Mientras se incorporaba hasta quedar sentada, con la mente aturdida por el trauma, el gato lanzó un triste gemido, corrió hacia la puerta y miró el picaporte, indicando con claridad que quería salir. Karuth, temblando, se puso en pie y atravesó la habitación. Con la mano en el picaporte miró al animal una última vez.
—Lo siento —su voz sonó confusa e insegura—. Lo siento.
Qué idiota era, hablando con un gato. No comprendía, no podía entender el habla humana, y ella no poseía la capacidad para expresarse de otra manera. Abrió la puerta y el gato salió al pasillo a oscuras, silencioso como un fantasma gris. Karuth cerró la puerta rozando levemente la cola del gato; luego apoyó la frente contra la fría y áspera madera y se mordió los labios con tal fuerza que sólo el dolor hizo que recobrara el control y no llegara a hacerse sangre.
No iba a pensar en lo que estaría ocurriendo a estas alturas en el Salón de Mármol. No iba a hacerlo. Se le había mostrado, contra su voluntad, un atisbo de los acontecimientos que se estaban desarrollando; era suficiente. Era medianoche y estaba cansada; exhausta, para ser sincera. Quería dormir. Deseaba, por encima de todo, unas cuantas horas de olvido.
Sobre la mesa estaba la botella de vino de la que había estado bebiendo antes. Su estómago no quería más, pero aun así se sirvió otra copa y la vació, sabiendo que la ayudaría a dormir profundamente, aunque sufriera las consecuencias a la mañana siguiente. Después, temblando un poco a pesar del calor del fuego, se cambió, se puso el camisón y se metió en la cama. La habitación quedó en la penumbra iluminada por el rescoldo del ruego cuando apagó las velas y cerró los ojos.
En el exterior, el patio estaba desierto. Las dos lunas avanzaban lentamente, impasibles, surcando el cielo, y desde el Salón de Mármol, en lo más hondo de los cimientos del Castillo, no se filtraba ningún sonido hasta las negras baldosas del patio. Al cabo de un rato —una hora quizá, quizá menos—, la tranquilidad se vio interrumpida por una forma sombría que avanzaba por los contrafuertes y almenas, arriba en los tejados. La luz de la luna se reflejó un instante en unos ojos brillantes, y el gato gris se deslizó silencioso por la repisa hasta la ventana de Karuth. Miró al interior, intentando ver sin conseguirlo a través de las cortinas echadas; después metió una zarpa en una diminuta rendija de la ventana y empujó con suavidad. Karuth no había cerrado del todo el pestillo y la ventana se abrió lo suficiente para que el gato entrara. Saltó con agilidad al suelo y miró un instante hacia atrás, hacia la noche, sus verdes ojos inescrutables. Luego atravesó la habitación y se acercó a la cama, se sentó cerca de la cabecera con la cola enroscada alrededor de las patas delanteras y miró con fijeza la borrosa silueta del rostro de Karuth que reposaba en la almohada.
Karuth no era una telépata, por lo que al gato no le resultaba fácil alcanzar su mente. Pero un instinto empujaba al animal, un instinto que lo obligaba a perseverar sin importar los obstáculos. Tenía que entregar un mensaje que parecía importante para los de su raza, y la intuición le decía que debía entregárselo a Karuth y a ningún otro ser humano. Siempre se había dicho que los gatos poseían una afinidad con el Caos, aunque hasta dónde llegaba dicha afinidad era algo de lo que nadie se había dado cuenta todavía. Aquel animal, empujado por una voluntad que estaba mucho más allá que sus pequeñas capacidades, reconocía en Karuth a un espíritu afín. Debía llegar a ella. Debía enseñarle. Debía hacerle comprender.
Pasaron los minutos, mientras el gato permanecía sentado inmóvil, mirando con intensa y paciente concentración. Entonces Karuth comenzó a soñar.
Era un sueño extraño y sobrenatural; parecía flotar, sin cuerpo, a unos centímetros del suelo, y se deslizaba por un estrecho pasillo lleno de una luz tenue y gris. Algo de lo que la rodeaba le resultaba familiar, pero no podía reconocerlo, y su visión estaba ligeramente desplazada, como si contemplara la escena a través de un prisma de cristal.
De pronto la luz creció en intensidad, y con la misma rapidez se atenuó, como si sus ojos se hubieran acostumbrado a ella con velocidad sobrenatural. Frente a ella se alzaba una forma rectangular, y se dio cuenta de que estaba flotando frente a la puerta de plata que conducía al Salón de Mármol.
—No —intentó gritar Karuth, pero descubrió que no tenía lengua ni labios con los que dar forma a la palabra. De nuevo se movía, y la puerta se fundió ante ella y también a su alrededor y después detrás. Sintió que una enorme y silenciosa vibración latía en su mente como el latido de un gigantesco corazón, y vio tenues velos de color moverse y brillar en los tonos de una increíble gama.
»¡No quiero entrar! ¡No quiero verlo! —En la cama, su cuerpo se retorció, enredándose en las mantas, pero no se despertó; no podía despertarse, el sueño la tenía atrapada y sus gritos eran mudos—. ¡Dejadme marchar! ¡Por favor, apartadlo, detenedlo!
Siguió avanzando sin poder hacer nada para detenerse. Ahora veía las siete estatuas colosales ante sí, aterradoras en la pulsante niebla de color. También había otras formas, enormes en su perspectiva alterada, que se movían despacio y ominosamente en torno a una silueta solitaria vestida de oscuro con una capa dorada. Supo que estaban cantando, pero no pudo escuchar las palabras de su ritual. La figura central esgrimía una gran espada, con la hoja oscura por la falta de uso, alzada ante su rostro en señal de saludo. El ritual estaba alcanzando su climax…
De repente, un resplandor de luz negra la envió dando tumbos hacia atrás, como una hoja en una galerna. Asustada, vio que una columna oscura había surgido del suelo y ahora flotaba a media altura, girando y temblando como una tromba marina en un mar azotado por la tormenta. Emanaba del círculo de mosaico negro en el suelo que, como se creía, marcaba el centro exacto del Salón de Mármol. Los adeptos que cantaban, parecían no hacerle caso, y Karuth supo con instinto certero y agitado que aquella nueva aparición nada tenía que ver con su ritual, sino que era algo más, destinada sólo a ella.
Intentó gritar otra vez, y otra vez se encontró sin voz. Su mirada se sintió atraída por la columna y no pudo desviar la vista. La forma de la luz oscura cambiaba. Se estaba formando una mano, de dedos largos, delgada y elegante, una mano fantasmal gigantesca y oscura. Se movió en espiral, girando como un espejismo, y le hizo un ademán. Contra su voluntad, Karuth sintió que comenzaba a avanzar hacia ella.
—¡Ah, no! —De alguna parte en lo más hondo de su ser llegó una oleada de voluntad. El terror la alimentó y le dio fuerzas renovadas; su viejo adiestramiento regresó, y sin emitir sonido, pero con todo el poder de que era capaz, gritó a los dedos que giraban y que la atraían de forma inexorable a la resplandeciente oscuridad.
»¡No aceptaré órdenes! ¡Romperé este hechizo! ¡Atrás! ¡Atrás!
En el dormitorio en penumbra, el gato, sintiendo lo que iba a ocurrir, huyó hacia la ventana y en un instante se escurrió por ella y desapareció. Karuth salió bruscamente del sueño, y las mantas retrocedieron como un mar encrespado cuando se sentó en la cama y abrió los ojos.
Durante unos segundos no supo dónde se encontraba. Después llegó el reconocimiento y con intenso alivio se dio cuenta de que había escapado de la visión. Pero el alivio fue breve. De manera tan impresionante como si alguien le hubiera atravesado el cráneo y el cerebro con una daga, hasta el más mínimo detalle de cuanto había visto en su pesadilla regresó a su mente y, desesperada, Karuth se tapó la cara con las manos. Ahora sabía lo que el gato había intentado decirle. Comprendió lo que había visto desde aquella extraña perspectiva felina en el Salón de Mármol, y entendió lo que la criatura había querido que hiciera.
—No podía… —Movió la cabeza, y el cabello suelto se agitó sobre sus hombros—. No podía desafiarlo. ¡No podía! Hice un juramento… ¡Debo cumplirlo!
Alzó la vista como si en cierto modo esperara una respuesta, pero la única respuesta que obtuvo fue el silbido perezoso de un rescoldo en el fuego, destacado contra el silencio de la noche. Karuth agachó la cabeza; sentía deseos de llorar de vergüenza, frustración y tristeza, pero las lágrimas no surgían.
—Perdóname —musitó—. Yandros, perdóname. ¡No puedo hacer nada!
Las dimensiones de la estancia eran simétricas hasta la perfección. Esbeltas columnas blancas, colocadas a intervalos precisos y estéticamente agradables, se alzaban hacia un techo abovedado, y las siete sillas de altos respaldos que constituían los únicos muebles de la cámara ni dominaban ni eran dominadas por la atmósfera de ventilada tranquilidad. Una luz pálida y dorada entraba a través de seis altos ventanales, y, en el extremo más alejado de la estancia, un séptimo ventanal, más grande, compuesto por una miríada de diminutos diamantes de cristal, rompía y esparcía la luz en un arco iris espectral imponente.
Una brisa de aire fresco que recorrió la estancia fue el único heraldo de la llegada de los señores del Orden. Las siete figuras de cabellos blancos y blancas vestiduras se materializaron a la vez y ocuparon sus puestos en silencio, en las siete sillas. Cada uno era idéntico a sus seis hermanos; sólo Aeoris, que los gobernaba a todos, se distinguía por una sencilla diadema de oro que le ceñía la frente.
Era raro que los señores del Orden se reunieran en un sitio; sólo las noticias urgentes o un acontecimiento sonado propiciaban una reunión de los siete. Aeoris no gastó tiempo en preámbulos, sino que, en cuanto los demás se hubieron sentado, comenzó a hablar.
—Hermanos míos —su voz era meliflua—, Tirand Lin ha realizado un ritual de alto nivel por el cual nos suplica que acudamos en ayuda del Círculo para combatir a la hechicera que amenaza al mundo de los mortales. —Hizo una pausa, y sus dorados ojos sin pupilas contemplaron a cada uno de sus compañeros, como si sopesara su reacción ante lo que iba a decir—. Lo que es más, he de deciros que el Círculo ha pronunciado un anatema formal contra Yandros y ha renunciado a su fidelidad al Caos.
Hubo una oleada de murmullos de asombro. Ailind, que de todos era quizás el confidente más próximo a Aeoris, se inclinó hacia adelante.
—¿Han renunciado al Caos?
Aeoris esbozó una tenue sonrisa.
—Sí. Yo también quedé muy sorprendido. No había esperado que nuestros amigos mortales actuaran con tanto énfasis o con tanta prontitud; y este acto nos ofrece una situación muy interesante, por no decir curiosa. Porque mientras que esta autodenominada emperatriz continúa con sus devastaciones enarbolando el estandarte del Caos, Yandros sigue sin dar señales de actuar. Eso nos plantea una pregunta, hermanos. ¿Ha roto el Caos su parte de nuestro trato, o no lo ha hecho?
Otro de los seis señores habló.
—El Círculo parece convencido de que lo ha hecho.
—El Círculo es tan simplón como los demás mortales —le recordó Aeoris—. Creen lo que les dicen sus ojos y sus oídos; de ahí que nos llamen y que rechacen al Caos. No negaré que ello nos reporta una gran ventaja, pero también me preguntó: si Yandros está detrás de esta sublevación, ¿por qué vacila en mostrar su poder de manera más contundente? ¿Por qué sigue usando una marioneta mortal para hacer con tanta laboriosidad lo que él podría conseguir en cuestión de segundos?
—Quizá —sugirió Ailind— quiere que creamos que la hechicera no es su sierva y que, por lo tanto, el Caos sigue siendo fiel al pacto.
Aeoris negó con la cabeza.
—No lo creo. Yandros sabe muy bien que no nos engañaría con un subterfugio tan obvio. No, hay otra respuesta a este enigma. Algo hay que frena la mano de Yandros. Casi parece que hubiera algún impedimento, algo que lo obliga a contenerse. —Se levantó y dio unos cuantos pasos por la estancia—. Pensad en esto, hermanos. Si esta hechicera humana es el peón del Caos como cree el Círculo, entonces parece poco probable, como ya he señalado, que Yandros no hubiera tomado un papel más directo en el asunto a estas alturas. Por otro lado, si ella no es su avatar, entonces es muy extraño que Yandros no haya hecho nada para acabar con sus actividades.
—¿El juramento? —aventuró Ailind.
—No —Aeoris desechó la idea con el movimiento de una mano—. Si ella hubiera alzado el estandarte del Caos sin la aprobación de éste, Yandros tendría todas las justificaciones para ajustarle las cuentas; ello no constituiría una ruptura de nuestro pacto, y él lo sabe. A menos que… —Dio cinco pasos más y volvió a detenerse—. A menos que se trate de una trampa pensada para que seamos nosotros quienes demos el primer paso.
—Pero desde luego, ahora que el Sumo Iniciado ha solicitado nuestra ayuda, nuestra intervención no representará una ruptura del juramento.
—Cierto. Aunque puede que Yandros no hubiera calculado que Tirand Lin hiciera algo tan apresurado. —Lentamente, con las manos cerradas ante el rostro y una expresión profundamente pensativa, Aeoris regresó a su silla y se sentó nuevamente—. Creo, hermanos, que he decidido lo que haremos. —Los miró uno por uno—. Hace tiempo que sabemos que algo raro ocurre en el reino del Caos, y hemos esperado pacientemente una oportunidad para saber algo más. Creo que nos corresponde ahora mantener esa paciencia, al menos un poco más.
Ailind volvió a hablar.
—Con todos los respetos, hermano, ¿está bien que no hagamos caso de las súplicas del Círculo? Han renunciado al Caos y nos han jurado fidelidad sólo a nosotros. Si ahora les fallamos…
—No les fallaremos, Ailind —el tono de voz de Aeoris tenía un algo de dureza, una advertencia de que no aceptaría discusiones—. Pero seremos prudentes. Tirand Lin esperará que nuestra respuesta venga en forma ritual. —Sonrió, aunque la sonrisa tenía poco de humor—. Algo parecido, quizás, a la forma en que respondimos a la súplica de Keridil Toln hace muchos años. No haremos eso. Ni será inmediata nuestra respuesta. Tenemos la confianza del Círculo; seguirán teniendo fe durante un tiempo antes de comenzar a dudar, y ello nos permitirá ver cómo se desarrollan los acontecimientos y ajustar de acuerdo con ellos nuestra estrategia. No hay necesidad de precipitarse, hermano. Yandros es impulsivo e indisciplinado; veamos quién se cansa antes de esperar. Si el Caos actúa o si el Círculo da muestras de perder valor y de lamentar su súplica, entonces actuaremos. Y, cuando lo hagamos —miró directamente a Ailind— creo que les enviaremos un emisario. Un emisario del corazón mismo de nuestro dominio, para que les muestre, y para que muestre a esa usurpadora advenediza, lo que realmente significa el poder de los dioses.