LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (24 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Se inclinó, y trabajosamente volvió a recoger las piedras, contándolas con cuidado. Faltaba una y, tras buscarla durante dos o tres minutos sin éxito, Strann maldijo y volvió a la pared para buscar otra para sustituirla.

Y se quedó helado.

Un hombre estaba sentado en el mojinete roto de la pared. Era delgado, de miembros largos, vestido con camisa y pantalones negros que le daban el aspecto de un guardabosques o un leñador. A Strann, el corazón le dio un vuelco terrible en el pecho, al darse cuenta de que el extraño se le había acercado en silencio, lo había estado observando… Por lo más sagrado, ¿qué había visto y escuchado?

Miró entonces al rostro de aquel hombre, y su corazón casi se detuvo.

Cabellos de oro, de un oro antinatural, sobrehumano, caían en una melena suelta sobre sus hombros. Los ojos, estrechos y con forma de felino en un rostro delgado, aquilino y de labios finos, tenían un tono azul violeta; y de pronto cambiaron de color, a verde esmeralda, luego al color del bronce y después al de la plata dura y resplandeciente.

Strann emitió un sonido horrible cuando su lengua pareció hinchársele en la boca amenazando con asfixiarle.

—Uhhhh… oh, dioses…

—Te saludo, Strann,
Narrador de Historias
—dijo Yandros—. Parece que eres el único con la inteligencia y la decisión necesarias para adentrarse donde otros no se han atrevido.

Capítulo XII

A
Strann le fallaron las piernas. Se derrumbó en el suelo y se cubrió la cara con ambas manos al tiempo que rezaba para no perder el control y desmayarse.

—Mi señor Yandros… —Su voz era un murmullo tembloroso y vacilante.

Yandros pasó las piernas por el borde del muro y saltó al suelo.

—Parece que te he cogido por sorpresa —comentó con aire divertido—. ¿Tan poca fe tienes en tus capacidades?

—Yo… creí que había fracasado.

—En términos del rito que intentabas realizar, sí que fracasaste. Tu interpretación fue tan lamentable que en circunstancias más felices habría resultado graciosa. Sin embargo, siempre he dado más importancia a los impulsos de los hombres que a sus ceremonias, y tu discurso era más apasionado que cualquier formalidad prescrita y tediosa. Además —Strann sintió cómo el aire se movía al acercarse a él el Señor del Caos, y cerró los ojos con más fuerza— he estado esperando que alguno de los pocos amigos que conservamos se dirigiera a mí directamente, y que con ello se forjara el vínculo entre nuestros mundos.

Strann no respondió; no podía, y transcurridos unos instantes, Yandros suspiró con impaciencia.

—Strann, no te acobardes ante mí. No soy Aeoris del Orden; el comportamiento servil ni me interesa ni me impresiona. Y tu actitud resulta fastidiosa cuando tenemos asuntos urgentes que discutir.

Con un gran esfuerzo, Strann se obligó a abrir los ojos y se atrevió a abrir un tanto la celosía de sus dedos.

—¿Asuntos… urgentes, mi señor? —La idea de que el señor supremo del Caos quisiera discutir algo con él resultaba desconcertante y asombrosa.

Yandros sonrió inexorable.

—Puede que te consideres un avatar inverosímil, Strann, pero recuerda que fue tu súplica la que me permitió entrar en este mundo, sin romper las condiciones del pacto que hicimos en el momento del Cambio. Estoy seguro de que no te sorprenderás al saber que ningún otro agente humano ha invocado al Caos; al contrario, parecen creer que Aeoris y su insulsa prole constituyen la única esperanza de salvación. De manera que, te guste o no, en estos momentos eres el único foco de nuestra atención.

A Strann no le gustó. Por primera vez comenzó a pensar en las implicaciones de lo que había hecho, y se quedó aterrorizado.

—Mi señor —comenzó a decir titubeante—, no soy digno de serviros, no soy…

—Me has llamado.

—Sí, sí… pero…

—¿Deseas desdecirte de tus palabras?

—¡No! Pero…

—Entonces no cometas la estupidez de poner a prueba mi paciencia.

Strann reunió por fin el valor necesario para alzar la cabeza. Yandros estaba de pie, con los brazos cruzados, a dos pasos de distancia. Su expresión era serena, pero sus ojos —otra vez de un color verde esmeralda— despedían una luz gélida.

—Mi señor Yandros —dijo Strann, intentando no tartamudear—, no sería tan estúpido ni tan osado como para decir otra cosa que no fuera la verdad, sobre todo porque no me cabe duda de que os daríais cuenta de cualquier engaño. Pero la verdad es que no veo en qué puedo ser de ayuda al Caos. No soy un mago. Ni siquiera soy…, nunca he sido… un hombre de fuertes convicciones religiosas, aunque siempre he sentido que… bueno, que… —¿Se atrevería a decirlo? Se había acostumbrado a engañar a Ygorla mediante halagos y servilismo; con Yandros eso podía ser un error fatal. Tragó saliva—. Para ser sincero, mi señor, siempre he creído que mis intereses saldrían más beneficiados si servía al Caos y no al Orden.

Yandros se rió con suavidad. En la superficie era un sonido agradable y musical; aun así, a Strann lo hizo estremecerse por dentro.

—Sé cuáles son tus intereses, Strann, y te aseguro que no los sopeso en tu contra.

Aliviado, Strann prosiguió con algo más de confianza.

—Entonces, mi señor, debéis comprender también mi confusión. Creo, y perdonad mi osadía, creo que vuestros deseos y los míos van en el mismo sentido: acabar con el poder de la hechicera Ygorla.

—Más que eso, Strann. Mucho más que eso.

—¿No se trata entonces de un asunto sencillo? Vos sois el Caos. ¿Qué es ella? ¡Nada más que una usurpadora que dice falsamente ser vuestra sierva! Podéis destruirla como…, como… —intentó sonreír.

Yandros se volvió y lo miró directamente a los ojos, y por un instante los suyos se volvieron completamente negros.

—¿Así? —Chasqueó los dedos, y el mundo de Strann se volvió del revés: vio una luna negra en un cielo plateado lleno de aullidos, sintió que un vórtice chirriante se abría bajo sus pies, mientras que el peso entero de la Isla de Verano parecía caer sobre su cabeza sin protección. Aulló de terror, y el mundo volvió a la normalidad: la neblina, la fría luz de la luna, el parque tranquilo. Lejos, en algún lugar sobre el mar, los truenos resonaban tristemente.

Strann llenó de aire los pulmones e intentó que el contenido de su estómago volviera al lugar que le correspondía.

—Como… eso.

Yandros le dio la espalda y se alejó del amparo del muro para contemplar el parque. Un aura extraña y oscura latía en torno a su cuerpo, y sus tonalidades le recordaron de manera inquietante a Strann la estrella de siete puntas que palpitaba sobre el palacio.

—Si fuera tan sencillo —dijo por fin el señor del Caos—, se habría hecho hace mucho tiempo.

Strann frunció el entrecejo.

—No lo entiendo.

—No, no lo entiendes. Y hay muchas más cosas que ni tú ni ningún otro mortal comprende acerca de este triste asunto. —Yandros miró por encima del hombro y, tras reflexionar durante unos momentos, alzó una mano de finos dedos e hizo señas a Strann.

—Acércate. Pasea conmigo por el linde de este bosque. Tengo que decirte algo. —Sus ojos volvieron a adquirir un color plateado—. Algo que sólo te confiaré a ti de entre todos los mortales. ¿Puedo tener confianza en ti, Strann?

Strann lo miró a los ojos y vio el precio de la traición.

—Aprecio mi alma, señor Yandros —dijo con indecisión—, incluso cuando en los tiempos que corren tengo pocos motivos para valorar nada más.

Yandros siguió mirándolo durante unos cuantos segundos. Luego, el señor del Caos hizo un gesto breve y descuidado.

—Muy bien. Veo que nos entendemos. Ven.

Echaron a andar siguiendo el perímetro del bosque. Strann se sentía como si estuviera soñando, atrapado en una extraña mezcla de pesadilla y visión fantasmal. Era imposible creer, desde cualquier baremo de lógica, que la alta figura que iba a su lado fuera Yandros del Caos, que un dios hubiera entrado en el mundo de los mortales y que él, un hombre insignificante, fuera depositario de la confianza de aquel dios. Pero la lógica no tenía cabida aquí. La lógica había desaparecido. Locura o no, imposibilidad o no, aquello era la realidad.

—Como suponías acertadamente —dijo Yandros—, la hechicera Ygorla no es nuestra amiga. Nada querríamos más que destruirla; pero, tal y como están las cosas, es algo imposible. —Se volvió para mirar el parque, de manera que Strann no pudo verle el rostro—. Tiene en su poder una joya que por derecho pertenece a nuestros dominios, y si le pasara algo a esa joya, traería el desastre para nosotros. Se trata, ¿sabes?, de la gema del alma de uno de mis hermanos.

Strann aspiró aire de manera sibilante, traumatizado. Yandros lo miró.

—Veo que entiendes lo que eso significa.

Strann asintió y tragó saliva.

—Como todos los niños, yo también estudié el catecismo.

—Entonces no hace falta que te explique la gravedad de este asunto y por qué nos resulta imposible actuar contra Ygorla mientras tenga como rehén la gema.

—¿Podría hacerle daño? —preguntó Strann. El concepto de que alguien mortal, incluso una hechicera tan poderosa como era Ygorla, pudiera causar semejante catástrofe contra los dioses, sencillamente no encajaba en ninguna de sus ideas preconcebidas.

—Oh, sí que podría dañarla. De hecho podría destruirla en menos tiempo del que tú tardas en respirar. Su mentor le ha enseñado concienzudamente.

—¿Su mentor? —Strann se sentía desconcertado.

—Sí. Durante tu estancia en el palacio, ¿no se ha pronunciado nunca ante ti el nombre de Narid-na-Gost?

—No, mi señor. No lo había oído nunca.

Yandros asintió pensativo.

—No me sorprende del todo. Una criatura como ésa sin duda prefiere permanecer escondida en algún rincón alejado donde pueda tejer sus planes sin que lo molesten.

Strann recordó de pronto sus extrañas experiencias cerca del refugio privado de Ygorla y las sospechas que había albergado.

—Hay algo… —dijo dubitativamente—. Una torre, cuyo acceso está estrictamente prohibido a todos los habitantes del palacio. Ygorla tiene en ella sus aposentos privados, pero… —Se detuvo de nuevo.

—¿Pero? —lo urgió Yandros.

Strann le contó lo que había notado, el olor a almizcle y hierro que flotaba en torno a la torre y que a veces impregnaba a la misma Ygorla. Cuando terminó, el Señor del Caos sonrió sin ningún humor.

—«El perfume de los demonios.» Lo has expresado bien, Strann. De manera que ahí se esconde Narid-na-Gost, y sin duda es ahí donde él e Ygorla han escondido su tesoro robado.

Los ojos de color de avellana se entrecerraron y Strann miró con fijeza un montecillo de hierba tupida, aunque mentalmente estaba viendo algo totalmente distinto.

—Este Narid-na-Gost, ¿es un demonio?

Otro atisbo de sonrisa por parte de Yandros.

—Uno de los nuestros, aunque ahora me avergüence decirlo. —Alargó la mano, cogió un tallo de una rama que colgaba sobre sus cabezas y lo giró para que Strann viera un pequeño insecto que se arrastraba trabajosamente por el envés de una hoja—. Veíamos a Narid-na-Gost de manera similar a como tú ves a esta insignificante criatura, y ése fue el mayor de nuestros errores. —Soltó el tallo y dejó que el insecto siguiera su camino—. Narid-na-Gost tiene una ambición mucho mayor que su posición. Quiere poder, quiere dominio; por encima de todo, envidia con amargura a los dueños de su mundo, porque cree que está tan preparado para gobernar como nosotros. En realidad no está preparado para gobernar nada; es un gusano corrupto y retorcido. Pero tiene en su poder la gema del alma de mi hermano, y eso lo convierte en muy peligroso, puesto que le da poder donde antes sólo tenía deseo. Si consiguiera controlar vuestro mundo o el nuestro, traería incontables desastres sobre todos nosotros.

Un demonio entre los mortales, el mentor de Ygorla… Sí, pensó Strann, a la luz de aquella revelación muchas cosas adquirían un sentido lógico y, también, terrible.

—Entonces, ¿está utilizando a Ygorla como marioneta para cumplir sus ambiciones?

Yandros vio qué camino llevaban sus pensamientos y movió la cabeza.

—No exactamente. Ella es para él mucho más que un mero instrumento. ¿Sabes?, es su hija.

Strann se paró en seco, y su rostro perdió el color.

—¿Qué?

—¿No te habías dado cuenta? —Yandros pareció divertido—. Vamos, Strann, ¿pensabas que era del todo humana?

—Creí… —Pero las palabras no surgieron de la boca de Strann. Claro, claro. Siempre había sabido que ningún mortal podía esgrimir semejante poder; sencillamente, no se había cuestionado cuál podía ser el verdadero origen de Ygorla. Encajaba, todo encajaba. Y lo aterraba.

—Creo —dijo Yandros con tranquilidad, viendo su desánimo— que comienzas a entender lo apurado de nuestra situación.

—Sí… —Los hombros de Strann se hundieron como si quisiera protegerse de una tenebrosa sombra que sentía cernirse sobre él—. Sí, mi señor Yandros, creo que sí. —A regañadientes, con aire desgraciado, miró al dios del Caos a la cara—. Pero sigo sin ver de qué manera puedo ayudaros para impedir que se cumplan los planes de este demonio.

Un lento y reptante sentimiento de pavor comenzó a tomar forma en lo más profundo de Strann mientras aguardaba la respuesta de Yandros. Tenía una terrible premonición de lo que iba a suceder, y no quería tomar parte en ello. No era valiente; no era un héroe. Empezaba a sentirse como si hubiera cavado su propia tumba y estuviera a punto de ser sepultado en ella.

Yandros sonrió, pero a Strann se le encogió el corazón.

—Ah, Strann, sé lo que estás pensando —dijo en voz baja—. Pero debes preguntarte qué temes más: servirme, con todo lo que eso podría significar, o continuar al servicio de la usurpadora. No hay tercera opción.

Los felinos e inhumanos ojos resplandecían como hornos apagados pero con núcleos al rojo blanco. Strann sintió un estremecimiento profundo, primitivo, que lo sacudió y supo que no tenía elección.

—¿Qué deseáis de mí, señor Yandros?

Una risa apagada hizo que las hojas cercanas temblaran en sus ramas.

—La verdad,
Narrador de Historias
, no quiero nada que seas incapaz de ofrecerme. Existe una manera de llevar a Ygorla y a su padre a su perdición; y la forma de conseguirlo requerirá tanto de tus habilidades como bardo como de tu capacidad diplomática.

Strann lo miró sorprendido. No había esperado eso.

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