—La llave de las ambiciones de Narid-na-Gost —prosiguió Yandros— no se encuentra en la Isla de Verano, sino en el Castillo de la Península de la Estrella. El Castillo también es vital para las ansias de su progenie semihumana, porque hasta el momento Tirand Lin se ha negado siquiera a responder a ninguno de los mensajes, amenazas o ultimátums que le ha enviado.
Strann podía creer aquello de Tirand Lin. Se había encontrado en una ocasión con el Sumo Iniciado y le había parecido tieso y arrogante; desde luego no era el tipo de hombre cuyo orgullo le permitiera hacer ni la más mínima concesión al pragmatismo.
—Por una vez, la pomposidad le ha servido de algo a Tirand —comentó Yandros, leyendo con exactitud los pensamientos de Strann—. Tenía otras dos opciones: capitular ante las exigencias de Ygorla o desafiarla a su vez, y cualquiera de esos dos caminos habría sido un suicidio. Al mantener su silencio ha conseguido ganar tiempo; y como resultado, Ygorla se está obsesionando rápidamente con el deseo de conquistar la Península de la Estrella a cualquier precio. En asuntos de orgullo, Tirand Lin no es nada comparado con ella.
Strann no pudo evitar una sonrisa, aunque se viera turbada por recuerdos desagradables. Aquella revelación, pensó, explicaba claramente el caprichoso comportamiento de Ygorla en los últimos días, los cambios de humor súbitos y peligrosos, de la dulzura empalagosa al salvajismo y al vengativo desprecio, mientras que, en medio de todo ello, sus cortesanos luchaban por conservar la vida y la cordura.
—Quiero que Tirand Lin rompa su silencio —declaró Yandros—. Más que eso: quiero que finja capitular ante Ygorla, hasta el punto de que la invite a ir en triunfo al Castillo.
—¡Dioses! —exclamó Strann, para contenerse luego con rapidez—. Perdonadme —Yandros hizo un gesto impaciente—, pero ¿es eso posible?
—Podría ser —repuso Yandros— si un embajador con una mente lo suficientemente perversa actuara de intermediario entre ambas facciones.
Strann sintió de pronto que tenía la boca muy seca.
—¿Yo…?
—¿Quién si no? —La expresión de Yandros se volvió feroz—. Eres el único en la Isla de Verano que ha conseguido ganarse en alguna medida la confianza de la hechicera; y sí, me doy perfecta cuenta de cómo lo hiciste, y eso es otro punto a tu favor.
Strann se sonrojó, y se sintió lo más enfadado que podía atreverse a estar en presencia de Yandros.
—¡Lo he pagado muy caro! Mi conciencia…
—Será mejor que sigas sin hacerle caso —lo interrumpió Yandros con aspereza—. Puede que algún día recobres la libertad para permitirte los reproches personales; pero hasta que ese día llegue, si es que llega, te aconsejo fervientemente que te olvides de esos conceptos en aras de tu supervivencia. Escucha ahora lo que tengo que decir. Estás en una posición ideal, por no decir única, para convencer a Ygorla de que te envíe a la Península de la Estrella como emisario suyo. No es una criatura demasiado inteligente, a pesar de su poder; estará bien dispuesta a creer que su bardo, su rata mascota —sonrió de manera nada agradable, y Strann desvió la mirada— puede abrirse camino hasta la fortaleza del Círculo y persuadir al Sumo Iniciado de que nada tiene que ganar con su tozudez. Ella no está dispuesta a desafiar a Tirand personalmente, porque no conoce con exactitud la fuerza del poder del Círculo y no quiere, por lo tanto, arriesgarse a un enfrentamiento directo. Tú, sin embargo, eres prescindible, y si cree que podrías convencer al Círculo para que le abra las puertas, te enviará hacia el norte con su bendición. Tu segunda misión será inducir engañosamente a Tirand Lin para que monte la trampa que pondrá a Ygorla y a su progenitor en nuestras manos.
Strann miró a los árboles sin ver. Comenzaba a sentirse mal.
—Habláis, mi señor, como si fuera lo más sencillo del mundo.
—Oh, soy perfectamente consciente de que tu misión no será fácil —reconoció Yandros—. Para empezar, tendrás que afrontar los prejuicios de Tirand. Su fidelidad fundamental siempre ha sido para los señores del Orden; ahora que está convencido de que Ygorla es nuestra aliada, ha roto formalmente los lazos del Círculo con el Caos, y ha realizado una ceremonia para suplicar directamente la ayuda de Aeoris. Si le dices la verdad, no hay garantía alguna de que esté dispuesto a escucharte, y menos todavía a creerte. Y, desde luego, está la complicación añadida de tu propia posición.
Strann alzó bruscamente la cabeza.
—No comprendo.
Yandros se encogió de hombros.
—En algunas partes ya se te conoce como el peón de Ygorla. Hay gente que te ha visto a sus pies, adoptando actitudes afectadas, y que ha llevado al continente la noticia de que Strann, el
Narrador de Historias
, es un traidor. Si esa historia ha llegado a la Península de la Estrella, tu recibimiento en el Castillo distará mucho de ser amistoso. De hecho —añadió descuidadamente— existe la posibilidad de que ni siquiera consigas llegar al Sumo Iniciado con tu mensaje. Pero ése es un riesgo que estamos obligados a afrontar.
—¿Estamos obligados? —repitió Strann, con no poca ironía.
Yandros le lanzó una dura mirada.
—Sí, Strann, nosotros. Te aseguro que esto me gusta tan poco como a ti. Si pudiera elegir, actuaría directamente para despachar a Ygorla y no serían necesarios estos subterfugios ni los peligros que implican. Pero no tengo elección, y tú tampoco. Ambos debemos confiar en que serás capaz de usar tus habilidades particulares para convencer a Tirand de que escuche la verdad y prepare la trampa.
Siguieron andando mientras Strann reflexionaba cuidadosamente. Tenía la sensación de que acababa de recibir un ultimátum; pero ¿era así? Había que reconocer que Yandros había presentado su plan en forma de petición, no como orden directa. ¿Cómo reaccionaría si Strann se mostraba reacio a cooperar?
Se detuvo y, consciente de que aquello podía resultar muy peligroso, dijo:
—Podría negarme.
Yandros también se detuvo y se volvió para mirarlo directamente.
—Podrías. —Su expresión era inescrutable.
—Si lo hiciera…, ¿qué haríais?
Otro descuidado encogimiento de hombros.
—Buscar a otro emisario con más coraje del que tú tienes.
Strann sonrió con ironía.
—No me insultáis, señor Yandros. Nunca he negado ser un cobarde.
—Desde luego, eres bastante sincero acerca de tus limitaciones —reconoció Yandros. Luego le devolvió la sonrisa con una curva tan cruel y fría en los labios que Strann retrocedió algunos pasos—. Aunque tus mejores sentimientos dejarán, claro está, de tener ninguna importancia si nos obligas a buscar a nuestros aliados en otra parte.
Strann se sintió de pronto como si tuviera la boca y la garganta llenas de polvo. Retrocedió impulsivamente hasta que su espalda chocó contra el tronco de un árbol. Yandros le contemplaba impasible, sin dejar de sonreír.
—El Caos no tiene ningún interés en aquellos que tontean con él sin ningún propósito —declaró—. Puedes mostrar un perverso orgullo en tu cobardía; poco más tienes de lo que estar orgulloso últimamente, de todos modos. Pero no necesitas invocarlo ahora, porque nada tienes que temer de nosotros. Tenemos cosas más importantes que hacer, que obtener una venganza mezquina de insignificantes mortales. Los hechos, Strann, son sencillos: me llamaste y ahora estoy aquí; puedes decidir ayudarme o no, como quieras. Si te niegas, puedes volver a tu precaria vida como mascota de la hechicera y nada más sabrás del Caos. Pero sospecho que podrías vivir, al menos hasta que tu dueña se canse de ti, lo bastante para lamentar tu decisión.
Strann se dio la vuelta, apoyó la frente contra el tronco del árbol y juró por lo bajo. Yandros, sin duda con toda premeditación, había tocado el único punto en carne viva que su ser interior no podía pasar por alto. Si el dios del Caos lo hubiera amenazado, coaccionado, entonces él habría capitulado, pero al mismo tiempo se habría retirado mentalmente al seguro caparazón que había construido a su alrededor, el caparazón que le permitía decir: «Haré esto porque no me queda más remedio, porque es la única forma de protegerme y preservarme. Desgraciado, indefenso Strann, mártir de la mala suerte, arrastrado como una hoja por los vientos del destino». Pero en vez de eso, Yandros le hacía enfrentarse a la desagradable realidad de su posición, lo despojaba de la cómoda mentira autocompasiva que lo había mantenido durante su estancia en la Isla de Verano, y le hacía cerrar el círculo, devolviéndolo a aquella furia emocional y cruda que lo había llevado hasta allí. Solo en medio de la niebla, con la muerte de Jianna escociendo todavía en su corazón y en su conciencia —y sí, también en su amor propio—, la rabia se había apoderado de él y había lanzado a gritos su súplica al Caos.
Amor propio. Aquélla era la clave del asunto. La pena por Jianna no era el verdadero desencadenante, porque la muerte de alguien prácticamente desconocida, por muy desagradable e inútil que fuera, no podía provocar semejante revoltijo de emociones. Era lo que su muerte había significado para él. Al odiarlo, al despreciarlo, Jianna se había llevado su odio a la tumba. ¿Cuántos más maldecían ahora el nombre de Strann el
Narrador de Historias
? Strann el traidor, Strann el paria, Strann el chaquetero llorón y rastrero. Oh, él mismo se había repetido aquellos epítetos una y cien veces, estimulando la amarga hipocresía de su existencia en una orgía de remordimiento y reprobación. En pocas palabras, la muerte de Jianna había echado abajo la telaraña protectora que había tejido a su alrededor como una araña presumida; pero, pese a las pocas horas transcurridas desde su muerte, ya había comenzado a reconstruirla. Ahora, Yandros la había vuelto a destrozar, y esta vez sin remedio. Por primera vez, Strann se dio cuenta de la verdadera profundidad de su odio hacia Ygorla y lo que ella le había hecho. Lo había deformado, retorcido, había pisoteado su autoestima, y lo peor de todo era que él había hecho la vista gorda, había alzado los brazos rindiéndose y le había permitido asolar su alma para conservar la vida. ¿Qué había dicho Yandros de la cobardía de la que él tanto presumía? «Al fin y al cabo, pocos motivos más tienes para estar orgulloso estos días.» Yandros se equivocaba: ya no tenía nada de lo que sentirse orgulloso. Ni una gracia salvadora, ni un argumento de alivio; ni siquiera, se recordó, un amigo en el mundo que pudiera comprenderlo y perdonar lo que había hecho. Por ese motivo —no por ninguna razón de altos vuelos, ni por un valiente anhelo de convertirse en héroe o salvador, sino por pura furia egoísta— quería ver destruida a Ygorla.
Lentamente, se volvió. Yandros contemplaba el parque, al parecer sin ningún interés en Strann. La segunda luna estaba alta en el cielo, mientras la primera se ponía en el horizonte occidental. La neblina la distorsionaba, dándole el aspecto de un fantasma deforme y extraño que flotaba sobre el distante horizonte arrojando escasa luz.
—Mi señor Yandros… —dijo Strann en voz muy baja.
Yandros se volvió.
—¿Sí, Strann
Narrador de Historias
?
Ya lo sabía. Strann lo vio en sus ojos, que ahora tenían el ígneo color traslúcido de exquisitos ópalos. Bajó la mirada.
—Haré lo que me pedís.
Yandros sonrió apenas.
—Sí. Veo que lo harás.
—O al menos… —Strann se rió, una risa extraña y truncada— lo intentaré. —Volvió a alzar la cabeza y se atrevió a afrontar la inquisitiva mirada de Yandros cuando, por vez primera desde su desgraciado desembarco en la Isla de Verano, recuperó una chispa de su viejo sentido del humor—. Bien moriré intentándolo o bien viviré para escribir la epopeya que contará la gratitud de los dioses hacia un insignificante trovador.
La sonrisa de Yandros adquirió un tinte malicioso.
—Eres atrevido, una cualidad que el Caos sabe apreciar. —Su expresión se hizo más severa—. Tendrás una justa recompensa, Strann. Eso si vives para recoger la cosecha de tu éxito; y eso es algo que ni siquiera yo puedo garantizar. Haremos lo que podamos para facilitarte el camino, pero hemos de poner todo el cuidado en que ningún atisbo de lo que se trama llegue a las narices de Ygorla o de su progenitor. Si eso ocurre… —Se encogió de hombros y dejó a Strann preguntándose acerca de lo que quería decir y de las consecuencias que tendría para él.
Strann asintió.
—Lo sé, señor Yandros. —Era perfectamente consciente de que podía esperar poca ayuda por parte del Caos si el plan salía mal; aparte otras consideraciones, a los ojos de los dioses era un peón y, por lo tanto, prescindible. Pero podía aceptar eso. En cierto sentido era refrescante, porque le prometía la vuelta a algo que se acercaba a la libertad, un bien precioso que casi había olvidado desde que Ygorla había cerrado el collar enjoyado en torno a su cuello.
—Bien. —El señor del Caos lo miró con ojos fríos—. Tengo entendido que los mortales os estrecháis las manos al cerrar un trato. —Extendió su mano izquierda, y Strann la cogió con cierta vacilación. Sintió un intenso calor, seguido por un intenso frío; cuando Yandros le soltó la mano, los dedos le cosquilleaban.
—Está acordado —dijo Yandros—. No hay nada más que hacer por ahora. Ah, sólo una advertencia; te he contado que Tirand Lin ha llevado a cabo un ritual para solicitar la ayuda de Aeoris del Orden. No sé si Aeoris tiene intención de responderle o no; el reino del Orden es un libro cerrado para nosotros, igual que nuestro reino lo es para ellos. Pero tengo la sospecha de que Aeoris entrará en contacto con el Círculo, y eso significa que deberás tomar las máximas precauciones en tus tratos en el Castillo. Los señores del Orden nada saben de nuestras dificultades, pero si llegaran a descubrir que Ygorla tiene en su poder la gema del alma de mi hermano, utilizarían todos los medios a su alcance para arrebatársela antes de que nosotros pudiéramos hacerlo. Eso, como estoy seguro de que sabrás entender, pondría en peligro todo el Equilibrio.
Strann se quedó impresionado.
—Queréis decir que los señores del Orden…
—¿Destruirían la piedra? Oh, sí y con ella a mi hermano. Aeoris no ha olvidado su derrota, y se dará prisa en aprovechar cualquier oportunidad para desplazar el equilibrio a su favor otra vez. No debe enterarse de que estamos en desventaja. —Yandros hizo una pausa—. De hecho, no debe saber nada de mi implicación en este asunto, al menos por ahora. Lo que significa Strann, que, te ocurra lo que te ocurra, no habrá más contacto entre nosotros a partir de este momento. Como ya he dicho, haremos lo que podamos para que tu labor resulte más fácil, pero será poco. No podemos ayudarte directamente; de hecho, estarás solo.