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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (15 page)

La mayoría de las ruinas de la Antigua Roma habían desaparecido hacía ya mucho tiempo, pero no el Arco de Marco Aurelio a Trípoli. Realizado en el 163 d. J.C. en mármol blanco, el arco, de cuatro pilares, tenía más de cuatro metros de alto y acababa en una bóveda octogonal, que se servía para ocultar la juntura del arco. El tiempo había erosionado las piedras y había carcomido las esquinas, pero, de algún modo, el deterioro le daba más prestancia. También ayudaban las palmeras que lo rodeaban, como centuriones custodios, y que hacían que el monumento pareciera un espejismo que, ubicado en la zona del mercado, destacaba como un oasis. Un oasis de sangre.

Habían encontrado a la víctima poco antes del amanecer. Un varón asiático, de treinta y tantos. Muy atlético, desnudo. Estaba colocado bajo el monumento como si fuera un sacrificio a los dioses, extendido sobre dos tablones de madera y fijado a ellos con tres clavos de acero forjado. Dos de los clavos le atravesaban las muñecas; el otro, los pies. El monumento estaba manchado de sangre y se cernía sobre el cuerpo del hombre como un arco iris rojo. Esa sangre había goteado en el suelo, formando charcos de lodo carmesí.

Ahmad entró a la zona del mercado tocando el claxon para ver si así lograba despejar la calle. Pero la gente seguía mirando las verduras y el pescado, sin hacer caso del coche, como si no estuviese allí. Dial estaba fascinado, mirándolo todo desde el asiento del acompañante, y oyendo las conversaciones en árabe de los hombres que pujaban y cedían buscando el mejor precio.

—No podremos llegar más lejos —declaró Ahmad, señalando hacia delante—. Gente demasiada.

Dial asintió. Poco a poco iba comprendiendo que la gente que tenían ahora delante de ellos no estaban allí intercambiando pan ni canastas de mimbre, sino como espectadores; querían ver algo al fondo de la plaza. Dial observó con más cuidado y distinguió un grupo de furgonetas con antenas al otro lado del monumento. Furgonetas grandes, de esas desde las que se puede transmitir a las televisiones de todo el mundo.

Intentó abrir la puerta del coche pero no pudo, tanta era la gente que se amontonaba a su alrededor. Formaban una ola que se movía y que rodeaba el coche, convertido en un bote zarandeado por el mar. Dial no se dejó amedrentar, abrió el techo corredizo del coche y, de pie sobre su asiento, se impulsó hacia afuera, colándose por la abertura. Ahmad le siguió, y poco después, ambos hombres se abrieron paso a empujones entre la multitud para poder llegar hasta el monumento, un arco que había estado allí durante casi dos mil años. Una antigua reliquia convertida ahora en escenario de un crimen.

De un simple vistazo, Dial supo que los policías libios estaban mejor preparados que sus colegas daneses. Contra la pared de arenisca que separaba la plaza romana de la muchedumbre de curiosos había soldados armados con rifles, y parecían dispuestos a apretar el gatillo al menor indicio de problema.

Ahmad habló con uno de los guardias, que dejó que Dial trepara por la barrera de metro veinte y pasara al otro lado, donde comprobaron su identificación y lo cachearon.

Nada de esto le sorprendió. Era un americano en territorio hostil. Uno de los otros, con placa. No había razón para que le dieran la bienvenida. Sí se sorprendió, sin embargo, cuando vio que a Ahmad no le permitían pasar; significaba que iba a tener que enfrentarse con los policías sin traductor.

—Será bien —lo tranquilizó Ahmad.

Dial asintió, pero no dijo nada, y rápidamente se concentró en el interior del jardín. Tendría unos diez metros por veinte, y estaba lleno de flores de toda clase que daban color a un paisaje que de otro modo hubiese sido más bien árido, y que, sin embargo, para Dial era precisamente lo que hacía que el arco fuera tan impactante. Su superficie blanco puro parecía de otro mundo, como un iceberg en el medio del infierno.

—Disculpe, ¿señor Dial?

Dial se volvió y vio a un anciano recostado contra una de las paredes, descansando al sol como una lagartija sobre una roca. Llevaba un traje color verde oliva y chaleco, aunque estaban a más de veinte grados. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, y daba la extraña impresión de estar recargándose las pilas con la luz del sol.

—Tengo entendido que en Dinamarca hubo una escena similar.

Intrigado, Dial se acercó a él.

—Así es. ¿Usted es…?

—Disculpe mis modales. —El hombre abrió los ojos y le estrechó la mano—. Me llamo Ornar Tamher, y estoy a cargo de esta investigación. Normalmente, hubiera sido reacio a llamar a la Interpol por un asesinato, pero dadas las circunstancias me pareció que sería mejor para los dos.

—Gracias por pensar en mí.

Tamher asintió, estudiando a Dial antes de revelar ningún detalle, y Dial hizo lo mismo. Ambos produjeron una buena impresión en el otro.

—A las cinco y media de esta mañana, un vendedor vio las manchas y se detuvo para mirar mejor. Creyó que sería pintura, pero era sangre. —Tamher sacó su bolígrafo y señaló una de las esquinas del monumento, al fondo, a la izquierda—. Los asesinos comenzaron la pintada aquí y la acabaron allí. Todavía se pueden ver las marcas de la brocha sobre el mármol.

Dial se inclinó para mirar de cerca.

—¿Qué clase de brocha es?

Tamher se encogió de hombros.

—Sólo sé que era de una punta ancha. Más grande que la que usaron para el letrero.

—Hablemos sobre el letrero después. Si me desvío, tiendo a confundirme.

Tamher sonrió.

—Como quiera.

—¿Las pintadas se hicieron con la sangre de la víctima, o con la de otra persona?

—No, la sangre es suya. Tenía una herida profunda en el costado, producida por la punta de una espada, o de una lanza muy delgada. Puedo estar equivocado, pero creo que usaron esa herida para coger de allí la sangre, mojando varias veces la brocha en su caja torácica.

Dial no pestañeó.

—¿Por qué lo cree?

Tamher se agachó y señaló el suelo.

—Encontramos un fino rastro de sangre que comenzaba en el pecho de la víctima y se repartía en varias direcciones. Supongo que cada vez que mojaban la brocha salpicaban al caminar.

Dial asintió, conforme con la conclusión de Tamher.

—¿Hora de la muerte?

—Cerca de las cinco de la mañana, media hora antes o después.

—¿En serio? Hacen falta pelotas, ¿no le parece? Abandonar a alguien para que muera justo antes del amanecer. ¿Por qué iban a correr un riesgo así? ¿Por qué no degollarlo antes?

—No tengo idea. Pero yo no soy asesino.

—¿Y por qué pintar el monumento? ¿Qué altura tiene? ¿Cuatro metros, cuatro y medio? Eso significa que quien lo hizo tuvo que subirse sobre los hombros de otro para acabar el trabajo. O eso, o bien el tipo es un gigante.

—No hay huellas de escalera, ni signos de ningún gigante.

—¿Qué me dice de las huellas dactilares? Quizá el asesino se apoyó en el arco para equilibrarse.

—No tenemos esa suerte. El monumento estaba limpio, la cruz también. Todo está limpio.

Dial asintió, ya se lo imaginaba. También en Dinamarca los asesinos habían sido cuidadosos.

—¿Dónde está la cruz ahora? No puedo evitar darme cuenta de que se la han llevado.

—Muy observador, señor Dial. Queríamos protegerla, así que la trasladamos junto con el cuerpo, tal como estaba, al despacho del coronel. Ahora la están examinando los expertos forenses.

—¿Hay fotos? Por favor dígame que tomaron fotos.

—Documentamos toda la escena. Si le parece bien, podemos ir a mi oficina y verlas. A esta hora deberían estar reveladas.

—En un momento. Primero cuénteme sobre el letrero.

Tamher sonrió.

—¿Está seguro de que ahora está listo? No me gustaría confundirlo.

Dial se rió, contento de ver que el viejo tenía carácter.

—Intentaré seguirlo.

—Estaba escrito con pintura roja y en una caligrafía arábiga muy pulcra. Había sólo tres palabras, muy claras. Si quiere, estaré encantado de traducírselas.

Dial negó con la cabeza.

—Déjeme adivinar:
Y DEL HIJO
¿Ponía eso?

Tamher asintió, impresionado.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque ya conocí al padre en Dinamarca.

—¿Al padre?

—No me haga caso… Bueno, ¿qué puede decirme sobre la víctima? ¿Ya se sabe su nombre? Puedo introducir sus huellas en nuestra base de datos si cree que podría ayudar.

—No, no será necesario. Todos sabemos perfectamente quién es.

—Bien. Eso me ahorrará mucho trabajo.

Tamher guardó silencio. Trataba de decidir si Dial estaba burlándose de él. Rápidamente decidió que no.

—De verdad no tiene ni idea de quién era, ¿no? Me cuesta creer que nadie se lo haya dicho. Pensé que…

—¿Pensó qué? ¿A qué se refiere? Nadie me ha dicho nada acerca de la víctima.

—¿Ni siquiera su asistente?

—¿Se refiere a Ahmad? Él quería hablar del caso mientras veníamos hacia aquí, pero yo no lo dejé. Me gusta formarme mis propias opiniones basándome en lo que veo, no en lo que otro ha visto.

—¿Y la gente? —Hizo un movimiento con el brazo, indicando las miles de personas que los rodeaban—. ¿No sabe por qué están aquí?

Dial se encogió de hombros.

—Pensé que estaban por morbo, simplemente. Lo mismo que los medios. Me encuentro con amontonamientos de gente todo el tiempo. No siempre son así de grandes, pero igualmente son muchedumbres.

—¿Morbo? ¿Qué es morbo?

—Lo siento, es el término para nombrar esa sensación de sentirse atraído por un accidente.

—Interesante. En Libia tenemos un fenómeno parecido. Lo llamamos
khibbesh
.


¿Khibbesh
? ¿Y eso qué significa?

—Morbo.

Dial sonrió. Para él era raro encontrarse con un policía extranjero que compartiera su sentido del humor.

—Bueno, cuénteme, ¿de quién se trata? Me muero por saber por qué está aquí toda esta gente. Es decir, al margen del
khibbesh
.

—Algunos están aquí por eso, sí, pero otros han venido a presentar sus respetos.

—¿Sus respetos? ¿A quién, al tipo muerto?

Tamher asintió, pero guardó silencio.

—¡Venga ya! ¿Por qué iban a presentarle sus respetos? Pero ¿quién demonios ha muerto, el rey de Inglaterra?

El otro movió la cabeza, poniéndose súbitamente serio.

—Casi. Raj Narayan era el príncipe de Nepal.

23

P
ayne se asomó al precipicio de casi trescientos metros intentando encontrar el sitio que Barnes había descrito. No había helicóptero, ni camión, ni prueba física de ninguna clase: sólo se veía la fértil campiña del valle sureño de Orvieto.

—¿Dónde están los restos? Debería de haber restos importantes ahí abajo. Trozos de metal esparcidos, tierra quemada, pérdida de vegetación, hombres trabajando.

Ambos divisaron un empinado sendero unos treinta metros a su izquierda que los condujo en zigzag hacia el valle. En la base vieron varias huellas de neumáticos sobre la hierba, demasiado superficiales para ser vistas desde arriba.

Jones se arrodilló y examinó el dibujo de las ruedas, un arte que había aprendido en la policía militar.

—Yo diría que eran tres camiones dirigiéndose hacia el este a velocidad lenta, hace no más de doce horas. Camiones grandes, industriales. Y cargados a tope, tal vez con equipo de salvamento. No son los típicos cuatro por cuatro, las huellas son demasiado grandes.

—Entonces estamos en la zona correcta.

—Eso parece, sí.

Marcharon hacia el este, siguiendo las huellas como si fuesen perros sabuesos. El rastro corría paralelo a la meseta, cortaba en dos el espacio abierto entre el bosque de olivos a la derecha y la cara de la roca a la izquierda y se desviaba abruptamente. Los camiones habían pasado sobre un huerto, una pequeña verja de madera y unos arbustos de adelfas blancas, hasta detenerse cerca de un gran montón de rocas. Payne lo observó y se dio cuenta de que sobrepasaba la altura de las rodillas. No había manera de que un camión cargado hubiese sorteado aquel obstáculo sin partirse en dos. Tenía que haber otra solución, algo que se les estaba escapando.

—¿Podría ser que fueran camiones de basura?

—Quizá.

—Puede que llegaran cargados de piedras. ¿Y no podría ser que hubiesen soltado su carga justo aquí? Eso explicaría la repentina interrupción de las huellas. Las rocas las habrían tapado.

Jones consideró la posibilidad mientras caminaba varios metros hasta donde acababan las rocas.

—Es posible que tengas razón. Hay muchas huellas aquí, y se mueven en ángulos muy distintos. Y, a menos que me equivoque, también cambia la profundidad de la impresión. Eso significa que aligeraron mucho peso en poco tiempo.

—Entonces los camiones llegaron en plena noche y soltaron varias toneladas de rocas justo aquí, en medio de la nada… ¿Es eso lo que dices?

Jones negó con la cabeza.

—Hicieron algo más que dejar rocas. También recogieron. No solamente ocultaron el sitio del choque, decidieron llevárselo con ellos.

Habitualmente, los turistas eran los únicos que visitaban Il Pozzo di San Patrizio, el pozo artesano construido en 1527. Pero a causa de un rumor que corría por Orvieto, también los habitantes de la ciudad se dirigían hacia la construcción de ladrillo pardo, como estudiantes a una fiesta de promoción.

Payne y Jones los vieron al otro lado de la piazza Cahen, una gran plaza en el centro del pueblo, y pensaron que se trataba de la cola habitual para ver el pozo. Dejaron atrás la estación de autobuses y se acercaron a la muchedumbre. Cientos de personas, jóvenes y viejos, colapsaban el patio y rodeaban la construcción circular en un tenso silencio, bastante parecido al del funeral que habían presenciado antes. Para poder ver mejor, Jones trepó a una pared cercana y buscó a Donald Barnes. Quería ver sus fotos del sitio del choque porque tenía la esperanza de que le revelaran algo importante, posiblemente el motivo por el que los camiones habían acarreado los escombros en plena noche.

—No creo que dejen entrar a la gente. Parece que han puesto vallas en los accesos.

—Quizá los turistas entran en grupo. Con suerte, Barnes estará dentro y saldrá pronto.

El comentario atrajo la atención de un hombre moreno que estaba de pie junto a ellos.

—Quiero no molestarlo —murmuró en mal inglés—, pero las visitas no más hoy por muerte. Nadie está dentro del
pozzo
, sólo la
polizia
.

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