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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La reina de las espadas (2 page)

Pero Córum se había ganado el odio de los Señores de las Espadas, y destruyendo el corazón de Arioch se había labrado su propio destino. Una voz le dijo: «Ni la Ley ni el Caos deben dominar el destino de los mortales. Debe haber equilibrio.» Pero a Córum le parecía que aquel equilibrio no existía y que el Caos lo gobernaba todo. «La Balanza a veces se inclina», le respondió la voz. «Debe ser equilibrada. Y ése es el poder de los mortales: ajustar la Balanza. Ya has empezado el trabajo. Ahora debes continuar hasta que esté terminado. Puede que mueras antes de completarlo, pero algún otro lo terminará por ti.»

Córum gritó:

—No quiero, no puedo soportar tal carga.

La voz contestó:

-¡TIENES QUE HACERLO!

Y Córum regresó para encontrarse con que el poder de Shool se había diluido y que Rhalina estaba libre.

Y regresaron al castillo del Monte Moidel, sabiendo que ya no tenían control alguno sobre sus propios destinos.

(«El Libro de Córum»)

Libro primero

En el que el Príncipe Córum se encuentra con un poeta, escucha un presagio y planea un viaje.

Primer capítulo

Lo que el Dios del Mar había rechazado

Los cielos del verano eran azul claro por encima del azul oscuro del mar, por encima del verde dorado de los bosques, de la roca cubierta de liquen del Monte Moidel y las blancas piedras del castillo que se alzaba en su cumbre. Y el último de la raza Vadhagh, el Príncipe Córum de la Túnica Escarlata, seguía profundamente enamorado de la mujer Mabdén, la Margravina Rhalina de Allomglyl.

El ojo derecho de Córum estaba cubierto por un parche incrustado de joyas oscuras y parecía el orbe de un insecto, y su ojo izquierdo, el natural, era grande y almendrado, con pupila dorada rodeada de tonos malvas, como eran los ojos de los Vadhagh. Su cráneo era estrecho y largo, de barbilla puntiaguda, al igual que sus orejas, que no tenían lóbulos y se le pegaban al cráneo. El pelo era claro y más fino que el de cualquier doncella Mabdén; la boca era ancha, de labios sensuales, y su piel de un tono rosa pálido, con pecas doradas. Habría sido atractivo de no ser por la barroca prótesis del ojo derecho y la severa mueca de sus labios. También tenía una mano ajena que jugueteaba con el pomo de la espada, y que aparecía cuando tiraba de la Túnica Escarlata.

La mano izquierda tenía seis dedos y estaba encajada en una manopla enjoyada. Era algo siniestro que arrebató el corazón del propio Caballero de las Espadas, el Señor Arioch del Caos, y que permitió que Arkyn, Señor de la Ley, volviera a los Cinco Planos.

Sin duda alguna, Córum parecía inclinado a la venganza y realmente estaba empeñado en vengar a su familia asesinada, matando al Conde Glandyth-a-Krae, sirviente del Rey Lyr-a-Brode de Kalenwyr, que dominaba la parte sur y este del continente que una vez fuera de los Vadhagh. Y también estaba embargado en la lucha de la Ley contra el Caos, cuyo sirviente era Lyr y sus huestes. Aquel conocimiento le hizo austero y viril, pero también agregó un nuevo peso a su alma. Le ponía nervioso pensar en el poder que habían unido a su carne, el poder de la Mano y el Ojo.

La Margravina Rhalina era grácil y hermosa con su dulce rostro delimitado por negras y gruesas trenzas. Tenía inmensos ojos negros y enamoradores labios rojos.

También a ella le intranquilizaban los hechizados regalos del desaparecido mago Shool, pero intentaba no pensar en ello, como antes se negase a pensar en la muerte de su esposo, el Margrave, quien pereció ahogado en un naufragio durante una travesía hasta Lywm-an-Esh, su tierra natal, que iba siendo cubierta por el mar paulatinamente.

Reía mucho más que Córum y le era de gran consuelo, pues él también había sido inocente y reído mucho, y recordaba su inocencia con ansia. Pero aquellas ansiedades conducían a otros recuerdos: su familia muerta, mutilada, deshonrada, en el césped del ardiente Castillo Erórn, mientras Glandyth hacía remolinear sus armas tintas de sangre Vadhagh. Tan violentas imágenes eran más vividas que las de su pacífica vida anterior. Para siempre ocuparían su cráneo aquellas visiones; a veces, por completo, otras, ocultándose en oscuros rincones, amenazando con volver a dominarle. Fuego, sangre y miedo; los carros de los Denledhyssi, cobre, hierro y oro batido; caballos pequeños, briosos y bravos, guerreros barbudos con armaduras robadas a los Vadhagh, abriendo las bocas para rugir su triunfo insensato mientras las viejas piedras del castillo de Erórn se resquebrajaban y caían envueltas en llamas... al mismo tiempo que Córum descubría lo que eran el odio y el terror...

El brutal rostro de Glandyth invadía sus sueños, sobreimpresionándose a los de los muertos, a las caras torturadas de sus padres y hermanas, y aquello le hacía despertarse a menudo, en mitad de la noche, gritando como una fiera.

Y, en aquellos casos, sólo Rhalina era capaz de calmarle, acariciando su rostro desfigurado y abrazando su tembloroso cuerpo.

Sin embargo, en aquellos primeros días de verano, había momentos de paz y podían cabalgar por el bosque sin temor a las Tribus Pony, que huyeron cuando vieron el barco enviado por Shool desde el fondo del mar, tripulado por muertos y mandado por el también muerto Margrave, el esposo de Rhalina.

Los bosques estaban llenos de vida, de pequeños animales, resplandecientes flores y fuertes aromas, que, aunque nunca lo lograron por completo, intentaron curar las heridas que Córum llevaba en el alma. Le ofrecieron otra alternativa para su conflicto, para la muerte y el horror, y le enseñaron que en el universo existían cosas tranquilas, ordenadas y hermosas, y que la Ley no ofrecía tan sólo un simple orden estéril, sino que intentaba crear la armonía entre los Quince Planos y sus variedades. La Ley ofrecía un ambiente donde todas las virtudes mortales podían florecer.

No obstante, mientras Glandyth y todo lo que representaba siguieran viviendo, Córum sabía que la Ley estaría bajo una constante amenaza y que el corrupto monstruo del Miedo destruiría toda virtud.

Un día, cabalgando a través de los bosques, miró a su fuero interno con sus dispares ojos y le dijo a Rhalina:

—Glandyth debe morir.

Y ella inclinó la cabeza sin preguntar el porqué de aquella declaración, ya que se lo había oído muchas veces en circunstancias parecidas. Tiró de las riendas de su yegua castaña y se detuvo en un claro lleno de malvas silvestres. Desmontó y se recogió la larga falda de seda bordada para atravesar las altas hierbas. Córum bajó del caballo leonado que montaba y la miró, disfrutando su placer como ella sabía que haría. El claro era cálido y sombreado, protegido por amables olmos, robles y fresnos, en cuyo interior pájaros y ardillas habían construido sus nidos.

—¡Ay, Córum, si pudiésemos quedarnos aquí para siempre! Podríamos construir una casita, plantar un jardín...

Córum intentó sonreír.

—No podemos —le dijo—; no podemos hasta que no estemos totalmente tranquilos. Shool tenía razón. Una vez que acepté la lógica del conflicto, acepté un destino particular. Aunque olvidara mis promesas de venganza, aunque olvidase también que acepté servir a la Ley en contra del Caos, Glandyth vendría a buscarnos y tendríamos que defender esta paz. Y Glandyth es más fuerte que estos dulces bosques, Rhalina. Podría destruirlos en una noche, y creo que disfrutaría haciéndolo si supiera cómo los amamos.

Rhalina se arrodilló para oler las flores.

—¿Tiene que ser siempre así? ¿El odio debe siempre engendrar más odio y no posee el amor poder para procrear?

—Si el Señor Arkyn tiene razón, no será siempre así. Pero, aquellos que creen que el amor es poderoso, deben estar dispuestos a morir para dar prueba de su fuerza.

De repente, levantó la cabeza, había alarma en sus ojos, que miraban fijamente los de Córum.

El Príncipe se estremeció.

—Es la verdad —dijo.

Lentamente, Rhalina se levantó y fue hasta donde aguardaba su caballo. Puso un pie en el estribo y se izó hasta la silla.

Córum se quedó en la misma postura, contemplando fijamente las flores y la hierba que volvían a enderezarse como si nadie hubiese caminado por ellas.

—Es la verdad.

Suspiró y volvió con su caballo hacia la orilla.

—Es mejor que volvamos —le dijo —antes de que el mar cubra el istmo.

Un poco más tarde, salieron del bosque y dejaron que sus corceles trotaran por la orilla. El mar azul se movía hacia la blanca arena y ya desde lejos vieron el arrecife que iba desde los bajos fondos hasta el Castillo Moidel, la más avanzada, lejana y olvidada marca de la civilización de Lywm-an-Esh. En un tiempo, el castillo se hallaba junto a los bosques de tierra firme, pero el mar había cubierto aquellas tierras.

Las aves marinas chillaban y rondaban por el cielo despejado, hundiéndose a veces en el mar para atravesar algún pez con el pico y volver con su presa hasta los nidos que tenían en las rocas del Monte Moidel.

Los caballos golpeaban la arena o salpicaban a través de las rompientes mientras se acercaban al arrecife que pronto sería cubierto por la marea.

Córum se fijó en un movimiento mar adentro. Se estiró hacia adelante y señaló la lejanía.

—¿Qué es? —le preguntó Rhalina.

—No estoy seguro. Quizá una ola muy grande. Pero no estamos en la estación apropiada. ¡Mira! —señaló—. Parece una neblina que flota por encima de las aguas, una o dos millas mar adentro. Es difícil verlo... —musitó—. ¡Es una ola!

Mientras la ola se acercaba, el agua de la orilla empezó a agitarse.

—Es como si un enorme buque estuviera pasando a gran velocidad —dijo Córum—. Me recuerda...

Se puso a mirar la distante neblina con más atención.

—¿Ves aquello? Una sombra. ¿Es la sombra de un hombre entre la niebla?

—Sí, lo veo. Es enorme. Quizá una ilusión, algún espejismo creado por la luz...

—No —dijo Córum—. He visto ese rostro antes de ahora. Es el gigante, el enorme pescador que causó mi naufragio cuando me dirigía a Khoolocrah.

—El Dios Vadeante —dijo Rhalina—. Lo conozco. A veces, le llaman el Pescador. Las leyendas dicen que, si se le ve, es signo de algún nefasto presagio.

—Para mí así fue la última vez que lo vi —dijo Córum con cierto humor. Olas de gran tamaño se acercaban a la playa. Hicieron retroceder a los caballos—. Se acerca,

y la niebla le sigue.

Era cierto. La niebla se acercaba a la orilla mientras las olas aumentaban de tamaño y el Pescador vadeaba mas cerca de la playa. Podía verse su forma con mayor claridad. Los hombros se le encorvaban bajo el peso de la gran red mientras caminaba dándoles la espalda por entre las aguas del mar.

—¿Qué pescará? —susurró Córum—. ¿Ballenas? ¿Monstruos marinos?

—Lo que sea —respondió Rhalina—. Cualquier cosa que esté por encima o por debajo del mar. —Se estremeció.

El terraplén ya estaba completamente cubierto por la artificial pleamar y no valía la pena seguir adelante. El mar se adentraba cada vez más en la tierra, rompiendo contra la arena y los pedruscos, y les obligó a retroceder hasta llegar a los árboles.

La niebla parecía alcanzarlos y empezó a hacer frío, aunque el sol todavía brillaba con fuerza. Córum se envolvió en la túnica. Se oía el sonido de los pasos del gigante mientras vadeaba. En cierto modo, a Córum le parecía un ser condenado, una criatura destinada para siempre a arrastrar sus redes por los océanos del mundo, para no encontrar nunca lo que buscaba.

—Dicen que busca su alma —murmuró Rhalina—. Su alma.

La silueta se enderezó y tiró de la red. En ella luchaban muchas criaturas, algunas irreconocibles. El Dios Vadeante inspeccionó detenidamente sus capturas, abriendo la red momentos después y soltándolo todo. Luego, siguió adelante, buscando algo que posiblemente nunca encontraría.

La niebla empezó a despejarse en la orilla, así como el turbio rastro del gigante, que de nuevo salía a mar abierto. Las aguas empezaron a calmarse hasta detenerse del todo, y la niebla desapareció más allá del horizonte.

El caballo de Córum relinchó y pateó la arena mojada. El Príncipe de la Túnica Escarlata miró a Rhalina. Sus ojos turbios miraban fijamente el horizonte. Sus facciones estaban rígidas.

—Ya no hay peligro —dijo, intentando reconfortarla.

—No había peligro —le contestó—. Lo que trae el Dios Vadeante es el aviso del peligro.

—Es tan sólo lo que dicen las leyendas.

Al mirarle, sus ojos recobraron la vida.

—¿Acaso, de un tiempo a esta parte, no tenemos motivos sobrados para creer en las leyendas?

Córum inclinó la cabeza.

—Ven, volvamos al castillo antes de que se produzca una nueva inundación. '

Los caballos agradecieron volver al santuario del Castillo Moidel. El mar subía ligeramente por los flancos del camino rocoso y los caballos rompieron a galopar.

Por fin, llegaron a las puertas del castillo, que se abrieron para recibirlos. Los elegantes guerreros de Rhalina les dieron la bienvenida, deseando confirmar sus propias experiencias.

—¿Visteis al gigante, Margravina? —preguntó Beldan, su mayordomo, mientras bajaba apresurado las escaleras de la torre oeste—. Pensé que podía ser otro de los aliados de Glandyth. —El rostro del joven, usualmente alegre, estaba turbado—. ¿Qué le hizo marcharse?

—Nada —dijo Rhalina—. Era el Dios Vadeante, haciendo lo que hace siempre.

Beldan pareció aliviado. Como todos los habitantes del castillo Moidel, esperaba otro ataque. Y tenía razón en sus suposiciones. Tarde o temprano, Glandyth volvería contra el castillo, con aliados más poderosos que los supersticiosos y cobardes guerreros de las Tribus Pony. Habían oído que, después de su derrota ante el Castillo Moidel, se había dirigido rabioso a la corte de Kalenwyr para pedirle al Rey Lyr-a-Brode un ejército. Quizá trajera, en el próximo asedio, buques que atacaran desde el mar mientras él lo hacía desde tierra. Y un asalto como aquél tendría éxito, pues la guarnición del castillo Moidel era pequeña.

El sol se ponía cuando llegaron al vestíbulo principal del castillo, donde les esperaba la cena. Córum, Rhalina y Beldan se sentaron a la mesa y la mano carnal de Córum se dirigía más a la copa que a la comida. Estaba pensativo, lleno de una profunda tristeza que afectaba de tal modo a los otros que ni siquiera conversaban.

Así pasaron dos horas que Córum ocupó en tomar vino. Beldan levantó la cabeza para escuchar. También Rhalina escuchó el ruido y frunció el ceño. Sólo Córum pareció no escuchar nada.

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