Authors: Kiera Cass
Tags: #Infantil y juvenil, #Ciencia Ficción, #Romántico
Aún quedaban veintidós chicas después de que Camille, Mikaela y Laila hubieran vuelto a casa. Camille y Laila, simplemente, eran incompatibles con el príncipe, y se fueron sin hacer mucho ruido. Mikaela tuvo un ataque de nostalgia tan intenso que dos días más tarde se echó a llorar durante el desayuno. Maxon la acompañó mientras salía del comedor, dándole palmaditas en el hombro. No parecía que le importara que se marcharan, y enseguida se dedicó a otras cosas, yo entre ellas. Pero ambos sabíamos que sería una tontería que pusiera todas sus esperanzas en mí, cuando ni siquiera yo sabía dónde tenía el corazón.
—¿Cómo estás hoy? —preguntó, dando un paso atrás.
—Perfectamente. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar trabajando?
—El presidente del Comité de Infraestructuras está enfermo, así que han aplazado la reunión. Tengo libre toda la tarde —anunció, con un brillo en los ojos—. ¿Qué quieres hacer? —preguntó, tendiéndome su brazo.
—¡Lo que sea! ¡Hay tantos rincones del palacio que aún no he visto! Hay caballos, ¿no? Y el cine. ¡Aún no me has llevado!
—Pues hagamos eso. Me irá bien un poco de calma. ¿Qué tipo de películas te gusta más? —preguntó, mientras nos dirigíamos hacia donde imaginaba que estaba la escalera que conducía al sótano.
—La verdad es que no lo sé. No he tenido ocasión de ver muchas películas. Pero me gustan los libros románticos. ¡Y también las comedias!
—¿Te gusta lo romántico, dices? —y levantó las cejas como si fuera a hacer una travesura.
No pude evitar reírme.
Giramos una esquina y seguimos charlando. Al irnos acercando, un grupo de soldados de la guardia de palacio se echaron a un lado del pasillo y saludaron. Debía de haber más de una docena de hombres en el pasillo. Ya me había acostumbrado a su presencia. Ni siquiera ver a aquel grupo pudo distraerme de la diversión que tenía en perspectiva.
Lo que sí me detuvo fue el grito ahogado que se le escapó a alguien cuando pasamos por delante. Maxon y yo nos giramos.
Y ahí estaba Aspen.
Yo también reprimí un grito.
Unas semanas antes había oído a algún funcionario de palacio hablando del nuevo reemplazo de reclutas. Aquello me hizo pensar en Aspen por un momento, y desde entonces me había preguntado por su paradero. Pero como llegaba tarde a una de las numerosas clases de Silvia, no había tenido tiempo de especular demasiado.
Así que por fin lo habían reclutado. Y de todos los lugares a los que podía haber ido…
—America, ¿conoces a este joven?
Hacía más de un mes que no veía a Aspen, pero aquella era la persona con la que llevaba años haciendo planes, la persona que aún visitaba mis sueños. Lo habría reconocido en cualquier parte. Se le veía algo más fornido, como si hubiera comido bien, y debía de estar haciendo mucho ejercicio. Le habían cortado su enmarañado pelo y ahora lo llevaba muy corto, prácticamente rapado. Estaba acostumbrada a verlo vestido con prendas de segunda mano que apenas se sostenían, mientras que ahora lucía uno de los vistosos uniformes hechos a medida para la guardia del palacio.
Era alguien extraño y familiar a la vez. Había muchas cosas de él que me resultaban raras. Pero aquellos ojos… eran los ojos de Aspen.
Se me fue la vista a la placa identificativa de su uniforme: soldado Leger.
No me parecía que solo hubiera pasado un segundo.
Intenté mantener la compostura para que nadie viera la tormenta que se había desatado en mi interior, algo inexplicable. Quería tocarlo, besarle, gritarle, exigirle que se fuera de mi refugio. Deseaba fundirme y desaparecer, pero estaba muy claro que seguía allí.
Todo aquello no tenía sentido.
Me aclaré la garganta.
—Sí. El soldado Leger procede de Carolina. De hecho es de mi misma ciudad —respondí, con una sonrisa.
Seguro que Aspen nos habría oído reír a la vuelta de la esquina, seguro que habría notado que mi brazo seguía colgado del brazo del príncipe. Que pensara lo que quisiera.
Maxon parecía contento por mí.
—¡Vaya, qué coincidencia! Bienvenido, soldado Leger. Debe de estar muy contento de ver a nuestra campeona otra vez.
Maxon le tendió la mano, y Aspen, que se había quedado de piedra, se la estrechó.
—Sí, alteza. Muchísimo.
¿Qué significaba aquello?
—Estoy seguro de que usted apuesta por ella —apuntó Maxon, mientras me guiñaba el ojo.
—Por supuesto, alteza —repuso Aspen, inclinando la cabeza un poco.
¿Qué significaba eso?
—Excelente. Dado que America es de su provincia, no se me ocurre nadie mejor en palacio para que la proteja. Me aseguraré de incluirle en las rotaciones para montar guardia en su puerta. Esta chica se niega a tener una doncella en la habitación por la noche. He intentado convencerla, pero… —Maxon me miró y meneó la cabeza.
—Eso no me sorprende, alteza —respondió Aspen, que por fin parecía haberse relajado un poco.
Maxon sonrió.
—Bueno, estoy seguro de que todos tienen un día muy ocupado por delante. Nosotros nos vamos. Buenos días, soldados —Maxon hizo un gesto expeditivo con la cabeza y nos fuimos de allí.
Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para no mirar atrás.
En la oscuridad del cine, intenté pensar qué podía hacer. Desde la primera noche en que le había hablado de Aspen, Maxon había dejado clara su repulsa por alguien que me había tratado con tan poco respeto. Si le confesaba que el hombre al que acababa de asignar mi protección era esa misma persona, ¿le castigaría? No quería ponerlo a prueba. Había inventado todo un sistema de apoyo para el país solo porque yo le había hablado de los momentos de hambre pasados.
No podía decírselo. No se lo diría. Porque, por muy enfadada que estuviera con él, aún quería a Aspen. Y no podría soportar que le hicieran daño.
Entonces… ¿debería marcharme? Las dudas me reconcomían por dentro. Podía huir de Aspen, librarme de su rostro, un rostro que me torturaría a diario cuando lo viera, sabiendo que ya no era mío. Pero si me iba, tendría que abandonar también a Maxon. Y él era mi mejor amigo, quizás incluso algo más. No podía irme así como así. Además, ¿cómo se lo explicaría sin decirle que Aspen estaba allí? Y mi familia. Quizá los talones que recibían fueran algo menores, pero al menos les seguía llegando. May había escrito diciéndome que papá les había prometido las mejores Navidades de sus vidas, pero si renunciaba nunca más habría unas Navidades tan buenas. Si me iba, era imposible saber cuánto dinero le acarrearía a mi familia mi fama como exseleccionada. Teníamos que ahorrar todo lo que pudiéramos.
—No te ha gustado, ¿verdad? —preguntó Maxon, casi dos horas más tarde.
—¿Eh?
—La película. No te has reído, ni nada.
—Oh —intenté recordar algún dato, alguna escena que pudiera decir que me hubiera gustado. No recordaba nada—. Creo que hoy estoy algo distraída. Siento haberte hecho perder la tarde.
—Tonterías —dijo Maxon, quitándole importancia—. Disfruto solo con tu compañía. Aunque quizá deberías echar una siesta antes de la cena. Estás algo pálida.
Asentí. Lo cierto es que me estaba planteando meterme en mi habitación y no volver a salir nunca más.
Al final decidí no ir a esconderme a la habitación, sino que me decanté por la Sala de las Mujeres. Generalmente entraba y salía de allí durante todo el día, visitando las bibliotecas, dando paseos con Marlee o incluso subiendo a ver a mis doncellas. Pero ahora la usaba como una guarida. Ningún hombre, ni siquiera los guardias, podían entrar sin el permiso expreso de la reina. Era el lugar perfecto.
Bueno, fue perfecto durante tres días. Con tantas chicas, era solo cuestión de tiempo que llegara el cumpleaños de alguna. El jueves era el de Kriss. Supongo que se lo mencionaría a Maxon —que aparentemente no perdía ninguna ocasión de hacer algún regalo—, y el resultado fue una fiesta de asistencia obligatoria para las seleccionadas. Así que el día en cuestión hubo un ir y venir de chicas continuo, que entraban y salían de las habitaciones, preguntándose unas a otras qué ponerse o haciendo cábalas sobre la majestuosidad de la fiesta.
No parecía que hubiera que hacer regalos, pero igualmente quise tener un detalle con ella.
Me puse uno de mis vestidos de día favoritos y cogí mi violín. Me dirigí al Gran Salón intentando que nadie me viera, mirando tras cada esquina antes de avanzar. Cuando llegué, escruté el lugar, examinando a los guardias apostados en las paredes. Gracias a Dios, Aspen no estaba allí, pero me hizo gracia ver a tantos hombres uniformados. ¿Qué esperaban? ¿Un alzamiento?
El salón estaba decorado con gran elegancia. Había jarrones colgados de las paredes, con enormes arreglos de flores blancas y amarillas, y unos ramos similares en centros repartidos por la estancia. Las ventanas, los tabiques y prácticamente todo lo que no se movía estaba cubierto de guirnaldas. Había unas mesitas cubiertas con vistosos manteles salpicados de confeti brillante. Y unos grandes lazos decoraban los respaldos de las sillas por detrás.
En una esquina había un enorme pastel a juego con los colores de la habitación. Y a su lado, sobre una mesita, unos cuantos regalos para la cumpleañera.
Había un cuarteto de cuerda junto a una pared, lo que hacía que mi iniciativa perdiera toda su gracia, y un fotógrafo se paseaba por la habitación, captando instantáneas para compartir con el público.
En la habitación reinaba un ambiente festivo. Tiny —que hasta ahora solo había conseguido intimar con Marlee— hablaba con Emmica y Jenna, y se la veía más animada que nunca. Marlee estaba junto a una ventana, y parecía que montaba guardia como los soldados. No parecía tener ninguna intención de alejarse de aquel rincón, pero paraba a todo el que pasaba para charlar. Un grupo de Treses —Kayleigh, Elizabeth y Emily— se giraron, sonrientes, y me saludaron con la mano. Les devolví el saludo. Todo el mundo parecía estar feliz y de buen humor.
Salvo Celeste y Bariel. Generalmente eran inseparables, pero en aquel momento se encontraban en extremos opuestos de la habitación: Bariel hablaba con Samantha; Celeste estaba sola en una mesa, agarrando una copa de cristal con un líquido de un color rojo intenso. Estaba claro que me había perdido algo de lo que había ocurrido entre la cena del día anterior y aquel momento.
Cogí de nuevo la funda de mi violín y me dirigí al fondo de la sala para ver a Marlee.
—Hola, Marlee. Vaya fiesta, ¿no? —pregunté, dejando el violín en el suelo.
—Desde luego —me abrazó—. He oído que Maxon vendrá más tarde para desearle a Kriss feliz cumpleaños en persona. ¿No es encantador? Supongo que él también tendrá un regalo.
Marlee siguió adelante con su típico entusiasmo. Yo aún me preguntaba cuál era su secreto, pero confiaba en que me lo contaría si lo necesitaba. Hablamos de tonterías unos minutos hasta que oímos un clamor generalizado en la entrada al salón.
Marlee y yo nos giramos y, aunque ella mantuvo la calma, sentí que me deshinchaba por completo.
La elección del vestido de Kriss había sido un acto de estrategia increíble. Todas íbamos vestidas de día —con vestidos cortos e inocentes— y ella llevaba un vestido de ceremonia hasta el suelo. Pero no era solo la longitud. Era de un color crema casi blanquecino. La habían peinado con una sarta de joyas amarillas que trazaban una línea sobre la frente y que recordaban sutilmente una corona. Se la veía madura, regia, como una novia.
Aunque no sabía muy bien qué pensar, sentí un pinchazo de celos. Ninguna de nosotras disfrutaría de un momento como aquel. Por muchas fiestas o cenas que hubiera, quedaría bastante patético intentar copiar la imagen de Kriss. La mano de Celeste —la que no sostenía la copa— se convirtió en un puño.
—Está preciosa —comentó Marlee, con un aire melancólico.
—Más que preciosa —respondí.
La fiesta siguió, y Marlee y yo nos limitamos casi a observar a la multitud. Sorprendentemente —y sospechosamente—, Celeste se pegó a Kriss, hablando sin cesar mientras la otra chica iba recorriendo al sala, dándole las gracias a todo el mundo por venir, aunque en realidad no teníamos opción.
Al final llegó a la esquina donde estábamos Marlee y yo, calentándonos al sol de la ventana. Marlee, como era de esperar, se lanzó hacia Kriss en un abrazo.
—¡Feliz cumpleaños! —exclamó, eufórica.
—¡Gracias! —respondió Kriss, mostrando el mismo afecto y entusiasmo que Marlee.
—Así que hoy cumples diecinueve, ¿verdad? —preguntó Marlee.
—Sí. Y no podía tener una celebración mejor. Estoy contentísima de que tomen fotos. ¡A mi madre le va a encantar! ¡Es precioso! —suspiró.
Kriss era una Cuatro, igual que Marlee. Sus vidas no estaban tan limitadas como la mía, pero me imaginé que algo como aquello no tendría lugar en su mundo.
—Es impresionante —comentó Celeste—. El año pasado, para mi cumpleaños, celebré una fiesta de blanco y negro. Cualquier rastro de color, y ni siquiera podías entrar.
—Vaya —susurró Marlee, admirada, aunque no quisiera hacerlo patente.
—Fue fantástico. Comida de lujo, una iluminación espectacular… ¡Y la música! Bueno, hicimos venir a Tessa Tamble. ¿Habéis oído hablar de ella?
Era imposible no conocer a Tessa Tamble. Tenía al menos una docena de números uno. A veces veía vídeos suyos en la tele, aunque a mamá no le hacía ninguna gracia. Según ella, nosotros teníamos un talento infinitamente mayor que alguien como Tessa, y le daba una rabia terrible que ella disfrutara de tanta fama y dinero, y nosotros no, cuando básicamente hacíamos lo mismo.
—¡Es mi cantante favorita! —exclamó Kriss.
—Bueno, Tessa es una amiga de la familia, así que vino y dio un concierto en mi fiesta. Es que, claro, no íbamos a traer a un puñado de Cincos de pena para que aburrieran a todo el personal…
Marlee me lanzó una mirada de reojo. Me di cuenta de que se avergonzaba por mí.
—¡Ups! —añadió Celeste, mirándome—. Lo había olvidado. No era mi intención ofender.
El tono empalagoso de su voz era exasperante. Una vez más sentí la tentación de darle una buena bofetada… Mejor no pensar en ello.
—No me ofendes —respondí, con la máxima compostura posible—. ¿A qué te dedicas exactamente, Celeste? Para ser una Dos, nunca he oído tu música en la radio.
—Soy modelo —respondió, en un tono que implicaba que debería de haberlo sabido—. ¿No has visto mis anuncios?