de que uno de los guardianes había dicho que el hombre —¿Yandros?; no, desde luego ése no era su nombre— era un médico. ¿Para qué necesitaba un médico? ¿Algo iba mal en su mente, o era en su cuerpo? Hacía unos minutos había intentado levantarse, pero parecía que las fuerzas habían abandonado sus piernas. Estúpido vago. El día estaba ya casi en su mitad y tenía tantas cosas que hacer…

De repente, los postes de la cama parecieron moverse por propia voluntad, acercándose y haciéndose borrosos, y Strann cerró los ojos para evitar aquel efecto desconcertante. Antes —sí, debía de haber sido antes, pues recordaba que acababa de amanecer— se había acercado a la ventana y había visto un halcón mensajero con un rollo de pergamino atado a su pata que abandonaba el patio; un ave hermosa, con un plumaje de colores cálidos que resaltaba contra la interminable monocromía que la nieve había impuesto al mundo. Se había preguntado adonde iría y si llegaría sano y salvo a su destino, y justo cuando ese pensamiento cruzaba su mente, algo le había sucedido, algo que hizo que los guardianes entraran corriendo. Sí, ahora lo recordaba: sus piernas se habían doblado, y los guardianes lo encontraron sentado en el suelo, temblando como si tuviera fiebre intermitente. Creyeron que era eso, la fiebre, pero Strann sabía que no; sabía qué lo había derribado, qué había visto en aquella misma habitación y que tanto lo había impresionado. Había sido el halcón… no, un halcón que no era el mensajero, porque tenía la cabeza de un gato gris y le maullaba sonora y urgentemente. Intentó decírselo a los guardianes, pero se limitaron a recogerlo y llevarlo de vuelta a la cama; entonces volvió a dormirse, y después vino el médico.

Ojalá recordara dónde había visto antes a aquel médico. El problema era que, a menos que pudiera recordarlo, no sabría si podía confiar o no su mensaje a aquel hombre, y era esencial que el mensaje llegara a los oídos adecuados. No al Sumo Iniciado, quien de ningún modo lo escucharía, pues era demasiado pomposo y terco; Strann había intentado hablar antes con él, pero se había limitado a darle la espalda para comenzar a tocar el dueto de la epopeya
Equilibrio
con su hermana. Su hermana. ¿Cómo se llamaba? Vamos, la conocía bien, ¿no era verdad? Muy bien. Muy bien. Sonrió para sus adentros con lascivia, pero la sonrisa se cortó cuando recordó que el nombre de la hermana del Sumo Iniciado no era Kiszi, ni tampoco Yya. ¿Cyllan? ¡No! Dioses, ¡Cyllan no! Comenzó a sudar. ¿Por qué le daba miedo aquel nombre? Era sólo un nombre, otro nombre de una chica bonita o una mujer encantadora, o…

Se sintió mareado. Poco bien le haría eso; no había comido nada desde… la provincia de Han ¿o desde la de Perspectiva? Su escolta no paraba de tentarlo con bocados exquisitos, pero sabía qué pretendían y no caería en la trampa. ¿Comerse su propia mano? Nunca. Nunca. Estaba orgulloso de su mano, porque contenía el secreto de su música.

De pronto, al tener aquel pensamiento se incorporó en el lecho. ¿Dónde estaba su manzón? Se lo habrían quitado mientras dormía, porque seguro que lo había dejado allí, a los pies de la cama, donde pudiera verlo al despertar. Arrojando a un lado las mantas, Strann se arrastró al extremo de la cama. Por un instante, casi vio el manzón, medio escondido entre las mantas caídas; pero cuando fue a cogerlo, desapareció y él quedó tendido boca abajo sobre la colcha.

A su espalda una voz dijo:

—Strann.

Se volvió de un salto. Alguien yacía en la cama, en el sitio que él ocupaba unos instantes antes. Una cabellera rubia resplandecía en la luz fría y apagada de la mañana, y en un rostro de huesos finos, los ojos estrechos cambiaban de color, del plata al verde, al ámbar, al escarlata, al negro. Una mano delgada le hizo un gesto y en el corazón de la figura comenzó a palpitar una luz, con ritmo lento, hipnótico, pulsante. Luz…, una estrella de siete puntas… y la voz, musical y meliflua, pero con un tono oculto malévolo, dijo:

—Escúchame, Strann. Escucha y recuerda…

Strann comenzó a gritar.

Sanquar cerró la puerta y se volvió al más veterano de los dos guardianes.

—Broen, no conozco ni me importan los motivos de la orden del Sumo Iniciado. Te estoy diciendo que ésta es una emergencia médica ¡y que es necesaria la presencia de la médico adepto Karuth! Ese hombre delira; maldición, está desvariando. No se trata de una fiebre corriente; es algo que sobrepasa mi experiencia y mi capacidad e insisto en llamar a mi superior. ¡No sabemos si se trata del comienzo de una nueva epidemia! Ahora, por favor, haz lo que te pido ¡y que vayan enseguida a buscar a Karuth!

Alarmado por tanto estrépito en alguien normalmente tan callado como era Sanquar, Broen cedió y fueron a buscar a Karuth. Llegó, con bastante mejor aspecto que el que tenía antes y, desechando con amabilidad las disculpas de Sanquar por molestarla y sus solícitas preguntas acerca de su salud, entró en la habitación de Strann.

—¡Dioses! —Echó un vistazo desde el umbral a la figura de pálido rostro que yacía en la cama y cruzó la habitación en tres zancadas. Sanquar, igualmente horrorizado, la siguió.

—Por Aeoris, Karuth, ¿qué le ha ocurrido? ¡No estaba tan mal cuando te mandé recado! Deliraba y sudaba como si la fiebre hubiera alcanzado una crisis, pero esto… —Señaló el rostro de Strann—. Mira esas manchas en la cara. ¡Hace diez minutos no estaban!

Karuth le lanzó una mirada alarmada; luego cogió la mano izquierda yerta de Strann y le tomó el pulso.

—Apenas lo noto. ¡Trae la redoma de reavivación de mi bolsa, rápido!

Sanquar obedeció. Karuth desenroscó el tapón de la redoma, separó los blanquecinos labios de Strann y dejó que tres gotas del líquido cayeran sobre su lengua. Ambos médicos observaron con atención, mientras Karuth contaba los segundos en silencio. Había llegado a ciento nueve cuando el cuerpo de Strann sufrió una convulsa sacudida y de su garganta surgió un sonido ahogado.

Karuth exhaló un suspiro de alivio e hizo un gesto a Sanquar.

—Ha funcionado. Incorpóralo, es posible que se ahogue con su propia saliva. Prepararé un calmante, y después lo examinaremos con más detenimiento.

Estaba dosificando una tintura de hierbas en una copa, cuando Sanquar habló con un tono extraño de voz:

—Karuth…, esas manchas… están desapareciendo.

—¿Qué? —Se giró y ella misma vio el fenómeno—. ¡Dioses!

—Nunca vi nada igual —confesó Sanquar mientras ella se acercaba de nuevo a la cama—. Karuth, ¿qué es esta fiebre?

—No lo sé, pero espero que no se extienda. —Karuth dejó la copa y alzó uno de los párpados de Strann. El ojo estaba tan inyectado de sangre que el blanco era casi carmesí, pero como había observado Sanquar, las manchas purpúreas de la piel del rostro de Strann estaban desapareciendo a ojos vistas.

De repente, los párpados de Strann se movieron. Karuth retiró la mano con celeridad, y con un esfuerzo, Strann abrió los ojos sin ayuda y le dirigió a ella —o a algo— una sonrisa estúpida.

—Un gato. —dijo con voz arrastrada—. Un gato, y tenía alas. Te lo dije, pero no querías escucharme.

—¡Strann! —Karuth le cogió la mano buena e intentó que el contacto físico persuadiera a su confuso entendimiento de forjar un lazo con la realidad—. Strann, soy Karuth. Karuth. ¿Me entiendes?

—Karuth. —Pero no hacía más que repetir el nombre; para él no significaba nada.

—Strann, escúchame. Estás enfermo, con fiebre, y necesitas…

—Oh, no, no, no. —Movió la cabeza rápidamente de un lado a otro—. No, no estoy enfermo. Me maullaba, ¿sabes?; pero entonces no entendí qué quería decirme. Ahora lo sé. Ahora lo sé, porque me lo dijo. Él estaba aquí, tumbado, y él era yo y yo era él, sólo durante un momento… —Una risita aguda cortó las palabras—. Él era yo y yo era él. Nunca pensé que viviría para contar esa historia.

Karuth lanzó un suspiro. No diría nada comprensible hasta que pasara el delirio; lo único que podía hacer era terminar de preparar la infusión e intentar convencerlo de que se la tomara. Cogió de nuevo la copa y se inclinó sobre la cama.

—Karuth.

La mirada de Strann se había centrado en ella con total intensidad, y los ojos que miraban desde su rostro no eran humanos.

—Oh, dioses… —musitó ella.

Sanquar alzó la cabeza. No había visto nada.

—¿Qué ocurre?

—Karuth.

No era la voz de Strann. Nunca antes había escuchado aquella voz, pero la intuición surgió de lo más profundo de su subconsciente y le reveló, sin lugar a dudas, qué le sucedía a Strann.

—Sanquar, sal de la habitación —dijo con brusquedad.

—¿Qué? Karuth, ¿estás…?

—Vete —lo urgió, moderando el tono de voz con gran esfuerzo, y se volvió para mirarlo—. Por favor, no discutas conmigo, Sanquar; sé lo que hago. Espera fuera, y no dejes que nadie más entre sin mi permiso.

Él movió la cabeza.

—Lo que tú digas. Pero si necesitas ayuda…

—Te llamaré, lo prometo. —Miró por encima del hombro hasta que Sanquar salió de la habitación y cerró la puerta; luego se agachó junto a la cama y volvió a coger la mano de Strann—. ¡Strann! —susurró con premura—. Strann, ¿qué es lo que quieres decirme?

Strann había cerrado nuevamente los ojos y respiraba de un modo regular. Parecía estar dormido, y Karuth no supo qué hacer. Despertarlo podía ser peligroso si sus sospechas resultaban fundadas, pero al mismo tiempo no se atrevía a dejar pasar mucho tiempo, pues la preocupación de Sanquar y las sospechas de los guardianes podrían hacerlos regresar a la habitación desobedeciendo sus órdenes.

De pronto, los dedos de Strann se movieron entre sus manos. Sorprendida, le miró la mano y luego otra vez el rostro; y vio los ojos inhumanos, cambiando de color a cada momento, que la miraban con calma.

—Mi señor Yandros… —A duras penas consiguió articular las palabras; sentía la garganta contraída, y todo el cuerpo comenzó a temblarle.

—Cuidado, Karuth. —La serena voz era como plata fundida, hermosa, pero inquietante—. No es bueno pronunciar mi nombre en voz alta entre estos muros.

Karuth apretó los dientes.

—Perdonadme, por favor.

—No, no; tu descuido me halaga —dijo la voz con cierto tono de diversión—. Pero te hablaré con rapidez y una sola vez, no vaya a ser que nuestro mutuo amigo se percate de que no todo es como él cree que debería ser. —Los ojos de Strann cambiaron a color plateado—. Es indispensable que vayas al Salón de Mármol. No necesitarás la llave, pues de eso nos ocuparemos nosotros, pero debes encontrar la manera de llegar hasta allí sin alertar a nadie acerca de tus intenciones. Ailind vigila, y conocerá tus pensamientos si no pones el máximo cuidado. Sin embargo, una vez que llegues al Salón, nada tendrás que temer de él; en ese lugar estarás fuera del alcance de su influencia. Debes realizar cierto rito, una ceremonia sencilla que no se ha usado y que ha permanecido olvidada durante siglos. Todavía existe el documento que la recoge, y lo encontrarás entre los manuscritos más antiguos de la biblioteca. Busca el
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. Ésa será nuestra aprobación. ¿Me comprendes, Karuth?

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