La sangre de los elfos (6 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El poeta tragó saliva, hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Guardó silencio, reflexionó sobre una pregunta. Pero la hechicera se le adelantó.

—Se acercan tiempos difíciles —dijo bajito—. Difíciles e inseguros. Se acerca un momento de cambio. Triste sería envejecer con la convicción de que no se hizo nada para hacer que esos cambios que se avecinan fueran cambios a mejor. ¿No es cierto?

Jaskier acercó la cabeza, carraspeó.

—¿Yennefer?

—Dime, poeta.

—Aquellos de la zajurda... Sería interesante saber quiénes eran, qué querían, quién los había mandado. Mataste a los dos, pero según dicen los rumores sois capaces de sacar información hasta de los cadáveres.

—¿Y el que la necromancia está prohibida por un edicto del Capítulo no lo dice el rumor? Déjalo, Jaskier. Esos esbirros seguramente no sabían mucho. El que huyó... humm... Eso es otra cuestión.

—Rience. Él era hechicero, ¿verdad?

—Sí. Pero no demasiado hábil.

—Se te escapó, sin embargo. Vi de qué forma. ¿Se teleportó, no es cierto? ¿Atestigua esto algo?

—Cierto, atestigua. Que alguien le ayudó. El tal Rience no tenía ni suficiente tiempo ni suficiente fuerza para abrir un portal oval en el aire. Esa teleportación no es humo de pajas. Está claro que algún otro lo abrió. Alguien incomparablemente más poderoso. Por eso tuve miedo de seguirlo, sin saber dónde aterrizaría. Pero envié detrás de él una temperatura bien alta. Va a necesitar de muchos hechizos y elixires contra las quemaduras, y aún así estará marcado durante un buen tiempo.

—Puede que te interese saber que era un nilfgaardiano.

—¿Tal piensas? —Yennefer se enderezó, con un rápido movimiento sacó de un bolsillo el estilete de mariposa, se lo puso en la mano—. Mucha gente lleva ahora cuchillos nilfgaardianos. Son cómodos y manejables, se los puede esconder incluso debajo del escote...

—No se trata del cuchillo. Al preguntarme utilizó expresiones como "la lucha de Cintra", "la conquista de la ciudad" o algo por el estilo. Nunca había oído que nadie llamara así estos hechos. Para nosotros siempre ha sido una matanza. La matanza de Cintra. Nadie habla de otra forma.

La hechicera alzó la mano, se miró las uñas.

—Estupendo, Jaskier. Tienes un buen oído.

—Deformación profesional.

—Me gustaría saber en qué profesión estás pensando —sonrió coqueta—. Pero gracias por la información. Es valiosa.

—Que éste sea mi aporte —respondió con un sonrisa— a los cambios a mejor. Dime, Yennefer, ¿por qué Nilfgaard se interesa tanto por Geralt y la muchacha de Cintra?

—No metas la nariz en esto. —Se puso seria de pronto—. Dije que has de olvidar todo lo que oyeras de la nieta de Calanthe.

—Cierto, lo has dicho. Pero no estoy buscando un tema para un romance.

—Entonces, ¿qué diablos buscas? ¿Un chichón?

—Supongamos —dijo en voz baja, mientras apoyaba la barbilla en las manos entrelazadas y miraba a los ojos a la hechicera—. Supongamos que de verdad Geralt encontró y salvó a la niña. Supongamos que por fin acabó por creer en la fuerza del destino y se llevó a la niña con él. ¿A dónde? Rience intentó sacármelo a base de torturas. Pero tú lo sabes, Yennefer. Sabes dónde se ha refugiado el brujo.

—Lo sé.

—¿Y sabes cómo llegar allí?

—También lo sé.

—¿No crees que habría que avisarlo? ¿Prevenirle de que a él y a la muchacha los busca gente de la índole de ese Rience? Iría yo, pero de verdad que no sé dónde es... Ese lugar cuyo nombre no me atrevo a pronunciar...

—Concluye, Jaskier.

—Si sabes dónde está Geralt debieras ir y advertirlo. Le debes algo, Yennefer. Al fin y al cabo, algo te unía a él.

—Cierto —afirmó con frialdad—. Algo me unía a él. Por eso le conozco un tanto. No le gustaba que se le echaran encima para ayudarlo. Y si necesitaba ayuda, la buscaba en personas en las que confiaba. Desde lo sucedido ha pasado casi un año y yo... no he tenido ninguna noticia suya. Y si se trata de deudas, le debo a él exactamente lo mismo que él a mí. Ni más ni menos.

—Entonces iré yo. —Bajó la cabeza—. Dime...

—No te lo diré —le interrumpió—. Estas quemado, Jaskier. Pueden atraparte de nuevo, cuanto menos sepas, mejor. Desaparece de aquí. Vete a Redania, a ver a Dijkstra y Filippa Eilhart, pégate a la corte de Vizimir. Y otra vez te aviso: olvídate de la Leoncilla de Cintra. De Ciri. Actúa como si no hubieras oído nunca ese nombre. Haz lo que te pido. No querría que te sucediera algo malo. Demasiado te aprecio, demasiado te debo...

—Dices eso por segunda vez. ¿Qué es lo que me debes, Yennefer?

La hechicera volvió la cabeza, guardó silencio durante largo tiempo.

—Ibas con él —dijo por fin—. Gracias a ti no estaba solo. Fuiste su amigo. Estuviste con él.

El bardo bajó la mirada.

—No le sirvió de mucho —murmuró—. No obtuvo demasiado provecho de esta amistad. Por mi culpa tenía sobre todo problemas. Todo el tiempo tenía que estar sacándome de algún lío... Ayudarme...

Ella se inclinó sobre la mesa, le puso la mano sobre su mano, apretó fuerte, sin decir ni palabra. En sus ojos había pena.

—Vete a Redania —repitió al cabo—. A Tretogor. Allí estarás bajo la protección de Dijkstra y Filippa. No intentes hacerte el héroe. Te has metido en un asunto peligroso, Jaskier.

—Ya me he dado cuenta. —Frunció el ceño, se frotó los doloridos brazos—. Justo por eso pienso que hay que avisar a Geralt. Sólo tú sabes dónde buscarlo. Conoces el camino. Supongo que habrás estado allí ya... como huésped...

Yennefer se volvió. Jaskier vio cómo apretaba los labios, cómo temblaban los músculos de sus mejillas.

—Cierto, alguna vez estuve —dijo, y en su voz había algo indefiniblemente extraño—. Alguna vez estuve allí como huésped. Pero nunca sin invitación.

 

El viento aullaba fieramente, ondulaba por entre las ruinas cubiertas de alfombras de hierba, silbaba en los matojos de espino albar y en las altísimas ortigas. Las nubes atravesaron el círculo de la luna, iluminando por un instante el castillo, inundando de una claridad pálida y agitada por las sombras la fosa y los restos de la muralla, revelando los montoncillos de calaveras que mostraban sus destrozados dientes y miraban a la nada con los negros agujeros de sus órbitas. Ciri lanzó un agudo chillido y escondió la cabeza bajo la capa del brujo.

Empellada a taconazos, la yegua pisó cautelosamente las pilas de ladrillos, cruzó bajo una arquería destrozada. Las herraduras, al golpetear sobre las losas de piedra, despertaron entre los muros unos ecos infernales a los que ahogó el torbellino del viento. Ciri tiritó, se aferró con las manos a las crines.

—Tengo miedo —susurró.

—No tienes por qué tener miedo de nada —le respondió el brujo, poniéndole la mano en el hombro—. En todo el mundo es difícil encontrar un sitio más seguro. Esto es Kaer Morhen, la Residencia de los Brujos. Aquí hubo una vez un hermoso castillo. Hace mucho.

No respondió, agachó muy bajo la cabeza. La yegua del brujo, llamada Sardinilla, resopló muy bajito, como si quisiera también tranquilizarla.

Se sumergieron en un oscuro abismo, en un largo e interminable túnel negro, entre columnas y arquerías. Sardinilla echaba pasos firmes y ardorosos, haciendo caso omiso de las tinieblas impenetrables, sus cascos resonaban vivamente sobre el enlosado.

Delante de ellos, al final del túnel, ardió de pronto con luz roja una recta línea vertical. Fue creciendo y ampliándose hasta que se convirtió en unas puertas detrás de las cuales brillaba una claridad, el brillo parpadeante de unas teas colgadas de unos asideros en las paredes. Junto a la puerta había una figura negra recortada contra el brillo.

—¿Quién? —Ciri escuchó una voz metálica y maligna que sonaba como el ladrido de un perro—. ¿Geralt?

—Sí, Eskel. Yo soy.

—Entra.

El brujo desmontó, bajó a Ciri de la silla, la colocó en el suelo, puso en sus manecitas el hatillo, al que ella se aferró con uñas y dientes, lamentando que fuera demasiado pequeño para poder esconderse por completo detrás de él.

—Espera aquí, con Eskel —dijo—. Llevaré a Sardinilla al establo.

—Ven a la luz, pequeño —ladró el hombre llamado Eskel—. No estés ahí en la oscuridad.

Ciri miró hacia arriba, a su rostro, y retuvo con esfuerzo un grito de horror. No era un ser humano. Aunque se mantenía sobre dos piernas, aunque olía a sudor y humo, aunque portaba ropa de humano normal, no era un ser humano. Ningún ser humano, pensó, podía tener un rostro así.

—Venga, ¿a qué esperas? —repitió Eskel.

No se movió. En la oscuridad escuchó los golpes de las herraduras de Sardinilla alejándose. Algo que era blando y chillaba le corrió por el pie. Dio un salto.

—No te quedes en lo oscuro, rapaz, o las ratas te comerán las botas.

Ciri, apretándose al hatillo, avanzó con rapidez en dirección a la luz. Las ratas le corrieron chillando bajo los pies. Eskel se inclinó, le cogió el hato, le bajó la capucha.

—Mierda —murmuró—. Una muchacha. Lo que nos faltaba.

Le miró asustada. Eskel sonrió. Ella vio que al fin y al cabo se trataba de un ser humano, que tenía un rostro completamente humano, sólo que desfigurado por una cicatriz larga, fea, semicircular, que le corría desde la comisura de los labios por toda la mejilla hasta la oreja.

—Dado que ya estás aquí, bienvenida a Kaer Morhen —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Ciri —respondió por ella Geralt, saliendo sin un sonido de entre las sombras. Eskel se dio la vuelta. Repentinamente, muy deprisa y sin una palabra, ambos brujos se abrazaron y se apretaron muy fuerte. Por un corto instante.

—Estas vivo, Lobo.

—Estoy vivo.

—Bueno, está bien. —Eskel tomó un cuelmo de su asidero—. Vamos. Cerraré la puerta interior, porque se va el calor.

Anduvieron a lo largo de un pasillo. También aquí había ratas, se deslizaban junto a las paredes, chilloteaban desde las simas de oscuros corredores laterales, se daban a la fuga ante el titubeante círculo de luz que arrojaban los que pasaban. Ciri daba rápidas zancadas, intentaba mantener el paso de los hombres.

—¿Quién invierna, Eskel? Aparte de Vesemir.

—Lambert y Coën.

Descendieron por unas escaleras abruptas y resbaladizas. Abajo se veía el brillo de una luz. Ciri escuchó voces, percibió el olor del humo.

La sala era enorme, inundada por la luz de un fuego gigantesco que lanzaba crepitantes llamaradas a la bocaza de la chimenea. Su centro lo ocupaba una mesa enorme y pesada. A la mesa podían sentarse por lo menos diez personas. Había tres. Tres personas. Tres brujos, se corrigió a sí misma Ciri. Veía sólo las siluetas sobre el fondo de ascuas del hogar.

—Hola, Lobo. Te esperábamos.

—Hola, Vesemir. Hola, muchachos. Es bueno estar de nuevo en casa.

—¿Y a quién nos has traído?

Geralt guardó silencio durante un momento, luego puso la mano sobre los hombros de Ciri, la empujó un poquito hacia adelante. Ella caminó desgarbada, insegura, encogida y encorvada, bajando la cabeza. Tengo miedo, pensó. Tengo mucho miedo. Cuando Geralt me encontró y me llevó consigo pensé que el miedo ya no volvería, que ya había pasado... Y he aquí que, en lugar de en casa, estoy en este castillo horrible, oscuro, arruinado, lleno de ratas y de ecos de pesadilla... De nuevo estoy frente a una pared de fuego rojo. Veo oscuras y amenazadoras figuras, veo ojos que me miran, malignos, increíblemente brillantes...

—¿Quién es esta niña, Lobo? ¿Quién es esta muchacha?

—Es mi... —Geralt tartamudeó de pronto. Ella sintió sobre los hombros sus poderosas y fuertes manos. Y de pronto desapareció el miedo. Sin dejar rastro. Los bramidos del rojo fuego daban calor. Sólo calor. Las oscuras siluetas eran siluetas de amigos. Protectores. Los ojos brillantes sólo mostraban su curiosidad. Su preocupación. Su intranquilidad...

Las manos de Geralt apretaron sus hombros.

—Ella es nuestro destino.

Capítulo segundo

Con certeza nada resulta de más horror entre los monstros que los tales, contra natura toda, nombrados bruxos, pues son éstos nascidos de la fechicería maldita y la diablura. Son éstos canallas sin virtut, conçiensia ni escrúpulos, creaturas verdaderas del averno, fábiles sólo para matar. Para los tales lugar no hay entre onradas gentes.

Y el mentado Kaer Morhen, do estos infames anidan, do sus práticas blasfemas facen, con la tierra habría de ser igualado e sus ruinas sembradas con sal y saletre.

Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos

La intolerancia y la superstición siempre fueron propiedad de los tontos que hay entre el vulgo y nunca, opino, podrán ser arrancados de la tierra, pues tan eternos son como la misma estupidez. Allá, donde hoy se irguen montañas, habrá alguna vez mar, allá, donde hoy se encrespa el mar, habrá alguna vez desierto. Pero la estupidez permanecerá como estupidez.

Nicodemus de Boot, Meditaciones sobre la vida, la felicidad y la prosperidad

 

Triss Merigold hizo crujir la mano helada, movió los dedos y murmuró una fórmula hechiceril. Su caballo, un castrado overo, reaccionó inmediatamente al encantamiento, resopló, bufó, volvió la testa, miró a la hechicera con ojos bañados en lágrimas por el frío y el viento.

—Tienes dos opciones, amigo —dijo Triss, poniéndose el guante—. O te acostumbras a la magia o te vendo a los campesinos para el arado.

El castrado protestó con las orejas, expulsó el aliento por los ollares y bajó obediente por la pendiente del bosque. La hechicera se inclinó en la silla para evitar los azotes de las ramas cubiertas de escarcha.

El hechizo actuó con rapidez, dejó de percibir los aguijonazos del frío en los codos y la nuca, le desapareció la amarga sensación de frialdad que la obligaba a encogerse y a meter la cabeza entre los hombros. El encantamiento, al calentarla, ocultó también el hambre que le revolvía las tripas desde hacía unas horas. Triss se sintió más alegre, se acomodó mejor en su silla y comenzó a observar los alrededores con mayor atención de la que había prestado hasta el momento.

Desde el momento en que había abandonado los senderos más frecuentados, la dirección le mostraba la pared de un gris blanquecino de las montañas, con sus cimas nevadas, brillando como el oro en los raros momentos en que el sol atravesaba las nubes, por lo general por las mañanas y al llegar el ocaso. Ahora que estaba más cerca de la cordillera tenía que tener más cuidado. El terreno alrededor de Kaer Morhen era famoso por ser silvestre e impenetrable y la brecha en la pared de piedra a la que había que dirigirse no era fácil de hallar para el ojo no pertinente. Bastaba con torcer en uno de los numerosos barrancos o gargantas para extraviar la brecha o perderla de vista. Incluso ella, que conocía el terreno, conocía el camino y sabía dónde buscar el paso, no podía permitirse dejar de concentrarse ni un segundo.

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