La Silla del Águila (26 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Ensayo

Por eso suscitó tanto entusiasmo Lorenzo Terán en el 2017, cuando su vigor y personalidad —tan evidente aquél, tan fuerte ésta— lo llevaron a la Presidencia en una ola de triunfo y esperanza, con el 75% de los sufragios para él y el 25% restante dividido entre los minipartidos que ya habían cansado y desencantado al elector...

Tomás Moctezuma Moro. Un incidente olvidado. Un fantasma político más. Presencia ayer, espectro hoy.

—Un hombre honesto —comentó El Anciano—. De ello doy fe. Se creía el Hércules que iba a limpiar los establos de la política mexicana. Yo se lo advertí:

—Es peligroso ser de verdad honesto en este país. La honestidad puede ser admirable, pero acaba por convertirse en vicio. Hay que ser flexible ante la corrupción. Sé honesto tú, Tomás, pero cierra los ojos —como la justicia divina— ante la corrupción de los demás. Recuerda, primero, que la corrupción lubrica al sistema. La mayoría de los políticos, los funcionarios, los contratistas, etcétera, no van a tener, otra oportunidad para hacerse ricos, mas que esta, la de un sexenio. Luego vuelven al olvido. Pero precisamente quieren ser olvidados para que nadie los acuse, y ricos, para que nadie los moleste. Ya vendrá otra camada de sinvergüenzas. Lo malo es cerrarle el camino a la renovación del pillaje.

—Te conviene —le dije a Tomás—, te conviene estar rodeado de pícaros, porque a los corruptos los dominas. El problema para ejercer el poder es el hombre puro que no hace más que ponerte piedras en el camino. En México sólo debe haber un hombre honrado, el Presidente, rodeado de muchos pillos tolerados y tolerables que a los seis años desaparecen del mapa político.

—Lo malo de ti —le dije a Tomás Moctezuma Moro— es que quieres que el mapa y la tierra coincidan. Mira lo que te recomiendo, tú vive tranquilo en el centro del mapa y deja que la tierra la cultiven los ejidatarios de la corrupción.

El Anciano suspiró y hasta sentí un temblor involuntario en su mano, que apresaba la mía con una fuerza increíble.

—No me hizo caso, Valdivia. Proclamó a diestra y siniestra sus intenciones redentoras. Dijo que así iba a obtener el máximo apoyo popular. Además, obraba por convicción, de eso no me cabe duda. Iba a acabar con la corrupción. Decía que era la manera más canalla de robarle a los pobres. Eso decía. Los rateros iban a la cárcel. Los humildes tendrían protección contra el abuso.

—Frénale, Tomás —le dije—. Te van a crucificar por andarte metiendo de redentor. No anuncies lo que vas a hacer. Hazlo cuando estés sentado en la Silla, como mi general Cárdenas. No destruyas al sistema. Eres parte de él. Bueno o malo, no tenemos otro. ¿Con qué lo vas a reemplazar? Esas cosas no se improvisan de la noche a la mañana. Confórmate con castigar ejemplarmente a unos cuantos chivos expiatorios al principio del sexenio. Da tu campanazo moral y descansa en paz... —no me hizo caso. Era un Mesías. Creía en lo que decía.

Me dejó asombrado. Se santiguó.

—¿Quién lo mató, Valdivia? El reparto es tan enorme como el de la película Los Diez Mandamientos, ¿recuerda? Narcos. Caciques locales. Gobernadores. Presidentes municipales. Jueces penales. Policías degradantes. Banqueros temerosos de que Moro les arrebatara subvenciones oficiales a su incompetencia privada. Líderes sindicales temerosos de que Moro los sometiese al voto y censura de los agremiados. Camioneros explotadores del abasto. Molineros explotadores del campesino productor de maíz. Maquilas resistentes a cumplir las leyes laborales. Rapamontes que convierten los bosques en desiertos. Neolatifundistas que acaparan el agua, la tierra, la semilla, los tractores, mientras los ejidatarios siguen usando el buey y el arado de madera.

¿Suspiró El Anciano o cotorreó el loro?

—La lista es infinita, le digo. Añada a los iluminados, los locos que quieren salvar al país matando presidentes. Añada además las teorías de la conspiración internacional. Los gringos siempre temerosos de que México se les salga del huacal porque a Moro no lo iban a manipular fácilmente. Los cubanos de siempre, los de Miami temerosos de que Moro ayudara a Castro, los de La Habana temerosos de que, apóstol de los derechos humanos, Moro le creara problemas a Castro. El cuento de nunca acabar...

Ahora me miró a los ojos.

—No he conocido un político que se haya hecho de tantos enemigos tan rápido. Era un estorbo para todos. Le advertí que tenía demasiados enemigos, que era un estorbo para todos, que corría peligro...

No me soltó la mano. Pero esos ojos ya no eran suyos. Eran los ojos de la noche, del murciélago, del calabozo.

—A Tomás Moctezuma Moro lo mandé matar yo. ¿Necesito explicarte por qué debes destruir esta cinta y por qué me urgía comunicarme contigo?

Te quiero, N

52

Nicolás Valdivia a Tácito de la Canal

Señor: Soy breve. Esta se la entregará el señor Jesús Ricardo Magón, persona de todas mis confianzas. No abundaré sobre asuntos que usted conoce de sobra y yo también. Simplemente, quiero advertirle que los documentos incriminatorios están en mi poder y bien salvaguardados.

Reconociendo su nunca desmentida inteligencia, comprenderá por qué no los hago públicos. La publicidad lo eliminaría a usted de cualquier aspiración política superior. Es decir, que su candidatura presidencial no prosperaría a la luz de tamaño escándalo. Esto lo sabía el señor Presidente Terán. Lo sabe su contrincante el ex-secretario de Gobernación Bernal Herrera, a quien tengo el honor de sustituir en este despacho. Lo sabe doña María del Rosario Galván, a quien de manera tan poco caballerosa ha tratado usted pero que, siendo mujer de vasta inteligencia política, entiende que es mejor pedirle, señor De la Canal, que se retire de la vida pública a cambio del discreto silencio de quienes conocemos sus objetables manejos.

Los papeles permanecerán en sitio bien sellado por una sencilla razón. Incriminan a demasiadas personas. Banqueros, gestores y capitanes de empresa que le son más útiles al país fomentando el desarrollo que purgando penas en la cárcel de Almoloya. Al fin y al cabo, ¿qué fueron sus indiscreciones en el negociado de MEXEN sino eso, riachuelos de un caudaloso río de inversiones, subafluentes del indispensable capital y ahorro que el país necesita para avanzar?

Ponga dos cosas en la balanza. El progreso de México en un platillo. Su culpabilidad en el otro. ¿Qué pesa más? Me dirá que usted no es el único culpable. ¿Arrastraría por puro despecho a sus poderosos cómplices a la catástrofe? Mejor será que todos mantengamos la compostura y un discreto silencio sobre este asunto. Estimo que a usted le conviene tomarse una larga vacación. Una vacación perpetua, le recomendaría yo. Seguramente Acapulco es más apetecible que Almoloya. A sus compañeros de travesura no les diremos nada, ni usted ni yo. Vamos dejándolos en paz, ¿no le parece?. Lo que yo haré es promover leyes de vigilancia sobre las operaciones de compañías públicas y privadas a fin de eliminar el fraude y la información privilegiada, asegurar el acceso a la contabilidad de las empresas y castigar severamente a los
PDGs
(perdone mi formación francesa:
Présidents Directeurs Généraux
) que vendan acciones en alza semanas antes de que caigan en picada, a sabiendas de que quienes se aprovecharon de valores inflados se escabulleron a tiempo, como los lamentados Bushito y Cheney, y abandonaron a su suerte a los pequeños inversionistas, como esa señora doña Penélope Casas que trabajaba en su oficina, ¿se acuerda? Para muestra basta un botón...

Me propongo establecer una presunción de culpa
jure et de jure
para los piratas corporativos, que a ellos les tocará desmentir ante los tribunales. Le repito: voy a proteger al pequeño accionista defraudado porque careció de la información confidencial de los jefes de empresa y sus contadores. Pero voy a mirar hacia el futuro, no hacia el pasado. El castigo del pasado sólo demuestra incapacidad para administrar el presente o proyectar el futuro. No caeré en ese error. Pero su expediente sigue vivo, De la Canal, como crimen que puede ser indispensable sacar a luz, no para condenar el pasado, sino para apuntalar el futuro.

A partir de estos principios, queda advertido de que no iniciaré acción alguna contra usted ni contra sus co-conspiradores en el fraude. En cambio, si usted mueve las aguas para salvar, imprudentemente, su propio pellejo o para hundirse acompañado de sus cómplices o para tener la satisfacción masoquista de suicidarse con tal de que se mueran otros, en ese caso, señor De la Canal, todo el peso de la ley caerá sobre su desguarnecida cabeza.

Considérese pues, de aquí en adelante, bajo la espada de Damocles.

Quedo de usted atento y seguro servidor.

Nicolás Valdivia

Subsecretario de Gobernación

Encargado del Despacho

53

Tácito de la Canal a Andino Almazán

Señor secretario y fino amigo, acudo a usted desde la sima del precipicio al que me han arrojado mis enemigos políticos. Así es. Unos ganan y otros pierden. Pero la política da muchas vueltas. Quizá mi desgracia actual y el bajo perfil que debo mantener sean la mejor máscara para volver a actuar sorpresivamente.

Dicen que todo se vale en la guerra y en el amor. Valdría añadir "y en la política y en los negocios". Sé que el señor secretario de Gobernación y antiguo subordinado mío le ha hecho llegar documentos que me comprometen en el caso MEXEN. Él mismo me ha dicho que no me perseguirá porque arrastraría conmigo a demasiados poderes de hecho. Alegué que no hice sino seguir instrucciones del Presidente en turno, don César León. Nicolás Valdivia me miró fríamente.

—El Presidente es intocable. El secretario no.

—Los principios son buenos criados de amos perversos.

—Así es, licenciado De la Canal. Usted ya no se preocupe de nada. De ahora en adelante, usted tendrá manos puras. Porque ya no tendrá manos...

No me rindo, señor secretario Almazán. Ni manco me rindo porque me quedan pies para patalear.

He acudido a los poderes dichos por Valdivia para recordarles que nuestra suerte está casada. Que yo sólo rubriqué los papeles por orden del señor Presidente César León.

Se han reído de mí. Le transcribo literalmente mi conversación con el banquero que mayor intervención tuvo en el manejo del complejo empresarial de MEXEN:

—Vengo a tratarle asunto de MEXEN —le dije.

—No sé de qué me habla.

—De las acciones de MEXEN.

—De eso usted no sabe nada, ¿verdad?

—¿Perdón? —admito que me asombré pero creí entender su juego y respondí—. No. Por eso estoy aquí y se lo pregunto. Para enterarme.

—Siga sin saber nada. Le conviene más.

—¿Por qué? —insistí.

—Porque es asunto secreto —cedió por un instante, como el pescador que pasea una lombriz frente al pez, y concluyó—: Y más vale dejarlo así.

—¿Secreto? —me permití el asombro— ¿Secreto para mí, que lo hice posible con mi firma?

—Usted sólo fue un instrumento —me contestó disimulando apenas su desprecio.

—¿Para qué?

—Para que el asunto fuese secreto.

Me miró traspasándome como a la ventana.

—No pierda su eficiencia, señor De la Canal...

—Pero yo...

—Gracias. Buenas tardes.

No me he dado por vencido, señor Almazán.

Hablé con uno de los magnates de la prensa que más deudas tenía conmigo, un hombre que siempre encontró abiertas las puertas del despacho presidencial gracias a mí durante el gobierno del finado Lorenzo Terán. Seré breve.

Cuando le pedí que me defendiera, al menos, escribiendo una semblanza favorable y, si lo juzgaba conveniente, iniciando una campaña de rehabilitación de mi persona, me dijo con sorna mal disimulada:

—Un buen periodista nunca fastidia al público elogiando a nadie. Sólo ataca. El elogio aburre.

Admito que me encabroné, Andino.

—Usted me debe mucho.

—Es cierto. Siempre hace falta caridad hacia el poderoso.

—Basta una orden suya a uno de sus achichincles...

—¡Señor De la Canal! ¡Jamás he hecho semejante cosa! ¡Mis colaboradores son gente independiente!

—¿Quiere que le pruebe lo contrario? —le grité indignado— ¿Quiere que soborne a uno de sus periodistas?

Esperaba una mirada fría del empresario. En vez, me observó con esa caridad que acababa de invocar:

—Señor De la Canal. Mis periodistas no son deshonestos. Son incapaces.

Sé que esto que transcribo podría dañarme y hasta deshonrarme aún más. Pero es que me quedan muy pocos cartuchos, señor Almazán.

En verdad, me queda sólo uno.

Le soy franco. He aprendido a estimarlo. Es más, estimo a su familia. Tiene usted la fortuna de contar con una mujer amantísima, doña Josefina, y con tres lindas muchachitas, Teté, Talita y Tutú. Lo que no tiene usted es una buena cuenta bancaria. Vive de su sueldo y de la herencia de su mujer —lo que queda de una de las viejas fortunas henequeneras de "La Casta Divina de Yucatán"...

Yo le traigo una proposición. El hecho de que fracasara el negociado de MEXEN no excluye la posibilidad de iniciar otros proyectos redituables. Quizá mi fortuna política ande por los suelos. Pero un buen negocio siempre es un buen negocio. Y toda vez que yo ya no estoy en el poder, usted que sí lo está —y al frente, nada menos, que de las finanzas públicas— puede convocar, si así lo desea, las sumas requeridas para lo que se llama una oportunidad de inversión.

Este es mi plan.

Ofrezcamos mediante una sociedad anónima la oportunidad de que inversionistas con crédito adquieran hipotecas preautorizadas por las autoridades (o sea, por usted, señor secretario) con la promesa de que pueden ser vendidas a partir de una fecha determinada a los bancos con un beneficio del 2%. Es decir ganancias seguras y pocos riesgos. Nunca faltan ni tiburones ni sardinas para estas aventuras. Porque antes de que se venza el plazo de la primera inversión, usted y yo reclutamos nuevos inversionistas y con el dinero de éstos le pagamos dividendos a los primeros inversionistas, que de esta manera quedan muy contentos —y en la luna.

Los inversionistas iniciales nos agradecen los beneficios y nos ayudan a reclutar nuevos socios. Éstos —los nuevos socios— aportan el dinero fresco necesario para pagarles dividendos a los socios anteriores.

De esta manera, Andino, usted y yo vamos construyendo una verdadera pirámide financiera en que con nuevas inversiones atraídas por las ganancias de las que las precedieron, el capital de la sociedad aumenta vertiginosamente.

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