La reina de las espadas (3 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

El ruido era un golpeteo insistente. Se oyeron voces y los golpes se detuvieron un momento. Cuando cesaron las voces, los golpes se reanudaron. Beldan se levantó.

—Voy a ver qué pasa...

Rhalina miró a Córum.

—Aquí te esperamos.

Córum bajó la cabeza y empezó a mirar fijamente la copa que tenía ante sí, dándose, a veces, ligeros toques en el parche que le cubría el ojo ajeno, levantando otras la Mano de Kwll, estirando los seis dedos, flexionándolos, observándolos, pensando en las implicaciones de aquella situación.

Rhalina escuchaba lo que ocurría en el exterior. Oyó la voz de Beldan. Volvieron a empezar los golpes. Una nueva conversación. Silencio.

—Tenemos un visitante en las rejas —informó.

—¿De dónde viene?

—Dice que es un viajero que ha tenido dificultades y

busca descanso.

—¿Una trampa?

—No lo sé.

Córum levantó la mirada.

—¿Un extranjero?

—Probablemente, un espía de Glandyth —dijo Beldan.

Córum, un poco inseguro, se levantó:

—Iré a la puerta.

Rhalina le tocó el brazo.

—¿Estás seguro...?

—Naturalmente. —Se pasó la mano por la frente y respiró profundamente. Empezó a caminar con largas zancadas, saliendo del salón; Rhalina y Beldan le seguían.

Llegó a las rejas y el ruido volvió a empezar.

—¿Quién eres? —preguntó Córum—. ¿Qué quieres de los habitantes del Castillo Moidel?

—Soy Jhary-a-Conel, un viajero. No estoy aquí por mi propio gusto, pero os agradecería que me facilitaseis algo de comida y un lugar para dormir.

—¿Eres de Lywm-an-Esh? —preguntó Rhalina.

—Soy de todas partes y de ninguna. Soy todos los hombres y no soy ninguno. Pero hay algo que no soy, y es vuestro enemigo. Estoy mojado y tiemblo de frío.

—¿Cómo has llegado hasta el castillo si está inundado el paso? —preguntó Beldan. Se volvió hacia Córum—. Se lo he preguntado ya antes, pero no contestó.

El invisible extraño susurró algo.

—¿Qué fue eso? —preguntó Córum.

—¡Maldita sea! No es algo que a un hombre le guste admitir. Era parte de una captura de peces. Me trajeron aquí en una red y me soltaron en la orilla. Nadé hasta este maldito castillo, trepé por las malditas rocas y llamé a la maldita puerta, y ahora estoy aquí, conversando con malditos tontos. Aquí en Moidel, ¿desconocéis la caridad?

Los tres se quedaron impresionados; estaban convencidos de que el extraño no tenía nada que ver con Glandyth.

Rhalina ordenó a los guerreros que abrieran las puertas. Éstas se abrieron rechinando y entró un tipo delgado y sucio, vestido con un traje poco común, un saco colgado a la espalda y un sombrero, cuyas alas, empapadas, se le pegaban al rostro. Su pelo largo estaba tan mojado como todo él. Era relativamente joven y atractivo y, si se olvidaba su apariencia, tenía algo así como una divertida chispa de desprecio en sus inteligentes ojos. Le hizo una reverencia a Rhalina.

—Jhary-a-Conel, a tu servicio, señora.

—¿Cómo conseguiste conservar el sombrero mientras nadabas en el mar? —preguntó Beldan—. ¿Y el saco?

Jhary-a-Conel agradeció la pregunta con un guiño.

—Nunca pierdo el sombrero y raramente el saco. Un viajero de mi estilo aprende a no perder sus pocas pertenencias, sean cuales sean las circunstancias a que se enfrente.

—¿Sólo eres eso? —preguntó Córum—. ¿Un viajero?

Jhary-a-Conel dio muestras de impaciencia.

—Vuestra hospitalidad me recuerda un poco la experiencia que tuve hace algún tiempo en un sitio llamado Kalenwyr.

—¿Vienes de Kalenwyr?

—He estado en Kalenwyr. Pero no puedo avergonzaros con una comparación de ese estilo...

—Lo siento —dijo Rhalina—. Ven, hay comida en la mesa. Les pediré a los sirvientes que te traigan ropa seca y algunas toallas.

Volvieron al salón. Jhary-a-Conel echó un vistazo a su alrededor.

—Confortable —dijo.

Se sentaron y observaron cómo se quitaba la ropa hasta quedar desnudo ante ellos.

Se rascó la nariz. Un sirviente le trajo toallas y empezó a secarse apresuradamente. Rechazó la ropa seca y se envolvió en una toalla, sentándose acto seguido a la mesa, sirviéndose comida y vino.

—Me pondré mis propias ropas cuando estén secas —les dijo a los sirvientes—. Tengo algunas manías un poco raras cuando se trata de ropa no escogida por mí. Tened mucho cuidado cuando sequéis el sombrero. Su ala debe quedar doblada de esta manera.

Cuando hubo dado las instrucciones pertinentes se volvió hacia Córum mostrando una expresiva sonrisa.

—¿Cuál es vuestro nombre a esta hora y en este sitio, amigo mío?

Córum se enfurruñó.

—No te entiendo.

—Quería saber vuestro nombre. El vuestro, como el mío, cambia. La diferencia es que a veces no lo sabéis, y yo, en cambio, sí. Y, a veces, somos la misma criatura, o, al menos, aspectos de la misma criatura.

Córum sacudió la cabeza. Aquel hombre parecía estar loco.

—Por ejemplo —continuó Jhary, comiendo gustoso un plato de pescado—, me han llamado Timeras y Shalenak. A veces, soy el héroe, pero, más a menudo, soy el compañero del héroe.

—Tus palabras tienen poco sentido —dijo Rhalina suavemente—. No creo que el Príncipe Córum las entienda. Y nosotros tampoco.

Jhary sonrió.

—¡Ah! Entonces, ¿ésta es una de esas veces en que el héroe sólo es consciente de una existencia? Mejor, supongo; es bastante desagradable recordar demasiadas encarnaciones; sobre todo cuando coexisten. Reconozco al Príncipe Córum como a un viejo amigo, pero él no me reconoce a mí. ¡No importa!

Terminó de comer, se ajustó la toalla a la cintura y se echó hacia atrás.

—O sea, que nos planteas una adivinanza y no nos ofreces respuesta -dijo Beldan.

—Lo explicaré —dijo Jhary—, pues no estoy bromeando. Soy un viajero poco común. Parece que mi destino es moverme a través del tiempo y el espacio. No recuerdo haber nacido y espero no morir, al menos, en el sentido vulgarmente aceptado del término. A veces, me llaman Timeras y, si es que procedo de algún sitio, supongo que será de Tanelórn.

—Tanelórn es un mito —dijo Beldan.

—Todos los sitios son mitos si no se les conoce, pero Tanelórn es más constante que la mayoría de los lugares que conozco. Puede encontrársela, si se busca, en cualquier lugar del universo.

—¿No tienes profesión? —preguntó Córum.

—En tiempos, escribí poesía y algunas obras de teatro, pero mi profesión principal podría ser la de compañero de héroes. He viajado a Xerlerenes con Rackhir, el Arquero Rojo, donde los buques del Barquero navegan por los aires, así como los vuestros navegan por el mar. Con Elric de Melniboné fui a la Corte del Dios Muerto, con Asquiol de Pompeya fui a las profundidades del Multiverso, donde se mide el espacio en términos de galaxias y no de millas, y con Dorian Hawkmoon de Koln a Londra, donde la gente lleva máscaras hechas con joyas. He visto el futuro y el pasado. He viajado por muchos sistemas planetarios y he aprendido en mis viajes que el tiempo no existe y que el espacio es una ilusión.

—¿Y los dioses? —preguntó Córum impacientemente.

—A mi entender, los creamos nosotros mismos, pero no estoy totalmente seguro. Allí donde los primitivos inventan dioses ordinarios para dar alguna explicación a los truenos, personas más sofisticadas inventan dioses complicados que expliquen las abstracciones que las confunden. Muchas veces, se ha comprobado que los dioses no podrían existir sin los hombres y que los hombres tampoco existirían sin los dioses.

—Pero los dioses parecen poder afectar nuestros destinos —dijo Córum.

—Y nosotros también podemos afectar los suyos, ¿verdad?

Beldan susurró junto al oído de Córum:

—Vuestras propias experiencias lo demuestran, Príncipe Córum.

—Esto es, puedes ir por los Quince Planos —dijo Córum cortésmente—, como antes podían hacerlo los Vadhagh.

Jhary sonrió.

—No puedo ir a ningún sitio por mi propia voluntad, o, cuando menos, puedo ir a muy pocos sitios. A veces, puedo volver a Tanelórn, si lo deseo, pero, por lo general, me lanzan de una a otra existencia, sin rima ni, al parecer, razón. Normalmente entiendo que debo interpretar mi papel en cualquier lugar que aterrice, y mi tarea suele ser la de acompañar campeones, ser el amigo de los héroes; por todo ello, te reconozco como lo que realmente eres: el Campeón Eterno. Te he conocido con distintas formas, pero tú, no siempre has tenido ocasión de reconocerme a mí. Quizás, en mis propios momentos de amnesia, tampoco te haya reconocido.

—¿Tú nunca eres el héroe?

—Soy heroico, al menos así lo dirían algunos. Quizá haya sido algún tipo especial de héroe y, de vez en cuando, mi destino es ser alguna de las facetas de un héroe determinado, o formar parte de otro hombre o grupo de hombres que juntos crean un gran héroe. La esencia de nuestra identidad la llevan los vientos a través del Multiverso. Incluso hay una teoría que dice que todos los mortales somos aspectos de una entidad cósmica y hay quien llega a creer que los propios dioses forman parte de esa entidad y que todos los Planos de la existencia, todas las eras que van y vienen, todas las manifestaciones del espacio que surgen y desaparecen, son meras ideas de esa mente cósmica, los diferentes fragmentos de una personalidad. Tal especulación no nos lleva a ninguna parte y, al mismo tiempo, a todas, pero no cambia la comprensión que podamos tener acerca de nuestros problemas más inmediatos.

—Casi estoy de acuerdo con eso —dijo Córum vivamente—. Y, ahora, ¿quieres explicar con más detalle cómo llegaste a Moidel?

—Explicaré lo que pueda, amigo Córum. Sucedió que me encontré en un triste lugar llamado Kalenwyr. No recuerdo bien cómo llegué hasta allí, pero estoy acostumbrado a esas cosas. Kalenwyr, toda de granito y muy deprimente, no me gustaba nada. No llevaba allí más que algunas horas, cuando empecé a sospechar de sus habitantes; subiéndome a los tejados, robando un carro, hurtando un barco en un río cercano, me escapé y llegué al mar. Pensé que no era seguro volver a tierra, y navegué por la costa, hasta que llegó la niebla, el mar se empezó a agitar como si se estuviera preparando una tormenta y, repentinamente, mi barco y yo nos encontramos junto a una mezcla de peces, mordisqueantes monstruos, hombres y criaturas que me resulta imposible describir. Logré agarrarme a los cabos de la inmensa red que me había atrapado tanto a mí como a los demás y que nos arrastraba a gran velocidad. Cómo conseguí respirar de vez en cuando, es algo que no recuerdo. Por fin, la red se destensó y nos soltó a todos. Mis compañeros se fueron por el agua y yo me quedé solo. Vi esta isla y el castillo y encontré un tablón con cuya ayuda logré nadar hasta aquí.

—Kalenwyr —dijo Beldan—. ¿Oíste hablar allí de un tal Glandyth-a-Krae?

Jhary frunció el ceño.

—Un Conde Glandyth fue mencionado en una taberna, y creo que con acento de admiración. Imaginé que sería algún poderoso guerrero. Parecía que toda la ciudad estaba preparándose para la guerra, pero no conseguí enterarme ni de las causas ni de quiénes eran sus enemigos. Creo que oí hablar de la tierra de Lywm-an-Esh con cierto odio. Y que esperaban aliados que vendrían por mar.

—¿Aliados? ¿Quizá de las islas Nhadragh? —le preguntó Córum.

—No. Creo que hablaban de Bro-an-Mabdén.

—El continente del Oeste —gritó Rhalina—. No sabía que aún lo ocupasen. Pero, ¿qué les empuja a la guerra contra Lywm-an-Esh?

—Quizá el mismo deseo que les hizo destruir mi raza —propuso Córum—. Envidia y odio por la paz. Dices que tu gente adoptó muchas costumbres Vadhagh. Con eso basta para ganarse la enemistad de Glandyth y los suyos.

—Cierto —dijo Rhalina—. Eso quiere decir que no somos los únicos que corremos peligro. Lywm-an-Esh no ha tenido guerras desde hace más de cien años. No está preparada para sufrir una invasión.

Un sirviente trajo la ropa de Jhary. Estaba limpia y seca. Jhary le dio las gracias y empezó a ponérsela tan tranquilamente como se la había quitado. La camisa era de seda azul brillante; los amplios pantalones de un rojo tan vivo como el manto granate de Córum. Se ató a la cintura un cinturón amarillo del que colgaba un sable envainado y un largo puñal. Se calzó unas botas que le llegaban hasta las rodillas y se ató un pañuelo al cuello. Puso el abrigo azul oscuro en el banco, a su lado, junto al sombrero y el saco. Parecía satisfecho.

—Lo mejor es que me digas todo cuanto creas que debo saber —sugirió—. Quizá pueda ayudaros. He aprendido mucho en el curso de mis viajes, mucho de ello es inútil, pero...

Córum le habló de los Señores de las Espadas, de los Quince Planos, de la lucha entre la Ley y el Caos y de los intentos de equilibrar la Balanza Cósmica. Jhary-a-Conel escuchó, y parecía estar al tanto de muchas de las cosas que decía Córum.

Cuando el Príncipe hubo terminado, Jhary dijo:

—Está claro que pedirle ayuda al Señor Arkyn no serviría de nada. La lógica de Arioch todavía domina estos Cinco Planos y debe ser destruida antes que Arkyn y la Ley tomen el mando. Es el destino de los hombres simbolizar estas luchas entre los dioses, e incluso esta lucha que parece que establecerá entre el Rey Lyr-a-Brode y Lywm-an-Esh será tan sólo un reflejo de la guerra entre la Ley y el Caos en los otros Planos. Si ganan los servidores del Caos, si vence el ejército del Rey Lyr-a-Brode, puede que el Señor Arkyn pierda su fuerza y el Caos reine de nuevo. Arioch no era el más poderoso de los Señores de las Espadas. Xiombarg tiene mucho más poder en sus Planos, y Mabelode aún más. Yo diría que todavía no habéis experimentado las verdaderas manifestaciones del dominio del Caos.

—No me tranquilizas —dijo Córum.

—En cualquier caso, es mejor saber todas esas cosas —dijo Rhalina.

—¿Pueden enviarle ayuda los demás Señores de las Espadas al Rey Lyr? —preguntó Córum.

—No directamente. Pero hay maneras de manipular las cosas si se cuenta con la ayuda de mensajeros y agentes. ¿Te gustaría saber más sobre los planes del Rey Lyr?

—Naturalmente —dijo Córum—. Pero es imposible.

—Me parece que vas a descubrir que es útil tener a un compañero de campeones a tu servicio; sobre todo, uno tan experimentado como yo.

Se detuvo y cogió la bolsa. Sacó algo que, para sorpresa general, estaba vivo.

No parecía irritado por haber pasado al menos un día entero dentro del saco. Abrió los ojos, los consideró a todos detenidamente y ronroneó.

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