Ella se rió roncamente, y cogió la mano de Strann.
—Puedes llamarme Yya.
—¿Yya? —Reprimió una carcajada de borracho—. ¡Eso no es un nombre, es un ruido!
—Sí. —Ella rodó hasta quedar pegada a él—. Es el ruido que hace una mujer cuando está satisfecha.
—Ya me había dado cuenta. Pero ¿cómo te llamaban tus padres?
—Algo totalmente horrible. Pero haré un trato contigo,
Narrador de Historias
: te diré mi verdadero nombre si me revelas a qué clan perteneces.
Ella lo acariciaba de manera placentera, deliciosa, y Strann no pudo evitar la risa.
—¡No hay trato, dama mía! No le diré a nadie a qué clan pertenezco. Ni siquiera a una criatura tan hermosa como tú. Y deja de hacer eso; ¡no me persuadirás!
Ella se detuvo y volvió a tumbarse de espaldas, con una repentina expresión seria y de curiosidad.
—¿Por qué no quieres decirlo, Strann? ¿Tan importante es?
—Es probable que no. Pero así como no presumo de ser un Maestro del Gremio de las Artes Musicales porque el Gremio no me lo agradecería, tampoco voy por ahí revelando el nombre de mi clan porque mi clan tampoco me lo agradecería. —Sonrió—. Soy lo que se dice la mancha que deshonra el blasón de la familia.
Ella se rió.
—Bueno, entonces somos tal para cual. Oh, y eso me recuerda algo: ¿te has enterado de las noticias acerca de tu última amada aquí en Shu-Nhadek, de Kiszi?
En la mente de Strann apareció el recuerdo de una cara bonita con gesto de hacer pucheros, coronada por una nube de cabellos dorados; la caprichosa hija de un aristócrata menor, con la que había tenido un breve pero delicioso romance durante su última estancia aquí. Casi había olvidado a Kiszi; y el malicioso recordatorio de Yya le produjo una repentina punzada de desazón al recordar el incidente que había provocado la ruptura definitiva entre ambos. La última de las experiencias paranormales que habían marcado su anterior visita a aquella provincia. Y, con mucho, la más desagradable.
Siguió la mirada de Yya, que contemplaba el techo, y de pronto su corazón se encogió. Dioses… Sabía que aquélla era la misma taberna en la que se había albergado en su última visita a Shu-Nhadek; al fin y al cabo, aquí era un cliente conocido y apreciado, y le había parecido una tontería romper con una vieja costumbre por culpa de un único incidente desagradable. Pero esta habitación… ahora la reconoció; reconoció el dibujo de las manchas de humo y de humedad en los tablones del techo, el marco torcido de la ventana; maldita sea, incluso los bultos en el colchón le resultaban familiares. Era la misma habitación en la que —fuera lo que fuese, y seguía sin pretender conocer la respuesta a aquella pregunta— aquello había sucedido. El truco de magia que había intentado mostrar a Kiszi, haciendo girar unas monedas en el aire con un gesto de la mano que no acababa de salirle. Y, de pronto, las monedas habían cobrado vida propia y habían comenzado a girar y resplandecer flotando en el aire, y habían dado forma a un rostro. Y a unas palabras.
Estoy vigilando
…
—¡Strann! —lo llamó Yya—. ¿Dónde estás?
El recuerdo se desvaneció como un sueño interrumpido, y Strann parpadeó como un buho a la luz de las velas.
—¿Qué?
Ella lo miró, sorprendida y algo indignada.
—¡No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho!
Strann hizo un esfuerzo para que su mente volviera a reunirse con sus sentidos en el momento presente.
—Lo siento.
Si ella notó algo extraño, no lo demostró.
—Decía —repitió— que tu pequeña Kiszi ahora está prometida al segundo hijo de uno de los armadores más ricos de la provincia de Shu.
—Ah. —No lo sorprendía; no hubiera esperado otra cosa. De repente entrecerró los ojos—. ¿Cómo sabes lo de Kiszi y yo?
—Oh, pocas cosas se me escapan aquí. De hecho —mordisqueó los largos y rizados cabellos de Strann—, ya tenía en mente conseguirte la última vez que estuviste en Shu-Nhadek, pero Kiszi fue mucho más rápida —explicó con una sonrisa abierta y lasciva—. Sabe que has regresado y también he oído que está aterrorizada, no vaya a ser que te presentes ante la puerta de la casa de su padre para reclamar una vieja relación con ella. —Yya soltó una irónica risita—. ¡Lo único que puedo decir es que debe de tener una gran opinión de sí misma, si eso es todo lo que se le ocurre!
—¿Mmm? —La mente de Strann había vuelto a perderse por caminos desagradables; se recuperó—. ¿Qué quieres decir con que «si eso es todo lo que se le ocurre»?
—Oh, Strann, Strann. Todo el mundo te conoce. Quiérelas mucho, no les prometas nada y sé sincero y firme en tu promesa. —Se alzó y lo besó en la nariz—. El bardo vagabundo que ninguna chica ha conseguido cazar, y seguramente ninguna lo hará. De verdad creo que podría enamorarme de ti, si fuera lo bastante estúpida como para permitir que eso ocurriera.
Strann sonrió.
—El amor no tiene por qué ser una trampa, Yya. Ni tiene por qué durar para siempre. —Con una mano siguió suavemente el contorno de su mandíbula—. Debes de haber aprendido eso en tu profesión. ¿Cuántos se han enamorado de ti y luego han descubierto que no eran la única luz en tu vida?
Ella reconoció el argumento con un gesto seco.
—Muchos. Pero nunca les prometo más de lo que estoy dispuesta a darles.
—Tampoco lo hago yo. La vida es demasiado corta, ¿verdad? Viajamos mientras los dioses nos lo permiten; ¿no somos más sabios al disfrutar del placer dondequiera que lo encontremos, a condición de que seamos francos y que intentemos en la medida de lo posible no hacer daño a nadie?
Yya reflexionó durante algunos instantes y después hipó.
—Oh, dioses —dijo de buen humor—. Ya basta de filosofía… pero creo que tienes razón,
Narrador de Historias
. Y al menos por esta noche eres
mi
narrador de historias, aunque sé que te irás por la mañana y que es probable que no vuelva a verte hasta que el Alto Margrave te llame de nuevo a su mesa.
—Me gustaría que vinieras conmigo. Alegrarías la corte de la Isla de Verano.
—Seguro que lo haría, y te agradezco el cumplido porque sospecho que podrías ser sincero. Pero por ahora, Strann, que se pudran los Altos Margraves con todos sus elegantes ropajes: esta noche tengo toda tu atención y nadie me va a privar de ella.
Rodeó el cuello de Strann con sus brazos; a la tenue luz de las velas, sus ojos eran como brasas, repletos de cariñosa malicia. La cerveza y la buena compañía, y el rescoldo cálido y duradero de una velada triunfante, iban inflamando la mente y el cuerpo de Strann mientras Yya se apretaba contra él y le besaba expertamente el rostro hasta llegar a su boca. La vela goteó; él alargó una mano y la apagó, sumergiendo la habitación en una suave y cómoda oscuridad.
—Ah —susurró—, Yya. No es un nombre. Es un sonido. Yya…, hermosa Yya…
La noche silenciosa los envolvió, y los inquietos recuerdos de Strann se desvanecieron ante la promesa de placeres más profundos y privados.
Mucho después, oculta ya la primera luna y cuando la luz de la segunda no era más que un reflejo diáfano en las cortinas echadas, Strann yacía despierto. A su lado, Yya dormía profundamente y su respiración era lenta y regular en el tranquilo silencio; pero aunque sabía que debía seguir el ejemplo de la chica, Strann no conseguía que su cuerpo obedeciera los deseos de su mente. Y tampoco podía impedir que su mente volviera a aquellos días, en la primavera del año pasado, y a los recuerdos que habían vuelto a despertar con la fiesta de esta noche.
Había sido una época extraña. Con los años de vagar por el mundo, contando historias, cantando canciones, Strann se había acostumbrado a situaciones extrañas, pero aquello había hecho palidecer otras experiencias, que se convirtieron en insignificantes a su lado. A lo largo de su vida, jamás había dado muestras de tener un talento extrasensorial, pero los acontecimientos del último año en la Isla de Verano habían tocado un núcleo de instinto oculto que nunca había sabido que poseyera, y lo habían hecho de manera decisiva.
Ahora que los recuerdos habían vuelto a despertar, no podía hacerlos retroceder a algún rincón oscuro de la mente y olvidarlos. Si había de ser franco, debía reconocer que, en momentos en que había bajado la guardia, habían surgido tanto en sus sueños como en la vigilia desde que había abandonado apresuradamente la provincia de Shu. Y había un acontecimiento que lo perseguía más que los otros: el festejo de boda de la Alta Margravina, al que había sido invitado como atracción pagada, y en el que había interpretado lo que entonces pareció ser un inofensivo dueto con la hermana del Sumo Iniciado, Karuth Piadar. Aquello, le decía su instinto, había sido el punto de partida de todo el episodio.
Strann había soñado con Karuth en varias ocasiones desde aquel primer y único encuentro. Sueños inocentes, nada escabrosos, que significaban un cambio en la corriente normal de su imaginación; pero aunque Karuth era una intérprete excelente y una mujer atractiva e inteligente, no era realmente hermosa ni disponible, ni tenía cinco o diez años menos que él, y Strann siempre había acosado con alegría a mujeres que cumplieran al menos dos de esas tres condiciones. Juzgarla en ese sentido no era lógico, desde luego: ni siquiera él podía ser tan optimista como para pensar en Karuth Piadar como una posible amante. Pero había algo más que había apartado las consideraciones obvias y se había asentado profundamente en su alma, donde había despertado una especie de sentimiento de afinidad. Y de sospechas compartidas.
Aquella última noche en Shu-Nhadek, recordó Strann, antes de su apresurada partida tras la última e intolerable experiencia paranormal, se había preguntado si Karuth estaría atravesando problemas similares a los suyos. Aunque ella no lo había admitido, su intuición le decía que Karuth también había recibido la visita de la misma aparición que se había presentado ante él después del festejo de la boda: la mujer de ojos dorados, vestida con el traje pasado de moda, que sonreía con tanta sabiduría y que lo miraba a los ojos de manera tan inquietante. Ignoraba si había sido un sueño o una visión —ni siquiera estaba seguro de saber en qué consistía la diferencia—, pero lo había aterrorizado. Jamás en toda su vida le había ocurrido nada parecido, y lo peor era que creía saber quién había sido su fantasmal visitante. Si estaba en lo cierto, había sido el primer hombre en casi cien años que había mirado a la cara a la mujer que había llevado de vuelta al mundo a los dioses del Caos.
¿Cuántas veces desde aquella noche deseó haberle dicho la verdad a Karuth, en lugar de darle la espalda y aparentar que nada extraño había sucedido? Strann siempre se había mostrado muy cauteloso en todo cuanto pudiera estar relacionado con las materias ocultas; los dioses y sus asuntos, creía, no eran algo con lo que un hombre normal debiera mezclarse, si es que tenía una pizca de sentido común. Pero algo lo había seguido desde la Isla de Verano, y ese mismo algo lo había acosado los días siguientes, hasta culminar en el inquietante incidente en aquella misma habitación con las monedas y el mensaje que habían comunicado. Sólo al abandonar Shu-Nhadek había conseguido dejarlo atrás. Y aunque comenzaba a hartarlo la palabra, otra vez tenía la intuición de que Karuth podía haber pasado por experiencias similares a las suyas.
Quizá debería haberle escrito. El adiestramiento de su Gremio le había proporcionado una buena base en las habilidades de escriba, y podría haber redactado una carta diplomática y haberla enviado a la Península de la Estrella desde un puesto de aves mensajeras en cualquiera de los pueblos de más importancia. Pero cada vez que se le había ocurrido hacerlo, había encontrado una excusa para dejarlo para más adelante. Ahora era demasiado tarde, porque al día siguiente —no, aquella misma mañana, porque hacía rato que había pasado la medianoche— zarparía de Shu-Nhadek para visitar la Isla de Verano por segunda vez, y los puntos de vista y experiencias de Karuth no le servirían de nada.
¿Qué estaría esperándole en la Isla de Verano? Una fiesta, sí; no tan espectacular como la boda del año pasado, pero una gran ocasión de todas maneras. Pero ¿qué más? ¿Quedaría algún residuo de los acontecimientos pasados, aguardándolo para volver a acosarlo? ¿O aquel viejo incidente estaba ya totalmente olvidado y él no hacía más que ver fantasmas inexistentes?
Se produjo un movimiento a su lado, y los ojos de Yya, cargados de sueño, se abrieron, brillando en la oscuridad.
—¿Strann? ¿Qué haces?
Él giró la cabeza sobre la áspera almohada y la miró.
—Sólo pienso.
—¿En qué?
Esbozó una rápida sonrisa, ligeramente maliciosa.
—En ti, claro. ¿En qué otra cosa podía pensar?
—Mentiroso. —Bostezó—. En serio, ¿qué te pasa?
Strann le tocó la punta de la nariz con un dedo.
—No pasa nada, preciosa. Estaba enfrascado en componer un soneto en tu honor.
Ella buscó rastros de sarcasmo, pero no los encontró; el tono de broma de Strann era amable.
—Ohh… —Apartó la mano de Strann—. ¿Me tomas por una crédula cabeza hueca? Duérmete, tonto encantador y ridículo.
Ella había interrumpido su siniestro estado de ánimo, y Strann se sintió de repente agradecido, de una manera que no podía ni comenzar a explicar. Se rió en voz baja.
—¿Es una orden, mi dama?
—Lo es. Duérmete, ahora. —Lo besó y lo tapó más con la manta—. Sonetos, vaya… —Su voz estaba cargada de somnolencia—. Buenas noches, contador de historias.
Strann le sonrió con cariño, aunque ella había vuelto a cerrar los ojos y no vio su expresión.
—Buenas noches —respondió en voz baja y añadió para sí—:
Y gracias, Yya. Gracias por volver a enderezar mis pasos por el camino de la razón
.
A
unque siempre había sido un buen marino, Strann creía firmemente en la sabiduría de no tentar a la Providencia, por lo que una hora antes del amanecer ya estaba en camino hacia el puerto de Shu-Nhadek con dos pequeñas ofrendas para lanzar al mar, con la esperanza de asegurarse una travesía en calma. También tenía un terrible dolor de cabeza, pero eso era algo a lo que estaba acostumbrado desde hacía mucho tiempo, y la infusión de sabor horrible que se había obligado a beber antes de dejar las Lunas Llenas acabaría pronto con las miasmas.
No habría ceremonias para señalar su partida. Aquellos de los invitados que no habían conseguido arrastrarse hasta sus casas tras las fiestas de la noche, seguían roncando bajo el techo de Koord, e incluso Yya estaba profundamente dormida cuando él salió de la cama y recogió sus pertenencias con las primeras luces. Era una mañana bastante agradable, fresca y brillante después de los chubascos de los dos últimos días, y el fuerte viento de poniente olía a sal de manera vigorizante. Un buen día para salir a la mar, y cuando llegó al muelle donde el carguero
Pescador de Nubes
esperaba a su cupo de pasajeros, tanto el estómago como el ánimo de Strann habían experimentado una considerable mejoría.