Sintió que la mujer morena los miraba, pero no alzó la cabeza; no quería encontrarse con su mirada. Entonces ella habló de nuevo.
—Vaya, qué pobre actuación. —Su voz era tan encantadora como su rostro; pero por debajo de su dulzura, Strann escuchó una nota acida que implicaba una horrible amenaza—. Cuatro viajeros llegan para rendir homenaje a su nueva gobernante, pero parece que no tienen nada que decir. Ni cumplidos, ni bonitas palabras de elogio, ni un solo aplauso. Me siento defraudada. —Hizo una pausa, y nadie emitió el menor sonido. Los talones de sus zapatos sonaron sobre el estrado mientras retrocedía lentamente hacia el trono.
»¿Es posible quizá que nuestros nuevos amigos estén tan impresionados que sean incapaces de encontrar palabras? Eso sería comprensible, ¿verdad? —Miró a la multitud reunida a su alrededor, y sus ojos lanzaron un destello ominoso—. ¿Verdad?
Esta vez le contestaron, y a Strann se le heló la sangre al escuchar los sibilantes «sí, majestad» y «desde luego, señora» que surgieron de las gargantas de los aterrorizados cortesanos. Se dijo que aquella gente, entre los que reconocía a buen número de los miembros de la guardia personal de Blis Alacar, no era un grupo de cobardes, y se estremeció al imaginar el poder que ella debía de haber esgrimido para reducirlos a las atemorizadas sombras que ahora eran.
De repente se escuchó otro sonido, más alto y feo, procedente de un lugar cercano a sus pies, y por el rabillo del ojo vio que el marinero herido había caído de rodillas y estaba doblado en el suelo. Su sangre manaba ahora más copiosamente, y un hilillo escarlata le recorría la barbilla. El dolor había eclipsado al miedo e intentaba hablar, suplicando de manera incoherente, pidiendo ayuda, agua, algo que frenara la hemorragia. Los brillantes ojos de Ygorla se clavaron en él con un rápido movimiento reflejo digno de un felino, y frunció el labio.
—¡Ah, mirad! ¡Este buen hombre está tan abrumado que verdaderamente se desangra por mí! Semejante gesto me conmueve, y lo recompensaré. Traedlo aquí.
Dos de los guardianes negros surgieron de entre la multitud, cogieron al herido por los antebrazos y dejando un largo reguero rojo en el suelo de la sala, lo arrastraron hacia el trono, donde lo dejaron caer ante el estrado. Su dueña miró un instante al herido; luego giró la cabeza e hizo un imperioso gesto de llamada.
Tres sombras se destacaron de la oscuridad detrás del trono. Se movieron con tal rapidez que al principio Strann no se dio cuenta de qué eran o de qué iban a hacer; y cuando por fin comprendió, ya era demasiado tarde incluso para apartar la mirada, porque las súplicas del marinero se habían convertido en chillidos de agonía al tiempo que las bestias, negras como sombras, lo derribaban y despedazaban.
Otros gritos se unieron a los del marinero; una mujer cercana a Strann vomitó con violencia y otra comenzó a sollozar histérica. Pero Strann no fue capaz de reaccionar; se limitó a contemplar la carnicería con una sensación de total irrealidad que dejaba de lado sus emociones, como si de golpe una tapa se hubiera cerrado sobre su mente.
Los chillidos del marinero cesaron al cabo de unos instantes y por fin los monstruos se retiraron. Uno de ellos, al retroceder lamiéndose la sangre del hocico, pareció sonreír a Strann, como compartiendo un chiste privado. Strann vio que las bestias no habían dejado ni siquiera un hueso del cadáver de su víctima, pero aquello no lo afectó: no significaba nada. La mujer seguía sollozando; oyó que Ygorla decía con rencor: «¡Hacedla callar!», y los lloros cesaron de manera brusca e instantánea. A su lado, Fyne respiraba de manera profunda y dolorosa, intentando mantener el control. Los ojos de Ygorla brillaron cuando los miró de nuevo.
—Bueno. Me he divertido, pero sólo un poco. —Ladeó la cabeza casi con coquetería, como si pensara qué podía divertirla más, y luego señaló a Fyne con un dedo de larga uña—. Él —dijo.
Fyne fue llevado hasta quedar ante ella, que lo enjuició con una larga y pensativa mirada antes de dirigirle la palabra.
—Veo que eres un capitán de barco. Bien, capitán, ¿qué clase de distracción piensas ofrecer a tu Alta Margravina?
Un sonido rasposo surgió de la garganta de Fyne, quien sacudió bruscamente la cabeza.
—¿Distracción? —Su voz se quebró en la última sílaba.
—Sí, distracción. Está bastante claro, capitán; tie nes una sencilla elección que hacer. Puedes arrodillarte ante mí y jurarme fidelidad, en cuyo caso te unirás a mi séquito y aprenderás a agradarme; o puedes compartir el rápido pero doloroso final de tu camarada. De cualquiera de las dos maneras, tu cuerpo será de alguna utilidad.
Fyne la miró. Le corrían lágrimas por las mejillas, y su rostro tenía una palidez mortal, sin expresión o movimiento alguno, a excepción de los ojos, que ardían de pena y de rabia y, sobre todo, ardían con un odio perturbado.
—No lo haré —afirmó Fyne, y su voz se escuchó, llena de desprecio, en toda la sala—. No haré ningún pacto contigo. Porque no me asocio con demonios de los Siete Infiernos —y, con todo el desprecio que su furia y su odio le inspiraban, escupió directamente a su exquisito rostro.
Ygorla lo esquivó, y el escupitajo aterrizó sobre el estrado. Lo contempló, se encogió de hombros y chasqueó los dedos.
Esta vez Strann fue incapaz de mirar. El coraje loco, desafiante de Fyne lo conmovió en lo más hondo, y el hecho de que el capitán no intentara defenderse de las bestias cuando se arrojaron sobre él dio una terrible dignidad a su ignominiosa muerte. Pero incluso cuando cerró los ojos y se apartó, un pensamiento se repitió en el cerebro de Strann, en protesta impotente pero atormentada:
¡Era mi amigo!
No significaba nada; ni siquiera era verdad…, pero le dio algo a lo que agarrarse en aquel mar de horror, puesto que se trataba de la primera reacción racional que era capaz de tener desde su captura. Cuando el pensamiento penetró en él, abriéndose paso entre las brumas de su cerebro, sintió que su innato instinto de supervivencia volvía a aflorar. El aturdimiento iba desapareciendo, llevándose consigo la sensación de irrealidad, y en su lugar se formaba un núcleo duro de sentido común. Todavía no sabía adonde podría llevarlo, pero era un atisbo —aunque sólo fuera un atisbo— de esperanza.
Era su turno. Sintió unas manos huesudas que le cogían los brazos y lo empujaban hacia adelante, y, mientras era llevado ante el monstruoso trono, se obligó por fin a alzar la vista para encontrarse con la intensa mirada azul zafiro de Ygorla. Era increíblemente hermosa. Tan hermosa, en realidad, que supo instintivamente que no podía ser totalmente humana, porque sus formas eran demasiado perfectas. Pero tampoco creía que fuera un demonio, porque Strann sabía lo suficiente de demonios para tener presente que, como sus primos inferiores los elementales, carecían de ciertas dimensiones, de ciertos niveles de realidad, lo que les hacía totalmente imposible la tarea de hacerse pasar de manera convincente por mortales. No; aquella mujer —aquella criatura— era algo más. Pero ¿qué?
La voz de Ygorla interrumpió sus elucubraciones, como miel y cristal.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Una rata vestida de hombre, con los bigotes crispados? Desde luego, parece una rata, aunque consigue mantenerse bastante bien en pie sobre las patas traseras. —Vio que Strann se tensaba de manera involuntaria, intentando no hacer caso del insulto, y se rió; varios de sus cortesanos se unieron rápidamente a la risa—. Mirad que aspecto más embarrado. Mirad el color de su pelo, y cómo le cae alrededor del rostro, como colas de ratas. Sí, definitivamente creo que no es un hombre sino un roedor. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Eres inteligente, rata? ¿Hablas o sólo lanzas chillidos?
Las mandíbulas de Strann estaban tensas; se esforzó en relajarlas un poco e intentó que su voz sonara firme.
—Hablo, señora —contestó en voz baja.
—Ah. Así que lo haces. Bien, entonces, rata, ¿qué destino elegirás? ¿Mordisquearás migajas a mis pies… o debo disparar mi cepo también para ti?
Strann vaciló. A pesar de su cobardía confesada, todo su instinto se rebelaba contra aquella humillación. Quería escupirle a la cara como había intentado hacer Fyne, vilipendiarla con todo el vitriolo de que fuera capaz su habilidad de bardo. Pero al mismo tiempo sabía que si lo hacía, sólo tendría unos segundos de satisfacción antes de morir en las fauces de sus felinos-sabuesos. Al igual que Fyne, estaba frente a una sencilla disyuntiva: morir sin mancillar su orgullo y sus principios, o usar su astucia para seguir con vida sin importar el precio que tuvieran que pagar su dignidad y su conciencia. Y no tenía nada que ganar muriendo.
Tragó bilis y dio un paso al frente.
—Majestad —dijo en un tono de voz que llegó a todos los rincones de la sala— estoy a vuestras órdenes. —Dobló una rodilla, cogió la mano que ella le tendía y la besó. Cuando completó su florido gesto y se retiró, vio por el rabillo del ojo a la Alta Margravina, sujeta todavía por los dos guardianes inhumanos. Lo miraba como si él hubiera surgido del suelo procedente de alguna cloaca de los Siete Infiernos, y sus ojos mostraban el odio y el sufrimiento ante lo que consideraba una traición total. Strann se vio asaltado por una gélida náusea, pero nada podía hacer para redimirse; no podía correr el riesgo de intentar mostrar la verdad a la Margravina, aun cuando ésta hubiera sido capaz de comprender o de creer cualquier señal que le hiciera. Apartó su mirada de ella, pero siguió sintiendo el aguijón de su desprecio como una herida física.
Ygorla, sin embargo, sonreía. La respuesta de Strann la había complacido; comenzaba a estar harta de los dos extremos de breve desafío y cobarde impotencia que hasta el momento había encontrado en la Isla de Verano, y aquel hombrecillo mediocre parecía por lo menos tener algún potencial para divertirla.
Se repantingó en el trono adoptando una postura lánguida, pero sin que su mirada perdiera intensidad.
—Bien —dijo—. Has hecho un bonito ademán, rata. Pero ¿qué valor crees que puede tener para mí una criatura como tú? Quiero más que lealtad de aquellos que disfrutan de los privilegios de mi corte, y puedo enfadarme rápidamente con los siervos que no consiguen divertirme. Mis mascotas —con gesto descuidado alargó una mano y acarició la horrible cabeza de uno de sus felinos-sabuesos, que emitió un ronco ronroneo de adoración como respuesta— siempre tienen hambre.
—Majestad —repuso Strann obsequiosamente—, no pretendo tener grandeza, pero poseo un talento que me atrevo a decir me concedería el honor de dis traeros durante un rato. —Dioses, pensó, ¿realmente se había hundido en aquella sima de servil hipocresía? Pero si quería sobrevivir, el respeto por sí mismo era un lujo que ya no podía permitirse. Descolgó de su espalda el estuche del instrumento, que sus captores no habían intentado quitarle en ningún momento, y lo abrió, mostrando el manzón.
»Soy, majestad, un músico y un narrador de historias. —Alzó el manzón y volvió a doblar una rodilla para apoyarlo; después, rezando en silencio porque el instrumento no estuviera demasiado desafinado, pulsó un acorde. Las cualidades acústicas de la sala lo magnificaron de forma impresionante; vio una chispa de ávido interés en los ojos de Ygorla, y se permitió respirar con más confianza. Comenzaba a ver por dónde iba aquella mujer. No conocía el alcance de su poder, pero había reconocido todos los signos de desmesurado engreimiento, y estaba dispuesto a apostar que podía jugar de modo escandaloso con su vanidad sin que ella se percatara de sus verdaderos motivos.
Tocó otra secuencia de notas, rápidas, complicadas, deslumbrantes; y, cuando volvió a hablar, puso en su voz toda la riqueza, la elegancia, la habilidad de persuasión, halago y lisonja que su adiestramiento en la Academia del Gremio le había proporcionado.
—Os serviré como vuestro bardo, señora, si tan sólo accedéis a concederme ese honor. Puedo tocar para vos, puedo cantar para vos. Puedo componer para vos épicas historias, historias de vuestro poder y gloria que serán susurradas en tonos de asombro por todo el mundo. —Pulsó nuevos acordes, conmovedores y con un toque grandioso, y, al ver que ella respondía involuntariamente con una sonrisa, sutilmente moduló la música hasta convertirla en una cascada de notas dulcemente quejumbrosas—. O baladas acerca de vuestra belleza, que harán que las mujeres se suiciden de envidia.
Cuidado
—pensó—,
no te excedas
; dejó caer la cabeza como si sintiera vergüenza o timidez y acabó, en un tono de infinita reverencia—: Y que los hombres enloquezcan de deseo.
Ygorla rió encantada. Era la reacción que Strann había suplicado para sí; mantuvo la cabeza inclinada y no movió ni un músculo. La risa se acabó en un suspiro, e Ygorla dijo suavemente:
—¿Me deseas, hombrecillo?
Tiempo, pensó Strann. Era una de las primeras lecciones que había aprendido, y procedía de sus días en las ferias más que de las enseñanzas del Gremio. Muy despacio, y manteniendo un cuidadoso control, alzó la cabeza.
—Majestad… —Se permitió mirarla a los ojos con candidez durante un momento calculado antes de bajar la mirada otra vez—. No me atrevo a mentiros: debo decir la verdad. Afrontaría las torturas del fuego por un instante entre vuestros brazos. —Alzó de nuevo la mirada—. Pero sé que jamás seré digno de vos. Sólo puedo rezar para que perdonéis mi atrevimiento.
Hubo un largo y tenso silencio. Strann se preguntó nervioso si había calculado mal la retórica y se había traicionado, pero al menos en eso había sobrestimado a Ygorla. De repente, ella volvió a reír, esta vez una carcajada de alegría completa, sin trabas, que hizo que la corte la imitara a toda prisa. Echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto su blanca garganta y la curva seductora de sus senos, y su cabello se onduló como azabache vivo. Cuando su risa cesó, se pasó la mano por la boca de una manera descaradamente lasciva.
—Creo que me gustas, rata. Creo que puedes tener cierta capacidad para divertirme. —De manera brusca e imperiosa alzó la cabeza y contempló la sala, sin molestarse en disimular el desprecio que sentía ante el mar de rostros asustados que la rodeaba. Entonces se puso en pie.
—Necesitamos un bufón de la corte que nos entretenga a todos, y creo que este juglar estará a la altura de las circunstancias. —Su mirada se centró de nuevo en Strann, quien vio en ella burla, seguridad en sí misma y un malévolo placer—. Te añadiré a mi colección de fieras y te concederé el título de mi rata mascota. Como mascota mía, te sentarás en un cojín de terciopelo a mis pies y disfrutarás de todos los privilegios de la corte. Pero no olvides nunca que soy una dueña exigente. Compláceme y prosperarás. Falla —su dulce sonrisa cambió un tanto y sus labios se tensaron, algo que no dejó ninguna duda a Strann sobre su significado— y desearás no haber venido nunca berreando a este mundo.