De repente empezó a rodar por el borde del abismo. Los cuatro viajeros se adelantaron para ver qué ocurría; el remolino de polvo les quemaba los ojos y les impedía respirar. Vieron caer al Ghanh, con las alas abiertas frenando la caída, mientras los pájaros seguían picoteando su desnudo cráneo.
La neblina amarilla se los tragó a todos.
Córum esperaba, pero nada volvió a emerger.
—¿Quiere decir eso que ya no nos quedan aliados en el otro mundo, Córum? —preguntó Jhary—. Si los pájaros no lograron llevarse su presa...
Córum movió la cabeza.
—Lo mismo me pregunto yo.
Levantó el parche y vio que la extraña gruta helada estaba desierta.
—Ahí dentro no quedan aliados.
—Un callejón sin salida. Ni han matado al Ghanh ni han sido destruidos —dijo Jhary-a-Conel—. Al menos hemos evitado este peligro. Démonos prisa.
Las nubes oscuras ya no corrían a través del cielo, pues se habían detenido, ocultando la luz del sol. A trompicones, siguieron hacia adelante bajo el lóbrego velo. Córum observó que Jhary no había dejado de pensar desde que los pájaros desaparecieron con el Ghanh. Finalmente dijo:
—¿Qué es lo que te preocupa, Jhary-a-Conel?
El hombre se caló el sombrero y apretó los labios.
—Estaba pensando que si no mataron al Ghanh y, en vez de eso, ha vuelto a su guarida, y si como dice Noreg-Dan, es el favorito de la Reina Xiombarg, me parece que ella va a estar al tanto de nuestra presencia aquí y que, sin duda, hará algo para castigarnos por el daño que le hemos causado a su preferido.
Córum se quitó el casco y se pasó la mano por el cabello. Miró a los demás, que se habían detenido para escuchar a Jhary.
—Es cierto —dijo con un suspiro el Rey sin País—. Debemos estar preparados para recibirla de un momento a otro. A menos que sepa que es el destructor de su hermano el que está en su reino, pensará que somos un grupo de presuntuosos humanos y mandará a alguno de sus esbirros.
Rhalina encabezaba la comitiva. Apenas iba pendiente de la conversación. Señaló hacia adelante:
—¡Mirad! ¡Mirad! —gritó.
Corrieron a su lado y vieron que señalaba hacia un lugar situado al borde del abismo: una hendidura cuadrada tallada en la roca, poco mayor que un hombre. Se amontonaron a su alrededor y vieron que una escalera bajaba hacia la profunda neblina. Los escalones apenas tenían un pie de ancho y descendían bordeando el muro del acantilado para luego perderse en la lejana bruma. Si se fallaba un escalón se caía al abismo.
Córum observó la escalera. ¿Había aparecido repentinamente? ¿Era un truco de la Reina Xiombarg? ¿Desaparecerían los escalones a mitad de camino, si es que llegaban hasta la mitad?
La única alternativa era seguir por el borde del abismo y quizá volver al Río Blanco. Córum sospechaba que el Valle de Sangre era circular y que contenía las montañas y el Lago de las Voces y que el abismo se extendía a su alrededor.
Córum suspiró y apoyó un pie en el primer escalón, pegándose a la roca. Luego siguió bajando.
Las cuatro figurillas avanzaron poco a poco, bajando los resbaladizos peldaños hasta que lo alto del abismo quedó en tinieblas y la parte de abajo fue iluminada por la neblina amarilla. Les rodeaba un preocupante silencio. No se atrevían a hablar, ni a hacer nada que rompiera la concentración con que descendían, mientras aumentaba su vértigo y atracción por las profundidades. Temblaban, tanto por la roca helada como por la incertidumbre de su equilibrio.
Y, luego empezaron, a oírlos: ecos. Cloqueos, gruñidos, silbidos, bufidos que aumentaban a medida que bajaban.
Córum se detuvo y se volvió; Rhalina iba detrás de él y, luego, Jhary y, por último, el Rey sin País.
El primero que habló fue Noreg-Dan.
—Conozco ese ruido —dijo—. Lo he oído antes.
—¿Qué es? —preguntó Rhalina.
—Es el ruido que hacen las criaturas de Xiombarg. Hablé del Ghanh que dirigió el grupo del Caos. Pues ése es el ruido de su grupo. Teníamos que haber supuesto lo que habría más allá de la neblina.
Córum sintió que un horrible frío le dominaba. Se asomó al abismo donde esperaban las ocultas Bestias.
Los carros del caos
—¿Qué hacemos? —susurró Rhalina—. ¿Qué podemos hacer?
Córum no decía nada. Guardaba el equilibrio y, ayudándose de la mano enjoyada, sacó la espada. Mientras el Ghanh viviera y siguiera luchando contra los pájaros no recibiría ninguna ayuda del otro mundo.
Córum inclinó la cabeza. Junto al rechinar que procedía del fondo, llegaba hasta ellos otro sonido familiar. Se confundía con los bufidos y gruñidos y rugidos que nacían de la bruma.
—No nos queda otra alternativa —dijo tras un largo silencio—. Debemos continuar y esperar que pronto lleguemos al final. Cuando terminemos de bajar, estaremos menos expuestos y podremos luchar contra eso. Contra lo que hace esos ruidos.
Cautelosamente, siguieron bajando, acechando la aparición del primer signo de las Bestias.
Córum llegó al fondo antes sin darse cuenta. Había descendido durante tanto tiempo, que se había acostumbrado al roce de los escalones bajo sus pies. Ya no existían los peldaños, sino un suelo irregular lleno de guijarros; pero no se veía ningún ser viviente.
Sus compañeros llegaron junto a él. Seguían escuchándose los gruñidos y bufidos, y sintieron un mal olor que llegaba nítidamente hasta ellos, pero el origen de los ruidos y del olor seguía invisible.
Finalmente, Córum los vio.
—¡Por la Espada de Elric! —murmuró Jhary—. ¡Es la Caravana del Caos! ¿Por qué no lo pensé antes?
De la bruma emergían unas bestias reptilescas arrastrando pesadas carrozas. Acarreaban cantidad de criaturas, y algunas bestias montaban en otras. Cada uno de los seres era la parodia de un ser humano; todos vestían armaduras y llevaban algún tipo de arma. Eran como cerdos, perros, vacas, ranas, caballos, unos más deformes que otros, pero todos eran animales transformados en caricaturas de la Humanidad.
—¿Ha sido el Caos quien ha convertido a estas bestias en lo que son? —preguntó Córum.
—¿Qué quieres decir?
El Rey sin País tomó la palabra.
—Estas bestias —dijo— fueron humanos. Muchas de ellas eran hombres míos antes de que se unieran al Caos, pensando que era más poderoso que la Ley...
—Esta transformación, ¿es su recompensa? —preguntó Rhalina asqueada.
—Probablemente, no se dan cuenta del cambio —le dijo Jhary en voz baja—. Están demasiado degenerados para recordar su existencia anterior.
El crujido de los carros con los sonidos de sus berreantes tripulantes, se acercaba.
No les quedó más solución que escapar corriendo de los carros por el suelo desigual, empuñando las espadas, tosiendo por el hedor y la pegajosa bruma.
El ejército del Caos aullaba de deleite y los carros se movieron cada vez más deprisa.
El espantoso ejército disfrutaba con la caza.
Los cuatro compañeros se hallaban debilitados tanto por la falta de alimento como por las energías gastadas en las aventuras anteriores, y no podían correr tan rápido como hubiesen querido; se escondieron tras un peñasco para descansar. Los carros seguían acelerando hacia ellos, arrastrando consigo la infernal cacofonía y los nauseabundos olores.
Córum esperaba que los carros pasaran de largo, pero el grupo del Caos veía perfectamente a través de la neblina y el primer carro giró hacia ellos.
Córum escaló la peña y se subió al carro.
Algo parecido a un cerdo se abalanzó sobre él y Córum le lanzó un puñetazo. La mano se hundió en la cara del monstruo, pero el bicho levantó su propio guantelete de acero para terminar con Córum. El Príncipe le atravesó con la espada y el animal se estremeció, cayendo de espaldas. El ataque había comenzado. Rhalina se defendía muy bien con la espada. Estaba al lado opuesto de Córum. Algo parecido a un perro saltó sobre él. Llevaba casco y coraza, y su morro estaba cuajado de dientes que le mordían el brazo. Blandió la espada y le partió el hocico de un golpe. Le agarraron unas manos que se transformaron en patas y le desgarraron la túnica y las botas.
Toda la maraña empezó a amontonarse sobre Córum, mientras las espadas rasgaban y los puños se estrellaban contra las piedras. Córum pisoteaba dedos, segaba brazos, apuñalaba bocas, ojos y corazones, sumergido en un pánico que le daba fuerzas para combatir cada vez con mayor violencia.
El estrépito de los carruajes del Caos aumentaba por momentos. Los carros aparecían uno tras otro entre la bruma, hasta que hubo varios centenares de animales rodeando el peñasco.
Córum comprendió que, hasta entonces, el grupo no había intentado matarles. De haberlo querido, ya lo habrían hecho. Sin duda, pensaban torturarles, o quizá transformarles en lo mismo que eran ellos.
Córum recordó las torturas Mabdén y, horrorizado, combatió con más brío, esperando provocar la ira de los monstruos del Caos.
La ola de bestias se amontonaba en la base del peñón y los tres compañeros estaban rodeados, sin poder escapar. Córum seguía luchando, tajando a cualquiera que se le acercara. Algo trepó a sus espaldas, por la roca, y le agarró de las piernas, arrastrándolo hasta donde se encontraban Rhalina, Jhary y el Rey sin País, desarmados y atados.
Una criatura, con desfigurada cara de caballo, se pavoneó entre las filas del Caos, abriendo los labios para dejar ver unos enormes dientes amarillentos. Se rió con algo que parecía un lloriqueo y se colocó el casco delicadamente. Se acercó a ellos, con los pulgares metidos en el cinturón que le rodeaba el vientre.
—Ahora que os hemos salvado —dijo—, os llevaremos a presencia de nuestra Señora. ¡Puede que a la Reina Xiombarg le interese conoceros!
—¿Por qué habían de interesarle unos sencillos viajeros? —preguntó Córum.
El caballo se rió en sus barbas.
—Quizá seáis algo más que eso. Quizá seáis agentes de la Ley.
—Debías saber que la Ley ya no reina aquí.
—Quizá quiera reinar de nuevo. Puede que vengáis de otro reino.
—¿No me reconoces? —gritó Noreg-Dan.
El caballo se rascó las crines y se inclinó tontamente hacia el Rey sin País.
—¿Debería hacerlo?
—Yo a ti te he reconocido. Veo los rasgos originales de tu rostro.
—¡Silencio! ¡No sé lo que quieres decir! —el caballo desenvainó el puñal—. ¡Silencio!
—No puedes soportar la idea de recordar—le gritó el Rey sin País—: ¡Eras Polib-Bav, Conde de Tern! Antes de que cayera mi reino, uniste tus tropas a las del Caos...
Una mirada de furia brotó de sus ojos. Sacudió la cabeza y dio un bufido.
-¡No!
—Eres Polib-Bav y estuviste prometido a mi hija, la mujer a la que la gente del Caos... ¡Aaagh! ¡No puedo soportarlo!
—No recuerdo nada de eso —dijo Polib-Bav—. Soy lo que soy.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Noreg-Dan—. ¿Cuál es tu nombre, sino Polib-Bav, Conde de Tern?
El caballo arrojó patosamente la mano hacia el rostro del Rey.
—Y si lo fuera, ¿qué? Soy leal a la Reina Xiombarg, no a ti.
—No te tendría como servidor. —Le miró con desprecio—. ¡Mira lo que ha sido de ti, Polib-Bav!
El caballo, volviéndose vivamente, dijo:
—Yo mando en esta legión.
—Una legión de patéticos monstruos —rió Jhary.
Un cerdo coceó a Jhary, y éste gimió. Pero levantó la cabeza y volvió a reírse.
—Esto no es más que el principio de la degeneración. He visto lo que les ocurre a los servidores del Caos: porquería, vacío, deformados horrores.
Polib-Bav se rascó la cabeza y dijo suavamente:
—¡Qué más da! Tomé una decisión que no puede ser revocada. La Reina Xiombarg nos promete vida eterna.
—Será eterna —dijo Jhary—, pero no es vida. He recorrido muchos Planos durante mucho tiempo y he visto cuál es el fin del Caos: la miseria. Y eso, a menos que la Ley lo evite, es eterno.
—¡Bah! —dijo el caballo—. Metedles en un carro, en el mío, y les llevaremos hasta la Reina Xiombarg.
El Rey Noreg-Dan intentó convencer a Polib-Bav:
—Hubo un tiempo en que fuiste atractivo, Duque de Tern. Mi hija te amaba, al igual que tú a ella. En aquellos días me eras fiel.
Polib-Bav se volvió hacia él:
—Y ahora soy leal a la Reina Xiombarg. Éste es su Reino. El Señor de la Ley, Shalod, se marchó, y ya nunca más reinará aquí. Sus ejércitos y aliados fueron destruidos, como ya sabrás, en el Valle de Sangre.
Polib-Bav señaló hacia arriba. Un ser parecido a una rana le entregó cuatro espadas, que se colocó bajo el brazo.
—¡Vamos! ¡Al carro! ¡Al palacio de la Reina Xiombarg!
Cuando metieron a Córum, por la fuerza, en el carro de Polib-Bav, el Príncipe se sintió morir de desesperación. Le habían atado las manos a la espalda con cuerdas rugosas y no veía manera de escapar. La Reina Xiombarg le reconocería y acabaría con él y con los demás, y con ellos terminaría la esperanza de salvar Lywm-an-Esh. Con la victoria del Rey Lyr, el Caos aumentaría sus fuerzas. Nombrarían un nuevo Señor de las Espadas y los Quince Planos estarían de nuevo controlados por los Señores de la Entropía.
Estaba tumbado a los pies de Polib-Bav, junto a sus amigos. El carruaje empezó a moverse por el suelo del abismo crujiendo y chirriando, chocando contra las piedras sueltas. Tardó muy poco tiempo en perder el sentido.
Despertó bañado en una luz fulgurante que parpadeaba. La bruma se había desvanecido. Levantó la cabeza y vio que a sus espaldas destacaba un enorme acantilado. Pensó que habrían dejado atrás el abismo. Parecían atravesar un bosque muy poco denso, cuyos árboles leprosos hubiesen sucumbido ante un incendio. Movió la dolorida cabeza y se quedó mirando a Rhalina cara a cara. La dama había estado llorando, pero intentaba sonreír.
—Salimos del abismo, por un túnel, hace un par de horas —le dijo—. El palacio de la Reina Xiombarg debe estar muy lejos. No sé por qué no tienen medios más rápidos, mágicos, para llegar hasta allí.
—El Caos es caprichoso —dijo una voz. Era Jhary-a-Conel—. Y, en un mundo donde no existe la noción del tiempo, no se necesitan medios de transporte veloces para llegar a las citas.
—¿Qué pasó con tu gato? —murmuró Córum.
—Fue más listo que yo. Se escapó. No sé dónde.
—Silencio —gritó el caballo que conducía el carruaje—. Vuestros murmullos me molestan.
—Quizá te moleste —se atrevió a decir Jhary—. Quizá te recuerde el tiempo en que podías pensar de un modo coherente, hablar bien...