La Silla del Águila (7 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Ensayo

Es decir, todos saben que el apoyo y los consejos que les das lo haces porque yo te lo pido. El secretario de Agricultura Epifanio Alatorre ha venido a agradecerme a mí la información sobre la inminente baja del precio del azúcar que él, almacenando torpemente el dulce como un tesoro, ni se sospechaba. El secretario Alatorre desconoce por completo que la política agraria de la Unión Europea y de los Estados Unidos tiene el efecto de arrinconar a las exportaciones agrarias de los países pobres: vendemos poco y barato y nada ganamos con almacenar, esperanzados de que así los precios suban. No habrá escasez en el mundo desarrollado. Habrá la munificencia hacia el mendigo, nada más. La limosna. El secretario de Obras Públicas Antonio Bejarano me debe la vida porque tú le hiciste saber las ligas del contratista Bruno Levi con la compañía rival del secretario en su antigua actividad privada —de cuyas acciones sólo se ha desprendido de mentirillas, vía hombres de paja—. Qué ganas de sorprender a Tácito en una movida chueca como esta. Pero Bejarano no tiene importancia política. Puede ser tan corrupto como quiera. Sin embargo, el poder sobre él es nuestro, venida la ocasión. Sin mí —sin ti— su desgracia sería cosa segura.

Y así podría seguir, mi queridísima señora. Sólo que el pez más gordo, mi único rival visible para la elección del 2024, no nos debe nada, ni a ti ni a mí. Esa es nuestra enorme debilidad. No creo en la gran inteligencia de Tácito, pero sí sé que es eso que en los ranchos se llama una chucha cuerera, un Maquiavelo de nopal con una capacidad de intriga tan vasta, mi querida amiga, como nuestra propia capacidad de gratitud y afecto mutuos. Debemos suponer que no hay secretario de Estado que no le deba tantos favores a Tácito como a ti y a mí. No en balde es el dueño de las llaves de acceso al santo de los santos, la oficina del señor Presidente, nuestro muy cuadrado "despacho oval".

Debemos, en todo caso, pensar que la pelea es pareja y no dormirnos en ningún laurel. Ahora, ¿es capaz tu protegido Valdivia de encontrar, incrustado en la burocracia de Tácito, el secreto que condena a Tácito, más allá de seducir secretarias?

Flaco resultado, doña María del Rosario, flaco de verdad. Si no tenemos pronto pruebas que condenen en serio a Tácito de la Canal, lamento decirte que llegaremos a la lid, por lo menos, en condiciones de fuerza pareja él y yo. No lo tolero. Quiero llegar con una clara ventaja. ¿Cuál? Cuento con tu bien ganada fama de mujer inteligente, intuitiva... y seductora.

13

Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván

Pues bien, mi amada y admirada señora, he cumplido una vez más sus instrucciones (que usted eufemísticamente llama "recomendaciones") y me he trasladado al puerto de Veracruz a fin de "hacer méritos" y "pulir mi educación política", como me indica usted. He llegado con una carta de presentación suya para el Personaje.

Allí estaba, tal y como usted me lo dijo, sentado frente a una mesa del portal del Café de la Parroquia, bastón en mano y con un humeante café con leche frente a él. Mantiene el aspecto que usted y yo y el país conocemos. La cabeza noble sobre el cuerpo frágil. La frente amplísima, las entradas como avenidas, el cabello perfectamente cortado, entrecano y muy bien cepillado. (No sé por qué, el Personaje me dio la impresión de que está cepillado de pies a cabeza.) Y claro, lo más memorable en él: la mirada. ¡Qué manera de parecer tan distraído como un gorrión y tan aguzado como un gavilán! Es, realmente, un águila, en todos sentidos y cualquiera que sea el grado de intensidad o distracción, ambas perfectamente calculadas, de mirar. Ningún Presidente de la República como él ha merecido la simbiosis de la persona y el símbolo. Sentado en la Silla del Águila, el Personaje era, él mismo, el águila. Y no la segunda, sino la primerísima.

Ahora se le conoce universalmente como El Anciano del Portal. Pero aunque cambie de nombre o de edad, lo que no varía son las ojeras profundas que ensombrecen sus párpados como dos cortinas negras, aliviadas tan sólo por las anchas cejas. Se habla de "nieve perpetua" en las montañas. El Anciano del Portal tiene "negruras perpetuas" en esas cejas que se dirían diabólicas si no contrastasen, señora, con la sonrisa petrificada de unos labios gruesos, frescos para un hombre de su avanzada edad, pero delatados y reforzados por las hondísimas comisuras que los enmarcan. Y entre la boca y los ojos, una nariz recta pero más bien roma, discreta, pero delatada por las anchas aletas humeantes como las de un perro de presa.

Describo lo que usted conoce de sobra para confirmar mi propia visión de El Anciano. Porque así es conocido aquí: El Anciano del Portal, sentado el día entero en una mesa al aire libre del Café de la Parroquia, bebiendo el aromático elixir de Coatepec entre buche y buche de agua con gas y con un ejemplar de La Opinión abierto sobre las rodillas. Bien trajeado, como siempre, con su terno gris oscuro a rayas, su camisa blanca, su inevitable corbata de moño con bolitas blancas, sus mancuernas con el águila y la serpiente, sus calcetines adornados de flechas y sus zapatos negros muy bien lustrados.

Me presenté, le entregué la carta de usted y, como usted misma me lo advirtió, El Anciano del Portal inició su lista de definiciones y recomendaciones políticas como un cura que recita el Credo. Humor no le falta al viejo. Se da cuenta de que es, en efecto, un viejo muy viejo y que los jóvenes ya lo han condenado, de tiempo atrás, a la muerte del olvido.

—Hay quienes consideran un hecho humanitario apresurar mi paso a la tumba —rió sin reír, hábito, por lo visto, muy de él—.

No les daré ese gusto. Seguiré siendo lo que algunos llaman "un estorbo político".

Me espetó, acto seguido (tal y como usted me lo advirtió y como él sabe que usted sabe que me dijo y yo espero) sus famosas máximas, dichas originalmente por él, pero tan viejas y conocidas que ya forman parte de nuestro folklore político. Pero como le digo, humor no le falta al viejo, ni una cierta dosis de autocrítica con cara de palo.

—Vamos saliendo rápido de las máximas que me atribuyen, para no tener que repetirlas más...

—Soy de los jóvenes que no lo consideran un estorbo, señor Presidente. Para mí todo lo suyo es novedad.

—¿Qué es "lo mío"? No me llame "señor Presidente". Recuerde que ya no lo soy.

—Es mi formación francesa, señor Presidente. En Francia nadie es ex-nada. Se considera una falta de cortesía.

—¡Otro francés en Veracruz! —exclamó sin sonreír—. ¡Dale con los gabachos!

—Digo, me formé en la
École Nationale d'Administration
de París...

—Aquí llegaron sus buques en la Guerra de los Pasteles.

—¿La qué...? —dije, señora, admitiendo mis lagunas sobre la prehistoria mexicana.

—Sí, como no —sorbió el café lechero—. Un pastelero francés de la Ciudad de México, de nombre Remortel, se quejó de que en un motín popular la turba le destruyó sus
eclers
y sus
cruasáns
, así que en 1838 los franceses mandaron una flota a bombardear Veracruz para reclamar el pago del
patisié
ese. ¿Qué le parece? ¿Nunca vio la película con Mapy Cortés?

—¿Mapy... ?

—Un cuero puertorriqueño, sí señor. Una hembra de quitar el hipo. Unos muslos de dar miedo. Bailaba una conga llamada Pim pam pum —dijo y volvió a sorber.

—Cómo no —intenté recobrar mi prestigio raspado, toda vez que Mapy Cortés y pim-pam-pum importaban más que la Escuela Nacional de Administración de Francia—. Cómo no, el mundo ha entrado a México por Veracruz desde que Hernán Cortés desembarcó aquí en 1519...

—Y los franceses de vuelta, apoyando al Imperio de Maximiliano y Carlota, en 1862 —la reminiscencia nostálgica hizo brillar por un instante los encapotados ojos—. Viera usted la tropa de belgas, austriacos, húngaros, alemanes y gente de Praga, Trieste y Marsella, zuavos, bohemios, flamencos, que entraron por aquí con las banderas en alto, mi amiguito, pura bandera de águila, águilas de dos cabezas, águilas coronadas, águilas rampantes y nosotros aquí con una sola aguilita, pero qué aguilita mi amiguito Valdivia, una aguilita a toda madre, incomparable, con las garras sobre un nopal y devorando una serpiente, eso no se lo esperaban los europeos, aquenó, ¿verdad?

—Pues me imagino que no, señor.

—Ay, y el reguero de chamacos de piel morena y ojos azules que dejaron en Veracruz esas tropas del Imperio. ¿Nunca vio usted la película Caballería del Imperio?

—No, pero leí una novela maravillosa, Noticias del Imperio de Fernando del Paso.

—Menos mal —me dijo con conmiseración—. Algo sabe, pues.

Miró de lejos hacia el mar y la fortaleza de San Juan de Ulúa. Una masa gris, imponente y disuasiva, un islote prohibitivo. El Anciano me miró mirando y no le gustó mi mirada. Respondí como si me hubiese preguntado algo.

—No, señor Presidente... perdón, es que de niño recuerdo que un rompeolas unía el castillo de Ulúa a tierra firme.

—Yo mandé quitar el rompeolas.

—¿ ?

—Afeaba el paisaje —dijo cuando el mesero se acercó a vaciar de nuevo el café hirviente desde lo alto de su cabeza al recipiente exacto de nuestros vasos de vidrio, con perfecta puntería.

El Anciano continuó: —Por eso me tiene sentado aquí, mirando al puerto de Veracruz para dar aviso si algún extraño enemigo, como dice nuestro himno, osare profanar con su planta nuestro suelo.

Empecé a cogitar que El Anciano del Portal era un monomaniaco que desvariaba mientras seguía su cantinela de los agravios históricos sufridos por México.

—Y los gringos, jovencito, los gringos que le han sorbido el seso a nuestra juventud. Se visten como gringos, bailan como gringos, piensan como gringos y quisieran ser gringos.

Hizo un gesto obsceno con la mano izquierda y levantó el bastón con la derecha.

—¡Por la pata perdida de Santa Anna que a los gringos me los paso por el arco del triunfo! Aquí desembarcaron en 1847, otra vez en 1914... ¿Cuál será la siguiente?

Se acomodó la dentadura falsa que se le estaba desubicando en medio de tanta evocación y regresó al tema:

—Mire jovencito, para que no se vaya desilusionado, le repetiré mis máximas legendarias...

Y las repitió muy serio y casi meditando, sin dejar de menear el azúcar con la cucharilla dentro del vaso de café.

—La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.

No rió. Nada más apretó la dentadura falsa para fijarla bien en las encías.

—En la política mexicana, hasta los tullidos son alambristas.

Aprovechó mi fingida risa para pedirle al mozo un mollete.

—Bolillo caliente con frijoles refritos y queso derretido. Buenos para la digestión —dijo—. Y la mera verdad: La Presidencia es como la montaña rusa. Con la cara que uno pone cuando lo sueltan cuesta abajo, con esa cara se queda uno para siempre.

Le dio una severa mordida al mollete.

—Por eso me verá siempre con esta misma cara, la del primer día de mi Ejercicio...

Prosiguió, María del Rosario, con una sonrisa medio macabra:

—Lo que nadie sabe es que mi arsenal de dichos inéditos es inacabable.

Le interrogué cortésmente, sin decir palabra. Me dijo disimulando algo así como un sonido equivalente a la campanilla de la garganta si las campanillas de la garganta doblaran a muerto.

—Sépalo de una vez. A mí no me entran ni las balas ni los catarros.

Ante tan contundente máxima, me quedé callado, esperando las siguientes palabras del viejo y preguntándome qué hacía yo aquí sino seguir, mi bella dama, vuestras instrucciones:

—Habla con El Anciano del Portal. Ten paciencia y aprende.

—¿Sabe usted, jovencito? Antes de ser Presidente hay que sufrir y aprender. Si no, se sufre y se aprende en la Presidencia y a costa del país.

¿De manera que María del Rosario Galván —a usted me refiero, señora, no se me haga la distraída le había comunicado al anciano ex-presidente su audaz promesa de llevarme a la Silla del Águila y yo estaba aquí para recibir lecciones? Si lo supuse, por supuesto que no lo dije. Sólo me atreví a remarcar:

—Cárdenas fue Presidente a los 36 años, Alemán a los 39, Obregón a los 44, Salinas a los 40...

—No me refiero a la edad, señor Valdivia. No he mencionado la edad, ese tema es tabú para su servidor. Me refería a sufrimiento y aprendizaje. Me refería a experiencia. Todos los que usted menciona eran jóvenes y tenían experiencia. ¿Y usted?

Negué con la cabeza: —Lo admito, señor Presidente. Soy un novato. Pero una mañana con usted me enseñará todo lo que no aprendí en la ENA de París.

Sacudió levemente la cabeza, como si temiera que las piezas allí encerradas se descompusieran o se le soltaran las tuercas.

—Ta bueno —sorbió el cafecito—. Sabe usted, todo Presidente termina donde el siguiente debía empezar. Es decir, donde él mismo debió empezar. ¿Me explico? El anterior le habla al sucesor sin necesidad de decir palabra. Esa es la experiencia a la que me refiero.

—Sólo que el sucesor suele ser sordo o antipático frente al que lo precedió.

Creí que le iba a simpatizar mi aguda gracejada. Por el contrario, la ojerosa mirada se le oscureció aún más...

—La gratitud, señor Valdivia, la gratitud y la ingratitud. La primera es rara moneda política. La segunda, morralla de todos los días.

Se quitó discretamente una lagaña del ojo.

—Póngase a pensar cuántos presidentes salidos del PRI fueron leales con su antecesor. Después de todo, en el sistema PRI-Presidente el que llegaba a sentarse en la Silla del Águila llegaba por decisión del que ya estaba sentado allí. El Tapado pasaba a ser el Ungido. ¡Un perverso efecto del sistema! El nuevo mandamás tenía que probar cuanto antes que no dependía de quien lo nombró. Qué paradoja o mejor dicho, qué parajoda, señor Valdivia. Un sistema de Partido único en el cual la oposición siempre ganaba, porque el nuevo Presidente tenía que darle en la madre a su antecesor...

—Hubo excepciones —dije muy cartesianamente.

El Anciano escogió tres bolillos de la canasta de pan y dejó otros ocho adentro. No tuvo que decir más, aunque con el dedo de Dios escribió invisiblemente sobre el mantel 1940-1994.

—Pero ahora vivimos en democracia —comenté con forzado optimismo.

—Y el Presidente en turno sigue teniendo favoritos para sucederle, en su cabeza está pesando y sopesando quién servirá mejor al país, quién le será más leal, quién le respetará a su gente y quién no...

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