—¡N
o es suficiente! —Ygorla se acercó a la ventana en lo alto de la torre como si fuera un animal enjaulado, se giró en un movimiento lleno de furia y desanduvo sus pasos—. ¡No es suficiente! Quiero más. ¡Estoy harta de esperar!
Narid-na-Gost, sentado en su lugar acostumbrado junto a la mesilla, donde las sombras eran más densas, observaba su agitación con ojos que brillaban calmos.
—La paciencia nunca fue una de tus virtudes, hija.
Ella se le acercó, con el rostro alterado por la frustración y el rencor.
—Pasé siete interminables años teniendo paciencia, ¡esperando el poder que tú me habías prometido! Ahora tengo el poder, pero ¿qué puedo hacer con él? ¡Usarlo sólo para asustar a unos estúpidos y para practicar aburridos juegos con que pasar el rato! —Giró de nuevo, volvió junto a la ventana y lanzó una mirada furiosa a través del cristal—. Odio este lugar. Es aburrido, sofocante y cada vez me siento más reprimida en él. ¡Más me valdría quizás estar otra vez en la Residencia de la Hermandad, donde me encarcelaron de niña!
—Hay diferencias —dijo el demonio con intenso sarcasmo.
—Oh, sí, hay grandes diferencias; ¡pero sigo sin llorar de alegría ante mi buena fortuna! —Ygorla cerró el puño y golpeó el alféizar de la ventana—. Ahora soy una emperatriz, pero ¿de qué me ha servido? ¡Interminables días de tedio encarcelada en esta miserable isla mientras espero que el mundo despierte a la verdad!
—El mundo está despertando. Cinco Margraves han enviado ya serviles mensajes de sumisión.
—¡Que se pudran los cinco Margraves! ¿Qué son? ¡Nada! Podría destruirlos a todos con una palabra, y lo haría si pensara que con ello me fuera a divertir. ¡Pero no es nada divertido ver el resto del mundo a través de un cristal mientras permanezco sentada en solitario esplendor! —Volvió a girarse y adoptó una dramática postura—. Quiero que me vean todos mis subditos; todos, ¡no sólo el miserable puñado que ha sido traído aquí! ¡Quiero desfilar triunfante entre ellos y deleitarme con su asombro y su terror cuando me miren a los ojos! Quiero oírles gritar mi nombre en las calles, ¡quiero verlos caer de rodillas ante mí, como cae el trigo ante la guadaña! Quiero que los pusilánimes Margraves me besen los pies, quiero que las insípidas mujeres de la Hermandad lloren delante de mí, quiero… —De pronto se controló y volvió a mirar por la ventana—. Ah, maldición, quiero eso y más, ¡más!
Narid-na-Gost contempló su espalda tensa, el temblor en los rizos de cabellos negros, pero no dijo nada. Sabía lo que ella había estado a punto de decir, pero que en el fondo no quería reconocer, aquello que se encontraba en el fondo de su frustración. Cinco Margraves ya la habían reconocido como su emperatriz; los restantes harían lo mismo antes de que pasara mucho tiempo. Huida la Matriarca, la Hermandad estaba cayendo en el desorden; su autoridad y credibilidad oscilaba al borde de la ruina. El mundo estaba al alcance de Ygorla… con excepción de un lugar pequeño pero totalmente esencial.
Al principio, Ygorla había anhelado con placer la guerra de ingenios que tenía planeado llevar a cabo contra la Península de la Estrella. El Círculo prometía ser un adversario más digno que los cobardes Margraves de las provincias, y lo consideró un desafío estimulante. Sin embargo, la novedad de ese desafío se desvaneció rápidamente cuando, cansada del juego, intentó ponerle fín y descubrió que Tirand Lin y los adeptos que lo obedecían seguían negándose a responderle de ninguna manera. Envió demandas, amenazas, ultimátums; no hubo respuesta. Sus mensajeros demonios, que solos habían bastado para aterrorizar las provincias, no provocaron ni la más mínima reacción. Hiciera lo que hiciese, el Círculo, tenazmente, no le hacía caso.
El hecho de que se negara a jugar según sus reglas molestó en un principio a Ygorla. Luego la irritó. Después despertó su furia. Y por fin llegó la última gota cuando, hirviendo de rabia al verse frustrada, intentó utilizar sus poderes para otear a su presa, y el cristal no le mostró más que un vacío incoloro. El Castillo de la Península de la Estrella, y el Círculo dentro de sus murallas, le estaba vedado.
Narid-na-Gost no había esperado menos. Aunque sus poderes fueran ridículos comparados con los suyos o los de su hija, los adeptos eran capaces de esconder al mundo lo que no querían que éste viera, y las peculiares características del Castillo añadían más dificultades. Pero Ygorla se negaba a reconocer que un bastión humano pudiera resistírsele, y el problema de la Península de la Estrella se convirtió rápidamente en una obsesión. Había planeado enfrentarse a Tirand Lin y reírse en sus barbas al despojarlo de su fuerza y de su posición; quería usurpar su lugar, igual que había usurpado el de Blis Hanmen Alacar, y reducir al Círculo al nivel de esclavos aduladores. Narid-na-Gost había visto los métodos que ya empleaba con espectaculares efectos en las provincias: los aterradores ataques sobrenaturales contra todo el que pensara siquiera en desafiarla, la destrucción que sus siervos elementales llevaban a cabo de cosechas y hogares, e incluso de una aldea entera en una ocasión, como castigo y advertencia para quienes querían resistir. Mediante su bola de cristal y sus siervos demoníacos, Ygorla observaba el mundo igual que un halcón observa a un ratón que intenta esconderse desesperadamente; y a medida que los desventurados Margraves iban capitulando uno a uno, ella enviaba «emisarios» que se asentaban en sus Margraviatos para imponer su voluntad sobre un populacho cada vez más atemorizado. Cinco capitales de provincia ya acogían a aquellos avatares sombríos e inhumanos, e incluso había algunas Residencias de la Hermandad que vivían bajo su yugo. Pero la Península de la Estrella mantenía una barrera que Ygorla no conseguía atravesar; y su paciencia se estaba acabando. El Castillo era el trofeo que se le escapaba, y por ello se había convertido en el trofeo que valoraba por encima de todo.
El demonio habló con bastante suavidad:
—Puede que haya mejores métodos para convencer al Sumo Iniciado de que comparta nuestra forma de pensar.
Los ojos de Ygorla relampaguearon.
—¿Mejores métodos? ¿Como tu preciosa precaución, sobre la que nunca dejas de darme sermones? —Con la respiración agitada, miró con furia ciega a los jardines de palacio—. ¿Qué crees que soy, un marica sin valor para defender mis convicciones? ¡No le tengo miedo a Tirand Lin! Lo destrozaré…, destrozaré su mente y su cuerpo y su alma. ¡Aprenderá lo que cuesta resistírseme! ¡No pienses, padre, ni se te ocurra pensar por un instante, que tengo la menor intención de ser prudente!
Narid-na-Gost era perfectamente consciente de que buena parte de su furia iba dirigida contra él, y saberlo lo hizo sonreír para sus adentros. Su hija comenzaba a poner en duda su superioridad. Lo había esperado y en cierto modo le agradaba, porque demostraba que, tal como él creía desde hacía tiempo, no estaba dispuesta a inclinarse ante nadie, y a la larga eso era precisamente lo que él deseaba. Pero Ygorla todavía tenía mucho que aprender, y si su arrogancia crecía en exceso demasiado pronto, quizá tendría que reprimirla de algún modo. Pero por el momento quería ir con cuidado, y sabía cómo aplacarla y calmar sus ataques de ira: le ofrecería un bocado de su mesa, entregado con la misma altivez con que ella alimentaba a sus siervos favoritos, para abrirle el apetito y proporcionarle una nueva diversión con la que jugar y planear.
—Ygorla.
—¿Qué pasa? —Su voz seguía sonando enfurecida.
Él mantuvo el silencio el tiempo justo para despertar un mínimo de curiosidad.
—Te aconsejo precaución por un buen motivo, un motivo que no te he revelado hasta ahora.
Usó un tono de voz que prometía intriga y un secreto para compartir. Ygorla vaciló un instante antes de volverse hacia él, lentamente.
—¿A qué te refieres? —Bajo su irritación se adivinaba un súbito y cauto interés.
Divertido por la rapidez con que mordía el cebo, el demonio le dirigió una sonrisa cómplice.
—Hay algo que deberías saber, algo relacionado con la Península de la Estrella.
—¿Qué? ¿Qué debería saber?
—Algo sobre el mismísimo Castillo —contestó Narid-na-Gost—. Hasta ahora no te había dicho nada porque era irrelevante. Pero a la luz de la tenacidad del Círculo, puede ser una ventaja para ti, una ventaja para los dos, que lo discutamos.
El enfado de Ygorla cedió como si se quitara una capa y la arrojara al suelo. Se acercó presurosa al demonio.
—¿Discutir qué, padre? ¿Se trata de algo que me ayudaría a romper la resistencia de Tirand Lin? ¡Dímelo!
El demonio cambió de postura, encorvó su deforme cuerpo y se inclinó con aire conspiratorio sobre la mesa. Sus manos como garras se cerraron sobre el cofrecillo que contenía la gema del alma robada, y sus ojos pasaron del carmesí al rojo escarlata.
—Hija —dijo con voz ronca—, sabes cuál es mi mayor ambición. Quiero gobernar el reino del Caos, igual que tú estás destinada a gobernar el mundo de los hombres. Hemos hablado muchas veces de esto, desde que te revelé mi plan por vez primera antes de que abandonaras la Isla Blanca. Pero lo que no sabes es que el Castillo de la Península de la Estrella encierra la llave para esa ambición; y ni una sola alma mortal es consciente de la existencia de esa llave.
El rostro de Ygorla demostró avidez.
—¿Cuál es la llave?
—Se encuentra en el tejido mismo del Castillo. Cuando eras una niña, en Chaun Meridional, te obligaron a aprender el catecismo; debes saber que el Castillo no fue construido por los hombres, sino por los mismos Señores del Caos.
—Eso me contaron, aunque nadie sabe si ello es verdad o no.
—Lo es. La ignorancia de los mortales es algo maravilloso, Ygorla, sobre todo cuando esos mortales dicen ser los agentes de los dioses en el mundo de los humanos, pese a tener una idea poco más que rudimentaria sobre los poderes que han sido puestos a su disposición. —Sonrió con ferocidad, y ella le devolvió una sonrisa parecida.
—Los miembros del Círculo son estúpidos —dijo Ygorla con suave veneno.
—Desde luego que lo son… y mucho más estúpidos de lo que crees. Porque dentro de sus murallas tienen un camino directo que conecta este mundo con el reino de Yandros, e ignoran completamente su existencia.
—¿Un camino? —Ygorla abrió aún más los ojos.
—Sí. Utilizado de la manera adecuada, puede salvar el abismo entre las dimensiones en el tiempo en que un pájaro mueve sus alas. Ahora, como sabes, no puedo regresar al Caos como lo hacía antes, porque Yandros conoce mi perfidia y, aun con la gema del alma como rehén, no me atrevo a correr el riesgo de volver por el camino conocido. Pero si lográramos controlar el Castillo, la situación cambiaría y mucho. Entonces tendría una ruta hacia su reino de la que Yandros nunca sospecharía, porque esa puerta ha permanecido cerrada y olvidada durante tanto tiempo que no me cabe duda de que los señores del Caos, como sus siervos humanos, han olvidado incluso que fue creada.
Ygorla no dijo nada. Sus ojos brillaban resplandecientes y tenía una expresión concentrada; estaba pensando, el demonio lo sabía, rápida e intensamente.
—Si controláramos el Castillo —dijo al fin—, ¿sabrías encontrar ese camino?
—Oh, sí. Sé muchas cosas que mis antiguos amos, en su suficiencia, creyeron que estaban fuera de mi humilde entendimiento. —Alargó el brazo y sus deformes dedos le cogieron la mano—. Ahora, hija, creo que ya sabes por qué siempre aconsejo precaución en nuestros tratos con la Península de la Estrella. Hay mucho más en juego que los mezquinos asuntos de Tirand Lin y su Círculo de débiles y estúpidos seguidores. Hasta el momento no has conseguido nada amenazando al Sumo Iniciado. No, no te atrevas a encolerizarte conmigo: es la verdad y, si eres honesta, lo reconocerás. No has conseguido nada. De manera que tienes que planear una nueva estrategia.
Ella liberó su mano y lanzó una breve risita aguda.
—¿Crees que será así de sencillo?
Los carmesíes ojos de Narid-na-Gost la miraron con ironía.
—¿No lo será para ti? Al fin y al cabo, parece que ahora te consideras invencible.
Ygorla apretó la boca, pero antes de que pudiera contestar, el demonio hizo un gesto brusco que ella conocía bien y la costumbre, arraigada, la hizo guardar silencio.
—Palabras, Ygorla —dijo Narid-na-Gost—. Eso es lo que has usado hasta ahora en tu guerra contra Tirand Lin y sus seguidores. Ha llegado el momento de encontrar un arma mejor. Sabes tan bien como yo que eso es cierto. Piensa, hija. Usa plenamente esos poderes de los que tan orgullosa estás y de los que con tanto descuido presumes ante tu corte. Piensa también, a la luz de lo que te he dicho, en lo que para nosotros significa la rendición del Círculo si consigues vencerlos. —La miró a la cara y supo que sus palabras habían calado hondo. Sonrió—. Quien controle el Castillo, controlará también la Puerta del Caos. ¡Y ése, hija mía, es un trofeo invaluable!
Aquella noche, la Alta Margravina viuda, Jianna Hanmen Alacar, se quitó la vida.
Por una desgraciada circunstancia, fue Strann quien la encontró. Hubiera querido no obedecer la sugerencia, dulcemente formulada por Ygorla, de ir a buscarla a su habitación cerrada y guardada para acompañarla hasta la sala de audiencias y así com placer a su emperatriz; pero como siempre, comprendió que era mejor no desafiar una orden de Ygorla, por muy amable que hubiera sido la forma de expresarla. Aquella noche, Ygorla estaba de un humor especialmente travieso; eso, en ella, significaba buen humor, pero seguía encerrando peligro para cualquiera que resultara ser el blanco de una de sus bromas. Strann no supo qué le había metido en la cabeza la idea de convocar a Jianna ante la corte; últimamente Ygorla había perdido interés en la pobre mujer, y Strann había tenido la esperanza de que dejaran en paz a Jianna para que sufriera sus penas en soledad. Pero la orden fue dada, y Strann fue el encargado de llevarla a cabo. Seguido de cerca por uno de los omnipresentes guardias demonios, se acercó a la cámara de la viuda y mostró la prenda de Ygorla; se abrió la puerta y entró, preparado para enfrentarse a la mirada de Jianna y para sentir de nuevo el silencioso azote del desprecio que por él sentía.
Colgaba frente a la ventana, ahorcada por una tosca pero efectiva cuerda que había confeccionado con jirones de su propio vestido. Strann se quedó mirándola durante medio minuto quizás, incrédulo, demasiado impresionado para reaccionar, hasta que el centinela, sospechando que algo no iba bien, entró en la habitación. Entonces —luego no recordó los detalles; fue como si algún otro, alguien con valor, alguien con la decisión que él había perdido, hubiera ocupado su lugar en aquellos segundos ciegos— se volvió gritando a los guardias y los azotó, los maldijo, les dio puñetazos hasta que por fin se derrumbó en el suelo del pasillo y vomitó sobre sus manos mientras el mundo bailaba a su alrededor vertiginosamente.