Read La reina de las espadas Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La reina de las espadas (4 page)

Era un gato. O, por lo menos, alguna clase de gato, pues tenía en la espalda un hermosísimo par de alas negras ligeramente guarnecidas de blanco. Sus colores, por lo demás, eran blanco y negro, como un gato ordinario: patas blancas, frente y hocico blanco. Parecía simpático y tranquilo. Jhary le ofreció comida y, moviendo las alas, el animal se puso a comer como si estuviera hambriento.

Rhalina mandó a un sirviente por leche y, cuando el animal terminó, se sentó junto a Jhary y empezó a lavarse, primero la cara, luego las patas y, por fin, las alas.

—Nunca he visto un animal igual —dijo Beldan.

—Y yo no he vuelto a encontrarme con ningún otro parecido en el transcurso de mis viajes —agregó Jhary—. Es una criatura simpática y me ha ayudado mucho. A veces, nuestros caminos se bifurcan y paso algún tiempo sin verle, pero cuando nos reunimos de nuevo, me reconoce. Le llamo «Bigotes». Me temo que no es un nombre muy original, pero a él le gusta bastante. Creo que nos ayudará.

—¿Cómo puede ayudarnos? —Córum miraba al gato alado.

—Amigos míos, como puede volar, irá a la corte del Rey Lyr y presenciará cuanto allí ocurra. Luego, cuando vuelva, nos traerá algunas noticias.

—¿Puede hablar?

—Sólo a mí. Aunque tampoco puede decirse que hable. ¿Quieres que lo mande para allá?

Córum estaba completamente asombrado. Tuvo que sonreír.

—¿Por qué no?

—Con vuestro permiso, «Bigotes» y yo subiremos a las almenas y allí le daré las instrucciones oportunas.

En silencio, todos observaron cómo Jhary se ponía el sombrero, cogía al gato, les saludaba y subía por las escaleras que conducían a las almenas.

—Me siento como si estuviera soñando —dijo Beldan en cuanto Jhary hubo desaparecido.

—Sí —dijo Córum—. Aquí empieza un nuevo sueño. Ojalá sobrevivamos a él...

Segundo capítulo

La asamblea de Kalenwyr

El pequeño gato alado voló rápidamente hacia el este durante toda la noche hasta que, al fin, llegó a la triste Kalenwyr.

El humo de unas mil goteantes chimeneas ascendía de Kalenwyr y parecía tiznar la luz de la luna. Cuadrados bloques de oscuro granito se apilaban para formar casas y castillos, de tal modo que no había ni una curva, ni una línea suave. El gigantesco castillo del Rey Lyr-a-Brode dominaba el resto de la ciudad con sus cuatro negras almenas difundiendo luces de extraños colores y un rumor como de truenos, aunque el cielo nocturno se encontrase despejado.

El gato voló hacia el edificio, descendiendo a lo largo de una torre de agudos ángulos, doblando las alas. Miró a derecha e izquierda con sus amarillos ojos como si estuviera decidiendo por dónde entrar al castillo.

Le picaba la piel, se le enderezaban los bigotes y su rabo se esponjó. El gato no sólo se había dado cuenta de la hechicería y la presencia de seres sobrenaturales en el castillo, sino también de la presencia de una criatura particular a la que odiaba más que a las demás. Cada vez con más cuidado, fue bajando el costado de la torre. Llegó a una hendida ventana y se escurrió por ella. La habitación a la que penetró era redonda y estaba a oscuras.

Una puerta abierta dejaba ver una escalera que descendía por el centro de la torre. El gato bajó cuidadosamente los peldaños. En caso necesario, podría esconderse entre las densas sombras, ya que, por su propia naturaleza, el castillo de Kalenwyr era bastante sombrío.

Finalmente, vio una luz mortecina brillando un poco más adelante. Se detuvo y miró cautamente al otro lado de la puerta. La luz iluminaba un estrecho y largo corredor y, procedentes del fondo se oían voces, alboroto y el entrechocar de las copas. El gato abrió las alas, echó a volar por las sombras del techo hasta que, en la oscuridad, encontró una viga por la que poder caminar. La viga dejaba un pequeño espacio por el que el gato se metió hasta conseguir una perfecta visión de la asamblea Mabdén. Se acomodó para contemplar las actuaciones.

En el centro del Gran Salón del Castillo de Kalenwyr se alzaba una tarima formada por un solo bloque de obsidiana y, encima suyo, un trono de granito veteado de cuarzo; habían intentado grabar algunas gárgolas en la piedra, pero el trabajo era bastante burdo y ofrecía un aspecto' de obra inacabada. De todos modos, las formas medio labradas eran mucho más siniestras que si su terminado hubiera sido perfecto.

En el trono había tres personas. En cada uno de los brazos asimétricos se sentaba una mujer desnuda, con el cuerpo totalmente tatuado; dibujos obscenos cubrían sus brazos, y sujetaban una jarra con la que llenaban la copa del hombre sentado en el trono. El hombre medía más de siete pies, y llevaba sobre la cabeza una corona de hierro pálido. Su pelo era largo, y cortas trenzas colgaban por delante de su frente. El pelo había sido rubio, pero ahora estaba como teñido a mechas. La barba, también amarilla, aparecía salpicada de gris. Tenía el rostro desfigurado, cubierto por cicatrices, y los ojos sanguinolentos eran de un color azul acuoso, inyectados en odio, como si lanzasen un maligno desafío. Su cuerpo iba cubierto de pies a cabeza por un manto de origen Vadhagh. Por encima llevaba un abrigo de piel de lobo confeccionado por los Mabdén del este. Cubrían sus manos anillos robados de los cortados dedos de los Vadhagh y Nhadragh. Una de aquellas manos descansaba sobre el pomo de una mellada espada, la otra agarraba una copa de bronce con diamantes incrustados, de la que rebosaba un vino espeso. Delante de la tarima, de espaldas a su jefe, había un guardia, tan alto o más que el hombre que estaba sentado en el trono. Vigilaba, de pie, con la espada cruzada sobre un escudo de cuero y hierro forrado de cobre. El casco de cobre cubría gran parte de su cara y por los lados del tocado se le desparramaban los cabellos y la barba. Los ojos parecían contener una furia perpetua e incontrolada, y miraban firmemente hacia adelante. Aquél era el guardián Asper, el Torvo Guardián, increíblemente fiel al hombre sentado en el trono.

El Rey Lyr-a-Brode, girando la maciza cabeza, echó un vistazo a su corte.

El salón estaba lleno de guerreros.

Las únicas mujeres eran aquellas mujeres desnudas, tatuadas, que le servían el vino. Tenían el pelo sucio, los cuerpos amoratados y se movían como si estuvieran muertas, con los jarros de vino colgando de sus caderas, tambaleándose, deslizándose entre las filas de los brutales Mabdén. Éstos apestaban a sudor y a la sangre que habían derramado. Sus ropas de cuero rechinaban al alzar las copas hasta las sucias bocas.

Había tenido lugar un banquete, y ya habían sido retiradas mesas y bancos —además de los Mabdén que cuando se derrumbaron fueron llevados a los rincones por sus compañeros. Todos los guerreros estaban en pie, esperando a que su Rey hablase.

La luz de las linternas que colgaban de las vigas arrojaba sobre las losas del suelo enormes sombras, coloreando sus ojos con un rojo semejante al de los ojos de las bestias. Cada uno de los guerreros allí reunidos era comandante de otros guerreros. Allí se encontraban barones, duques, condes y capitanes procedentes de todas las regiones del reino que habían acudido para asistir a la reunión. Algunos, vestidos de diferente manera, quizá prefiriendo la piel a las sedas robadas a los Vadhagh y Nhadragh, venían del otro lado del mar, como mensajeros de Bro-an-Mabdén, la rocosa tierra del noroeste donde la raza Mabdén había visto la luz mucho tiempo atrás.

El Rey Lyr-a-Brode puso las manos sobre los brazos del trono y se levantó. Instantáneamente, quinientos brazos alzaron sus copas para brindar. —¡Lyr de la Tierra!

Y él, automáticamente, contestó al brindis diciendo: —¡Y la Tierra es Lyr! —echó un vistazo a su alrededor, casi sin creerlo, mirando fijamente a una de las mujeres, como si la conociera de algo. Frunció el ceño.

Una cara voluminosa, reluciente, de ojos enfermizos, de negros e hirsutos cabellos, barba rizada, con trenzas, boca cruel, medio cerrada sobre los amarillentos colmillos, dio un paso adelante y se detuvo junto al Torvo Guardián. El noble llevaba un casco alto y alado, de hierro, bronce y oro, con una enorme piel de oso sobre los hombros. Poseía cierta autoridad, pues, de algún modo, tenía mucha más presencia que su Rey, a su lado, que le miraba de hito en hito.

Los labios de Lyr-a-Brode se movieron:

—¡El Conde Glandyth-a-Krae!

—Me llamo Glandyth, Conde de todos los Estados de Krae —aseguró el hombre—. Capitán de los Denledhyssi, el que ha purgado tu tierra de los canallas Vadhagh y de todos sus aliados, el que ayudó a la conquista de las Islas Nhadragh. ¡Y soy hermano del Perro, hijo del Oso Cornudo, sirviente de los Señores del Caos!

El Rey Lyr inclinó la cabeza:

—Te conozco, Glandyth. Eres una espada leal.

Glandyth hizo una reverencia.

Hubo una pausa.

—Habla —dijo el Rey.

—Hay una criatura Shefanhow que escapa a tu justicia, mi Rey. Sólo hay un Vadhagh con vida. —Glandyth se arrancó la correa del chaquetón, dejando ver la parte alta de su coraza. Metió la mano y sacó dos cosas que colgaban de una cuerda que le rodeaba el cuello. Una de ellas era una mano disecada y momificada, la otra era una pequeña bolsa de cuero—. Esta es la mano que le arranqué al Vadhagh y, aquí, en esta bolsa, se encuentra uno de sus ojos. Se refugia en un castillo situado en la costa este de tu tierra, un castillo llamado Moidel. Una mujer Mabdén es su dueña. La Margravina Rhalina de Allom-glyl, que vive en aquella tierra de traidores, Lywm-an-Esh, la tierra que planeas aplastar, porque no apoyan nuestra causa.

—Ya me lo habías dicho —contestó el Rey Lyr—, lo mismo que me has contado lo de la monstruosa hechicería utilizada para desviar tu ataque al castillo. Sigue.

—Volveré al Castillo Moidel, pues he oído decir que el Shefanhow llamado Córum y la traidora Rhalina han vuelto a él, creyéndose a salvo de tu justicia.

—Todos nuestros ejércitos van hacia el oeste —dijo Lyr—. Todas nuestras fuerzas se encaminan hacia la destrucción de Lywm-an-Esh. De paso, caerá también el Castillo Moidel.

—El favor que pido, mi señor, es ser yo el instrumento de esa caída.

—Eres uno de nuestros mejores capitanes, Conde Glandyth. A ti y a tus Denledhyssi os utilizaremos en un combate de mayor importancia.

—Mientras Córum viva, y mientras siga utilizando su gran magia, nuestra causa se verá muy amenazada, Gran Rey. Es un poderoso enemigo, quizá más poderoso que toda la tierra de Lywm-an-Esh. Será difícil destruirlo.

—¿Un Shefanhow mutilado? ¿Cómo es posible tal cosa?

—Ha pactado con la Ley. Tengo pruebas. Uno de mis lacayos Nhadragh ha utilizado su Segunda Visión y lo ha visto todo.

—¿Dónde está el Nhadragh?

—No lo he traído, mi Rey. No traería a una criatura tan vil a este salón sin tu permiso.

—Tráelo ahora.

Todos los guerreros miraron hacia la puerta con una mezcla de asco y curiosidad. Sólo el Torvo Guardián no volvió la cabeza. El Rey Lyr volvió a sentarse en su trono e hizo señas para que le sirvieran más vino.

Las puertas se abrieron y apareció una turbia silueta. Aunque su forma era de hombre, no lo era. Según avanzaba, los hombres se apartaron.

Sus facciones eran oscuras y lisas y el pelo le caía por la frente, terminando en un rizo debajo de las cejas. Iba vestido con una chaqueta de trozos de piel de foca. Su aspecto era humilde y parecía nervioso y, mientras se acercaba a Glandyth, no dejaba de hacer reverencias.

Los labios del Rey Lyr-a-Brode se retorcieron por las náuseas y le dijo a Glandyth:

—Haz que hable y que luego se largue.

Glandyth alargó el brazo para arrastrar al Nhadragh por el pelo.

—¡Vamos, basura! ¡Dile a mi Rey lo que viste con tus degenerados sentidos!

El Nhadragh abrió la boca y empezó a tartamudear.

—¡Habla! ¡Date prisa!

—Vi... vi otros Planos además de éste...

—¿Viste dentro de Iffarn, dentro del Infierno? —murmuró el Rey horrorizado.

—Dentro de otros Planos... —el Nhadragh echó a su alrededor una furtiva mirada y agregó—: Sí, y dentro de Iffarn. Y vi una criatura que no puedo describir, aunque hablé con ella un rato. Me dijo que su Excelencia Arioch, del Caos...

—Habla del Caballero de las Espadas —explicó Glandyth.

—Arag, el Gran Dios Antiguo.

—Me dijo que Arioch, Arag, había sido herido por el Vadhagh Córum Jhaelen Irsei y que de nuevo reinaba Arkyn, Señor de la Ley, en estos Cinco Planos... —La voz del Nhadragh se cortó.

—Dile a mi Rey todo lo demás —dijo Glandyth ferozmente, volviendo a tirar de los pelos al pobre diablo—. Dile lo que viste sobre nosotros los Mabdén.

—Me dijo que, ahora que su Excelencia Arkyn había vuelto, intentaría volver a apropiarse del poder que antes tenía. Pero necesita mortales como agentes y que, de esos agentes, Córum es el más importante. Lo que es seguro es que toda la gente de Lywm-an-Esh servirá a Arkyn, pues conocen los medios de los Shefanhow hace ya tiempo.

—O sea, que todas nuestras sospechas eran correctas —dijo el Rey de modo triunfante—. Hacemos bien en prepararnos para la guerra contra Lywm-an-Esh. Luchamos contra esa enfermiza degeneración conocida como Ley.

—Y, ¿estás de acuerdo con que mi deber es matar a Córum? —preguntó Glandyth.

El Rey arrugó la frente. Luego, levantó la cabeza y miró directamente a Glandyth.

—Sí. —Agitó una mano—. Y, ahora, llévate al asqueroso Shefanhow de este salón. ¡Ya es hora de invocar al Perro y al Oso!

En la viga central, el gato sintió cómo se le ponía el pelo de punta. Le pareció que ya podía marcharse, pero hizo un esfuerzo por quedarse un rato más. Sería leal con su amo Jhary-a-Conel, quien le pidió que presenciara toda la asamblea.

Los guerreros se habían pegado a las paredes, las mujeres fueron despedidas. Hasta el propio Lyr dejó el trono, para que quedase el centro del salón sin ningún hombre.

Un grave silencio cayó sobre la reunión.

Lyr palmeó, desde donde estaba, todavía acompañado por el Torvo Guardián.

Se abrieron las puertas de la sala y entraron unos prisioneros. Había mujeres y niños y algunos campesinos. Todos eran gente humilde y estaban medio muertos de miedo. Los arrastraron al salón empujando la jaula de mimbre en la que se encontraban. Algunos de los niños lloraban. Los prisioneros adultos no hacían ningún esfuerzo para calmar a los niños y se agarraban a las barras mirando el exterior desesperadamente.

—¡Ah! —voceó el Rey Lyr—. ¡He aquí la comida del Perro y del Oso! ¡Comida tierna y sabrosa!

Other books

Kachina and the Cross by Carroll L Riley
GEN13 - Version 2.0 by Unknown Author
Moron by Todd Millar
Gideon the Cutpurse by Linda Buckley-Archer
The Silver Bullet by DeFelice, Jim
The Numbered Account by Ann Bridge