Por fin recuperó el habla.
—Entonces vos… —Tragó saliva—. Vos sois el que…
Los brillantes ojos de Tarod se concentraron en su rostro; y aunque puede que estuviera engañándose, Karuth creyó ver una tenue aprobación en lo más hondo de su mirada.
—¿Así que hay quien todavía se acuerda? —dijo Tarod—. Sí, soy el hermano de Yandros, el que se encarnó en forma humana antes del tiempo del Cambio.
Calvi emitió un sonido ahogado e involuntario, y el color desapareció de sus mejillas.
—¡Oh, no! —exclamó—. No… Karuth… Karuth, ¿qué has hecho? —Se volvió hacia ella en frenética súplica—. ¡Hazlo regresar! Los lazos con el Caos se han roto; no puedes desobedecer al Círculo, no puedes desobedecer al señor Ailind…
—¿Ailind? —El tono de voz de Tarod cambió, y la repentina malevolencia en su voz dejó la frase de Calvi a medio terminar. Despacio, casi con descuido, Tarod comenzó a andar hacia él. Los ojos de Calvi se desorbitaron de miedo e intentó retroceder nuevamente, pero el señor del Caos hizo un pequeño gesto con una mano y el joven se quedó tieso, incapaz de moverse.
—Alto Margrave —dijo Tarod—, creo que hay uno o dos malentendidos que tú y yo debemos aclarar antes de que digas más tonterías. Ailind, o el señor Ailind, si así te gusta llamarlo, no tiene ningún poder sobre mí, y menos poder del que quiere creer que tiene sobre vosotros. Por mucho que desee que sea de otra manera, los principios del Equilibrio que nosotros los del Caos impusimos hace cien años no pueden ser derribados por el capricho de un diosecillo arrogante o —miró con fijeza a Karuth— para encajar con los prejuicios de los seguidores de ese diosecillo. Así como el Sumo Iniciado decidió abrir el camino a los señores del Orden cuando el Círculo estaba en apuros, Karuth ha decidido tomar el camino opuesto e invocar al Caos.
Calvi no podía moverse, pero sí hablar. Con más valor del que Karuth hubiera supuesto en él, tartamudeó:
—Pero ella no tiene derecho…
—Al contrario, tiene todo el derecho. Como adepto de alto nivel del Círculo, cuenta con la sanción de los dioses.
Aquello hizo callar a Calvi; y por el terror muy real que comenzaba a asomar en su mirada, Karuth supo que sólo ahora, tras su bravata, empezaba a darse cuenta de con qué clase de ser estaba tratando.
Tarod se paró ante el joven y le miró. Calvi cerró los ojos.
—Eres joven e inexperto, Calvi —dijo Tarod con bastante suavidad—, pero no creo que seas estúpido. Desde luego no eres tan estúpido como para enredarte en un asunto que sólo concierne al Círculo y a sus dioses. ¿Te juzgo mal?
La mandíbula de Calvi temblaba, pero todavía se resistía a acobardarse del todo.
—Tengo una responsabilidad… —respondió con los labios apretados.
—Para con los habitantes de este mundo mortal, que ven en ti a su gobernante seglar. Pero no para con Tirand Lin, ni el Círculo, ni con los señores del Orden. Ahora —tocó levemente la frente de Calvi con una mano—, sal de este Salón. Nada tienes que hacer aquí y deseo hablar con Karuth a solas. —Sus verdes ojos se entrecerraron cuando Calvi pareció estar a punto de protestar—. No pongas a prueba mi paciencia, mi joven amigo, o tendré que enseñarte la verdadera naturaleza de mi poder.
Una vez más, Tarod movió ligeramente los dedos. Calvi se quedó con la boca abierta y su rostro adquirió un color fantasmal; sus ojos, a punto de salirse de las órbitas, miraron a través de la oscura figura de Tarod y más allá, centrándose en algo invisible para Karuth.
—No… —Su voz sonó penetrante e incoherente, mientras le caía la saliva por las comisuras de la boca—. ¡No, por favor, eso no, por favor, no…!
Tarod pestañeó, y Calvi giró sobre sí mismo, como si una mano enorme e invisible le hubiera soltado un tremendo bofetón. Procedente del otro lado del Salón se oyó un débil sonido, y la puerta de plata se abrió.
—Déjanos —ordenó Tarod en voz baja.
Calvi emitió un sonido que parecía un sollozo de locura y huyó. Karuth, al verlo marchar y al escuchar la puerta cerrarse tras él, sintió una confusa mezcla de emociones. Seguía enfadada con Calvi porque, por muy buenas que fueran sus intenciones, había querido meterse en sus asuntos, y su ira se veía alimentada por el convencimiento de lo cerca que había estado de echar a perder aquello por lo que Karuth tanto había arriesgado. Pero al mismo tiempo lo compadecía. No sabía, ni quería saber, qué visión le había mostrado Tarod en aquel momento; pero ahora, al mirar de reojo el impasible rostro del señor del Caos, quien también observaba la partida de Calvi, sintió un estremecimiento helado en su interior al comprender que sólo su aterrorizada rendición le había evitado al joven algo mucho peor.
De pronto, Tarod volvió la cabeza.
—No te preocupes por él, Karuth. No sufrirá un daño duradero.
Ella se puso pálida y Tarod se rió.
—Y no temas: no estoy leyendo cada pensamiento perdido que pasa por tu cabeza. Aunque Ailind quisiera hacerte creer otra cosa, no tenemos, ni desearíamos tener, una visión interior tan extrema de las mentes humanas. Pero somos tan capaces como cualquier persona de ver lo evidente, y tu cariño por el joven Alto Margrave es muy transparente.
Ella siguió mirando la puerta de plata.
—Si fuera a buscar a mi hermano…
—No lo hará. Correrá a refugiarse en su habitación y permanecerá en ella un buen rato. Tiene demasiado miedo de volver a molestarme, y está demasiado confundido respecto a lo que verdaderamente piensa o cree. Además, aun cuando fuera a contarle chismes a Tirand, nada conseguiría, porque estará dando la alarma demasiado tarde. —Sonrió—. Te damos las gracias por ello, Karuth. Has demostrado gran valor, y ésa es una cualidad que el Caos aprecia.
Karuth bajó por fin la mirada y contempló el suelo. Resultaba difícil creer que no estaba soñando, que no iba a despertarse de un momento a otro para encontrarse en su cama en el frío oscuro de la madrugada. Conversar con un dios… Pero ni siquiera era eso, porque ya había pasado antes por aquella amarga experiencia. No, era el mismo Tarod quien la desorientaba. Era tan distinto de Ailind del Orden… Le hablaba como si fuera una igual, incluso una amiga. Y a pesar de lo que le había hecho a Calvi, la pequeña demostración de poder que debería haberla aterrorizado, no le daba miedo en la forma en que lo hacía Ailind. Entonces recordó lo que Strann había dicho de su encuentro con Yandros y se preguntó si no era ésa la clave. ¿No sería que los señores del Caos, como indicaba su nombre, obtenían un perverso placer en invertir todas las convenciones y expectativas de los humanos y, por lo tanto, aquello era ni más ni menos que lo que podría haber esperado?
Incapaz de responder a la pregunta, dijo en voz baja:
—Gracias, mi señor. Pero si he de ser sincera, debo confesar que ni siquiera sé qué he hecho.
La suave y delicada risa de Tarod agitó resonancias en la niebla.
—No, supongo que no lo sabes —contestó—. El Castillo tiene muchas propiedades que los adeptos han olvidado o que nunca descubrieron, y el ritual que usaste esta noche para abrir el camino es uno entre la legión de sortilegios que el Círculo desconoce, aunque fueron algo corriente entre los hechiceros del lejano pasado. —Le dio la espalda y comenzó a andar hacia el mosaico negro—. Te diré lo que has hecho esta noche, Karuth. Abriste la puerta de un antiguo camino en desuso entre vuestro mundo y el dominio del Caos. Es una senda muy antigua, anterior a cualquier hito en vuestra historia, porque fue forjada con estos mismos cimientos cuando se creó este Castillo hace miles de años. El Salón de Mármol se construyó a su alrededor como portal, y aunque hay muchos otros caminos por los que podemos viajar entre nuestro mundo y el vuestro, éste es, de lejos, el más potente. Lo llamamos la Puerta del Caos.
—La Puerta del Caos… —Las palabras resonaron en el Salón de forma extraña cuando Karuth las repitió pensativa—. Nunca oí nada parecido, mi señor.
—No, ni lo ha oído ningún mortal desde hace generaciones. Durante muchos siglos utilizamos la Puerta, hasta que fue cerrada. Cómo y por qué sucedió eso es asunto que no te incumbe, pero el camino fue sellado y se arregló el asunto de manera que el sello sólo pudiera ser roto por nuestros siervos mortales y no por nosotros. —Torció los labios un poco—. Sin embargo, el tiempo suele hacer que se pierda la memoria humana, y no pasó mucho tiempo antes de que nuestros siervos olvidaran no sólo el sortilegio que abría la puerta otra vez, sino incluso que existía tal camino. Ahora, no obstante, la has sacado de su letargo y al hacerlo has colocado en nuestras manos un arma antigua y valiosa. —Giró sobre los talones y la miró—. Un arma que necesitamos utilizar con urgencia.
—¿Contra la usurpadora?
—Sí. Y no sólo por vuestro bien. También por el nuestro.
—Ah… —dijo Karuth.
La expresión de Tarod se tornó severa.
—Sí, conoces nuestra difícil situación, ¿no es así? Y gracias a Strann, el
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, también la conocen nuestros enemigos en el reino del Orden.
Karuth asintió tristemente.
—Pero ¿cómo lo iba a saber Strann, mi señor? Lo engañaron, no se dio cuenta de quién era Ailind…
La interrumpió, rechazando su argumento con gesto impaciente.
—Si Strann fue víctima de un engaño o sencillamente fue imprudente no tiene importancia. Lo que importa es el hecho de que cometió un gran error por el que puede que ahora tengamos que pagar un precio terrible.
—No comprendo.
—¿No? —dijo Tarod con un tono irritado—. ¿No se te ha ocurrido a ti sola? ¿No te has dado cuenta de lo que Ailind y sus escrofulosos compañeros de camada quieren hacer? No, ya veo que no. Eres muy ingenua, Karuth.
De pronto comprendió, y su rostro quedó paralizado de horror.
—Oh, pero…
—¿Sí?
—¿Los señores del Orden quieren que Ygorla cumpla su amenaza? ¿Quieren destruir la gema?
—Claro. Porque si lo consiguen, destruirán el Equilibrio y obtendrán el poder para gobernar vuestro mundo de forma indiscutible.
Se quedó estupefacta.
—¡No pueden! ¡Seguro que no quieren ver el Equilibrio derribado!
Él soltó una risita despreciativa.
—Precisamente eso es lo que quieren y lo que siempre han querido. Olvidas vuestra propia historia, Karuth. Los señores del Orden no escogieron el Equilibrio; se lo impusimos, ¡y nunca, nunca se han sometido a él de buena gana! —Se volvió a mirar las estatuas, pero Karuth sospechó que no las veía realmente, y un aura negra cobró vida alrededor de su cuerpo—. Hay que parar a Ailind y a su maestro titiritero, Aeoris. Y deben volver a aprender la lección… ¡esta vez más a fondo!
La miró de repente, y Karuth retrocedió al ver el veneno que ardía en su mirada. En un instante, todas sus suposiciones, todas sus conclusiones acerca del Caos y sus señores, desaparecieron. Se había permitido contemplar a aquel ser casi como si fuera humano; ahora supo que eso era una locura. Puede que en una ocasión Tarod adoptara forma mortal en el mundo, pero era tan humano como los elementales que acechaban en sus peores pesadillas, y era mil veces más peligroso que nada que pudieran conjurar aquellas pesadillas. Se había quitado la máscara y la había hecho pedazos, y lo que ahora tenía delante Karuth, con los ojos ardientes de color esmeralda, el cabello negro y el rostro salvaje y sombrío, era una encarnación del infierno.
—Nos has abierto el portal, Karuth —dijo Tarod, y su voz hizo que a Karuth se le estremecieran de terror los huesos—. Has invocado la ley del Equilibrio y nos has permitido entrar en tu mundo sin romper el pacto que hicimos con tus antepasados hace casi un siglo. Ahora que estoy aquí, no me iré hasta que este conflicto haya sido resuelto. Pero ¿y tú? ¿Tienes la fuerza para llegar hasta el final de lo que has iniciado? ¿Tienes el valor para caminar junto al Caos y abrazar su causa como si fuera tuya?
A Karuth le temblaba todo el cuerpo. No podía impedirlo; los espasmos se habían apoderado de ella y la sacudían como si fuera presa de una fiebre más violenta que cuantas había visto. No podía contestarle. No le surgían las palabras y su mente era un torbellino de terror y confusión. ¡No podía afrontar aquello! Era humana y no tenía ni verdadero poder ni verdadero coraje; antes ya había sido cobarde, y probablemente la cobardía la haría fracasar otra vez. No podía estar a la altura de lo que Tarod le pedía.
De su garganta brotó un sonido tembloroso, azogado y roto, y se cubrió el rostro con ambas manos. De pronto, unos dedos delgados le tocaron el hombro y dio un respingo como si hubiera sido atravesada por una flecha. Luego alzó la mirada.
Tarod la contemplaba. El aura oscura y la imagen demoníaca habían desaparecido; sólo sus verdes ojos seguían brillando con un fuego sobrenatural.
—No exijo tu respuesta ahora, Karuth —dijo—. Sabemos cuáles son tus debilidades, como también conocíamos las de Strann. No esperamos de ningún mortal más que aquello que ese mortal sea capaz de darnos.
No esperó a que ella respondiera —en el caso de que hubiera sido capaz de hacerlo—, sino que se dirigió hacia la puerta de plata. Karuth lo observó alejarse, un espectro negro alrededor del que se enroscaba y resplandecía la niebla. Desapareció, y se quedó sola en el Salón de Mármol.
«Oh, dioses —pensó desesperada—, ¿qué voy a hacer?» Por un instante, y a fuerza de la costumbre, estuvo a punto de enviar una silenciosa súplica a Yandros; luego, cuando se dio cuenta a tiempo de su error, soltó una risa seca y rota que provocó ecos disonantes entre las columnas. Cuando la risa se extinguió, hipó, se pasó el dorso de la mano por la boca… y se quedó inmóvil, con la mirada fija en las siete estatuas.
El Orden y el Caos. Las deidades del mundo de los mortales, impresionantes en el poder que ostentaban. Se había enfrentado a un señor del Orden y se había enfrentado a un señor del Caos, y ambos la habían aterrorizado. Ailind, arrogante, rudo e implacable. Tarod, más amable pero caprichoso y peligroso de una manera que rozaba la locura. Aun así…
Miró el rostro esculpido de Yandros sonriente. Luego a Aeoris, indistinguible de sus hermanos. «¿Es que ya no te arrodillas ante tus dioses, Karuth Piadar?» Al recordar las palabras llenas de desprecio de Ailind, se mordió con fuerza el labio inferior. «Si me desafías, te atendrás a las consecuencias. No toleraré desobediencias. Se te tolera.»
La ira regresó, la ira conocida, amarga, impotente, y su intensidad la asombró. «Se te tolera.» Tolerancia de un amo inflexible, de alguien que quería destruir para siempre el Equilibrio y restaurar la supremacía del Orden. La furia de Karuth alcanzó nuevas cotas y pensó: «Mejor la locura que eso». Mejor la locura que había visto en los ojos de Tarod, la locura del Caos desencadenado, que vivir bajo el yugo idiotizante de la desconfianza y el odio que el Orden sentía hacia todos quienes se atrevían a ir en su contra. No podía aceptar semejante perspectiva. Era intolerable.