La Silla del Águila (31 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Ensayo

Dime entonces, ¿lo has pensado? ¿Hasta muerto será un desafío para tu propia inseguridad, amor mío?

Y allí estaba yo, frente a la puerta de la prisión de Moro, a punto de darte la razón.

—No hay anarquista que no termine en terrorista. Como eres dueño de un lenguaje impotente, para compensar acabarás pasando a la acción criminal.
Quod est demostratum
.

Lo acepté. Es un crimen, pero un crimen de Estado. ¿No lo fueron todos los actos de terror de los anarquistas contra reyes, presidentes y emperatrices de la llamada Belle Époque? No sonrías. ¿No has leído a Conrad en
Bajo la mirada de Occidente
?

—Las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía.

Los anarquistas no tenemos derecho al humor. ¿Ni siquiera al humor negro, señor Presidente? Me detuve frente a la celda de Tomás Moctezuma Moro. Iba a entrar sólo a matar a ese símbolo de la legitimidad y de la pureza que tantos estorbos les causa a tantos.

Entonces escuché los pasos ligeros, como de mariposa saltarina si tal cosa hubiese, detrás de mí. Entonces me di media vuelta en el momento en que se abrió la puerta de la celda y a mis espaldas sentí un tufo infernal, como si este túnel subterráneo fuese en verdad el camino del Averno, el lugar de cita de todos los demonios, este túnel subterráneo del Castillo de San Juan de Ulúa, goteando del techo no sólo agua salada sino sangre licuada, sangre tan vieja que ya era parte de la circulación universal de los océanos, sangre mezclada de perro hambriento y tiburón ahogado y bucanero ahorcado y sirenas prostituidas y vastas selvas de algas marinas y ostras herméticas de perlas barrocas, todo esto me goteaba sobre la cabeza, Nicolás. Todo esto era el hondo cementerio marino de Ulúa, sólo que yo lo iba a recorrer solo, la experiencia maldita me sería privativa, nadie más la poseería.

Nadie más que tú y yo sabríamos lo ocurrido esta noche de mayo en las mazmorras del Castillo de Ulúa.

—Buenas noches, joven —me dijo el untuoso ser (su presencia se acercaba como un color de grasa de cerdo rancia) que respiraba su jadeo de toloache con una voz adormilada y por ello amenazante, como la de un sonámbulo que no sabe lo que hace... Un olor apestoso y fuerte le salía de la voz, del cuerpo entero, hasta de los ojos malolientes. De la insolencia de la mano impúdicamente armada con una Colt .45 automática que parecía una extensión natural del brazo.

Usaba guantes negros.

Hasta en la penumbra del túnel sus ojos de mapache brillaban con una insania inapagable.

—Vamos, qué esperas, pendejo —me dijo con insolencia, enterrándome la boca de la Colt en las costillas.

—Creí que era solo —balbuceé.

—¿Solo? Solos los cangrejos de Tecolutilla, que además caminan pa’trás. Y tú y yo vamos pa’lante, chicoché.

—No quiero testigos —le dije armándome de valor—. Creía que era yo solo.

—Yo también —se rió el famoso cacique tabasqueño Humberto Vidales, "Mano Prieta", como si tú, Nicolás, no supieras quién iba a ser mi compañero en el crimen...—. Pero el nuevo Preciso es bien abusado y quiere que en todo crimen haya dos testigos. Aunque los dos sean culpables. Así, dice, uno anula al otro. Como si los asesinatos fueran canicas del mismo color y tamaño, que se cambalachean unas a otras —rió monstruosamente, despidiendo por la boca ese olor de estramonio como para despertar a los muertos.

Vidales abrió la puerta de la celda.

Tomás Moctezuma Moro dormía.

La famosa "Máscara de Nopal" le cubría el rostro.

—No se la quita ni para dormir —me había advertido el carcelero obsequioso.

Es que no quería que nadie adivinara sentimientos, sorpresas, ternuras súbitas, visibles ardores, "interiores bodegones", Nicolás, "heridas frías", como nos dijimos un día aquí mismo en Veracruz —pero en qué distintas circunstancias— tú y yo.

Vidales adivinó mis sentimientos. Me enmendó la palabra sin saberlo.

—No seas sentimental. Ya sé lo que estás pensando. Mejor así, dormidito, ¿no? Ni se da cuenta. Más caritativo, ¿no?

Se carcajeó.

—Piadosas las monjas, como decía mi viejo mentor Tomás Garrido, gobernador como yo de Tabasco. Pero él ya tiene solar en el Arco de la Revolución y tú y yo, chamaquito, a ver si merecemos aunque sea un ladrillito en el Arco de la Transición, para servir a la Señora Democracia...

Volvió a reír siniestramente y le metió una pata en la espalda al dormilón Tomás Moctezuma Moro. El Hombre de la Máscara de Nopal se despertó como un relámpago, poniéndose de pie, mirándonos a través de la rendija terrible como una herida de metal cegadora, la raja a la altura de los ojos de la máscara, sin que pudiéramos Vidales y yo adivinar su semblante, pero seguros —eso sí, seguros— de que Moro no temblaba, de que su figura era como una estatua heroica, inmóvil. Y algo más: inconmovible, serena. Estatua, te digo, estatua de meter miedo de tan sereno como si estuviera muerto antes de morir...

Vidales disparó.

Moro no dijo nada.

Cayó de pie, por decirlo así.

Se derrumbó sin aspavientos.

No nos grito "asesinos".

No pidió "clemencia".

No dijo nada.

La máscara de fierro pegó secamente contra el piso. Así murió por segunda vez Tomás Moctezuma Moro. Así se disipó, señor Presidente, el fantasma de Banquo. Sólo que el sitio vacío en el banquete del poder no lo ocupó Macbeth. Porque aunque todo terminó como en Shakespeare, este drama era jarocho y chilango y acriollado a la tabasqueña, como me lo hizo notar, nomás "por no dejar", Vidales el "Mano Prieta".

—Muy listo el nuevo Presidente —sonrió ofreciéndome un tabaco—. Ni usted me va a delatar a mí ni yo a usted, ¿no es cierto?

Me miró feo.

—No se olvide de que si a mí me pasa algo tengo la dinastía de mis Nueve Hijos Malvados pa’vengarme. ¿A quién tienes tú, pendejete?

Ahora me sonrió.

Ándale. Es un puro de Cumanguillo. No se los ando ofreciendo a cualquiera. Miró a Moro desangrándose en el suelo. —Ándale. Y recuerda que esto no pasó y ni tú ni yo estuvimos aquí. Yo estoy en Villahermosa celebrando la mayoría de edad de Hijo Número Ocho. ¿Y tú, cabroncete?

Cerró la puerta de la celda y salimos al frío eterno del laberinto de Ulúa. Su narrativa tampoco tenía fin.

—¿Sabes quiénes cometieron el crimen?

Negué, turbado, con la cabeza.

—El Tuerto Filiberto y don Chencho Abascal.

—¿Quiénes? —pregunté idiotamente. "Mano Prieta" nomás se rió.

—El Tuerto y don Chencho. Ellos cometen todos mis crímenes. Son invisibles. Nadie los encuentra. Porque los inventé yo.

Dejó de reír.

—Tú no te olvides. Yo no soy sólo "el señor gobernador". Soy el dueño. Y cuando yo me muera, ya te lo dije, mis Nueve Hijos Malvados se encargarán de seguir matando. Somos dinastía y tenemos nuestra divisa. "De pedrada para arriba, los Vidales siempre ganan con saliva."

Y se fue dejando ese aroma doble de puro de Cumanguillo y narcótico de estramonio dormilón.

Con razón decía don Jesús Reyes Heroles que el México bárbaro nomás dormita pero no se muere nunca y despierta bronco a la menor provocación.

Gracias, querido Presidente, por hacérmelo ver con mis propios ojos.

Gracias por dejarme ser la persona que era antes de conocerte.

Gracias por demostrarme que el anarquista termina en terrorista.

Gracias por hacerme ver que el rebelde doctrinario tiene que llevar su insurrección a la práctica como una fatalidad.

Y cuídate, Nicolás Valdivia, porque ahora soy un asesino.

Y mi siguiente víctima serás tú.

62

Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván

Mi bella señora, no quiero parecer insistente, pero considero que la promesa que usted me hizo al conocernos debe cumplirse ahora. Soy lo que soy y esa fue la condición que usted puso, ¿recuerda?

—Nicolás Valdivia: yo seré tuya cuando tú seas Presidente de México.

Acudo a su ventana con la promesa cumplida. Me encanta su coquetería. ¿De manera que antes de abrirme las puertas de su casa me pide que, por última vez, repitamos el rito inicial? Está bien. Yo respeto sus caprichitos. Tiene derecho a pedirme lo que quiera. Cumplió usted su profecía. Llegué a donde usted, temerariamente en enero, pronosticó. O más bien: prometió.

Me doy cuenta de que no es a María del Rosario Galván a quien le debo el puesto, sino a una cadena de circunstancias que a principios de este fatídico (o muy fausto) año no era posible prever. Otra vez, la necesidad es obra del azar. No imagine, por ello, que mi gratitud decrece. Al contrario. Llego a usted sin compromisos, limpio y libre. A usted le debo mi educación política. Soy el mejor alumno que viene a darle el premio a la maestra. ¿Puedo ahora culminar en su lecho mi educación erótica?

Sigo sus instrucciones. Hoy en la noche volveré al bosque que rodea su casa y desde allí la veré desnudarse frente al ventanal iluminado. Hágame una seña. Apague la luz, prenda una vela, como en las viejas películas de misterio —y acudiré a "lechos de batalla, campo blando".

Ansiosamente suyo, N.

63

María del Rosario Galván a Nicolás Valdivia

Pues bien, en noche lóbrega, galán incógnito... ¿Incógnito, me dirás? ¿Desconocido tú? ¿Tú, mi hechura, mi plastilina, mi Galatea masculina? Sí, es mucho lo que me debes. Me lo debes todo, diría yo. Todo. Menos el premio final. El gordo de la lotería. Eso se lo debes a gente menor. Te valiste de los enanos para llegar a donde estás. ¿Por qué? ¿Me tuviste miedo a mí? ¿Temiste que debérmelo todo te iba a convertir en nadie?

Has aprendido mucho, menos las sinuosidades de la confianza. ¿A quién otorgársela en política? No nos queda más remedio, Nicolás, que estudiar el carácter tanto o más que los actos. ¿Qué dijo Gregorio Marañón sobre Tiberio? Que no era bueno y fue el poder lo que lo volvió malo. Siempre fue malo. Lo que sucede es que la luz del poder es tan poderosa que revela lo que realmente éramos desde siempre y ocultábamos en las sombras de la impotencia.

Tanto tu poder como el mío nos revelan lo que realmente somos. Un par de bandidos. Una pareja de gángsters. Chantajistas. Depredadores. Criminales. Seguramente los dos sabemos bien que el más ambicioso es el que menos se dramatiza a sí mismo.

Cuídate, pues, del menos conspicuo. Te lo dije al principio, para que no te impresionaran las estúpidas baladronadas de Tácito de la Canal, el hombre político más transparente que he conocido. Lo único confiable de Tácito era su falta de confiabilidad. ¿Cómo podía llegar a la Presidencia un hombre que a causa de su hipocresía cultivaba el aspecto de un perpetuo necesitado a punto de regresar, si no lo socorríamos, a la mendicidad?

"Séneca", el pobre, era el anti-Tácito. Lucía demasiado su inteligencia. Era eso que los fastidiosos ingleses deploran en una persona.
He is too clever by half
. El brillo excesivo ciega a quienes viven en la penumbra de la mediocridad. Séneca ofendía por su inteligencia, como Tácito por su hipocresía. Se criticaba a sí mismo:

—Mis principios son excelentes, pero mi práctica es pésima. No tendré más remedio que acabar en cínico.

No. Se suicidó. Y eso que nunca contrajo matrimonio, que es la antesala más segura del suicidio...

César León, ahí lo tienes, discreto con quien le convenía, pero brutalmente indiscreto con los que despreciaba. La indiscreción venció a la discreción. En el fondo, era un sentimental. Fuera de la política, se sentía desterrado. Como si sólo existiese la tierra que habitó como Presidente. En un drama teatral, le atribuiría este parlamento:

—Yo le hablé de tú al destino. Desafié a la fortuna. Le dije: Atrévete, cabrona. Soy invulnerable en el bien. Y lo que tiene más chiste, soy invulnerable en el mal.

¿Tú sabes que siempre trae en el bolsillo una guillotina miniatura con la que juguetea como otros hombres con el pene?

El Presidente Lorenzo Terán era, en cambio, demasiado discreto. No decía nada o decía muy poco. Es cierto que tenía reflejos musculares perfectos. Debió ser avión. Por eso manejaba bien las relaciones públicas. Sabía que por fortuna, en México las fuerzas de la naturaleza nos favorecen. Si no hay un terremoto, hay una inundación, una sequía o un huracán. Los funcionarios mexicanos convierten los desastres naturales en dividendos políticos. A un Presidente le basta hacer una aparición en el lugar del desastre y desaparecer de nuevo. Así se ahorra la necesidad de resolver los problemas gobernando a fondo.

Pero dime tú si había alguien más inconspicuo que Onésimo Canabal, el presidente del Congreso, ese fugitivo de los lavabos públicos. Mediocre, sumiso, acomplejado por su fealdad física y su origen humilde, como tantos políticos mexicanos. Pero, ¿no nació Jesucristo en un pesebre? Donde menos se espera, salta la liebre. Nadie iba a imaginar que el verdadero kingmaker de esta sucesión sería el pobre canchanchán político Onésimo Canabal.

Nadie sabía, tampoco, que estaba aliado con una víbora capaz de llevar los colores del Infierno al Paraíso, tu íntima amiga Paulina Tardegarda. ¡Y yo que me creía la doble perfecta de Madame de Maintenon, la preceptora de príncipes que acaba casándose con el Rey! ¿Retirarme, como la otra amante de Luis XIV, Madame de Montespan, a un convento a educar monjitas para que sean mejores cortesanas que yo? ¿O crees que tu poder actual, Nico, evapora el proceso sucesorio, las elecciones del 2024 que llevarán —te lo juro— a Bernal Herrera a la Presidencia? Sí, a Bernal Herrera. Por el bien del país, Nicolás. Porque Bernal es el más discreto, si la palabra "discreción" significa reserva, prudencia, pero también tacto, buen juicio y es más, uso mesurado e inteligente, pero inapelable, de la fuerza.

Vamos a pelear, tú y yo, Nicolás Valdivia, porque a mi tú no me engañas. Tú has llegado a la Presidencia como simple sustituto del 2020 al 2024. ¿Crees que no adivino tu ambición? No puedes sucederte a ti mismo. Pero puedes eternizarte. Eso es lo que temo. Una colosal treta tuya para quedarte en el poder.

Hay un arsenal de pretextos. Crisis económica, estallidos revolucionarios internos, invasión extranjera, vacíos de poder. ¡Lo que no se puede invocar para perpetuarse! Todos menos aspirar al Premio Nobel de la Paz. Eso te hunde irremediablemente. Pero en lo demás, te temo. Esta es ahora la lucha. Bernal Herrera y yo haremos lo necesario para que abandones la Presidencia en 2024. Lo necesario y hasta lo imposible. Como tú harás lo necesario y hasta lo imposible para seguir eternamente en la Silla del Águila.

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