—¡A lo enano! —gritaron los artículos de hierro.
—A lo humano —le corrigió el esbelto elfo, y la belleza de la toca apoyó la cabeza sobre sus hombros.
—Eh, músico —dijo Mama Lantieri, entrando a la habitación sin llamar y empujando por delante de ella un olor a jacintos, sudor, cerveza y tocino ahumado—. Tienes un invitado. Entrad, noble señor.
Jaskier se arregló los cabellos, se enderezó en el enorme sillón labrado. Las dos muchachas que estaban sentadas en sus rodillas se levantaron con rapidez, se cubrieron con sus chaquetillas, cerraron las despechugadas camisas. El pudor de las putas, pensó el poeta, he aquí un buen título para un romance. Se levantó, se abrochó el cinturón y se puso el jubón mientras miraba al noble que estaba de pie en el umbral.
—Ciertamente —dijo—, sabéis encontrarme en todos lados, aunque pocas veces escogéis el momento adecuado para ello. Por suerte aún no había decidido cuál de estas bellezas prefiero. Y con tus precios, Lantieri, no me puedo permitir ambas.
Mama Lantieri sonrió comprensiva, dio una palmada. Ambas muchachas, una isleña morena y pecosa y una medioelfa de cabellos oscuros, abandonaron la habitación a toda prisa. El hombre que estaba de pie en el umbral se quitó la chupa, se la tendió a Mama junto con un pequeño pero abultado saquete.
—Perdonad, maestro —dijo, acercándose y sentándose a la mesa—. Sé que os incomodo en mala hora. Pero desaparecisteis tan repentinamente de bajo el roble... No os alcancé en el camino real, como era mi intención, ni pronto di con vuestra pista en la ciudad. Creedme, no os ocuparé mucho tiempo...
—Siempre todos decís lo mismo y siempre es un embuste —le interrumpió el bardo—. Déjanos solos, Lantieri, cuida de que no nos molesten. Os escucho, señor.
El hombre le miró inquisitivamente. Tenía ojos oscuros y acuosos, como llenos de lágrimas, una nariz afilada y unos labios anchos, desagradables.
—Pasaré al asunto sin más tardanza —afirmó, mientras esperaba hasta que Mama cerrara la puerta—. Me interesan vuestros romances, maestro. Más concretamente, cierta persona de la que cantáis. Me ocupo de la verdadera suerte de los protagonistas de vuestros romances. Al fin y al cabo, si no me equivoco, la verdadera suerte de ciertos personajes reales inspiró las hermosas obras que tuve ocasión de escuchar bajo el roble. Me refiero a... a la pequeña Cirilla de Cintra. A la nieta de la reina Calanthe.
Jaskier miró al techo, tableteó con los dedos encima de la mesa.
—Noble señor —dijo con sequedad—. Extrañas cosas os interesan. Acerca de extrañas cosas preguntáis. Algo me dice que no sois quien yo creía.
—¿Y quién creíais que yo era, si puede saberse?
—No sé si se puede. Dependerá de si me dais ahora recuerdos de nuestros amigos comunes. Debierais haberlo hecho al principio y como que lo olvidasteis.
—En absoluto lo olvidé. —El hombre metió la mano bajo su caftán de terciopelo de color sepia, extrajo un segundo saquete, algo mayor que aquél que había entregado a la alcahueta, pero igual de abultado y de tintineante al chocar contra la tabla de la mesa—. Simplemente no tenemos amigos comunes, Jaskier. Pero, ¿no servirá esta escarcela para suavizar tal mandamiento?
—¿Qué es lo que queréis comprar con esa pequeña bolsita? —dijeron los labios del trovador—. ¿Todo el burdel de Mama Lantieri y el terreno que le rodea?
—Digamos que tengo intención de apoyar al arte. Y al artista. Para que pueda hablar con el artista de su obra.
—¿Hasta ese punto amáis el arte, señor mío? ¿Tanta prisa os corre la conversación con el artista que intentáis llenarle de dinero incluso antes de presentaros, quebrando así las más elementales reglas de la cortesía?
—Al principio de la conversación —el desconocido entrecerró ligeramente sus oscuros ojos— no os molestaba mi incógnito.
—Pero ahora comienza a molestarme.
—No me avergüenzo de mi nombre —dijo con una ligera sonrisa en los anchos labios—. Me llamo Rience. No me conocéis, señor Jaskier, y no me extraña. Sois demasiado ilustre y famoso para que podáis conocer a todos vuestros admiradores. A todo admirador de vuestro talento le parece que os conoce, que os conoce tan bien que cierta confianza está en su sitio. A mí también me concierne, en toda su extensión. Sé que es una apreciación falsa, perdonad benévolamente.
—Perdono benévolamente.
—Puedo contar entonces con que querréis responder a unas cuantas preguntas...
—No, no podéis —le interrumpió el poeta, hinchándose—. Ahora tened a bien vos el perdonar benévolamente, pero no me gusta discutir sobre la temática de mis obras, sobre inspiración, sobre los protagonistas, tanto ficticios como no. Le quita esto a la poesía sus colores poéticos y la conduce hacia la trivialidad.
—¿Ciertamente?
—Con toda seguridad. Comprended que si después de cantar un romance sobre una alegre molinera anunciara que en realidad se trata de Zvirka, la mujer del molinero Locha, y completar esto con la noticia de que a Zvirka se la puede uno follar libremente los jueves porque los jueves suele ir el molinero al mercado, ya no sería poesía. Esto sería o bien coplillas o bien una calumnia asquerosa.
—Entiendo, entiendo —dijo Rience con rapidez—. Pero creo que esto es un mal ejemplo. A mí no me interesan los pecados ni los pecadores. A nadie calumniáis al responder a mi pregunta. A mí me es necesaria solamente una pequeña información: ¿qué le sucedió en realidad a Cirilla, princesa de Cintra? Muchas personas afirman que Cirilla desapareció durante la conquista de la ciudad, incluso hay testigos oculares de tal acontecimiento. Sin embargo, de vuestro romance se extrae que la niña sobrevivió. Estoy de verdad interesado en saber si esto es imaginación vuestra o hecho real. ¿Es verdad o es mentira?
—Me alegra muchísimo vuestra curiosidad —sonrió ampliamente Jaskier—. Reíos señor, si os place, pero justamente eso es lo que quería cuando compuse el romance. Quería despertar y avivar la curiosidad del oyente.
—¿Verdad o mentira? —repitió Rience con la voz fría.
—Si traicionara este hecho, destruiría el efecto de mi trabajo. Adiós, amigo. Has usado de todo el tiempo de que disponía para ti. Y allí esperan dos de mis inspiraciones, inseguras de no saber a cuál escojo.
Rience guardó silencio largo tiempo, sin hacer gesto alguno de dirigirse hacia la puerta. Miró al poeta con una mirada antipática, acuosa, y el poeta comenzó a sentirse inquieto. De abajo, de la sala grande del lupanar, le llegaba una alegre batahola, punteada de vez en cuando por unas agudas risotadas femeninas. Jaskier volvió la cabeza, haciendo como que demostraba una altivez despectiva, pero en realidad calculando la distancia que le separaba del rincón de la cámara y de la gobelina que mostraba a una ninfa vertiéndose sobre los pechos el agua de una jarra.
—Jaskier —dijo al fin Rience, mientras metía las manos en el bolsillo de su caftán de color sepia—. Responde a mi pregunta, por favor. Tengo que saber la respuesta. Es extremadamente importante para mí. Y créeme, para ti también, porque si respondes de buena fe yo...
—¿Entonces qué?
Un gesto siniestro se arrastró por los labios de Rience.
—Entonces no tendré que obligarte a hablar.
—Escucha, tú, bellaco. —Jaskier se levantó e hizo como que ponía un gesto amenazador—. Odio la violencia y la fuerza. Pero ahora mismo llamo a Mama Lantieri y ella se trae a un tal Escombros que cumple en este santuario la honorable y responsable función de vaciador. Es un verdadero artista en su oficio. Él te mete de patadas en las asentaderas y acabas volando por encima de los tejados de esta villa, tan hermoso que más de uno de los pasantes te ha de tomar por un pegaso.
Rience realizó un breve gesto, algo brilló en su mano.
—¿Estás seguro de que alcanzarás a llamarla?
Jaskier no tenía intenciones de comprobar si tendría tiempo. Tampoco pensaba esperar. Antes de que el estilete de mariposa girara y se cerrara en la mano de Rience, se tiró de un largo salto hacia el rincón de la cámara, se sumergió bajo la gobelina de la ninfa, abrió de un puntapié una puerta secreta y a toda prisa se precipitó por unas retorcidas escaleras hacia abajo, agarrándose con las manos a las resbaladizas barandillas. Rience se lanzó en su persecución, pero el poeta estaba seguro de sí, conocía el pasadizo secreto tan bien como su bolsillo, no era la primera vez que la usaba para huir de acreedores, maridos celosos y competidores propensos al asesinato a los que a veces robaba rimas y notas. Sabía que en la tercera revuelta hallaría una puertecilla giratoria detrás de la cual hallaría una escala que conducía al sótano. Estaba seguro de que el perseguidor no conseguiría frenar, seguiría corriendo y tropezaría con la trampilla, después de lo cual caería en las zajurdas. Estaba seguro de que el perseguidor, magullado, embadurnado en mierda y perturbado por los gorrinos, abandonaría la persecución.
Jaskier se equivocaba, como siempre que estaba seguro de algo. Hubo un repentino brillo azulado a sus espaldas y el poeta percibió que se le entumecían las extremidades, que se le pasmaban y se le ponían rígidas. No fue capaz de frenar el paso a la altura de las puertecillas giratorias, los pies se negaron a obedecerlo. Gritó y se tambaleó por las escaleras, golpeándose con las paredes del pasillo.
La trampilla se abrió por debajo de él con un chasquido seco, el trovador cayó en la oscuridad y el hedor. Antes incluso de que se golpeara contra el empedrado y perdiera el sentido, recordó que Mama Lantieri había comentado algo acerca de que estaban arreglando las zajurdas.
Le despertó un dolor en las muñecas, que tenía atadas, y en los brazos, que estaban horriblemente torcidos por las articulaciones. Quiso gritar, pero no pudo, tenía la sensación de que le hubieran rellenado de arcilla la cavidad bucal. Se puso de rodillas sobre el empedrado y la soga le arrastró con un chirrido hacia arriba, tirando de las manos. Con la intención de aliviar sus brazos intentó levantarse, pero tenía también los pies atados. Aunque ahogándose y asfixiándose, consiguió levantarse en lo que le ayudó considerablemente la soga, que seguía tirando de él sin piedad.
Rience estaba de pie delante de él y sus ojos malvados y acuosos brillaron a la luz de un farol que sostenía un tagarote mal afeitado de dos metros de alto que estaba a su lado. Tenía a otro jayán, seguramente no menos alto, justo detrás. Jaskier escuchaba su respiración y sentía el hedor de sudor rancio. Precisamente este segundo, el maloliente, sujetaba la cuerda atada a las muñecas del poeta y sujeta a una viga del techo.
Los pies de Jaskier se separaron del empedrado. El poeta expulsó aire violentamente por la nariz, otra cosa no podía hacer.
—Basta —dijo por fin Rience, casi inmediatamente, pero a Jaskier le pareció que habían pasado siglos. Tocó la tierra, pero arrodillarse, pese a sus más desesperados esfuerzos, no pudo, pues la soga aún le mantenía tan tenso como una cuerda de laúd.
Rience se acercó. En su rostro no se podían percibir ni rastro de emociones, sus ojos llorosos no habían cambiado ni un ápice su expresión. También la voz con la que habló era tranquila, bajita, incluso ligeramente aburrida.
—Poetrasto asqueroso. Enano. Basura. Cero pagado de sí mismo. ¿De mí querías escapar? A mí no se me ha escapado nunca nadie. No hemos terminado de hablar, bufón, cabeza de carnero. Te he preguntado algo en condiciones bastante más agradables. Ahora contestarás a mis preguntas en condiciones menos agradables.
¿Verdad que me vas a contestar?
Jaskier afirmó solícito con la cabeza. Sólo entonces sonrió Rience. Y dio una señal. El bardo chilló desesperadamente al sentir como la soga se tensaba y como los brazos doblados hacia atrás crujían por las articulaciones.
—No puedes hablar —constató Rience, todavía riéndose con placer—. ¿Y te duele, verdad? Sabe que te hago colgar de momento para mi propio disfrute porque a mí me gusta muchísimo ver cómo alguien sufre. Va, aún un poco más alto.
Jaskier por poco no se ahogó con su resoplido.
—Basta —ordenó por fin Rience, después de lo que se acercó y agarró al poeta por la pechera—. Escucha, pavo real. Voy a deshacer el hechizo para que recuperes el habla. Pero si intentas alzar más de lo debido tu bonita voz, lo lamentarás.
Realizó un gesto con la mano, rozó con un anillo las mejillas del poeta y Jaskier percibió cómo recuperaba la sensibilidad en la mandíbula, en la lengua y en el paladar.
—Ahora —Rience continuó en voz baja— te haré unas cuantas preguntas y tú me responderás, fluido, rápido y con todo detalle. Y si siquiera por un segundo titubeas o tartamudeas o me das el mínimo motivo para dudar de tu veracidad, entonces... Mira hacia abajo.
Jaskier obedeció. Con horror advirtió que había un corto cordel atado a las ligaduras de sus tobillos y sujeto por el otro lado a un balde lleno de cal viva.
—Si mando que te suban más alto —sonrió Rience con crueldad— y junto contigo este cubo, con toda seguridad no recuperarás el control de tus manos. Dudo de que después de algo así fueras capaz de tocar el laúd. De verdad que lo dudo. Por lo que juzgo que vas a hablar. ¿Tengo razón?
Jaskier no lo confirmó porque a causa del miedo no podía ni mover la cabeza ni hablar. Rience no daba la impresión de que necesitara de confirmación.
—Yo, ha de entenderse —aseguró—, sabré inmediatamente si dices la verdad, al punto me daré cuenta de cada rodeo, no me dejaré enredar con artes poéticas ni vagas erudiciones. Esto es cosa de poca monta para mí, como cosa de poca monta fue paralizarte en las escaleras. Te aconsejo pues, granuja, que midas cada palabra. Venga, no perdamos tiempo, comencemos. Como sabes me interesa la protagonista de uno tus hermosos romances, la nieta de la reina Calanthe de Cintra. La princesa Cirilla, llamada cariñosamente Ciri. Según el testimonio de testigos presenciales esta persona murió durante la conquista de la ciudad, hace dos años. En cambio, en tu romance describes pintoresca y emotivamente su encuentro con un personaje extraño, casi legendario, el tal... brujo, Geralt o Gerald. Dejando a un lado las sandeces acerca de la predestinación y el juicio del destino, tu romance hace concluir que la cría salió sana y salva de la batalla de Cintra. ¿Es verdad esto?
—No sé —jadeó Jaskier—. ¡Por los dioses, sólo soy un poeta! Oí alguna que otra cosa y el resto...
—¿Qué?
—El resto me lo inventé. ¡Lo imaginé! ¡No sé nada! —aulló el bardo al ver que Rience daba una señal al apestoso y sentir que la maroma se tensaba mucho—. ¡No miento!