LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (20 page)

Read LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora Online

Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

Por el momento, dijo el Sumo Iniciado, no habría un desafío abierto a las aspiraciones de la usurpadora. Los Margraves del sur habían aprendido una amarga lección al intentar equiparar su poder al de Ygorla, y quedaba claro de manera cruel que no había poder militar que pudiera vencer a las fuerzas arcanas que tenía bajo sus órdenes. Se habían enviado mensajes a todas las provincias diciendo que tanto el Alto Margrave como la Matriarca se encontraban a salvo en la Península de la Estrella, pero por ahora Tirand sólo proponía otras dos acciones. La primera era establecer un grupo pequeño pero vital en cada uno de los Margraviatos, compuesto por uno o más de los hechiceros más capacitados del Círculo, una o más de las mejores videntes de la Hermandad y un jefe de milicia que entendiera de tácticas guerreras y que fuera capaz, si se presentara la oportunidad, de organizar el potencial humano de la provincia en una fuerza de combate bien adiestrada. Aquellos Margraves que estaban a punto de jurar fidelidad a Ygorla —o que ya lo habían hecho—, debían ser considerados, según Tirand, como una incógnita; sin embargo, se les enviarían grupos que deberían correr el riesgo de confiar en su verdadera fidelidad en lugar de la que ahora profesaban públicamente. De momento, los grupos no tendrían ningún trabajo. Se limitarían a establecerse, a mantener contacto con la Península de la Estrella por medio de aves mensajeras o cualquier otro medio que resultara prudente, y esperarían.

La segunda acción se refería a la reacción del Círculo ante los mensajes recibidos desde la Isla de Verano. Ygorla seguía esperando una respuesta a sus exigencias de capitulación. No la recibiría, ni recibiría ningún comunicado en nombre del Sumo Iniciado, por muchas amenazas que hiciera contra el mundo. Era una dura decisión, y probablemente muy peligrosa, pero el triunvirato había acordado que, pasara lo que pasase, la Península de la Estrella debía resistir a cualquier amenaza. Para las gentes que ahora se inclinaban ante la hechicera, Tirand, Calvi y Shaill eran la única esperanza de salvación, y, si el Castillo caía ante Ygorla, esa esperanza desaparecería. No debía provocársela para que los atacara ahora, decía Tirand. Debían ganar tiempo, maniobrar para que ella no hiciera nada hasta que se pudiera conseguir ayuda del Dominio del Orden, y sólo cuando tuvieran los poderes de Aeoris respaldándolos, el Círculo la desafiaría.

Alimentado por la tensión que ya recorría el Castillo como si de alambres tirantes se tratara, el anuncio del Sumo Iniciado recibió una entusiasta aprobación, y Tirand se vio rodeado de adeptos que se ofrecían como voluntarios para los grupos que se enviarían a cada Margraviato. Los grupos fueron escogidos aquella tarde y, para consternación de Karuth, Arcoro Raeklen Vir fue uno de los elegidos, encargado de liderar el grupo de la provincia de Perspectiva. Karuth lamentó profundamente la partida de Arcoro, porque era uno de los pocos adeptos que al menos tenía cierta simpatía para con sus puntos de vista; pero al ser uno de los magos más capaces del Círculo, era un candidato evidente. Los milicianos, igual que antes, serían proporcionados por Jonakar Tan Carrik, y una cuidadosa selección de hermanas videntes especialmente dotadas, realizada por la Matriarca, incluyó a tres superioras de la Provincia Vacía y a la hermana Mysha, procedente de su propia Residencia en Chaun Meridional. Todas ellas serían recogidas por los adeptos en el camino hacia sus destinos finales.

Los elegidos partirían del Castillo a la mañana siguiente de la gran ceremonia. Cuando amaneció el último día y pasó una mañana fría y deprimente para dar lugar a la tarde, la atmósfera dentro de las murallas del Castillo comenzó a hacerse tensa hasta resultar sofocante. Aquella noche no hubo comida comunal en el gran salón, ni tuvieron lugar las habituales conversaciones y bromas en torno a la enorme chimenea. El antiguo edificio mostraba un silencio opresivo y extraño.

Karuth vio alzarse las dos lunas. Silenciosas y distantes en un cielo negro y ahora despejado de nubes, subieron lentamente, una tras otra, por encima del antiguo baluarte, y su gélida luz borró las estrellas más débiles. Dos objetos extraños, pensó; dos observadores que contemplan la blasfemia de esta noche. Si daba algo de rienda suelta a su imaginación, veía un rostro en la más grande de las dos esferas; un rostro cruel, un rostro enfadado, que mostraba su desprecio ante la locura que estaba a punto de cometerse.

A solas en su dispensario, ahora en silencio e iluminado únicamente por una vela, sintió los tenebrosos comienzos de la náusea. Un poco antes se había obligado a comer un poco; ahora lo lamentaba, y con fría y clínica experiencia buscó un balde y se forzó a vomitar. Aquello alivió su estómago, pero nada hizo por su mente, de manera que cerró el dispensario y se retiró a su habitación.

Cuando oyó los primeros sonidos procedentes de la ventana, ya había bebido una buena cantidad de vino. Debía de ser casi medianoche. Karuth no quería asomarse, pero una especie de fatalismo, que la atraía hacia lo inevitable, la hizo levantarse vacilante del sillón junto al fuego y dirigirse a la ventana. El cristal estaba teñido de vapor condensado; lo frotó con la manga, pero la vista seguía siendo borrosa, por lo que al final abrió la ventana y se asomó.

Lo hizo a tiempo para ver cómo se abrían lentamente las grandes puertas. La luz se desparramó por el patio desierto como la hoja de una espada gigantesca, teñida de amarillo, y se vieron sombras en los escalones. Apareció la procesión.

Tirand abría la marcha, y durante un momento desconcertante, Karuth apenas lo reconoció. Desde su asunción del cargo, no se había puesto nunca ninguna de las túnicas especiales de ceremonia del Sumo Iniciado; y desde luego nunca había llevado una túnica como aquélla. Había algo especialmente inquietante en la visión de su hermano vestido con los ropajes fúnebres de color púrpura y azul zafiro, con el enorme y antiguo espadón, el arma ritual de un centenar de predecesores, colgando de su cintura. Llevaba la cabeza descubierta, y la luz de las lunas se reflejaba en un collar lleno de joyas que le ceñía la garganta y brillaba como fósforo en los hilos metálicos de la capa que le caía sobre los hombros y espalda y barría las baldosas cubiertas de escarcha.

Dos adeptos vestidos con túnicas blancas y portando antorchas ocuparon sus puestos flanqueando a Tirand, y la respiración de Karuth se hizo más agitada cuando vio la capa con más claridad. A la luz de las antorchas, brillaba como oro bruñido, y tuvo la repentina y terrible intuición de que aquélla no era la vestimenta acostumbrada de los Sumos Iniciados en años recientes, sino algo mucho más antiguo. Keridil Toln había llevado aquella capa cuando, junto con la Matriarca y el Alto Margrave cuyos nombres estaban inscritos en la leyenda, había desembarcado en la sagrada roca de la Isla Blanca para abrir el cofre de Aeoris y llamar a los dioses del Orden para que acudieran al mundo a batallar contra el Caos. Desde la época del Cambio, la capa, junto con muchas otras reliquias de los días en que el Caos era anatema para el Círculo, había permanecido reverenciada, pero sin ser utilizada, en los aposentos del Sumo Iniciado, puesto que su simbolismo era redundante en la nueva luz del Equilibrio. Pero ahora el Círculo —Karuth no pudo reírse de la ironía de su inadvertido juego de palabras— había dado una nueva vuelta y comenzaba una nueva era. La púrpura de la muerte y el oro del poder. Muerte de la vieja alianza del Círculo con el Caos; poder que elevaría a los dioses del Orden al pedestal del que habían sido arrojados hacía casi cien años.

Sintió que una furia amarga e impotente crecía en su interior, y deseó abrir más la ventana para dar salida a gritos a su ira, para maldecir a los que estaban en el patio, llamarlos locos y ciegos zoquetes y para echar por tierra toda su pompa y ceremonia. En lugar de eso, con el cuerpo inmóvil y el rostro como una máscara de piedra, siguió contemplando en silencio cómo Tirand y su escolta atravesaban el patio y el resto de la procesión aparecía ante su vista poco a poco. Diecinueve, veinte, veintiuno de los adeptos de mayor rango, todos de blanco, en una doble fila que era como la cola del cometa constituido por Tirand y sus portaantorchas. En medio de ellos, con aspecto pequeño y un tanto perdidos entre tanto blanco, iban primero la Matriarca, con el rostro cubierto por un velo de plata y la cabeza inclinada, y detrás Calvi, vestido de negro en chocante contraste con el claro nimbo de sus cabellos. Por un extraño instante, la aparición de Calvi disparó viejos recuerdos en la mente de Karuth, y tuvo una momentánea imagen mental del retrato, colgado en la gran sala, de Keridil Toln cuando era joven. Era ridículo, no había parecido físico entre ambos. Era sólo el tono del pelo, la configuración de los hombros… pero durante ese inquietante segundo, su imaginación casi le hizo creer que no era Calvi Alacar quien caminaba serenamente detrás de Tirand, sino el fantasma de Keridil.

La procesión atravesó el patio, avanzó por la avenida de columnas hacia la puerta que llevaba a la biblioteca y luego al Salón de Mármol. Por primera vez en aquella época, y quizás en toda la historia documentada —Karuth no lo sabía y dudaba que alguien más pudiera saberlo—, la ley sería rota y otros pies que no fueran los de los adeptos de alto rango pisarían el suelo de mosaico del Salón de Mármol. ¿Qué pensarían Shaill y Calvi, se preguntó, cuando contemplaran por vez primera las siete estatuas, y en particular el rostro esculpido de Yandros? ¿Serían capaces de afrontar aquella mirada extraña, de oscuro humor, o mirarían a otro lado avergonzados?

Las antorchas se alejaban, goteantes, y la procesión ya casi había sido engullida por las sombras. Karuth hizo ademán de apartarse de la ventana, ahora que el impulso que la había hecho flagelarse contemplándolos se había extinguido, dando paso a una sensación de aturdimiento. Pero antes de que cerrara la ventana, algo se movió entre la red de canalones y contrafuertes. Se detuvo… y vio al gato. Estaba sentado en un saliente muy estrecho y había contemplado con atención el patio; pero cuando ella se movió, la miró y la luz lunar se reflejó en las extrañas órbitas de sus ojos. Un pelaje gris acerado con un dibujo de rayas más oscuras se vio en la oscuridad, y Karuth reconoció al animal como uno de los muchos descendientes de la gata blanca que, por sus propios e inescrutables motivos, se había convertido en su amiga hacía algunos años. La gata blanca había muerto, pero este descendiente, en la flor de la edad y con un cuerpo ágil, fuerte y delgado, parecía haber heredado algún instinto especial de su madre que lo hacía interesarse por Karuth. A menudo se había cruzado con él en las cercanías de sus aposentos, en el comedor o en el patio, o merodeando por los pasillos; pero aunque ella se parase para dedicarle una palabra amable o para acariciarle el lomo, nunca lo había animado para establecer una amistad particular. Ahora, sin embargo, algo había cambiado. Al encontrarse sus miradas, Karuth sintió las primeras tentativas de sondeo psíquico en un esfuerzo claro por leer su mente y comunicarse con ella. Entonces, de manera tan inesperada que Karuth dio un respingo, el gato alzó la cabeza y lanzó un largo y lastimero maullido.

—¿Qué ocurre? —Karuth tenía la piel de gallina y se asomó peligrosamente por la ventana, al tiempo que extendía un brazo hacia el gato. Pareció que éste sólo había estado esperando una palabra de ánimo, porque, poniéndose en pie, corrió hacia ella, saltó sobre el alféizar y apretó su cabecita contra la barbilla de Karuth cuando ésta se inclinó sobre él. Con un ronroneo, saltó a la habitación, corrió a la mesa donde ella guardaba sus objetos rituales, y se volvió para mirar a Karuth con un intenso pero indescifrable mensaje en sus verdes ojos.

Karuth lo miró insegura.

—No sirve de nada —le dijo—. No te comprendo. No soy telépata. No puedo comunicarme con los de tu especie.

El gato abrió la boca y volvió a maullar. Era un sonido tan lastimero que Karuth sintió cómo el vello de la base del cuello se le erizaba en respuesta. Se puso en cuclillas y extendió los brazos.

—¡Intenta comprender! Mira en mi mente; sé que puedes hacerlo, ¡sé de lo que son capaces los gatos! —Intentó formar una imagen mental de desconcierto, pero no sabía cómo hacerlo; estaba segura de que no conseguía transmitir su mensaje.

La mirada del gato se hizo más intensa, y un peculiar ronquido grave surgió de su garganta. Entonces, de manera tan súbita que cogió a Karuth completamente desprevenida, una clara imagen se formó en su mente. Vio luces que bailaban en un espacio cerrado, una escalera que descendía, figuras vestidas de blanco pasando por un estrecho túnel…

—Oh, no —volvió a ponerse de pie y se apartó dos pasos del gato, que permanecía inmóvil—. No. ¡No puedes hacer eso!

Otro maullido lastimero, aunque más suave, como si el animal hubiera comprendido su queja pero siguiera decidido a perseverar. En la visión interior de Karuth se movió la imagen de Tirand, borrosa como un fantasma, y luego desapareció.

—¡Para! ¡No quiero verlo!

Volvió bruscamente la cabeza como si dando la espalda al animal pudiera detener los mensajes que le enviaba a la mente. Ante su ojo mental vio una llamarada de plata que supo que era la puerta que daba al Salón de Mármol. Vio que se abría lentamente, vio las sombras de las personas que desfilaban por ella adentrándose en un resplandor de neblinas de tonos pastel, y vio los contornos de las altas y esbeltas columnas como fantasmas en una luz sobrenatural.

—¡No! —Se volvió de nuevo y se enfrentó al gato, que permanecía inmóvil ante ella en actitud de intensa concentración. Sus miradas se encontraron y el gato sostuvo la de Karuth, quien se dio cuenta de que bajo su tranquila apariencia reinaba gran agitación, que estaba intentando pedirle ayuda.

»¿Ayuda? —susurró Karuth—. ¿Cómo puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer? ¡Yo no quería esto! Pero no soy el Sumo Iniciado, ¡no puedo revocar la orden que él ha dado! No me muestres más; por favor, no me muestres nada más. ¿No lo entiendes? ¡No puedo pararlo!

El gato continuó mirándola, y por un terrible instante sus verdes ojos adquirieron una calidad casi humana. Karuth sintió que su mente se estremecía violentamente, sintió que se deslizaba hacia un vórtice entre dos mundos y que algo la aguardaba al otro lado. Atenazada por un temor que no podía concebir, se recuperó mediante un tremendo esfuerzo y rompiendo las cadenas del sortilegio que había intentado llevarla a otra dimensión, retrocedió, perdió el equilibrio y cayó al suelo cuan larga era.

Other books

Summer of Love by Fforde, Katie
The Hood of Justice by Mark Alders
The Carrion Birds by Urban Waite
The Friends of Meager Fortune by David Adams Richards
Out of Chances by Shona Husk
The Frugal Foodie Cookbook by Alanna Kaufman
Cutter by Laird, Thomas