LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (33 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

El aire frío le despejó la cabeza un tanto, pero también la dejó helada hasta el tuétano. Cerró la ventana y regresó al centro de la habitación, frotándose la parte superior de los brazos; cogió de nuevo la copa y la vació, más como gesto de desafío que por otro motivo. Pero ¿desafío a quién? ¿A Ailind? No; si eso hubiera sido cierto, habría salido de la habitación y se habría dirigido hacia el ala este, donde sin duda él estaba urdiendo sus planes —de los que hasta el momento había dicho sorprendentemente poco— y le habría dicho que no iba a bailar al son que él tocara. Pero no lo haría, porque por mucho que quisiera creer otra cosa, le temía tanto como le temían Tirand, Calvi y Shaill. Si estaba desafiando a alguien o algo, reconoció Karuth con tristeza, era a su propia conciencia, por cobardía.

Cogió la botella de vino y vio que estaba vacía. Sin saber si mostrarse aliviada o decepcionada, colocó la botella y la copa junto a la comida que no había tocado y, cubriéndolo todo con el mantelillo, lo quitó de en medio para que por la mañana un criado se lo llevara. Sentía los párpados pesados y todavía veía la habitación con la distorsionada perspectiva de la embriaguez; lo único razonable, al menos eso parecía, era cerrar la mente a aquel terrible día y esperar que la mañana trajera alguna mejora.

Sintiéndose demasiado cansada y desanimada para hacer sus preparativos acostumbrados, se limitó a apagar el fuego antes de quitarse la túnica y meterse en la cama en ropa interior. La habitación daba vueltas más allá de sus párpados cerrados, pero al cabo de un rato el cansancio se impuso a sus vacilantes sentidos y se quedó dormida.

Aquella noche soñó que Calvi llamaba a su puerta para que atendiera una emergencia médica. Ella corría por los pasillos desiertos del Castillo en pos de la silueta extrañamente fantasmal de Calvi, sin poder alcanzarla, hasta llegar a la enfermería, donde el cadáver de la madre de Ygorla Morys, muerta hacía mucho tiempo, se incorporaba de un lecho manchado de sangre y abría los ojos para revelar dos esferas de bronce sólido y resplandeciente y decía con la voz de Tirand: «¿Es que ya no te arrodillas delante de tus dioses, Karuth Piadar?» Junto al cadáver se encontraba Carnon Imbro, quien le apuntaba con el dedo y le decía que repitiera los nombres de los antipiréticos por orden de potencia o que entregara la vida…, entregara la vida…, entregara la vida. Karuth huía de la enfermería y corría por interminables pasillos a oscuras hasta que muy lejos, por un largo corredor que se ondulaba y que cada vez se hacía más estrecho, veía un resplandor de luz que le indicaba que casi había llegado al Salón de Mármol; y allí, ante la puerta de plata, se encontraba el viejo Sumo Iniciado de cuando era niña, Keridil Toln, que le sonreía y le hacía gestos de que se acercara. Una voz gritaba en su mente:
No, no es Keridil; es otro, alguien malvado
, y ella intentaba detener su carrera, pero sus pies seguían moviéndose. El dedo continuaba haciéndole el gesto de que se acercara, y una sombra negra y mortífera salía de los pies de Keridil y se iba extendiendo por el suelo en dirección a ella.

Y al mismo tiempo, como un enloquecido contrapunto musical, una voz sin cuerpo pero terriblemente familiar, aunque no podía decir a quién pertenecía, se reía de ella…, se reía de ella…, se reía de ella.

Capítulo XVII

L
a primera nevada intensa del invierno comenzó nueve días después. Las nubes se habían ido amontonando en el norte, luego se acercaron lentamente desde el mar, y en la tarde del octavo día los fuertes vientos costeros amainaron y la atmósfera adquirió una extraña calma. Al anochecer, el cielo encapotado era casi incoloro, a excepción de una ligera franja de tenue color entre púrpura y rosado, y poco después de medianoche comenzó la lenta y silenciosa nevada.

Por la mañana, la Península de la Estrella se había transformado. Los picos de los acantilados estaban cubiertos de nieve, que contrastaba de manera chocante con las paredes verticales de roca negra y con el mar gris plomizo, y las montañas de la Tierra Alta del Oeste, al sur del macizo del Castillo, eran fantasmas blancos e indefinidos, entrevistos a través de los velos de la nieve. La Matriarca, que se despertó antes incluso que los criados del Castillo, rompió la costra de hielo del lavamanos de su habitación, contempló luego el amanecer descolorido y desolado a través de su ventana enmarcada en escarcha y sonrió con ironía para sus adentros. A menos que el enviado del usurpador tuviera alas, no llegaría ahora al Castillo ninguna procesión. Una vez que comenzaban las nevadas, los desfiladeros se volvían intransitables en cuestión de horas, y sólo un loco intentaría atravesarlos. Con un sentido innato de la caridad, incluso para con los enemigos, esperó que el embajador no hubiera cometido el error de intentar correr más que la meteorología sólo para verse atrapado en los desfiladeros. No deseaba a nadie semejante suerte.

Ocupada en sus preparativos para el día que empezaba, no vio la pequeña turbulencia en el aire, el aleteo de alas blancas insustanciales que, procedente de las montañas, atravesó el puente de piedra que unía el macizo del Castillo con el continente. Pero otros ojos sí lo vieron, y cuando el elemental del aire pasó por encima de la muralla exterior y descendió al patio desierto, una figura salió de las puertas principales y bajó los escalones para ir a su encuentro.

Insensible al frío, Ailind sólo vestía una fina camisa de seda y pantalones, y la nieve que caía no lo tocaba. Alzó un brazo en gesto imperativo, y el elemental voló hasta su mano y emitió una dulce nota cantarína; Ailind asintió y dijo en voz baja:

—Lo has hecho bien, pequeño siervo. Puedes irte —y un arco iris de colores brilló brevemente en el aire a su alrededor cuando la criatura desapareció.

Se volvió y contempló el Castillo. En la ventana del estudio de Tirand se veía una luz. Perfecto; si el Sumo Iniciado ya estaba levantado, no sería necesario despertar la curiosidad enviando un criado para que lo sacara de la cama. Ailind subió con rapidez los escalones, atravesó la sala principal y llegó ante la puerta de Tirand. No llamó, sino que alzó el picaporte y entró, cogiendo por sorpresa a Tirand, que estaba agachado junto al hogar intentando que el recalcitrante fuego prendiera.

Tirand se incorporó, recuperó rápidamente la compostura e hizo una reverencia.

—Buenos días, mi señor. —Estuvo a punto de añadir: «Espero que hayáis dormido bien», pero recordó que Ailind no dormía.

—Sumo Iniciado —Ailind cerró la puerta y no malgastó el tiempo en preámbulos—, será mejor que dispongáis la bienvenida. El enviado de la hechicera estará ante las puertas del Castillo dentro de dos horas.

Tirand se quedó mirándolo sorprendido.

—¿Hoy? Pero ¡si la nieve debe de haber cerrado los pasos de las montañas!

—Quizá para una caravana humana. Pero el elemental que envié para vigilar me ha informado que nuestro visitante no viaja por medios tan ortodoxos. —El señor del Orden paseó la vista por la habitación—. Dile a tu mayordomo que vaya en busca del Alto Margrave y la Matriarca. Quiero hablar brevemente con ellos antes de que avises a los adeptos superiores.

—Mi mayordomo está en la cama con un resfriado invernal, mi señor; por eso me veo obligado a encender la chimenea personalmente. Yo mismo iré en busca de Calvi y de Shaill, si tenéis a bien esperarme.

—Sí, sí, pero no pierdas el tiempo.

Tirand volvió a hacer una reverencia y salió apresuradamente. Cuando la puerta se cerró, Ailind contempló la habitación, que mostraba señales de desorden, y luego la chimenea y el renuente fuego que amenazaba con apagarse. Sus ojos, de un dorado con tonos pardos, se entrecerraron ligeramente y el combustible de la chimenea cobró vida; se alzaron las llamas y volaron chispas chimenea arriba. El dios atravesó la habitación hasta el sillón de Tirand; con gesto quisquilloso pasó la mano para quitar una fina película de polvo, y se sentó a esperar.

Strann sabía que su primera visión de la Península de la Estrella y de la fortaleza del Círculo debería haber sido una experiencia pasmosa; pero mientras permanecía a lomos de su montura y, a través de la nieve que caía arremolinada, contemplaba la majestuosa vista que se extendía a los pies de las montañas, no sintió nada más que un dolor frío y apagado en el alma. Después de todo lo que había tenido que pasar durante aquel viaje, ni siquiera aquello tenía el poder de emocionarlo.

La criatura sobre la que montaba se movió inquieta, y Strann la sujetó con un tirón innecesariamente brusco de las riendas. Había llegado a odiarla, y ni siquiera era capaz de mirarla, a menos que las circunstancias lo obligaran a ello. Habría preferido montar cualquier rocín asmático de lomo hundido, pero de carne y hueso, aunque se hubiera desplomado con él en el desfiladero y le hubiera ocasionado la muerte, antes que estar encadenado a aquel monstruo incansable, creado por Ygorla, para el que ningún obstáculo material parecía ser impedimento. Y en cuanto a sus acompañantes… Su boca dibujó una sonrisa sin ninguna alegría ante lo inapropiado de la palabra. Demonios, elementales; no sabía lo que eran y apenas les había dirigido la palabra, ni ellos a él, desde que habían desembarcado de la negra nave en el puerto de Shu-Nhadek ante la horrorizada mirada de sus habitantes.

Sin pensarlo, intentó apretar la mano derecha protegida por el guantelete púrpura, antes de recordar que los nervios habían sido cortados y estaban muertos, y que ya no podía controlar los muñones en que se habían convertido sus dedos. Los recuerdos se iban agolpando en su memoria como una jauría de terribles sabuesos que se acercara a su presa, recuerdos de cosas que había visto y cosas que había oído y que había sentido a medida que el grupo avanzaba a través de las provincias en dirección norte: aldeas donde elementales deformes patrullaban las calles de día y se alimentaban de los incautos cuando caía la noche; pueblos donde la milicia había desaparecido de la noche a la mañana y donde los siervos de Ygorla tiranizaban al populacho aterrorizado; toques de queda, devastación, destrucción, salvajismo… Y él había cabalgado en silencio, en medio de todo aquello, mientras su escolta abría el camino igual que un campesino segaría el maíz. Un desfile triunfal del embajador de la emperatriz y su monstruosa escolta personal: ¿cuántos cientos, cuantos miles de rostros angustiados y tensos habían contemplado a Strann
el Chaquetero
, sir Rata, mientras pasaba con altivez? Y no había podido decir nada, hacer nada, ni para ayudarlos ni para disculparse. Lo único que tenía era aquella rabia que ardía en su interior, la rabia que no podía desfogarse, pero que nunca lo abandonaba.

Sus compañeros aguardaban. Sintió el calor de sus miradas en la espalda, mientras su montura seguía agitándose nerviosa. La nieve caía copiosa e incesante en el aire sin viento, empapando su capa y su capucha, que se le pegaban pesadamente al cuerpo.

Ante él se alzaba su meta, el Castillo, negro e impresionante, sin ninguna muestra de actividad, a excepción de los pocos hilillos de humo que subían en medio de la nevada. Quizás aquellas grandes puertas nunca se abriesen para dejarlo entrar o, si lo hacían, tal vez las cruzara para encontrarse con la punta de una espada que acabara con su vida sin mediar palabra. Pero en aquel momento, cansado, helado y asqueado hasta lo más hondo del alma, a Strann no le importaba. Fuera cual fuese el destino que le aguardara en la Península de la Estrella, al menos sería limpio.

Dio un golpecito con la mano izquierda intacta y sintió el grácil movimiento de los anormales músculos, al que ahora ya se había acostumbrado, cuando su montura comenzó a descender por la suave pendiente. La escolta lo siguió en silencio, sin dejar huellas en la nieve. Llegaron a los mojones gemelos de piedras que señalaban el paso al puente de roca, y de nuevo se pararon. Seguía sin verse reacción alguna en el Castillo. Strann sacó los pies de los estribos y desmontó. Echó a un lado las riendas, lanzó un duro aviso a su montura para que no lo siguiera, y se acercó al borde del precipicio.

Podía saltar, caer con los copos de nieve, y en cuestión de segundos todo acabaría para siempre. Yandros no podía cogerlo en el aire antes de que se estrellara contra el mar y las rocas allá abajo, y entonces Ygorla y sus legiones, y todos los demonios y dioses de aquel dominio y de cualquier otro, podrían hacer lo que quisieran, que a él ya le daría lo mismo. Pero la idea no era más que una bravata; Strann sabía que no daría semejante paso desde aquel vertiginoso borde, de la misma manera que no se cortaría el gaznate. El suicidio requería una determinación mayor de la que él poseía; y, además, todavía no había alcanzado ese punto extremo en que sólo se desea la muerte.

Pero sí quería librarse de sus cadenas. Se apartó del precipicio y se encaró con su escolta, entrecerró los ojos para que no lo molestara la nieve que se arremolinaba ante su rostro y se esforzó en mirarlos directamente.

—Volved —ordenó, poniendo toda la autoridad de que fue capaz en su tono de voz, al tiempo que señalaba hacia el sur—. Vuestro papel en esto ha terminado, y ahora debo continuar solo. Regresad junto a…, junto a vuestra emperatriz e informadle que he alcanzado mi destino sano y salvo.

El jefe de la escolta tenía ojos blancos y huecos, pero no nariz ni boca; uno de sus compañeros, sin labios ni dientes pero capaz de emitir sonidos, respondió por él con voz inexpresiva.

—No tenemos tal orden de la emperatriz. Sin una orden, debemos permanecer.

—¡Yo os estoy dando la orden! —Strann alzó su mano destrozada, mostrando el símbolo de Ygorla bordado en el guante que llevaba puesto—. ¿Qué es esto, el sello de vuestra emperatriz o el garabato de un niño? Soy su enviado, y os lo ordeno en su nombre. Vuestra presencia aquí podría poner en peligro mi misión, y si eso sucediera, tendríais que enfrentaros a la ira de la emperatriz. ¿Es eso lo que queréis? No, ya pensaba que no. ¡Volved a la Isla Blanca!

Vacilaron, pero Strann los había calibrado bien. No eran verdaderamente inteligentes; habían sido creados sólo para obedecer, y sin directrices claras de la propia Ygorla —y la amenaza añadida de provocar su disgusto—, se vieron obligados por fin a obedecer la orden de Strann. Éste esperó mientras, con enloquecedora lentitud, descargaban su equipaje y lo depositaban a su lado; luego Strann repitió con aspereza la orden y los observó dar la vuelta y alejarse, llevándose con ellos a su montura. Cuando las estribaciones de las montañas los hubieron ocultado de su vista, Strann volvió a mirar al Castillo. No hizo caso de las bolsas que sus guardias habían depositado con tanto cuidado a sus pies. No quería ni las sedas ni los lazos de Ygorla; no quería nada que lo mancillara con su influencia; y de haber sido mejor el tiempo, habría estado tentado de quitarse las ropas que llevaba para dirigirse desnudo a las puertas del Castillo. La única cosa que deseaba, su manzón, no estaba allí. Ella se lo había quedado, naturalmente. Aunque de poco podía servirle ahora…

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