—¡Tirand, no sirve de nada! ¡El viento es demasiado fuerte!
Hubo gran agitación junto al puntal, y enseguida un joven adepto de pelo negro se les acercó corriendo. Antes de que el joven llegara a su altura, Calvi tuvo tiempo de observar que iba descalzo y que había cambiado su pesado abrigo por un arnés.
—Ata esto, ¡y, por Aeoris, asegúrate de que esté bien sujeto! —Los ojos del adepto mostraban una mezcla de miedo y determinación. Calvi, con los dedos entumecidos por el frío y la humedad, ató la cuerda al arnés con un resistente nudo de marinero. Otros se les habían unido, y ahora Tirand tenía el catalejo de Calvi y oteaba las rocas con ansiedad.
—¡Lo veo! A este lado del arrecife; todavía resiste, ¡pero no podrá aguantar más de un minuto! —Varias manos cogieron la cuerda, y el adepto con el arnés corrió hacia el mar y, tras dudar un instante, se lanzó a las agitadas aguas. Una ola rompió sobre su cabeza en un revoltijo de espuma; pronto reapareció, nadando con energía en dirección al arrecife.
Tirand se volvió para gritar instrucciones a quienes habían ocupado posiciones a lo largo de la cuerda salvavidas.
—Soltad cuerda despacio; ¡no tenséis tanto! Si veis que empieza a ser arrastrado, ¡gritad!
Calvi intentó ver en medio del granizo y la espuma, ladeando la cabeza cada pocos segundos para sacudir el agua de su cabello y ojos, mientras trataba de no perder de vista al nadador a través de los cegadores velos de la lluvia. No veía al solitario marinero, pero Tirand y varios más sí, y no cesaban de dar gritos de ánimo al adepto. Entonces, de improviso, Calvi atisbo el mástil roto, con trozos de vela blanca, que se alzó contra el perfil oscuro de las rocas, y momentos después los hurras lucharon con el rugido del mar cuando el adepto levantó un brazo y señaló hacia la orilla.
—¡Lo tiene! —Las manos de Tirand apretaron con tal fuerza la cuerda que sus nudillos se pusieron blancos—. Todos juntos, ¡tirad!
Clavaron los talones en los guijarros y tiraron de la cuerda. Echando un vistazo por encima del hombro, Calvi vio una docena de personas junto a la cuerda además de él y de Tirand, entre los que se encontraban Reyni, Karuth, Sanquar y el poderoso adepto que había clavado el puntal. Ahora luchaban contra la corriente y necesitaban todas sus fuerzas para vencer el poder del mar; comenzaron un rítmico canto para tirar al unísono, y Calvi balanceó el cuerpo al son poniendo todo su peso en cada tirón. El cabo le quemaba las manos desnudas, despellejándolo al retorcerse y sacudirse, pero apenas lo notó; lo único importante era traer a la orilla al adepto y su carga sanos y salvos. Ahora veía la oscura cabeza del nadador, y junto a ella otra que parecía de un blanco deslumbrante en contraste. Cada vez estaban más cerca, más cerca; de pronto se encontraron debatiéndose en los bajíos, y Calvi soltó la cuerda y corrió playa abajo, con otras tres personas, para sacar al adepto y su carga del mar.
El adepto cayó de rodillas sobre los guijarros, se dobló y escupió agua. Sanquar corrió a atenderlo y cubrió su tembloroso cuerpo con una manta, mientras Calvi y Tirand alzaban al marinero inconsciente y lo llevaban playa arriba. Karuth corrió a su encuentro y los guió hasta la boca de la caverna, donde quedaron a resguardo por fin de la lluvia, aunque no del viento, y depositaron al hombre boca abajo pero con la cabeza girada a un lado.
—Está vivo, pero no respira —Karuth se arrodilló deprisa junto al marinero y le apretó con gesto experto la caja torácica. De su boca surgió agua de mar, y Karuth comenzó a realizar los movimientos firmes y concentrados de la respiración artificial. Calvi, cansado y aturdido después del esfuerzo tirando del cabo, contempló al hombre con curiosidad y un ligero desconcierto. Era un desconocido, de cabellos blancos pero con un rostro paradójicamente joven. No llevaba más que una sencilla camisa de lino y pantalones; había sido una locura con un tiempo semejante, pensó Calvi perplejo. ¿De dónde podía haber venido? ¿Y quién podría ser, en nombre de los dioses?
Tirand, al ponerle una mano sobre el brazo, lo sacó de su aturdida ensoñación.
—No hay nada que podamos hacer por él de momento. Preparémonos para subir; no quiero que nadie permanezca aquí más de lo necesario.
Calvi asintió sin decir nada y lo siguió hasta las fauces de la galerna. Los siguientes minutos —podían haber sido diez, veinte, no sabría decirlo— transcurrieron como una pesadilla agitada pero ligeramente irreal, mientras los socorristas gastaban la poca energía que les quedaba en recoger el equipo y subir de vuelta al Castillo. El adepto que se había lanzado al mar ya se había adelantado junto a Sanquar; poco después, Karuth anunció que el extranjero rescatado volvía a respirar, aunque seguía inconsciente, y por fin, con alivio, dejaron atrás la playa gris y batida por la tormenta.
De vuelta al calor y al refugio, el contraste de la tranquila atmósfera del Castillo con el estrépito de los elementos hizo que a los socorristas que regresaban les zumbaran los oídos. Tirand y Calvi llevaron al marinero inconsciente a la enfermería de Karuth. Pasada la emergencia y en la habitación bien iluminada, Calvi tuvo tiempo de examinar con más detenimiento el aspecto del desconocido y, aunque no pudo explicárselo, algo en aquel hombre lo inquietó. Se alegró cuando Karuth hizo que él y Tirand salieran de la habitación, y en el pasillo no pudo reprimir un estremecimiento.
Tirand, que lo advirtió, dijo:
—¿Te encuentras bien, Calvi?
—Sí…, sí, gracias. Es sólo… una reacción, creo. —Se esforzó en sonreír y esperó que fuera convincente—. Y el frío.
Tirand le dio una palmada en el hombro.
—Todos estaremos más calientes con ropa seca y sentados junto al fuego en el salón principal. Vamos, ya hemos hecho bastante por hoy.
Karuth se quitó las ropas húmedas y se puso una túnica amplia con cinto, se secó brevemente el cabello y volvió al lecho donde descansaba el marinero desconocido, que ahora respiraba con tranquilidad, pero no daba muestras de recuperar el conocimiento. Mirándolo, se preguntó primero qué clase de locura podía haber guiado a cualquiera para zarpar en un bote en medio de una galerna septentrional de invierno, y segundo, quién podría ser y de dónde vendría. Habría apostado cualquier cosa a que no era un habitante de la Tierra Alta del Oeste; y aunque los cabellos claros eran característicos de la Provincia Vacía y de las Grandes Llanuras Orientales, tenía la complexión demasiado ligera y era demasiado alto para ser nativo de alguna de aquellas dos provincias. Además, aquel cabello… Era verdadera e inconfundiblemente blanco, a pesar de que no parecía ser mayor que ella. Si no hubiera sido por el pigmento normal de su rostro, pensó, podría haber sido tomado por albino. De hecho, era un enigma.
Se dirigió a la alacena, la abrió y sacó una selección de hierbas para preparar una infusión reconstituyente para cuando despertara su paciente. Estaba pesando raíz en polvo cuando algo en su psique disparó bruscamente una señal de alarma. Se giró, y la impresión le arrebató la fuerza de los dedos, cayendo la botella que sostenían.
Una resplandeciente aura dorada había surgido alrededor del cuerpo yacente del desconocido. Karuth la miró con ojos desorbitados y la boca abierta. Entonces, tranquilamente y en silencio, como un durmiente que saliera de un sueño agradable, el hombre abrió los ojos.
Karuth se llevó una mano a la boca para no dar un grito cuando vio que dos orbes dorados, sin pupila ni iris, centraban la mirada en el techo. El hombre se volvió, y ella sintió que un enorme poder inundaba toda la habitación. Entonces la extraordinaria mirada se clavó en ella y el desconocido se incorporó y sentó en el lecho.
—Karuth Piadar. —Era una afirmación, no una pregunta; la conocía, y, a pesar de todo su adiestramiento de adepto, Karuth sintió que la abandonaban las fuerzas.
—¿Quién sois? —siseó las palabras entre dientes apretados. El desconocido esbozó una sonrisa extrañamente remota, apartó las mantas que lo cubrían y se levantó.
—¿Es que ya no te arrodillas delante de tus dioses, Karuth Piadar? —dijo con exquisita amabilidad.
La boca de Karuth sufrió un violento espasmo; entonces, bruscamente, giró sobre sí misma, cogió el picaporte de la puerta y la abrió. Un iniciado de primer rango, un chico de unos quince años, iba por el pasillo hacia el comedor; chocó con él y le agarró el brazo.
—¡Ve a buscar al Sumo Iniciado! En nombre de todos los dioses, ¡corre!
Perplejo, pero reaccionando por instinto ante su autoridad, el chico salió corriendo. Por pura casualidad, encontró a Tirand al final del pasillo, y su mensaje, dado a trompicones, hizo que el Sumo Iniciado llegara a todo correr. Vio a Karuth ante la puerta y exclamó:
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
No fue capaz de responderle, sólo pudo hacer un gesto hacia el interior de la habitación. Tirand pasó junto a ella… y se paró en seco cuando vio la figura junto al lecho.
—¿Qué…? —La pregunta no acabó de salir de su boca, porque su cerebro había detectado el aura, los ojos. La figura volvió a sonreír, esta vez con algo más de calor.
—Sumo Iniciado, ruego que me disculpéis por la forma poco ortodoxa en que he llegado aquí, pero creímos que era imperativo que no se despertaran sospechas funestas. Nos invocasteis, y hemos respondido. —Extendió una mano en un grácil gesto—. Soy Ailind, hermano de Aeoris.
Tirand comenzó a temblar mientras la mirada dorada se clavaba en sus ojos. Entonces, al tiempo que la verdad también se hacía evidente para Karuth, dobló una rodilla e inclinó la cabeza con reverencia. Con la voz ahogada por la impresión, la alegría y el asombro, susurró:
—Mi señor…, ¡sois mil veces bienvenido!
T
irand esperó a que se acallaran los pocos murmullos aislados y que la sala del Consejo quedara en silencio. Entonces se puso en pie.
—Compañeros adeptos y amigos, ya conocéis todos los detalles del más reciente mensaje de la usurpadora. En circunstancias normales pediría ahora a los miembros del Consejo que ofrecieran sus propuestas para la posible respuesta del Círculo, antes de tomar una decisión definitiva. Sin embargo, las circunstancias actuales no son normales, y además nos encontramos con la situación sin precedentes de albergar al Alto Margrave y a la Matriarca dentro de nuestros muros. —Hizo gestos sucesivos en dirección a Calvi y a Shaill, quienes lo flanqueaban en el estrado—. Ya hemos acordado que mientras dure esta emergencia la autoridad del Consejo de Adeptos será sustituida por la del triunvirato; pero ahora propongo llevar las cosas un poco más lejos. —Tirand hizo una pausa—. Creo, y estoy seguro de que todos estaréis de acuerdo conmigo, que hasta nuevo aviso sería mejor para nuestros intereses eliminar nuestra tradición de debate y discusión y permitir que la autoridad del triunvirato sea absoluta, sin que tenga que consultar al Consejo.
Los adeptos reunidos lo miraron consternados y en silencio. Sólo Karuth y otros dos miembros clavaron la vista en el suelo, con expresiones inmóviles; para ellos aquel anuncio no era ninguna sorpresa. Por fin, un consejero de pelo oscuro y edad mediana se puso en pie.
—Tirand… —La expresión del adepto era grave—. Nos has cogido un poco por sorpresa. Estoy de acuerdo en que las circunstancias no tienen precedente, pero con el mayor de los respetos al Alto Margrave y a la Matriarca, esta sugerencia es drástica. ¿De verdad crees necesario ir tan lejos?
Tirand sostuvo su mirada sin vacilar.
—Sí. Creo que lo es.
Shaill y Calvi se miraban las manos. El adepto abrió la boca para discutir más, pero se detuvo cuando vio la expresión del Sumo Iniciado. El rostro de Tirand era la imagen misma de la resolución y la determinación; era algo ya familiar, pero había algo más, algo nuevo, una inexorabilidad fría como el hielo que nadie había visto antes en él.
El Sumo Iniciado contempló durante algunos instantes más al adepto que titubeaba, y después centró su mirada en la sala entera.
—Me doy cuenta de que esta decisión puede parecer súbita e inesperada, pero os aseguro que ha sido tomada después de muchas reflexiones y cavilaciones. —Miró otra vez al adepto disidente y esta vez su mirada fue gélida—. Nada más hay que decir. El asunto está decidido y es, como ya he dicho, por nuestro bien.
El adepto se sentó lentamente, y no surgió ninguna otra voz de protesta. La simple cortesía impedía ya cualquier discusión, estando sentados Calvi y la Matriarca junto a Tirand, pero el silencio del Consejo era algo más que una cuestión de protocolo. Pocos podrían haberlo expresado en palabras, y menos aún haberlo comprendido, pero algo en los modales de Tirand había acabado con cualquier posibilidad de disentir. Sencillamente, no podían discutir con él; y no sabían por qué.
Tirand esperó hasta que quedó patente para todos que no habría más discusiones, y luego volvió a sentarse detrás de la mesa. Ante él tenía un papel con notas; tras mirar brevemente lo que había escrito, alzó la cabeza para contemplar de nuevo la sala.
—Sé que todos coincidiréis en que el tiempo es esencial, así que iré directo al grano. Hemos discutido sobre la última muestra de insolencia de la usurpadora y hemos decidido una estrategia.
«La última muestra de insolencia de la usurpadora…» Karuth vio a un adepto ya mayor que estaba sentado cerca de ella fruncir el entrecejo ante la forma de expresarse del Sumo Iniciado, y adivinó la razón. Aquel no era el Tirand Lin que el Consejo conocía tan bien. Aquel hombre, muy seguro de sí mismo, casi arrogante, era un desconocido, y el adepto que tenía al lado no era el único que lo advertía y se sentía inquieto por ello. Ya le habían dirigido una o dos miradas especulativas, y pocas dudas tenía de que algunos de sus compañeros iniciados no perderían el tiempo en sondearla en busca de información, en la suposición de que ella debía conocer mejor que nadie a su hermano y que tendría alguna idea de qué se ocultaba tras aquel cambio repentino y sorprendente en Tirand.
Karuth tenía algo más que una idea: sabía la verdad con la misma seguridad y certeza que cualquiera de los miembros del pequeño grupo que, reunido en el estudio de Tirand, había jurado guardar el secreto, un rato antes de la reunión. No había querido hacer aquel juramento, pero las circunstancias la habían obligado. Ahora en contra de su voluntad, no tenía más remedio que cumplirlo.
Tirand continuó su discurso.
—La decisión del triunvirato —dijo— es la siguiente: no responderemos al mensaje de la hechicera, pero esperaremos la llegada de su embajador y nos prepararemos para ella. Hemos recibido informes de que ahora se encuentra en la provincia de Han, y suponiendo que el tiempo no empeore, debería alcanzar la Península de la Estrella en diez o doce días. Cuando llegue, le abriremos las puertas.