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Authors: Chris Kuzneski

Tags: #Intriga, #Policíaco

La señal de la cruz (53 page)

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M
aría recobró el conocimiento atada a una silla. La sangre le goteaba de la nariz y la boca. Tenía cortes por todos lados. Fragmentos de vidrio sobresalían de su carne como pinchos de puercoespín. La habitación daba vueltas. Parpadeó unos segundos y trató de mantener enfocada la figura borrosa que tenía delante de ella. La niebla lo cubría todo. Su visión. Su memoria. Su oído. El sonido muy apagado de su nombre le llenaba la cabeza como un eco. Alguien le hablaba. Ella parpadeó de nuevo, tratando de ver quien era.

—¿María? —repetía su padre—. ¿Puedes oírme?

—¿Qué? —dijo ella con el habla trabada—. ¿Dónde estoy?

—Estás en casa, María. Después de todos estos años, estás finalmente en casa… Creo que eso merece una celebración. —Uno de los guardias le entregó a Benito una botella de vodka, y él vertió el líquido sobre la cabeza de María. El ardiente líquido se filtró en sus heridas, causándole un dolor que le penetraba todo el cuerpo. Él se burló de sus gritos de agonía—. Te hace sentir viva, ¿a que sí?

De repente, los detalles de la situación se le echaron encima como una avalancha. Recordó dónde estaba y lo que estaba sucediendo. Y lo peor de todo: sabía muy bien quién se estaba burlando de ella. En un instante, las pesadillas de toda su vida se habían convertido en realidad. Volvía a estar sentada delante de su padre.

—Yo sabía —dijo Benito— que volvería a verte algún día. Pero nunca imaginé que fuera a ser así.

—Yo tampoco —le escupió ella—. Imaginaba que sería en tu lecho de muerte.

—En cambio, celebraremos la tuya.

María miró por toda la habitación, buscando ayuda. Una arma. Un camino por donde fugarse. Cualquier cosa que pudiera ayudarla. Entonces se dio cuenta de que el doctor Boyd estaba atado a su lado. Tenía la cabeza caída sobre el pecho. La camisa llena de sangre. Sus ojos y pómulos estaban inflamados a causa de los golpes continuos que había recibido en el rostro.

—¡Dios mío! Pero ¿qué le has hecho?

—Yo no le he hecho nada. Aunque mis hombres sí, un poquitín. Se han enfadado cuando mis preguntas no han recibido contestación.

Benito estudiaba el horror que se veía reflejado en los ojos oscuros de María. Ya conocía esa mirada desde hacía años; la había visto en una situación similar en aquella misma habitación.

—Con un poco de suerte, espero que tú seas más colaboradora que él.

—No cuentes con ello.

Él se encogió de hombros:

—Qué pena. Supongo que el destino quiere que sigas los pasos de tu madre.

—¿Mi madre? ¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando?

Sonrió. Sabía que su hija iba a picar el anzuelo.

—Venga, María. No creerás de verdad que ella se suicidó, ¿o sí? Tú la conocías mejor que nadie. ¿Te parecía que era el tipo de mujer que se suicida?

La habitación comenzó a dar vueltas de nuevo, esta vez a causa de todas las preguntas que le rondaban por la cabeza. Siempre había tenido dudas sobre la muerte de su madre. De repente, todo estaba saliendo a la luz. ¿Cómo murió su madre? ¿Qué fue lo que realmente sucedió? ¿Fue asesinada? ¿Fue un accidente? Tenía muchas preguntas, pero ni siquiera podía hablar.

—Bueno, hagamos una cosa. Intercambiemos información. Tú respondes una de mis preguntas y yo contestaré una de las tuyas… ¿Qué te parece?

Ella asintió, aceptando sin vacilación los términos que le proponía el diablo. Se acercó una silla y se sentó delante de ella, con la esperanza de leer la verdad en sus ojos.

—¿Quién sabe la verdad sobre las Catacumbas?

—Media Europa —gimió, sintiendo todavía el ardor en su piel—. La gente está al corriente desde hace años.

Benito sonrió de satisfacción ante su insolencia. Luego le enseñó qué se sentía al presionarle uno de los trozos de vidrio que le sobresalían del muslo. Su gritó llenó la habitación.

—Esto no tiene por qué resultar tan difícil. Lo único que estoy buscando es la verdad. Si me la dices, yo te daré lo que estás buscando… Pero si mientes, vas a sufrir… ¿entendido?

Ella asintió.

—¿Quién sabe lo de las Catacumbas?

—Sólo nosotros… Boyd y yo… Nunca confiamos en nadie más… así que decidimos guardar el secreto.

—¿Y qué hay de los otros? ¿Petr Ulster? ¿Payne y Jones? ¿Qué saben ellos?

—Nada —insistió, mientras recuperaba el aliento—. No sabían que las estábamos buscando. Y nunca supieron que las habíamos encontrado.

Benito asintió. Aunque María no lo sabía, el doctor Boyd había dicho lo mismo durante su interrogatorio, sin dejarle a Benito otra opción que creerles. Al menos por el momento. Después ya dejaría que sus hombres intentasen sacarles más información con métodos algo más persuasivos.

—Mi turno —gruñó ella—. ¿Qué le pasó a mi madre?

—Tú no pierdes el tiempo, ¿verdad? Pues yo tampoco. Tu madre fue asesinada.

—¿Asesinada? ¿Por quien?

—Lo siento, María. Ahora es mi turno. Acabas de agotar tu pregunta.

—Pero…

—Pero ¡nada! —Dio un toque a un fragmento de vidrio sólo para demostrarle quién mandaba—. ¿Qué te llevaste de las Catacumbas?

—Un manuscrito. Nos llevamos un manuscrito. Nada más.

—Sé más específica. Háblame sobre el manuscrito.

—No, ésa es otra pregunta.

—No es una pregunta. Es una orden. Háblame sobre el manuscrito. —Hizo más presión sobre el fragmento—. Tu respuesta original estaba incompleta.

—Está bien —gruñó, odiándole más y más a cada minuto—. Lo encontramos en un cilindro de bronce. En el sótano.

—En la habitación de los documentos. Dentro de una urna de piedra que tenía su imagen. —Y señaló la pintura que había detrás de su escritorio—. ¿Tengo razón?

Ella asintió, confundida:

—¿Cómo sabes eso?

—¿Cómo? Porque allí fue donde lo dejé. ¿No creerás que erais los primeros exploradores de las Catacumbas?… Increíble. Las mujeres pueden llegar a ser tan ingenuas.

—¿Qué? ¡Espera un segundo! ¿Quieres decir que tú has estado allí dentro?

—Claro que he estado dentro. Yo las descubrí. O más bien, las redescubrí. La Iglesia conocía las Catacumbas desde hacía años.

—Pero ¿el manuscrito? Si conocían la existencia del manuscrito, ¿Por qué lo dejaron ahí?

Benito le dedicó una sonrisa condescendiente.

—¿Cómo puedes ser tan tonta? La Iglesia no sabía nada sobre el manuscrito ni sobre el nivel de abajo. Los romanos sellaron la entrada hace dos mil años. Permaneció cerrada hasta que yo hice unas pruebas en la meseta y descubrí ese otro nivel.

Sonrió abiertamente pensando en la ironía del lugar donde descansaba el manuscrito. El papa Urbano VI había seleccionado Orvieto como el lugar perfecto para proteger el Vaticano durante el Gran Cisma. Mientras tanto, una amenaza todavía mayor, un documento que podía destrozar el cristianismo y todo lo que la Iglesia simbolizaba, pasó desapercibida durante todo el tiempo que él estuvo en las Catacumbas. Benito se dio cuenta de que si alguno de los hombres del papa hubiese encontrado la entrada oculta de la escalera, la prueba sobre la trama de Pilatos podría haber destruido a la Iglesia en el siglo XIV. Por suerte, eso nunca sucedió.

—Mi turno —dijo María con audacia—. ¿Por qué fue asesinada mi madre?

—¿Por qué?… Por ti.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

Levantó el dedo, para indicarle que no te tocaba preguntar más.

—¿Tradujiste el manuscrito?

María quería mentir. Aunque ella sabía que si él se percataba, dejaría de darle información sobre su madre. Y a eso no podía arriesgarse. Para ella, el misterio de la muerte de su madre era más importante que el secreto del manuscrito.

—Sí. Lo tradujimos en Milán.

Era lo que él esperaba.

—Entonces conoces la verdad. El héroe de la crucifixión no era Cristo. El verdadero héroe fue Pilatos, tu ancestro. Su estafa fundó la religión mas grande de todos los tiempos.

Se encogió de hombros, negándole la satisfacción de verla reaccionar.

—¿Por qué murió por mí?

—¿No has escuchado lo que te acabo de decir? Eres pariente de Poncio Pilatos. El era tu antepasado.

—¿Y? Estoy más interesada en lo de mi madre. ¿Por qué la mataste?

Sonrió abiertamente ante su audacia y decidió recompensarla con una respuesta.

—¿Por qué? Porque quería que volvieras. Tú eras la niña de sus ojos… Desde el momento en que te fuiste a la escuela, se volvió cada vez más difícil de manejar. Sabía que yo no iba a ceder, por eso decidió presionarme desde fuera, esperando que yo cambiase de opinión.

—¿Qué tipo de presión?

Benito sacudió la cabeza. Su turno había pasado:

—Cuando torturaron a Roberto, ¿qué fue lo que reveló?

—No lo sé. Yo no estaba allí.

—María —dijo en un tono severo, mientras ponía la mano sobre un fragmento de vidrio.

—Te lo digo en serio. Yo no estaba allí. Por eso Payne le cortó un dedo, para poderle identificar. Si hubiera estado ahí, yo misma le hubiera dicho quién era.

Benito lo consideró y asintió.

—¿Qué tipo de presión? —repitió ella.

—Tu madre encontró información sobre las Catacumbas en mi despacho. Me amenazó con hacerlo público a menos que te hiciese volver a casa.

Por fin todo comenzaba a encajar. Esa fue la causa por la que su madre la llamó al colegio y le dijo que hiciera la maleta. Ella pensaba que la información sobre las Catacumbas sería suficiente para comprarle a María un billete de regreso a casa. Obviamente, se equivocaba.

—Entonces ¿se mató?

—No. Yo la maté. Aquí mismo, en esta habitación.

Sonrió recordando aquel día. Ella era su esposa, de manera que creía que sus acciones estaban legitimadas por sus derechos. Matar a su esposa equivalía a mandar al perrito a dormir.

—Ninguna mujer iba a decirme lo que tenía que hacer. No en mi casa. No en Orvieto. Se trataba del secreto de mi familia, no de la suya. No tenía por qué meterse en eso. Merecía morir.

73

P
ayne informó brevemente a Nick Dial de camino al lago Albano, y le advirtió del tipo de guardias que Benito Pelati tenía a sueldo. Ex militares y ex guardias suizos, el tipo de hombres que dos ex MANIAC sabían cómo manejar. Dial se dio cuenta de que la hubiera cagado de no ser por su ayuda, de manera que se disculpó con buenas palabras y los nombró segundos oficiales de la Interpol. Payne y Jones estaban seguros de que aquello no debía de ser muy legal.

Dial también pidió refuerzos, pero ellos habían llegado antes que la policía local. No podían esperar a nadie. No si Boyd y María estaban secuestrados.

Una verja de hierro y un puesto de guardia vacío les dio la bienvenida. Primero, Payne ayudó a Jones y a Dial a escalar la pared, después la escaló él. El jardín era oscuro y espacioso. Se movían de un árbol a otro, manteniéndose alerta por si veían a un guardia. No estaban muy seguros de que hubiera alguien en casa, hasta que oyeron un disparo. Después otro. Dos sonidos idénticos que provenían de algún lugar en el interior. Era el momento de actuar. No sabían quién estaba implicado o a qué se estaban enfrentando, pero no les importaba. Los disparos dentro de una casa nunca son buena cosa.

Jones se encargó de conducirlos hasta la puerta principal, mientras Dial le cubría las espaldas. Payne se movió despacio rodeando el perímetro y vigilando a través de las ventanas para tratar de hacerse una idea de lo cómo estaban las cosas en el interior. Trazó posibles rutas de salida, localizó los puntos débiles, estimó la situación de las habitaciones y sus dimensiones. Dos vidas, además de las suyas, estaban en peligro, y era consciente de ello. Cuanta más información tuviera, más cadáveres habría. Cadáveres del enemigo, no de los suyos. Payne no aceptaba que ninguno de sus hombres perdiera la vida durante las misiones.

Payne alcanzó la terraza delantera mientras Jones abría en un instante la cerradura. Payne les resumió lo que había visto y se ofreció voluntario para liderar la misión. No hubo objeciones. Subieron una amplia escalera y llegaron al segundo piso. Había pinturas y estatuas alineadas en las paredes, y una araña colgada del techo, pero estaba apagada. Estaban casi a oscuras, por suerte vieron un débil destello que provenía de la parte más profunda de la casa. Se dirigieron hacia allá.

Podían oír ruidos mientras se internaban por el pasillo. Gritos de agonía. Ruidos de tortura. Unos puños impactando en una cara. El ruido sordo de la carne machacada. Para Payne no había duda alguna de que se trataba del doctor Boyd. Había más de un hombre interrogándolo. La puerta del despacho estaba cerrada con llave. Una grieta de luz brillaba alrededor del marco. Su brillantez, como un faro, les indicó el camino.

Jones examino la cerradura y se dio cuenta de que tenía más de cien años. Nunca había visto una de esa clase. Le dijo a Payne que tal vez pudiera abrirla, pero no estaba muy seguro. Además, no sabía si lo conseguiría sin hacer ruido. Payne agitó la cabeza para hacerle saber que era demasiado arriesgado, pero tampoco podían derribar la puerta. No tenía experiencia con algo tan antiguo. Si no se abría al primer intento, el elemento sorpresa se iba al garete. Y como no sabían quién estaba dentro ni que tipo de armas llevaban, no valía la pena arriesgarse.

Payne se volvió hacia Dial y susurró:

—Necesitamos un espejo. Uno que pueda pasar por debajo de la puerta.

—Dame dos minutos.

Antes de que Payne pudiera decir nada, Dial se escurrió hacia el interior de la casa. Jodida oscuridad. Jodida seguridad. La única cosa que le importaba a Dial era encontrar lo que había ido a buscar. Noventa segundos después regresó con un trozo de espejo roto. Payne se preguntó cómo habría hecho para romperlo sin hacer ruido, pero no tenía tiempo de indagar. En lugar de eso, Payne se echó al suelo y deslizó el vidrio por debajo de la puerta. Moviéndolo hacia adelante y hacia atrás pudo ver todo el despacho. Boyd estaba inconsciente, la sangre le goteaba del rostro. María estaba sentada a su lado, un hombre viejo la estaba interrogando, un hombre mayor al que Payne no reconoció, pero de inmediato supuso que era su padre. Había guardias armados. Uno permanecía al lado de Boyd. Otro al lado de María. Otro, detrás del hombre viejo, observaba el interrogatorio.

Payne se extrañó de no ver a Dante por ningún lado. Deslizó un poco más hacia dentro el vidrio, esperando tener así mejor vista de la esquina más alejada. Pero su audacia casi lo hizo fracasar: había metido el cristal entre los pies de uno de los guardias. Payne no había visto a un cuarto guardia que estaba justo al lado de la puerta. Había estado estudiando la habitación a través de las piernas del guardia todo el tiempo.

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