La reina de las espadas (7 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El Duque inclinó la cabeza.

—Sí, ahora mismo. Pero lleváis con vosotros una gran comitiva. Tardaréis una semana, por lo menos, en llegar a la capital.

—La cabalgata irá detrás —decidió Rhalina—. Beldan, ¿quieres dirigirla tú y llevarla hasta Halwyg?

—Sí —respondió Beldan haciendo una mueca—, aunque me gustaría ir con vos.

Córum se levantó de la mesa.

—Nosotros tres saldremos esta misma noche. Si nos permitieseis descansar una hora o dos, Duque Gwelhem, os lo agradeceríamos.

Gwelhem estaba serio.

—Os lo aconsejo. Por lo que sé, estos días habrá pocas oportunidades de dormir.

Cuarto capítulo

La muralla entre los reinos

Atravesaban velozmente una región en la que aumentaba el caos, en la que la gente iba alterándose cada vez más, sin comprender el porqué de aquel estado, de aquella violencia, cuando hacía muy poco tiempo todos se trataban con amor.

Cada vez que se detenían para refrescarse y cambiar de caballos, oían rumores, pero ninguno se acercaba ni por asomo a la mucho más terrible realidad. Dejaron que siguieran las murmuraciones hasta que pudieran hablar con el propio Rey, para que éste emitiera un decreto con todo el peso de su autoridad.

Pero, ¿lograrían convencer al Rey? ¿Qué evidencia traían de que era verdad aquello de lo que hablaban? Tales eran las dudas que les asaltaban mientras se dirigían hacia Halwyg-nan-Vake, atravesando un paisaje de suaves colinas y tranquilas granjas, que pronto podrían estar destruidas.

Halwyg-nan-Vake era una antigua ciudad de minaretes y pálidas piedras. Cruzaban la llanura en todas direcciones blancas carreteras que conducían a Halwyg. Por ellas iban comerciantes y soldados, campesinos y sacerdotes, jugadores y músicos, de los que tan rica era Lywm-an-Esh. Córum, Rhalina y Jhary galopaban por el Gran Camino del Este, con la armadura y las ropas cubiertas de polvo, con los ojos llenos de fatiga.

Halwyg era una ciudad amurallada, pero sus murallas eran más de orden decorativo que funcional; el trabajo de sillería era un artesonado de temas imaginarios, bestias míticas y complicadas escenas relacionadas con la pasada gloria de la ciudad. Ninguna de las puertas estaba cerrada

y, al tiempo que se acercaban, vieron sólo a unos pocos guardianes, medio dormidos, que ni siquiera se molestaron en darles el alto cuando pasaron; de aquel modo, se encontraron en las calles repletas de flores de Halwyg-nan-Vake. Cada edificio estaba rodeado por un jardín y cada ventana tenía macetas donde crecían las flores.

La ciudad estaba perfumada con ricos aromas, y Córum, pensando en el Valle Florido, supuso que la principal actividad de aquellas gentes era nutrirse de maravillas crecientes.

Cuando llegaron al palacio del Rey, observaron que cada torre y almena, cada muralla, estaba cubierto de enredaderas y flores, de tal manera que parecía un castillo floral. Incluso Córum sonrió de agrado al verlo.

—Es magnífico —dijo—. ¿Cómo puede nadie destruir belleza parecida?

Jhary miró el palacio con incertidumbre.

—Lo harán —dijo—. Los bárbaros lo harán.

Rhalina se dirigió al guardia que prestaba su servicio junto al muro bajo.

—Traemos noticias para el Rey Onald —dijo—. Venimos desde muy lejos y las noticias son urgentes.

El guardia, elegantemente ataviado, no pareciendo ser lo que era, la saludó:

—Esperad aquí un momento. Voy a informar al Rey.

Finalmente, fueron escoltados hasta el monarca. Onald estaba sentado en una soleada habitación, desde la que se podía contemplar la parte sur de la ciudad.

Sobre una mesa de mármol había unos mapas del país que parecían haber sido consultados recientemente. Era joven, de facciones y rostro muy jóvenes, casi de niño. Cuando entraron, se levantó con elegancia para darles la bienvenida.

Iba vestido con un sencillo traje de seda amarilla y llevaba una pequeña corona sobre el cabello castaño, única indicación de su estatuto.

—Estaréis cansados —dijo al verles. Hizo una seña al sirviente—. Trae sillas cómodas y algunos refrescos. —Permaneció en pie hasta que trajeron las sillas. Se sentaron, al unísono, junto a una ventana; a su lado había una mesa sobre la que pusieron vino y comida.

—Me dicen que traéis noticias urgentes —dijo el Rey Onald—. ¿Venís de las costas del este?

—Del oeste —dijo Córum.

—¿El oeste? ¿También hay disturbios en aquella zona?

—Perdonad, Rey Onald —dijo Rhalina, quitándose el casco y sacudiendo su largo cabello—, pero no sabíamos que hubiera problemas en el oeste.

—Invasores —dijo—. Piratas bárbaros. No hace mucho tomaron el puerto de Dowish-and-Wod y lo arrasaron, matando a todo el mundo. Me imagino que son varias flotas atacando diferentes puntos de la costa. En la mayoría de los sitios, atacaron de improviso y los nuestros no tuvieron tiempo para defenderse, pero en una o dos ciudades las pequeñas guarniciones resistieron la invasión y, en un solo caso, cogieron algunos prisioneros. Uno de esos prisioneros ha sido traído hasta aquí hace poco. Está loco.

—¿Loco? —preguntó Jhary.

—Sí. Creo que es un cruzado destinado a destruir toda la tierra de Lywm-an-Esh. Habla de ayuda sobrenatural, de una inmensa invasión...

—No está loco —le interrumpió Córum en voz baja—. Al menos no en lo que a eso respecta. Si estamos aquí... es para preveniros en contra de esa invasión. Los bárbaros de Bro-an-Mabdén son, sin lugar a dudas, vuestros merodeadores costeros. Y los bárbaros de la tierra conocida como Bro-an-Vadhagh se han unido con la ayuda del Caos

y de las criaturas que le sirven y se han comprometido a destruir a todos los que estén del lado de la Ley. Quieren que vuelva Arioch, Duque del Caos, que fue vencido y desterrado de nuestros Cinco Planos; pero sólo puede regresar si son vencidos todos los seguidores de la Ley. Su hermana, la Reina Xiombarg, no puede ayudarles directamente, pero anima a todos sus seguidores para que apoyen a los bárbaros.

El Rey Onald se pasó un fino dedo por los labios.

—Es mucho peor de lo que pensaba. Me costaba trabajo encontrar medios efectivos de defensa contra los ataques costeros, pero no conozco nada capaz de detener tal fuerza.

—Vuestra gente debe ser advertida del peligro —dijo Rhalina con gravedad.

—Naturalmente —respondió el Rey—. Volveremos a abrir los arsenales y armaremos a todos los hombres capaces de luchar. Pero...

—¿No recordáis como hacerlo? —sugirió Jhary.

El Rey inclinó la cabeza.

—Habéis leído mis pensamientos, señor.

—Si Arkyn hubiera consolidado su poder en estos Planos —dijo Córum—, podría ayudarnos. Pero tenemos muy poco tiempo. Los ejércitos de Lyr vienen desde el este y sus aliados por el norte...

—Y, sin duda, esta ciudad es su objetivo final —murmuró Onald—. No podemos resistir la fuerza que, según vos, envían contra nosotros.

—Y no sabemos con qué tipo de sobrenaturales aliados cuentan —recordó Rhalina—. No podíamos permanecer en el Castillo Moidel para descubrirlo. —Le explicó cómo habían sabido de las maquinaciones de Lyr y Jhary sonrió.

—Siento que mi gato no pueda volar sobre grandes extensiones de agua —explicó—. La idea, el mero hecho de pensarlo, le angustia.

—Quizá los sacerdotes de la Ley puedan ayudarnos —dijo Onald, pensativo.

—Quizá —respondió Córum—, pero me temo que tendrán poco poder en estos momentos.

—Y no tenemos aliados a los que recurrir —dijo Onald—. Debemos prepararnos para morir.

Los tres quedaron en silencio.

Un momento más tarde, un criado entró y susurró algo a oídos del Rey. Éste, sorprendido, se volvió hacia sus invitados.

—Nos han convocado a los cuatro al Templo de la Ley —les dijo—. Quizá los poderes de los sacerdotes sean más fuertes de lo que creíamos, pues parecen estar al tanto de vuestra presencia en la ciudad. Que preparen un coche para llevarnos allí, por favor —le dijo al sirviente.

Mientras esperaban el coche, se lavaron rápidamente y limpiaron sus atavíos lo mejor que pudieron. Luego, el cuarteto dejó el palacio y tomó una sencilla carroza descubierta que les llevó hasta un agradable edificio en la parte oeste de la ciudad. En la entrada se encontraba un hombre. Parecía nervioso. Llevaba un traje largo, blanco, con una flecha recta: el símbolo de la Ley. Tenía la barba corta y gris y la piel de color ceniciento. En aquel conjunto, sus grandes ojos castaños parecían de otra persona.

Al ver acercarse al Rey, se inclinó.

—Saludos, su Excelencia, Lady Rhalina, Príncipe Córum y Sir Jhary-a-Conel. Perdonad esta cita imprevista, pero... pero... —Hizo un ligero gesto y les condujo al interior del fresco templo, que apenas estaba decorado.

—Soy Aleryon-a-Nyvish —dijo el sacerdote—. Esta mañana fui despertado por el Señor de mi Señor. Me dijo muchas cosas, y terminó por darme vuestros nombres, diciéndome que pronto llegaríais a la corte del Rey. Me dijo que os condujese aquí.

—¿El Señor de tu Señor? —preguntó Córum.

—Su Excelencia Arkyn en persona. Arkyn, Príncipe Córum. Ni más, ni menos.

Por las sombras del fondo del salón caminaba un hombre. Era un hombre normal y corriente, vestido como un noble de Lywm-an-Esh. Mostraba una ligera sonrisa aunque sus ojos parecían cargados de triste sabiduría. La forma había cambiado, pero Córum le reconoció rápidamente como quien era: el Señor Arkyn de la Ley.

—Arkyn —dijo.

—Mi buen Córum, ¿cómo estás?

—Mi mente está llena de temor —respondió Córum—, pues el Caos viene contra todos nosotros.

—Lo sé. Pasará mucho tiempo antes de que pueda librar mis dominios de la presencia de Arioch, lo mismo que a él le costó librarse de mi propia influencia. Poca ayuda material puedo daros, pues todavía estoy recobrando mi fuerza. Sin embargo, tengo otros medios de apoyaros. Los aliados con que cuenta Lyr son cosas horrendas de las regiones inferiores. Lyr tiene, además, otro aliado, un hechicero inhumano, un enviado personal de la Reina Xiombarg, que es capaz de convocar ayuda de sus propios Planos, pues ella en persona no puede venir a los nuestros, ya que moriría en el intento.

—¿Dónde podemos encontrar aliados, Lord Arkyn? —preguntó Jhary cortésmente.

—¿No lo sabes, Jhary-el-de-muchos-nombres? —sonrió Arkyn. Había reconocido a Jhary-a-Conel.

—Si hubiera alguna respuesta, sería una paradoja —contestó Jhary—. Eso es algo que he aprendido a lo largo de los años, mientras desempeñaban mi oficio de compañero de héroes.

Arkyn volvió a sonreír.

—La existencia es una paradoja, amigo Jhary. Todo lo que es bueno, es también malo; pero, seguro que ya lo sabías.

—Sí, por eso soy tan cauto.

—¿Es eso lo que tanto te preocupa?

—Sí. —Jhary se rió—. ¿Hay alguna respuesta, Señor de la Ley?

—Para eso estoy aquí, para deciros que a menos que seáis capaces de encontrar ayuda por vosotros mismos, Lywm-an-Esh perecerá, que no os quepa duda, y, junto a ella, la causa de la Ley. Ya sabéis que no tenéis ni la fuerza ni la ferocidad para oponeros a Lyr, Glandyth y todos los demás, sobre todo ahora que cuentan con la ayuda del Perro y del Oso. Sólo hay un pueblo que pueda aliarse con vuestra causa. Pero no existe ni en este Plano, ni en ninguno de los de mi reino. Salvo a ti Córum, Arioch destruyó a todos aquellos capaces de oponerse al Caos.

—¿Dónde se encuentran, su Excelencia? —preguntó Córum.

—En los Planos de la Reina Xiombarg del Caos.

—¡Es nuestra peor enemiga! —gritó Rhalina—. ¡Si penetrásemos en sus dominios, y no sé cómo podríamos hacerlo, disfrutaría matándonos!

—Lo hará, si es que puede encontraros —agregó Arkyn—. Si fueseis a su reino, tendríais que esperar a que su atención estuviese centrada en este Plano, para que de ese modo no se diera cuenta de que penetrabais en el suyo.

—¿Qué hay allí que nos pueda ayudar? —dijo Jhary.

—¡Nada relacionado con la Ley! La Reina Xiombarg es más poderosa que su hermano Arioch. El Caos debe tener mucha influencia en su reino, pero mucha menos que en los dominios de su hermano Mabelode. Hay una ciudad en su reino que ha resistido todo lo que Xiombarg lanzó en su contra. Se llama la Ciudad en la Pirámide y sus habitantes poseen una civilización sumamente sofisticada. Si llegáis a la Ciudad en la Pirámide, es posible que consigáis los aliados que os hacen falta.

—¿Cómo podemos llegar a los dominios de Xiombarg? —preguntó Córum. No tenemos poder suficiente para hacerlo.

—Puedo hacer que sea posible.

—¿Cómo podremos encontrar una sola ciudad en sus Cinco Planos? —indagó Jhary.

—Preguntando —dijo Arkyn simplemente—. Preguntando por la Ciudad en la Pirámide. La Ciudad que ha resistido los ataques de Xiombarg. ¿Iréis? Es mi única sugerencia para intentar salvaros...

—Y para salvaros vos —aclaró Jhary con una sonrisa—. Os conozco, dioses —y sé que manipuláis a los mortales para conseguir las cosas que vosotros mismos no podéis lograr, pues los mortales pueden ir donde no pueden hacerlo los dioses. ¿Tenéis algún motivo, aparte de éste, para animar nuestros actos, Lord Arkyn?

Arkyn miró sonriente a Jhary.

—Conoces, como dices, las andanzas de los dioses. Sólo puedo decirte que juego tanto con vuestras vidas como con mi propio destino. Lo que arriesgáis vosotros, también lo arriesgo yo. Si no triunfáis, y espero que lo hagáis, pereceré, y todo lo que es bueno y gentil en esta tierra, también perecerá. Si no queréis ir al reino de Xiombarg...

—Si podemos contar con aliados potenciales en aquella zona, iremos —dijo Córum firmemente.

Se volvió y regresó entre las sombras.

—Preparaos —les dijo. Era invisible.

Córum escuchó un sonido dentro de su cabeza. Un sonido mudo pero capaz de eliminar cualquier otro. Observó a los demás. Sin lugar a dudas, estaban experimentando lo mismo. Algo se movió ante sus ojos, un turbio diseño sobrepuesto a las figuras, más sólidas, de sus compañeros y las desnudas paredes del templo. Algo vibraba. Y luego, allí estaba. Una figura cruciforme se hallaba en mitad del templo. Caminaron a su alrededor llenos de asombro, pues, desde todos los ángulos, tenía la misma perspectiva. Era una trémula luz plateada en la oscuridad del templo y a través de ella divisaban, como si fuera una ventana, un paisaje. La voz de Arkyn llegó desde atrás.

—Ésa es la entrada a los Planos de Xiombarg.

Por la abierta ventana vieron extraños pájaros negros volando por el trozo de cielo que podían contemplar, oían un lejano cloqueo.

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