Y, a su espalda, una voz que denotaba alarma exclamó:
—¡Karuth! ¿Qué estás haciendo?
Karuth se volvió rápidamente. A través de la agitada niebla se le acercaba Calvi. Lo cogió del brazo cuando llegó a su lado, clavándole con fuerza las uñas. La impresión y la ira dieron a su voz un tono furioso.
—¿Qué crees que estás haciendo? ¡No puedes entrar en el Salón de Mármol sin el permiso del Círculo!
Calvi se soltó con un brusco movimiento.
—¡Y tú tampoco! —replicó—. Lo sé. Tirand me lo dijo. —Sus azules ojos la miraban duramente, y tenía las mejillas arreboladas—. Quiero saber qué estás haciendo, Karuth. ¡Dímelo!
—No es asunto tuyo —contestó ella en tono sibilante—. Vete, Calvi, no intentes interferir en esto. ¡Déjame en paz!
—¡No lo haré! Karuth, escúchame. No intento interferir; sólo quiero ayudarte. Planeas algo, ¿verdad? Algo que va en contra de las órdenes de Tirand. Intentas desafiar al señor Ailind…
—¡Maldito sea Ailind! —Las despectivas palabras salieron involuntariamente de su boca, pero a Karuth le importaba un comino la prudencia.
—¡No puedes decir eso! —Calvi le cogió los brazos y la sacudió con ansiedad—. Te lo ruego, Karuth, ¡por tu propio bien, no seas estúpida! No puedes desobedecer a un dios. No está bien; ¡es una blasfemia! ¡Pones en peligro tu vida!
Ella lo miró con ojos cargados de peligro.
—Suéltame, Calvi. No te lo diré dos veces.
Él la soltó, pero no retrocedió.
—Ven conmigo, Karuth —insistió—. Salgamos de aquí. Sea lo que fuere, no puede traernos más que daño. Y eso no es lo que deseas, ¿verdad?
Era tan ingenuo, pensó Karuth, tan cargado de buenas intenciones y tan genuinamente preocupado por ella… Deseaba golpearlo, arañarle las mejillas y marcarle el rostro, aplastar su ciega fe en Ailind, en Tirand, en el Círculo y en todo lo que representaban. Con un gran esfuerzo logró reprimir esos deseos y con ello el impulso de desafiar la lógica, contarle todo y reírse delante de su horrorizado rostro.
—Calvi —dijo, con voz que le temblaba por el esfuerzo de no perder los estribos—, el porqué de mi presencia aquí y lo que pretendo hacer es sólo asunto mío y de nadie más. Ni tuyo, ni de Tirand y, desde luego, tampoco de Ailind. Te lo diré una vez más: vete. No te metas en asuntos que no puedes comprender ni de lejos.
—Oh, sí que comprendo. Y no me das miedo, Karuth. Puede que seas una hechicera y una adepto de alto rango, pero también has sido mi buena amiga durante demasiados años para que ahora uno de los dos eche todo eso a rodar. Te lo pido otra vez: ¿no quieres salir conmigo de este lugar y olvidar incluso que esto ha ocurrido antes de que sea demasiado tarde?
El rostro de Karuth parecía de granito, y Calvi se dio cuenta de que si hubiera tenido el poder para hacerlo, lo habría fulminado allí mismo.
—No —contestó ella—. No lo haré.
Él retrocedió.
—Entonces debo ir a buscar a Tirand. Lo siento, Karuth… pero no me dejas otra opción. —Y dándose la vuelta, echó a correr en dirección a la puerta de plata.
—¡Calvi, no!
Karuth intentó agarrarlo, pero se le escapó; gritó de nuevo su nombre y salió tras él. Tenía que detenerlo; si escapaba, si daba la alarma, ¡todo estaría perdido!
—¡Calvi! —No podía alcanzarlo; era demasiado rápido, demasiado ligero… Ya casi había llegado a la puerta y en unos momentos la atravesaría y estaría fuera. Su voz se alzó con furia casi histérica—. ¡No, Calvi, maldito seas, vuelve!
Calvi se precipitó hacia la puerta. Estaba a cinco pasos, tres, uno…
Y con un estruendo como si una montaña se viniera abajo, la puerta se cerró ante sus narices.
—¡No! —Calvi cogió el pomo, tiró de él, lo giró, golpeó con el puño la lisa superficie de la puerta—. ¡No! ¡Abre! Que Ailind me ayude, que Aeoris me ayude, ¡abrid!
Karuth se paró a diez pasos de él.
—No se abrirá, Calvi —dijo, comprendiendo lo ocurrido—. No puedes hacer nada.
Él se dio la vuelta. El color había desaparecido de su rostro y parecía enfermo.
—Tú hiciste eso… Karuth, en el nombre de los dioses, por favor…, abre la puerta, déjame salir. ¡No nos pongas a todos en peligro!
Karuth le sonrió, una sonrisa extraña, maliciosa. Evitado el peligro, su furia había desaparecido. Sentía que Calvi tuviera que ser testigo involuntario de lo que estaba a punto de hacer, pero la cosa no tenía remedio. Él se lo había buscado.
—Yo no cerré la puerta —repuso con suavidad—. Algo más tiene el control de este lugar, algo mucho más poderoso que nada que pueda invocar un simple adepto del Círculo. Pero ese poder sabe que yo no podía dejarte ir en busca de Tirand, y desde luego tampoco de Ailind. Lo siento, Calvi, pero debes quedarte aquí y llegar al final de esto conmigo. Ninguno de los dos tiene opción en este asunto ahora.
Calvi la miró. Nunca había visto así a Karuth y supo intuitivamente que nada podía hacer para que cediera o para que no llevara a cabo sus propósitos. Podía ser físicamente más fuerte que ella —aunque eso era algo que nunca había sido puesto a prueba—, pero fuera lo que fuese lo que ahora la poseía, era algo que no podía combatirse con medios físicos. Estaba atrapado. Indefenso.
Karuth le dio la espalda y echó a andar lenta y decididamente hacia el mosaico negro. Calvi se cubrió la cara con las manos y susurró:
—¡Aeoris, ayúdame! ¡Aeoris, ayúdanos a todos!
—E
scuchadme, oh príncipes. Escuchadme, creadores y contendientes, Señores de la Vida y de la Muerte, Señores del Aire y de la Tierra y del Fuego y del Agua y del Tiempo y del Espacio. Soy parte vuestra, pero no lo soy; soy carne, pero también soy espíritu; y hablo con la sanción otorgada a las legiones que antes que yo han estado en este lugar y han caminado antes que yo por este camino.
El suelo temblaba bajo sus pies. Si era ilusión o realidad, Karuth no lo sabía, y había perdido toda capacidad para preocuparse. A su alrededor, las neblinas del Salón de Mármol giraban como una niebla que surgiera del mar, y sus suaves colores se iban oscureciendo ominosamente hasta adquirir tonalidades infernales de púrpura, de verde y de gris. Su mente volaba; con la débil chispa que todavía brillaba en el mundo de la realidad física supo que en algún lugar, junto a las grandes estatuas, Calvi permanecía encogido y lleno de terror. Pero Calvi no era nada, ya no importaba. El rito se había apoderado de ella y estaba inmersa en él.
—Me presento ante vosotros en este lugar, y camino hacia vosotros por esta vía. —Su voz resonó en el Salón de Mármol, y la neblina cantó con un centenar de ecos sobrenaturales—. El camino es largo, pero el camino es antiguo y es la vía de poder. He sido elegida y estoy dispuesta. Con los pies que son mi carne piso entre las dimensiones, y pronunciaré la Vía. Con la mano que es mi carne cruzaré el abismo, y pronunciaré la Vía. Con los ojos que son las ventanas de mi alma miro desde un mundo al otro, y pronunciaré la Vía.
Sintió un enorme latido rítmico, como si un gigantesco corazón palpitara bajo los cimientos del Castillo, y todo su cuerpo comenzó a estremecerse. Cerró los ojos y echó hacia atrás la cabeza; la cabellera suelta cayó como agua oscura hasta su cintura, y su voz tronó poderosa y extasiada.
—¡Se rompen las cerraduras del tiempo y las rejas del espacio quedan reducidas a cenizas! Venid, creadores; ¡caminaré junto a vosotros por la Vía, os alcanzaré en la Vía y os contemplaré en la Vía! ¡Igual que fue en los días anteriores a mí, así volverá a ser! Escuchadme…, escuchadme, ¡y que el sello se rompa!
Aspiró con un sonido que fue como el silbido de un centenar de serpientes; entonces, con terrible control, terrible calma, extendió los brazos, la mirada perdida en el infinito. En un tono tan bajo que las palabras apenas resultaron audibles, pronunció las palabras finales del rito:
—Digo la Vía. Y la Vía está abierta.
Se escuchó un sonido que iba más allá del sonido. Surgió de lo más profundo de su alma, y atravesó arrasador su psique y su conciencia como un monstruoso martillazo. En algún lugar, en otra dimensión, Karuth lanzó un grito de dolor, sorpresa y triunfo a la vez, y bajo sus pies el círculo negro se abrió a un vórtice de vacío total. Un rayo de luz negra surgió a través del vórtice, un rayo de energía pura rugiente que estalló en el Salón de Mármol mientras el poder chisporroteaba en sus arterias y casi le paraba el corazón. Sintió que caía, hundiéndose en un universo de relámpagos y estrellas que giraban; el vórtice se aproximaba a ella, abriéndose más y más…
De pronto se encontró de pie en el centro del círculo negro; a su alrededor, el Salón de Mármol permanecía silencioso y tranquilo.
Karuth parpadeó. Fue un movimiento involuntario. La escena que tenía ante sí desapareció por un instante y luego regresó. La tenue neblina, las columñas, las imponentes estatuas; nada había cambiado. Todo era normal.
Se vio sacudida por un gran escalofrío. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había hecho? Recordó… Pero no, el recuerdo se había perdido como si una mano sobrenatural hubiera pasado por su mente, borrándolo. Entonces pensó en Calvi y dirigió una rápida mirada a las estatuas. Allí estaba, agachado junto al pedestal central con las figuras gemelas de Yandros y Aeoris que descollaban sobre su cabeza. Sus miradas se encontraron. Él parecía un poco desconcertado.
—Calvi… —Encontrar su voz fue una extraña experiencia; era casi como si hubiera olvidado el habla y tuviera que hacer un esfuerzo consciente para volver a hablar—. ¿Qué ha ocurrido?
La piel en torno a los ojos de Calvi se tensó, y él movió la cabeza.
—No ha pasado nada, Karuth.
—Pero el ritual…
—Escuché las palabras. Te observé. Pero no pasó nada.
Se mordió el puño cerrado. ¿No habría cometido un terrible error? El ritual era muy sencillo; ¿quizás en ello estribaba el error? Tal vez había pasado por alto algún detalle pequeño pero esencial…
El sonido de los pasos de Calvi en el suelo de mármol hizo que alzara de nuevo la vista, y vio que él se le acercaba lenta y cautelosamente. Parecía tranquilo, pero en sus ojos había una expresión precavida, la expresión de un hombre que intenta acercarse a un animal desconocido, impredecible y posiblemente peligroso. Se detuvo en el borde del círculo y habló con tono lisonjero.
—Karuth, creo que deberíamos irnos. Si la puerta se abre ahora, creo que deberíamos salir de este lugar. —Vaciló; luego alargó el brazo y tocó el de Karuth con una mano titubeante—. No sé qué estabas intentando hacer, pero creo que los dos debemos estar de acuerdo en que…, bueno, que no resultó como tú esperabas. Lo siento por ti, pero también me alegro. ¿Vendrás conmigo?
Karuth salió del círculo. Se sentía mareada, como si no hubiera dormido durante dos días o más. No tenía fuerza ni energía, y reconoció de pronto que quería marcharse, porque, si no lo hacía, la desilusión y la desesperación saldrían a flote en cualquier momento y no podría soportarlo.
—Sí —respondió con débil voz—. Te acompañaré.
Calvi exhaló un largo suspiro de alivio.
—No diré nada —afirmó—. Nadie tiene por qué saberlo. Confía en mí, Karuth.
Ella abrió la boca para intentar darle las gracias, aunque fuera con derrotismo y tristeza, pero se detuvo cuando vio que la expresión de Calvi cambiaba.
—Calvi, ¿qué ocurre? ¿Qué es lo que pasa?
Él no respondió. Movía la boca en silencio y tenía los ojos fijos, casi desorbitados, en algún punto detrás de Karuth. Ella se volvió.
Por encima del círculo del suelo de mosaico se había materializado un haz de oscura radiación. En él bailaban partículas resplandecientes, que subían hacia el techo como agua que discurriera a una velocidad imposible, y Karuth sintió que una fuerza increíble tiraba de su mente, empujándola hacia el haz.
—¡Karuth, no lo hagas! —Calvi la sujetó cuando intentó acudir a la llamada de la luz negra. Karuth luchó, pero él no la soltó, y la arrastró hacia atrás, y así forcejearon en silencio. Entonces, de pronto, Karuth se llevó las dos manos a la cabeza y gritó. Se oyó un ruido —más tarde, Calvi fue incapaz de describirlo; sólo pudo decir que parecía el estruendo rugiente y agobiante de las enormes cadenas que controlaban la puerta principal del Castillo, pero mil veces más ominoso— y por un instante la imagen de una gran puerta negra se vislumbró dentro del haz de luz. Luego tanto la puerta como la luz desaparecieron.
Se escuchó un agudo crujido procedente de la más alejada de las estatuas.
—¡Aeoris! —Calvi dio un salto hacia atrás, soltó a Karuth e instintivamente hizo ante su rostro el gesto de los dioses, con los dedos separados. Karuth permaneció totalmente inmóvil. Sus ojos intentaban distinguir algo entre la niebla, intentaban verificar si la advertencia que su sexto sentido le había enviado era cierta o un espejismo enloquecedor y extraño…
La niebla tembló y la oscuridad enturbió la silueta de la estatua, oscureciéndola. Cuando se despejó, alguien estaba junto a su pedestal. Unos ojos de felino, que brillaban como esmeraldas, contemplaron a los dos seres humanos cogidos de la mano, que lo miraban con perpleja incredulidad; y en un marco de cabellos negros rizados y despeinados, unos labios delgados en un rostro aquilino sonrieron. Una mano de largos dedos se estiró en un gesto lleno de elegancia, y una voz impregnada de poder dijo:
—Saludos, Karuth. El Caos está en deuda contigo.
Karuth no podía hablar. Calvi la tenía cogida de la mano con tal fuerza que los dedos comenzaban a dormírsele, y cuando trató de soltarse, sólo consiguió que apretara más fuerte. La figura de cabellos negros, vestida de negro, giró la cabeza para contemplar al joven y la sonrisa apareció de nuevo.
—Nada hay que temer, Alto Margrave. No tengo ningún motivo para desear haceros daño.
Calvi soltó a Karuth bruscamente y retrocedió con rapidez un par de pasos. Con voz temblorosa, consiguió decir:
—¿Qui… quién sois vos?
—Mi nombre es Tarod.
Karuth sintió que el corazón se le encogía. Calvi no podía saberlo, y para el caso tampoco podían saberlo la mayoría de los adeptos del Círculo, pero ella había escuchado aquel nombre antes. Más de veinte años antes había sido pronunciado por un hombre agonizante en una silenciosa habitación; de todos los que habían sido testigos de las últimas palabras de Keridil Toln, sólo ella y Tirand quedaban con vida, y nunca habían hablado de lo que oyeron.