El timonel sacó un pergamino de la chaqueta y se lo entregó a Córum:
—Éstas son las raras sustancias que necesita nuestra ciudad para atravesar la Muralla entre los Reinos y venir en vuestra ayuda.
—Si podemos invocar a Arkyn —le dijo Córum—, le daré esta lista, pues siendo un dios tendrá más conocimientos que nosotros sobre tales cosas.
En la sencilla habitación de Onald, que seguía cubierta de mapas de la región, encontraron al apesadumbrado monarca.
—¿Qué tal va la nación, Rey Onald? —preguntó Jhary-a-Conel al entrar.
—Apenas puede llamársela nación. Poco a poco, nos han ido empujando hacia Halwyg, donde se han concentrado todos los supervivientes. —Señaló un mapa de Lywm-an-Esh y habló con voz hueca—: El condado de Arluth-a-Cal fue ocupado por los invasores marinos de Bro-an-Mabdén. El de Pendarge y su antigua capital Enyn-An-Aldarm han sido quemados, y están totalmente calcinados hasta el lago Calenyk. He oído que el ducado de Orynan-Calwyn sigue resistiendo en las montañas del sur, al igual que el ducado de Haun-a-Gwyragh. Pero
Bedwilral-nan-Rywn ha sido arrasado por completo, lo mismo que Gal-a-Gorow. No sé nada de Palentyr-a-Kenak...
—Ha caído —dijo Córum.
—¡Oh! Caído...
—Parece que estamos rodeados por todos lados —dijo Jhary mirando los mapas atentamente—. Desembarcaron en todas las costas y luego empezaron a dispersarse sistemáticamente, hasta que toda la horda confluya en Halwyg-nan-Vake. No pensé que los bárbaros fueran capaces de seguir tácticas tan sofisticadas, ni de pensarlas siquiera...
—Olvidas al mensajero de Xiombarg —dijo Córum—. Sin duda fue quien les enseñó este plan y cómo ponerlo en práctica.
—¿Hablas de la criatura de reluciente armadura, la que va en cabeza del ejército? —dijo el Rey Onald.
—Sí. ¿Tenéis noticias suyas?
—Ninguna que nos pueda servir de ayuda. Cabalga a menudo junto al Rey Lyr. He oído su nombre. Gaynor. El Príncipe Gaynor el Maldito.
Jhary meditó.
—Suele aparecer en este tipo de conflictos. Está condenado a servir al Caos para siempre. ¿Así que es lacayo de la Reina Xiombarg? Es el mejor puesto que haya ocupado hasta ahora...
El rey Onald miró a Jhary y siguió hablando:
—Sin la ayuda del Caos, nos superan en diez contra uno. Con mejores armas y tácticas superiores quizá habríamos podido resistirles durante años, o al menos haberlos contenido en las costas, pero el Príncipe Gaynor les aconseja cada paso a seguir. Y su consejo es bueno.
—Tiene mucha experiencia —dijo Jhary frotándose la barbilla.
—¿Cuánto tiempo podremos resistir un asedio? —le preguntó Rhalina al Rey.
Onald se encogió de hombros y echó un vistazo al gentío que se amontonaba en su ciudad.
—No lo sé. Los guerreros están cansados, nuestras murallas no son demasiado altas, y el Caos están luchando junto a Lyr...
—Corramos al templo para ver si podemos invocar a Arkyn —dijo Córum.
Cabalgaron por calles rebosantes, viendo caras desesperadas por todas partes. Las avenidas estaban bloqueadas por carros y ardían hogueras sobre el césped. La mitad del ejército estaba herido y llevaba armas inadecuadas. Parecía que Halwyg nunca podría resistir un primer ataque de Lyr. «El sitio no será largo», pensó Córum, intentando abrirse camino a través de la muchedumbre.
Por fin, llegaron al templo. El suelo estaba cubierto de soldados heridos que dormían, y Aleryon-a-Nyvish, el sacerdote, se hallaba en la entrada del templo, como si les estuviera esperando.
Les dio la bienvenida.
—¿Habéis encontrado ayuda?
—Quizá —contestó Córum—. Pero debemos hablar con Arkyn. ¿Puede ser invocado?
—Os espera. Llegó hace un momento.
Anduvieron a largos pasos a través de la oscuridad. Todo estaba lleno de jergones vacíos. Esperaban a los heridos y a los moribundos.
La hermosa silueta que había decidido asumir Arkyn salió de las sombras:
—¿Qué tal os fue en el reino de Xiombarg?
Córum le contó lo ocurrido y Arkyn pareció molesto. Estiró el brazo.
—Dame el pergamino. Buscaré las sustancias que necesita la Ciudad en la Pirámide. Tardaré en localizarlas.
—Y, entre tanto, el destino de dos ciudades sitiadas está por decidirse —dijo Rhalina—. Gwlas-cor-Gwrys sigue en pie. Nuestra única ventaja es que Xiombarg se está dedicando a dos batallas: la de nuestro reino y la del suyo.
—Sin embargo, su mensajero, Gaynor el Maldito, está aquí, y parece representarla adecuadamente —aclaró Córum.
—Si Gaynor fuera destruido —dijo Arkyn—, desaparecerían muchas ventajas de los bárbaros. No son tácticos por naturaleza, y solos, sin él, cundiría la confusión entre sus líneas.
—El que sean tantos, es una enorme ventaja por su parte —dijo Jhary—. Y, además, están los ejércitos del Perro y del Oso...
—De acuerdo, Jhary. Pero sigo diciendo que nuestro mayor enemigo es Gaynor el Maldito.
—Es indestructible.
—Puede ser destruido por alguien que sea tan fuerte como él. —Arkyn miró a Córum atentamente—. Pero ese hombre, necesitaría mucho valor y correría el peligro de morir con él...
Córum inclinó la cabeza.
—Tomaré en consideración tus palabras, Arkyn.
—Ahora, debo irme.
La bella silueta desapareció y se quedaron a solas en el templo.
Córum miró a Rhalina y luego a Jhary. Ninguno de ellos se encontró con su mirada. Los dos sabían lo que le había pedido Arkyn y la responsabilidad que descansaba en sus hombros.
Córum frunció el ceño y se acarició el parche de joyas del ojo izquierdo, flexionando los dedos de la mano ajena.
—Con el Ojo de Rhynn y la Mano Kwll —dijo—, con los obscenos regalos que Shool me injertase en el alma tan firmemente como en el cuerpo, intentaré deshacerme del Príncipe Gaynor el Maldito.
El Príncipe Gaynor el Maldito
—El Príncipe Gaynor fue un héroe una vez —dijo Jhary mientras observaba en la noche las millares de hogueras del campamento del Caos que rodeaba la ciudad—. También luchó a favor de la Ley. Pero se enamoró de algo, quizá una mujer, y se convirtió en un renegado, uniéndose al Caos. Fue castigado, dicen, por el poder de la Balanza. Ahora sirve al Caos para toda la eternidad, lo mismo que tú también sirves a la Ley para toda la eternidad.
—¿Por toda la eternidad? —dijo Córum perturbado.
—De eso no volveré a hablar —dijo Jhary—, pero a veces conocerás la paz. El Príncipe Gaynor sólo recuerda la paz y nunca podrá volver a encontrarla.
—¿Ni en la muerte?
—Está condenado a no morir nunca, pues con la muerte, aunque ésta no dure más que un instante antes de otro renacimiento, viene la paz.
—Entonces, ¿no lo puedo matar?
—No puedes matarlo, lo mismo que no se puede matar a un dios antiguo. Puedes desterrarlo. Pero tienes que saber hacerlo...
—¿Tu sabes, Jhary?
—Me parece que sí. —Jhary inclinó la cabeza, concentrado, mientras caminaba a lo largo de las almenas, junto a Córum—. Recuerdo leyendas que dicen que Gaynor sólo puede ser derrotado si la visera de su casco está abierta y le mira fijamente a la cara un servidor de la Ley. Pero su visera no puede ser abierta más que por una fuerza superior a la que maneja un mortal. Ésa es la condición de su destino. Y eso es todo lo que sé.
—Poco es —dijo Córum sin alegría.
—Sí.
—Debe hacerse esta noche. No esperan un ataque por nuestra parte, sobre todo, en la primera noche del sitio. Debemos ir hasta el ejército del Caos, actuar deprisa e intentar matar, o desterrar, o lo que sea, al Príncipe Gaynor. Él controla al deforme ejército y, sin él, seguro que volverá a su propio reino.
—Un plan sencillo —dijo Jhary sardónicamente—. ¿Quién vendrá con nostros? Beldan está aquí. Le he visto.
—No arriesgaré a ninguno de los defensores. Si el plan falla, harán falta aquí. Iremos solos —dijo Córum.
Jhary se encogió de hombros y suspiró.
—Será mejor que nos esperes aquí, amiguito —le dijo al gato.
Se deslizaron en la noche guiando los caballos, cuyas pezuñas habían cubierto con trapos para ahogar las pisadas, hasta el campamento del Caos, donde los Mabdén celebraban una fiesta y apenas había guardia.
El olor era lo suficientemente desagradable para indicar el paradero de Gaynor y su diabólica tropa. Los semihombres se bamboleaban en extrañas danzas rituales y sus movimientos se igualaban a los de las bestias que les servían de parejas. Sus estúpidas caras mostraban bocas entreabiertas y ojos atontados y bebían mucho vino agrio para tratar de olvidar lo que eran antes de aliarse con el Caos y su corrupción.
El Príncipe Gaynor se sentaba en el centro, cerca de una palpitante hoguera, completamente envuelto en su resplandeciente armadura. Ésta era de plata, oro y, en algunos lugares, de cierto metal azulado.
El casco llevaba prendida una pluma amarilla y su coraza estaba grabada con las armas del Caos: ocho flechas radiales sobre un eje central que, según el Caos, representaban las numerosas posibilidades inherentes a su filosofía. El Príncipe Gaynor no estaba embriagado. Ni comía, ni bebía. Se había quedado observando a sus guerreros, con las manos enguantadas apoyadas en el pomo de la gigantesca espada, cuyo color también variaba de la plata, al oro y al metal azulado. El Príncipe Gaynor el Maldito parecía estar hecho de una sola pieza.
Tuvieron que esquivar algunos guardias bárbaros dormidos antes de penetrar en el propio campamento de Gaynor, un poco separado del resto, al igual que los ejércitos del Perro y del Oso, que acampaban al otro lado. Algunos de los hombres de Lyr todavía se tambaleaban de un lado para otro, pero, como los dos compañeros iban envueltos y encapuchados en sus mantos, apenas se fijaron en ellos. Nadie esperaba que una pareja de guerreros de Lywm-an-Esh acudiera a su campamento.
Cuando llegaron al círculo de luz y estuvieron cerca de la multitud de semibestias, montaron en los caballos y esperaron un largo momento mientras observaban la silueta del Príncipe Gaynor el Maldito.
Desde que le observaban, no se había movido ni una sola vez. Sentado en una alta silla de montar, adornada con ébano y marfil, con las manos en el pomo de la espada, seguía mirando sin interés los saltos y cabriolas de sus obscenos seguidores.
Cabalgaron hacia el círculo de luz resplandeciente, hasta que el Principe Córum Jhaelen Irsei, servidor de la Ley, hizo cara al Príncipe Gaynor el Maldito.
Córum llevaba su armadura Vadhagh: la delicada cota de malla plateada, el casco cónico, la túnica escarlata. En la mano derecha blandía una larga lanza y en la izquierda un redondo escudo de combate.
El Príncipe Gaynor se levantó de su asiento y alzó un brazo para detener el baile. La legión infernal se volvió para mirar a Córum y, al reconocerle, empezaron a bramar.
—¡Silencio! —ordenó Gaynor, dando un paso hacia adelante con su resplandeciente armadura y envainando la espada. —Que uno de vosotros vaya a ensillar mi caballo, pues creo que el Príncipe Córum y su amigo vienen a combatir conmigo. —Su voz era vibrante y superficialmente divertida. Pero un sombrío tono la dominaba con una extraña tristeza.
—¿Lucharás sólo conmigo, Príncipe Gaynor? —preguntó Córum.
—¿Por qué habría de hacerlo? —dijo el Príncipe del Caos echándose a reír—. Hace tiempo que olvidé todas esas ideas acerca de la caballerosidad, Príncipe Córum. Prometí a mi soberana, la Reina Xiombarg, que utilizaría cualquier medio que estuviera en mi mano para destruiros. No pensé que mi Señora conociera el odio, pero a vos os odia, Vadhagh. ¡Cómo os odia!
—Puede que me tema —sugirió Córum.
—Sí, quizá.
—¿Por eso lanza contra nosotros a todo su ejército?
—¿Por qué no? Si sois lo bastante necio como para poneros a mi alcance...
—¿No tenéis orgullo?
—No, creo que ninguno.
—¿Ni honor?
—No.
—¿Ni valor?
—Me temo que no tengo ninguna cualidad, salvo, quizá, el miedo.
—Sin embargo, sois sincero.
Del interior de la visera, brotó una risa profunda.
—Sí así lo creéis... ¿Por qué habéis venido a mi campamento, Príncipe Córum?
—¿No lo sabéis?
—¿Tenéis intención de matarme porque soy el cerebro de toda esta horda de bárbaros? Buena idea. Pero no podréis matarme. Ojalá pudierais. He rezado mucho porque eso ocurriese. Con mi derrota, esperáis hallar un tiempo precioso que os permita aumentar vuestras defensas. Quizá fuera así, pero me temo que os mataré, y con eso acabaré con el principal abastecedor de recursos de Halwyg-nan-Vake.
—Si no podéis ser destruido, ¿por qué no lucháis contra mí personalmente?
—Malgastaría mi tiempo. ¡Guerreros!
Los deformes hombres semibestias se formaron detrás de su jefe, que montó en su blanco caballo, sobre el que ya habían colocado la alta silla de ébano y marfil. Tomó la lanza y el escudo.
Córum levantó el parche enjoyado que le cubría el ojo y miró más allá del Príncipe Gaynor y sus hombres, dentro de la caverna del otro mundo donde yacían sus últimas víctimas. El grupo del Caos que el Ghanh había aplastado con sus alas, estaba todavía más deformado que antes. También estaba Polib-Bav, el jefe del grupo, con cara de caballo. La Mano de Kwll se tendió hasta el otro mundo y convocó al grupo del Caos para venir en ayuda de Córum.
—Ahora el Caos luchará contra el Caos —gritó Córum—. Toma tu recompensa, Polib-Bav, y líbrate del Limbo.
Y la porquería se enfrentó con la porquería y el horror chocó contra el horror al arrojarse el grupo del Caos contra las fuerzas de Gaynor, sobre sus bestiales hermanos. El perro peleaba contra la vaca, el caballo contra la rana, y los garrotes, cuchillos y hachas se alzaban para caer sobre el espantoso montón.
Surgían chillidos, gruñidos, blasfemias, cloqueos, del cúmulo de criaturas en lucha y, viéndolo, el Príncipe Gaynor el Maldito, giró su caballo para enfrentarse a Córum.
—Os felicito, Príncipe de la Túnica Escarlata. Veo que no os fiabais de mi caballerosidad. ¿Todavía queréis luchar contra mí?
—Quiero que sepáis —dijo Córum preparando la lanza y alzándose sobre los estribos para elevarse sobre la silla —que mi amigo está aquí para informar sobre esta lucha en caso de que yo muriese. Sólo luchará para protegerse.
—Un torneo justo, ¿verdad? —El Príncipe Gaynor volvió a reír—. Muy bien. —Y también adoptó la posición de combate.