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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La reina de las espadas (14 page)

Libro tercero

En el que el Príncipe Córum y sus compañeros emprenden una guerra, consiguen una victoria y se quedan asombrados por la efectividad de la ley.

Primer capítulo

La horda del infierno

De las ciudades y pueblos llameantes manaba una espesa humareda. Estaban al sudeste del río Ogyn, en el ducado de Kernow-a-Laun, y resultaba evidente que uno de los ejércitos del rey Lyr-a-Brode había llegado a la costa, muy al sur del Castillo Moidel.

—Me pregunto si Glandyth-a-Krae se habrá enterado de nuestra huida —dijo Córum, mirando desesperadamente las tierras que ardían. Las cosechas habían sido destruidas, los cuerpos se pudrían bajo el sol del verano, y hasta se había cometido una innecesaria matanza de animales.

Rhalina se sentía asqueada por lo que le había pasado a su país y no pudo mirarlo por mucho tiempo.

—Sin duda —dijo en voz baja—, su ejército habrá avanzado sin problemas en la mayor parte del terreno.

De vez en cuando veían pequeños grupos de bárbaros montados en carros o en viejas mulas, saqueando lo que quedaba de los pequeños poblados, pese a que todos hubiesen escapado ya de la matanza o la tortura.

A veces, veían refugiados caminando hacia el sur, esperando encontrar algún lugar donde esconderse.

Cuando por fin llegaron al río Ogyn, éste bajaba cargado de muerte. Familias enteras se pudrían en el río, junto con ganado, perros y caballos. Los bárbaros lo recorrían, siguiendo al ejército principal, pero asegurándose de que no quedase nada a sus espaldas. Rhalina lloraba abiertamente; Córum y Jhary ofrecían rostros oscurecidos por la severidad y, mientras procuraban evitar el hedor a muerte, se impacientaban por la lentitud de la nave, aunque ésta se moviese más aprisa que un caballo.

Y luego vieron la granja.

Unos niños corrían por el interior de las vallas, dirigidos por un pastor, su padre, armado con una vieja espada oxidada. La madre cerraba la entrada con barricadas.

Córum vio el origen de su espanto. Un grupo de bárbaros, cerca de una docena, corrían por el valle hacia la granja. Llevaban teas en las manos y se acercaban deprisa, haciendo mucho ruido.

Córum ya conocía a aquel tipo de Mabdén. Había sido capturado y torturado por ellos. No eran distintos de los de Glandyth-a-Krae; sólo se diferenciaban en que iban en mula, no en carros. Vestían pieles andrajosas y llevaban brazaletes y collares robados, y se sujetaban las trenzas con colgantes de joyas:

Se levantó y se dirigió junto al timonel.

—Debemos bajar —le dijo apremiante a Bwydyth-a-Horn—. Hay una familia a punto de ser atacada...

Bwydyth le miró con tristeza.

—Tenemos muy poco tiempo, Príncipe Córum —le dijo, ciñéndose el chaquetón—. Si hemos de rescatar la ciudad y volver a estos Planos para salvar Lywm-an-Esh, debemos conseguir todo lo que figura en la lista de sustancias en Halwyg-nan-Vake.

—Baja —ordenó Córum.

—Muy bien —dijo Bwydyth en voz baja—. Ajustó los controles, mirando a través de un visor que mostraba la tierra abajo—. ¿Esa granja?

—Sí, esa granja.

El Navío Celeste empezó a descender. Córum salió al puente para observar. Los bárbaros se habían fijado en la nave y les señalaban consternados, aflojaban el paso.- La nave empezó a rodear la granja y pudieron ver que casi no tenían sitio para aterrizar. Las gallinas correteaban cacareando mientras la sombra del navío las cubría. Un cerdo se escabulló a la pocilga.

Al descender se detuvieron los gemidos de la nave.

—Prepara la espada, amigo Jhary —dijo Córum. Pero Jhary ya la empuñaba.

—Hay más de diez —añadió cautamente el compañero de campeones—. Sólo somos dos. ¿Utilizarás tus poderes?

—Espero que no. Me asquea todo lo que huela a Caos.

—Pero, dos contra diez...

—También contamos con el timonel, y con el pastor.

Jhary apretó los labios y no dijo nada más. La nave golpeó contra el suelo. Apareció el timonel con una gran hacha.

—¿Quiénes sois? —dijo nerviosamente una voz procedente de la casita de madera.

—Amigos —dijo Córum.

Luego se dirigió al timonel:

—Sube a las mujeres y a los niños a bordo. —Y el Príncipe de la Túnica Escarlata saltó por encima de la borda—. Intentaremos distraerles mientras tanto.

Jhary le siguió, afianzándose en el suelo. No estaba acostumbrado a actuar sobre una superficie inmóvil.

Los bárbaros se acercaban con cautela. El guía se echó a reír cuando vio qué pocos eran los que debían combatir contra ellos. Dio un grito sanguinario, arrojó la espada a un lado, sacó una maza imponente del cinturón y espoleó a la mula, saltando la barricada de mimbre que el pastor había levantado. Córum saltó cuando la maza le rozó el casco. Se lanzó a la carga.

Su espada atravesó la rodilla del Mabdén y éste se puso a gritar de rabia. Jhary cruzó la barricada para recoger el arma abandonada, con los demás caballeros a sus espaldas. Llegó de un salto hasta el corral de la granja y prendió fuego a la barricada de mimbre. La cerca empezó a chisporrotear mientras otro jinete saltaba por encima. Jhary arrojó su puñal y le reventó un ojo. El hombre gritó y se derrumbó. Jhary agarró las riendas de la indómita criatura para poder subir a su lomo, tirando como un salvaje de las bridas para cambiar su carrera.

La barricada ardía frenéticamente y Córum esquivó la maza de colmillos de animales. Vio una abertura, saltó y golpeó al bárbaro en las costillas. El Mabdén cayó por encima del cuello del animal, apretándose la herida mientras era arrastrado por los corrales. Córum vio cómo otros dos intentaban que sus monturas saltasen por encima de la valla en llamas.

Bwdyth ayudaba a la joven esposa del pastor a llevar una cuna a la nave. Les acompañaban dos niños y un muchacho un poco mayor. El pastor, que seguía ligeramente aturdido por lo que había pasado, se subió el último, empuñando una oxidada espada con ambas manos.

De repente, de entre la barricada en llamas, aparecieron tres jinetes que se dirigían hacia ellos.

Pero allí estaba Jhary. Había recobrado el puñal y volvió a arrojarlo. De nuevo se hundió en el ojo del caballero más cercano que, como antes, cayó hacia atrás, soltando los estribos. Córum se subió a la mula, montando en la silla y defendiéndose con la espada del ataque de un hacha de guerra.

Deslizó la hoja por el mango del hacha forzando al hombre a soltarla. Mientras intentaba recogerla, Jhary le atacó por detrás, atravesándole el corazón, sacando la punta del sable por el otro lado del cuerpo. Aparecieron más.

El pastor tajó las piernas de una mula y, mientras el jinete intentaba levantarse, le abrió la espalda, desde el hombro hasta el pecho, usando la espada más hábilmente que un leñador el hacha.

La mujer y los niños estaban ya a bordo de la nave. Córum se agachó para levantar al pastor, que seguía golpeando el cuerpo ciegamente. Señaló el navío. El pastor parecía no entenderle, pero, al fin, dejó caer la ensangrentada espada y corrió hacia el buque.

Córum asestó una cuchillada al que quedaba, mientras Jhary desmontaba para recuperar el puñal. Córum dio la vuelta al caballo y le extendió un brazo a Jhary que, tras envainar sus armas, se abrazó a él, montando a la grupa hasta que llegaron a la nave. Embarcaron. Sólo dos jinetes quedaron vivos para verles cómo se alejaban.

No parecían muy contentos, pues contaban con una fácil matanza y, por el contrario, la mayoría de los suyos estaban muertos y sus presas huían.

—¡Mi ganado! —dijo el pastor mirando hacia abajo.

—Estás vivo —aclaró Jhary.

Rhalina tranquilizaba a la mujer.

La Margravina había desenvainado su espada, preparada para ayudar a los hombres en caso de que se vieran totalmente dominados por los bárbaros. La tenía apoyada en la borda, junto a ella. El más pequeño de los niños iba sobre sus rodillas, y la dama le acariciaba la cabeza.

El gato de Jhary se asomó por debajo del asiento y, cuando se aseguró de que ya no había peligro, volvió a colocarse sobre el hombro de su amo.

—¿Sabes algo del ejército principal? —le preguntó Córum al pastor. El Príncipe de la Túnica Escarlata se frotaba una pequeña herida que tenía en la mano mortal.

—He oído... he oído cosas. He oído que no es un ejército de seres humanos.

—Podría ser cierto —dijo Córum—. ¿Conoces su paradero?

—Debe estar cerca de Halwyg, a menos que haya llegado ya. ¿Por favor, a dónde nos lleváis?

—Me temo que a Halwyg —le contestó Córum.

El Navio Celeste siguió navegando por encima de una región desolada. Observaron que los grupos de batidores, parte del ejército principal, eran mayores. Muchos fueron los que notaron que la nave pasaba por encima de sus cabezas, y algunos incluso les arrojaron las lanzas o tiraron flechas antes de seguir saqueando, matando y quemando. Córum no temía a aquellos guerreros, sino a la hechicería que pudiera tener a su favor el Rey Lyr-a-Brode.

El pastor miraba atentamente.

—¿Está todo igual que antes? —preguntó.

—Por lo que sabemos, sí. Se acercan dos fuerzas a Halwyg: una desde el este, otra por el sudoeste. Me pregunto si los bárbaros de Bro-an-Mabdén serán tan brutales como sus compañeros.

Córum se apartó de la borda.

—¿Qué tal le habrá ido a Llarak-an-Fol? —preguntó Rhalina mientras seguía acunando al niño dormido—. ¿Se habrá quedado Beldan allí, o habrá podido llegar con nuestros hombres hasta Halwyg? ¿Qué le habrá sucedido al Duque?

—Pronto lo sabremos todo —Jhary dejó que el niño de oscuros cabellos acariciase al gato.

Córum se movía sin cesar por la cubierta, asomándose para ver las torres de Halwyg.

—Allí están —dijo Jhary tranquilamente—. Los invitados venidos del infierno.

Córum miró hacia bajo y vio una marea de carne y acero avanzando orgullosamente.

Eran millares de caballeros Mabdén. Cocheros Mabdén. Infantería Mabdén. Y cosas que no eran Mabdén, sino cosas invocadas por la brujería y reclutadas en los Reinos del Caos. Estaba el ejército del Perro: gigantescas bestias desmochadas del tamaño de caballos, más vulpinos que perrunos. También avanzaba el ejército del Oso: osos gigantescos que caminaban erguidos con un escudo y una porra. Y el propio ejército del Caos: guerreros deformes como los que encontraron en el abismo amarillento, dirigidos por un alto caballero vestido completamente de plata, sin duda el mensajero de la Reina Xiombarg de quien tanto habían oído hablar.

Y, justo ante los capitanes del ejército, se hallaban las murallas de Halwyg-nan-Vake, que, desde lejos, parecían una gigantesca maceta.

Se oían tambores rugientes entre las filas del ejército. Estridentes trompetas proclamaban la lujuria Mabdén. Una horrenda risa ascendía hacia la nave celeste y se escapaban gruñidos de las gargantas del ejército del Perro, unos gruñidos burlones que anticipaban la victoria.

Córum escupió hacia la horda, molesto por la peste que llegaba hasta él. Su ojo mortal se convirtió en una bola de fuego y, dominado por la furia, volvió a escupir sobre aquella canalla. Su garganta dejó escapar un sonido brutal y la mano se le fue al pomo de la espada, mientras recordaba su odio hacia los Mabdén, que habían matado a su familia y que le habían mutilado a él. Vio la bandera del rey Lyr-a-Brode, un trapo hecho harapos con el signo del Perro y del Oso. Buscó entre las filas enemigas para ver si encontraba a su mayor enemigo, al Conde Glandyth-a-Krae.

Rhalina le gritó:

—Córum, no malgastes tus fuerzas. Cálmate y ahorra energías para la lucha que está por venir.

El Príncipe se hundió en el asiento y el ojo poco a poco fue adquiriendo el color original. Jadeaba como uno de aquellos los perros, y las joyas que le cubrían el ojo ajeno parecían agitarse y resplandecer con una rabia diferente a la suya...

Rhalina se estremeció al verle así, casi sin rasgos mortales. Parecía estar poseído, como un semidiós de las oscuras leyendas, y su amor por él se convirtió en terror.

Córum se cubrió la cara con las manos y sollozó hasta que se le fue la cólera y, ya sereno, pudo levantar la cabeza. La rabia y su lucha por derrotarla le habían agotado. Se echó hacia atrás en el asiento, con la cara pálida, agarrándose a la borda con una mano mientras la nave empezaba a descender hacia Halwyg.

—Apenas nos falta una milla —murmuró Jhary—. Si no les detienen, habrán rodeado las murallas por la mañana.

—¿Cuál de nuestros ejércitos podrá detenerles? —preguntó Rhalina desesperada—. No ha de quedar mucha gente con vida en el Reino de Arkyn.

Los tambores seguían retumbando su júbilo y las trompetas su triunfo. Los gemidos del ejército del Perro, los gruñidos del ejército del Oso, los cloqueos y chillidos

del ejército del Caos, el estruendo de las mulas, los chirridos de las ruedas de los carros, el rechinar de los atalajes, el berrear de los bárbaros... todo parecía acercarse por segundos mientras se arrastraba hacia la ciudad de las flores la horda infernal.

Segundo capítulo

El comienzo del asedio

El sol empezaba a desaparecer cuando comenzaron a descender hacia la ciudad silenciosa y tensa y los ecos de la horda satánica asedió las torres.

Las calles y parques rebosaban de soldados agotados que acampaban en cualquier lugar donde pudieran hallar cobijo. Las flores habían sido pisoteadas y los arbustos comestibles arrancados para alimentar a los guerreros que habían acudido hasta Halwyg a enfrentarse con las tropas bárbaras. Estaban tan cansados que sólo unos pocos levantaron la cabeza para ver pasar la nave camino al castillo del Rey Onald. Aterrizaron sobre las desiertas almenas, pero, casi instantáneamente, aparecieron guardias con cascos de conchas y corazas y escudos del mismo material, que se precipitaron sobre ellos para detenerles, pensando que eran enemigos. Al ver a Rhalina y a Córum, guardaron aliviados las armas. Algunos de ellos estaban heridos, pues ya habían luchado en alguna escaramuza con el ejército bárbaro, y todos parecían echar en falta una buena noche de sueño.

—Príncipe Córum —dijo el jefe—, le diré a mi Rey que estáis aquí.

—Gracias. Entretanto, quisiera que algunos de vuestros hombres se ocuparan de esta gente que acabamos de salvar de los bárbaros de Lyr.

—Lo haremos, aunque andamos un tanto escasos de comida.

Córum se lo esperaba.

—El Navio Celeste, aunque no debe ser puesto en peligro, puede buscar alimento. Quizá con su ayuda encontréis algún alimento.

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