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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (33 page)

Benito Pelati pasó la noche en su oficina, esperando que las investigaciones avanzasen. Hacía veinte años había estado personalmente en Milán, procurando crearse la reputación de ser unos de los hombres más temibles de Italia. Pero ahora no actuaba en primera fila, se mantenía en un discreto segundo plano, dirigiendo a Dante y haciendo que las cosas funcionasen. No es que Dante no fuese capaz, lo era. Pero aun así, Benito hubiese preferido que estuviera en Viena, trabajando en la excavación que era tan importante para la causa.

Cuando finalmente llamó, Benito estaba furioso. No era de los que toleraba la incompetencia.

—¿Por qué has tardado tanto? Deberías haberme llamado hace horas.

Dante replicó:

—Lo habría hecho de no ser por ella. Su participación ha complicado las cosas.

El comentario sorprendió a Benito. No estaba acostumbrado a las réplicas de nadie.

—¿De qué estas hablando? ¿Quién está involucrado?

—Estoy viendo las fotografías de las cámaras de vigilancia de la biblioteca, y María está ahí con Boyd. ¿Sabes?, me pregunto por qué tus guardias de Orvieto han tardado tanto tiempo en dar esa información.

—¿María? Pero ¿por qué? ¿Por qué está arriesgando todo lo que nosotros anhelamos conseguir?

—¿Nosotros? Dejó de ser parte de nosotros cuando la mandaste al colegio. No sé cuándo vas a asimilarlo, pero desde luego será mejor que lo hagas cuanto antes. Créeme, si no la detenemos pronto, dará al traste con todo lo que has planeado. Y disfrutará haciéndolo.

Benito permaneció en silencio unos segundos. Había programada una reunión con el Consejo Supremo ese día, más tarde, y lo último que necesitaba era una distracción como ésa. Había trabajado muy duro y había esperado mucho tiempo para aquello, como para que ahora su insolente hija llegase y lo estropease todo. Estaba listo para arrojar la bomba de bombas sobre el Vaticano, y necesitaba estar concentrado. Respondió:

—Entonces ya sabes lo que tienes que hacer. Dante asintió, sonriendo. Había estado esperando ese mo mentó desde que Benito la mandó fuera.

48

E
l Archivo Ulster estaba en una casa construida contra un afloramiento de roca, lo que protegía la fortaleza de madera de los vientos de los Alpes que barrían la región durante el invierno. El color de los árboles de alrededor, castaño claro, disimulaba la estructura del chalet, y combinaba a la perfección con los amplios gabletes y con la profunda azotea reforzada. En la fachada delantera se veían ventanas cuadradas a intervalos regulares, complementadas con un cristal triangular tallado bajo la corona de la estructura. Un ventanal grande recorría verticalmente la mitad de otra de las fachadas, ofreciendo una vista espectacular de los Alpes desde la escalera principal.

—¿Es ésa la biblioteca? —preguntó Jones mientras se acercaban a la puerta—. Pues no lo parece.

—Es que no lo es —señaló Boyd—. El objetivo de esta instalación no es proporcionar libros, sino más bien limar el cisma creciente entre eruditos y estudiosos aficionados. Estoy seguro de que sabéis que algunos de los más exquisitos tesoros permanecen escondidos a la vista del público, en manos de una prestigiosa minoría egoísta. ¿Sabíais que cualquier museo de una gran ciudad sólo exhibe un quince por ciento de lo que tiene acumulado? Eso significa que la mayor parte de la riqueza histórica está metida en una caja.

Payne silbó suavemente:

—El ochenta y cinco por ciento.

—Y eso sólo los museos. Si se cuentan las colecciones de los millonarios que tienen Monets colgados en sus cuartos de baño, estoy seguro de que el porcentaje total estaría por encima del noventa. Se agradece que esta institución esté haciendo algo para remediarlo. Desde que este edificio se abrió, la Fundación Ulster ha promovido de forma radical la idea de compartir. Ya sé que la palabra compartir no suena radical, pero cuando estamos de hablando de objetos tan valiosos, lo es.

—No le sigo —admitió Payne.

—Imagina que impartes clases en la Universidad Al Azhar, de El Cairo. Mientras estás escribiendo un libro, te das cuenta de que te falta una información muy importante sobre los yacimientos nubios en Sudán. Unos datos que sólo puedes encontrar en archivos. ¿Qué haces entonces? ¿Viajas hasta el Sudán con las manos vacías y consultas sus libros? Por supuesto que no. Eso sería muy egoísta de cara a la Fundación. En cambio, si tú pusieras a su disposición algo que pudiese despertar el interés de algún otro investigador (tal vez un descubrimiento que tú mismo hiciste en Giza), a cambio, el instituto te dará acceso a los documentos que solicitaste.

Jones asintió para dar su aprobación.

—Compartir… eso me gusta.

—Bueno —argumentó Boyd—. No creo que te guste tanto dentro de diez minutos, porque nosotros no tenemos nada que ofrecerle a esta gente. Claro, tenemos el manuscrito, pero creo que no es el momento más apropiado para presentarlo en sociedad. Debemos resolver todavía muchos enigmas antes de que salga a la luz pública.

—¿Y el vídeo? —sugirió Payne—. ¿La fastidiaríamos si lo enseñamos?

—¿El vídeo de las Catacumbas? —Boyd consideró la idea durante unos segundos—. Debo admitir que la película no es mía. Por lo tanto, debo remitir la idea a la señorita Pelati. Querida, ¿te apetecería un estreno?

Una amplia sonrisa apareció en los labios de ella:

—Hace mucho tiempo que no me apetece nada, pero debo admitir que la idea me encanta… ¿No opinas lo mismo, David?

Jones la miró y le guiñó un ojo:

—Sí, María, a mí también.

—¡Perfecto! —dijo Boyd, sin captar el coqueteo—. Entonces vamos a por él. No puedo esperar para ver lo que descubrimos.

—Yo tampoco —murmuró Jones—. Yo tampoco.

El equipo armado de seguridad les permitió pasar sobre suelos de madera hasta el vestíbulo del chalet, donde el director de los Archivos les esperaba para recibirles. Petr Ulster, nieto del patriarca, era un hombre corpulento cercano a los cuarenta, con una barba cerrada de color castaño que sombreaba su barbilla. Pero de algún modo parecía un chaval, quizá por el brillo de sus ojos o por su entusiasmo por aprender.

—Hola —dijo con un débil acento suizo—. Mi nombre es Petr, y es un honor conocerles. ¿En qué puedo ayudarles?

En condiciones normales, el doctor Boyd se hubiera encargado de explicar quién era y qué era lo que esperaban encontrar. Pero en esos momentos se lo consideraba un fugitivo internacional, de manera que fue Payne quien tuvo que tomar las riendas e identificarse como el líder del grupo.

—Mucho gusto en conocerle, Petr. Mi nombre es Jonathan Payne, y éstos son mis compañeros de viaje: D. J., Chuck y María.

Ulster estrechó las manos de todos.

—¿Cuál es el motivo de su visita?

—Uno muy confidencial. —Payne señaló con la cabeza a los guardias—. ¿Hay un lugar donde podamos charlar?

—Por supuesto. Síganme por favor.

Ulster atravesó el vestíbulo y los condujo a su oficina privada. La estancia estaba dominada por una estantería llena de libros encuadernados en cuero, todos eran primeras ediciones. El resto de las paredes de madera estaban cubiertas con fotografías enmarcadas que presentaban escenas espectaculares de Suiza y sus alrededores.

—Debo admitir que estoy particularmente intrigado por su presencia. La mayoría de los académicos llaman antes de visitar Küsendorf. Pocas veces se personan directamente en la puerta.

Payne se sentó cerca de Ulster.

—Le pido disculpas, pero la verdad es que yo no soy un académico.

—¡Oh!, entonces estoy doblemente intrigado por su presencia. ¿Quiénes son ustedes?

—Yo soy el presidente de mi propia compañía americana, Industrias Payne.

Ulster exclamó:

—¡Un hombre de negocios! ¡Qué maravilla! Hacía tiempo que los coleccionistas norteamericanos no nos visitaban. Dígame, ¿cuál es su área de interés?

—De hecho, Petr, no soy un coleccionista. Más bien soy un financiero.

—¡Maravilloso! ¡Simplemente maravilloso! —Puso la mano sobre la rodilla de Payne y le dio unos golpecitos—. Mi abuelo aplaudiría su filantropía. ¡De veras que lo haría!

Payne no estaba seguro de cómo manejar el entusiasmo de Ulster, pero estuvo tentado de recomendarle que se pasase a las bebidas descafeinadas.

—Es curioso que mencione a su abuelo, porque, por lo que tengo entendido, él vino a Suiza buscando lo mismo que mi equipo y yo necesitamos.

—¿En serio? ¿Y qué es?

—Un santuario. —Payne se acercó a Ulster y le susurró—. Estamos en un punto crítico de nuestra búsqueda, y me temo que si el objeto de nuestras investigaciones se filtrara, una facción rival podría usarlo en nuestra contra.

—¿Una facción rival? —Ulster se frotó las manos con anticipación. No estaba acostumbrado a vérselas con asuntos tan emocionantes—. Esa información que buscan, ¿de qué se trata?

Payne se volvió hacia Boyd:

—¿Chuck?, ¿te importaría responder?

—Estamos buscando una información que tal vez ustedes puedan tener, sobre Tiberio y su brazo derecho, Pació. En especial buscamos datos sobre sus últimos años.

—Ah, el misterioso general Pació. Fuimos bendecidos con ciertos documentos del imperio que pueden ayudarles en su investigación. Por suerte, mi abuelo sentía una pasión muy particular por los antiguos romanos, al menos desde que ocuparon su Austria natal.

—¡Estupendo! ¡Decididamente estupendo!

—Por desgracia, su investigación puede resultar difícil, puesto que algunos textos de su colección romana nunca fueron traducidos, y muchos otros nunca fueron registrados.

—No se preocupe —le aseguró Payne—. Cuando terminemos, estaremos más que satisfechos de dejarles nuestras traducciones.

Ulster soltó una carcajada:

—¡Oh! Jonathon, tú sí que eres misterioso. Y estoy encantado de haberte conocido. Sin embargo, antes de dejarte subir, me temo que debo formularte la pregunta que planteamos a todos nuestros visitantes.

—¿Y cuál es?

—¿Qué le puedes ofrecer a esta institución como pago por nuestros servicios?

—No lo sé. Viajamos un poco ligeros, ya sabes, por estar en el campo y todo eso. ¿Qué tipo de donación sería aceptable?

—Me gustaría hacerte una sugerencia, aunque como no estoy al corriente de vuestro viaje, es difícil para mí decirlo. Tal vez, si me dieras una o dos pistas, pudiera ayudarte en la selección.

—¿Una o dos pistas?

Asintió y se deslizó en el sofá, acercándose a Payne:

—O al menos una migaja. Te puedo asegurar que cualquier cosa que me digas permanecerá estrictamente entre nosotros. Los documentos de este chalet jamás habrían sobrevivido a la guerra de no haber sido por el más estricto secreto. Mi abue lo dependía en ello, y me enseñó lo precioso que puede ser guardar silencio. Ten confianza en que jamás deshonraré su memoria rompiendo mi palabra.

Payne miró a su alrededor y se fijó en un enorme televisor en una esquina. Eso les iría de perlas llegado el momento:

—Petr, como te he dicho antes, soy un hombre de negocios y no un académico. Como tal, siempre debo negociar la mejor oferta antes de estar cerrar un trato.

Ulster se inclinó hacia delante:

—Te escucho.

—Mi equipo necesita más de una visita a tus Archivos. Mientras estemos aquí, nos gustaría tener acceso las veinticuatro horas, una habitación privada para llevar a cabo nuestra búsqueda, y también tus servicios como investigador de apoyo. Me imagino que nadie conoce mejor que tú estos documentos.

—¿Mis servicios? ¡Oh, Jonathon! ¡Me vuelves loco, de verdad! Pero me temo que sería desestabilizador para mí aceptarlo. ¡Absolutamente, completamente desestabilizador! Pero decidme, ¿en qué asuntos estáis implicados que requerirían de mi propio tiempo?

Petr Ulster comenzó a cancelar todas sus citas antes que el vídeo llegara a la mitad. Siempre había creído en la existencia de las Catacumbas, y ahora que había visto la prueba visual, no quería trabajar en otra cosa más que en ello. Payne ni siquiera había hecho mención del manuscrito ni sobre los condicionantes religiosos de su misión, y Ulster ya estaba brincando en la habitación como una cabra en celo.

—Dime —le rogó—. ¿Qué es lo que estás buscando? Debe de ser algo increíblemente importante; si no, no estarías enseñando este descubrimiento.

—Tenemos dudas sobre la causa que indujo a construir las Catacumbas. Creemos que fue para celebrar un trato clandestino entre Tiberio y Pació, pero nos faltan pruebas.

Ulster se incorporó de su silla:

—Entonces, ¿a qué estamos esperando? ¡Vamos a ver qué descubrimos!

La Colección Romana estaba almacenada en la sala más grande del chalet, a pesar de que su diseño básico era similar a la de las otras bóvedas de documentos. Los suelos eran de madera ignífuga cuyas tablas estaban cubiertas con una resina especial, mientras que las paredes y techos blancos habían sido tratados con un aerosol repelente del fuego. Los propios textos estaban guardados en cajas de seguridad incombustibles, que a su vez estaban bien custodiadas detrás de unos cristales a prueba de balas.

Ulster les invitó a tomar asiento mientras se acercaba al panel de control. Unos pitidos inundaron el ambiente mientras pulsaba los diez dígitos del código de seguridad; a continuación, un fuerte estruendo reemplazó el sonido, los cristales se corrieron y las cerraduras de todas las bóvedas se abrieron al mismo tiempo.

Ulster preguntó:

—¿Habéis decidido cómo vais a llevar esta investigación? Como ya os he dicho antes, una parte de la colección no está registrada ni traducida.

—¿Y los documentos que sí están registrados?

—Los ordenamos según el día y/o materia, dependiendo de mi estado de ánimo del momento.

Boyd suspiró. Aquello iba a ser mucho más difícil de lo que había esperado.

A pesar de estar lejos de casa, Jones accedió al banco de datos de su oficina central en Pittsburg para recuperar información sobre la procedencia de Boyd y María. En especial le interesaba la colaboración de Boyd con la CIA y la historia familiar de María. Si Payne y Jones iban a trabajar hombro con hombro con ellos, necesitaban no ignorar nada.

El verdadero nombre de Boyd era Charles Ian Holloway, y se graduó en Annapolis a principios de los sesenta. Al terminar, las cosas se pusieron difíciles. Lo enviaron al Pentágono y, con el tiempo, se dio de baja de la Academia. Ningún otro documento. Nada. Estaba completamente borrado del sistema, Jones asumió que ése era el momento en que Charles Boyd había nacido para emprender su carrera en la
CIA
.

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