La Silla del Águila (8 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Ensayo

—Pero ahora el candidato del Presidente no será, como en tiempos de usted, el mero mero...

—No, pero el ex-presidente saliente será, letalmente, el ex-presidente, gane quien gane las elecciones. Y sucede que todo ex-presidente tiene esqueletos en el armario. Hermanos pillos, amantes insaciables, hermanitas impresentables, hijos perdularios, hombres de paja para los negocios, amigos de toda la vida que no pueden ser condenados a muerte, qué sé yo... ¿Qué le queda a uno sino compensar la extravagancia de sus allegados con una austeridad monástica? Ya ven lo que dicen de mí. Que me acuesto temprano para no gastar las velas.

—Sabe usted todo —le di mi mejor sonrisa. No me la contestó.

—Sufrir y aprender —suspiró y miró de nuevo con ensoñación hacia la masa brumosa del castillo de San Juan de Ulúa, la fortaleza que vigila la entrada del puerto.

Me percaté de que, atento al gesto y palabra de El Anciano del Portal, no había puesto una mirada atenta en la mole grisácea de Ulúa, que parecía una arquitectura aparte, inserta en el pasado, cargada de contingencias inamovibles...

—¿Mira usted el castillo que es prisión? ¿Imagina la cantidad de políticos que debían estar allí purgando sus ofensas a la nación?

—Ya que usted lo dice, señor...

Se encogió de hombros, crujiendo levemente.

—Tenemos dos reglas de oro para la política mexicana. Una es benigna: la no reelección. Otra es más severa: el exilio. Pero la razón es la misma: todo malhechor es reincidente, mi joven amigo.

Me miró desde las profundidades de sus ojeras.

—¿Sabe usted? Es un error creer que el Presidente sólo domina a los débiles. Lo más necesario pero lo más difícil es dominar a los poderosos. Le doy una regla y si quiere pásesela a los aspirantes a puestos públicos. Es esta. Si alguien quiere formar parte del Gabinete, primero debe ingerir un litro de vinagre por la nariz. Es la mejor preparación para llegar a la Presidencia, se lo aseguro...

El mozo de La Parroquia se acercó con la humeante y enorme cafetera. El Anciano se excusó. No me había invitado a beber un tercer café. Me arrimó el vaso de vidrio. El fantástico servidor cumplió con ese rito extraordinario que conocen todos los que desayunan en La Parroquia. El mozo levanta la cafetera por encima de su cabeza. La inclina y hace que el chorro del aromático líquido (¿así se dice?) caiga precisamente dentro del vaso.

Parece —es— un acto de magia. Fue en ese momento, inoportunamente, cuando le pregunté al ex-jefe del Estado:

—Y usted, señor Presidente, ¿se inclina por alguien para la sucesión de Lorenzo Terán?

El viejo pudo guardar silencio, mirar los cuervos anidándose para pasar una buena noche en los laureles de la plaza: nubes de aves buscando guarida nocturna con un alboroto que por fortuna opaco mis palabras, aunque El Anciano las escuchase. Le puedo decir desde ya, señora, que no he conocido oído más fino que el del ex-presidente al que, estúpidamente, quienes le pedían favores lo conducían al rincón más apartado del despacho para decirle:

—Como dicen que en el fondo es usted muy buena gente...

Yo no sé si El Anciano del Portal es buena o mala gente. Sólo sé que es un viejo astuto, que se las sabe todas y que no suelta prenda. ¿Me oyó, no me oyó, no quiso que el camarero oyese? El hecho, mi admirada aunque cruel amiga, es que el viejo empleó esos minutos de silencio, interrumpido sólo por el alborotado (¿o plañidero?) graznar de las aves crepusculares, para darme una clase de cómo se dice todo sin decir nada en la política mexicana.

Le ruego repetir ante un espejo cada una de las indicaciones mímicas del viejo ex-presidente.

Se llevó un dedo al lóbulo de la oreja y se lo restregó. Hay que saber escuchar.

Luego se pasó las manos por los ojos, tapándolos. Si te vi, no me acuerdo.

Acto seguido, tiró con el índice del párpado inferior de un ojo, abriéndolo desmesuradamente. Mucho ojo. Cuidado. Alerta.

Acto inmediato, arqueó una sola ceja como para comunicar escepticismo. No te dejes tomar el pelo por este individuo.

Y al mismo tiempo, hizo un gesto de volar con una sola mano. Cuidado con este. Es más largo que la cuaresma. Sabe sostener un engaño.

Y acabó con el dedo índice sobre una de las aletas nasales. No te dejes engañar. Huéletelas.

Enumero, querida amiga, la rápida sucesión de señas que siguió al simbolismo nasal. La mano sobre el corazón. Ambas manos agitadas en signo de separación de asuntos incomparables. La mano a la bragueta para indicar muchos güevos. El pulgar levantado como César que otorga vida en el Circo Máximo y en seguida volteado para condenar a muerte. El dedo índice cortando el gaznate como una navaja. El índice y el pulgar unidos para formar la perfecta "O" del éxito. La mueca de los labios para inyectar escepticismo en la ilusión de triunfo. Los ojos achicados por la duda y el "¿qué te crees?" Los hombros levantados con resignación, "¿qué se le va a hacer?" Las manos abiertas con el "ni modo" fatal. Luego su famoso dedo índice levantado en ominosa advertencia. Y finalmente el mismo dedo pasado por los labios como invisible zíper. Ni una palabra. Chitón. El silencio es oro.

Después de esta muestra de soberanía gestual, mi admirada y deseada señora, qué me quedaba sino agradecerle a El Anciano del Portal sus consejos, su tiempo, su atención. Me miró con la máscara de la imparcialidad. Quiso que viera en él a un personaje interpretando un papel. El benigno Patriarca de Provincia. El Sabio Cincinato Mexicano. Me estaba educando: —Niño: juega al pendejo. Hay que saber pasar por idiota. Sé el Pacheco del drama. Puro gesto. Ni una palabra. El maestro de la perífrasis. El malabarista de lo no dicho por sobrentendido. El rey del eufemismo.

Me retiré dando las gracias mientras El Anciano me inclinaba la cabeza, una cacatúa se le paraba en el hombro y el mesero le ofrecía la caja con fichas de dominó.

El sol se ponía alarmantemente, los cuervos graznaban escondidos y el castillo-prisión de San Juan de Ulúa, tan turbio durante el día, cobraba resplandores de leyenda al caer la noche.

Posdata: Me ha retirado usted el derecho a tutearla mientras no me muestre a la altura de las circunstancias. Me ha enviado como un párvulo a recibir lecciones de El Anciano del Portal como si la nueva Academia de Platón se encontrase en la plaza central de este vagabundo puerto. No crea que me ofende. Nada más me acicatea. Vale. NV

14

Dulce de la Garza a María del Rosario Galván

Señora: Si me atrevo a escribirle es porque no tengo otra manera de dirigirme a usted. Y usted es quien es. Todo el país lo sabe. No hay mujer con más influencia (no sé si lo digo correctamente, ¿debo decir mejor no hay mujer más influyente?) que usted. Todas las puertas se le abren. Tiene usted el oído de los poderosos. Pero sus puertas están cerradas para las personas sin poder. Y yo soy una mujer insignificante. Pude ser tan poderosa como usted. Pero mi nombre le dice a las claras que pude, pero no fui. Entonces le escribo, lo admito, porque usted es poderosa y yo no. Pero también le escribo, señora, de mujer a mujer. ¿Qué es de mi hombre, señora? ¿Puede usted darme una respuesta? ¿Quién está enterrado en la tumba de mi amante en Veracruz? ¿Por qué hay dos tumbas de mi hombre, una encima de la otra? ¿Una con un monigote de cera que se está derritiendo en el calor y otra vacía? Señora, si alguna vez ha sentido usted amor por un hombre, y yo no dudo que así sea, téngame un poquito de piedad. Por el hombre que más haya querido en su vida, piense en mí, tenga piedad de mi soledad y de mi pena y sírvase decirme, ¿dónde está el cuerpo de mi amante?, ¿a dónde puedo llevarle flores, hincarme, rezarle, pensar en él y decirle cuánto, cuánto lo extraño, qué falta me hace? ¿Puede usted ayudarme? ¿Es esto pedirle mucho? ¿Es pedirle demasiado? ¿Es pedirle lo imposible?

15

ex-presidente César León a Presidente Lorenzo Terán

Quiero agradecerle, señor Presidente, la amistad y aun la confianza que me ha demostrado usted, levantando el veto tácito a mi presencia en el país durante todos estos años de, digámoslo así, mi "expresidencia". Su generosidad para conmigo sólo es prueba de su confianza en sí mismo. Yo no vengo a quitarle nada, señor Presidente. Ojalá que sus predecesores hubiesen pensado así. El exilio, por dorado que sea, es amargo. La Patria la llevamos en el corazón, en la sangre, en la cabeza. Pero también en los pies. Volver a pisar tierra mexicana, señor Presidente, es un regalo que usted me hace y que yo sólo puedo pagar con gratitud y lealtad.

Llegué pensando, a este respecto, que prueba de mi lealtad ha sido mi silencio. Usted, con amplitud de criterio que mucho le honra, me pide, como parte de esa misma lealtad, mi consejo.

¿Imagina lo que ello significa para un hombre como yo, un ex-presidente rodeado un día de toda la adulación del mundo sólo para amanecer, otro aciago día, habiendo dejado el poder, preguntándose dolorosamente:

—¿A dónde se fueron todos mis amigos?

Hubo momento inicial en que tuve la horrible experiencia de Graco, el noble romano que corre a la playa creyendo que los soldados vienen a liberarlo y descubre que en realidad son sus verdugos. Nada más veloz, en materia de vestimenta, que el cambio de chaqueta. Al que hace unos minutos apenas era mi amigo, le bastó media hora para convertirse en mi enemigo... Pues bien, señor Presidente, ya que me pide hablar con franqueza, este es el mensaje.

Aunque haya ganado las elecciones, jamás olvide que al final va a perder el poder.

Se lo digo yo.

Prepárese usted.

La victoria de ser Presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser ex-presidente.

Prepárese usted.

Hay que tener más imaginación para ser ex-presidente que para ser Presidente. Porque fatalmente dejará detrás de sí un problema con nombre: el suyo.

Los problemas de México vienen de siglos atrás. Nadie ha sido capaz de resolverlos. Pero la gente siempre hará responsable de todo el mal del país al que detenta —y sobre todo al que abandona— el poder.

Esta fue mi desgracia. Acaso la culpa no es de uno mismo, sino del cargo. Qué cómodo sería repartir responsabilidades desde el primer día. No es así. No puede ser así. Un Presidente tiene que demostrar desde que se sienta en la Silla del Águila que hay una sola voz en México, la suya. Así se llamaba el emperador azteca, Tlatoani, el Señor de la Gran Voz. Eso nos impone el sitio que ocupamos, la Silla del Águila: ser dueños de la Gran Voz. De la única voz.

Claro que tenemos el poder de despedir a un secretario de Estado incompetente (o desleal). Pero al fin de cuentas, caen sobre los hombros del Presidente todas las responsabilidades. A veces nos ofrecen copas de champaña. Pero casi siempre son tragos de acíbar. Todos deseamos que no nos juzguen por los errores de nuestros últimos días en el poder, sino por las probables virtudes de los seis años anteriores. Pero rara vez es así, se lo advierto con todo respeto.

Además, las intenciones no cuentan, sólo los resultados. Y puesto que me autoriza usted a plantearle el asunto de la sucesión presidencial que ya se perfila con la prontitud de un nuevo sistema democrático (los priistas lográbamos encerrar a los caballos en el establo hasta la última hora posible antes de la carrera, pero ese era otro hipódromo y los jockeys eran demasiado gordos), lo que le recuerdo es que en aquellos tiempos, una vez designado el candidato —lo más tarde posible, le insisto—, el Presidente en turno ya era el ex-presidente virtual.

Lo que no ha cambiado es que el proceso de la sucesión tiene lugar, ante todo, en la cabeza del que ocupa la Silla del Águila. Allí, en la cabeza, considerábamos quién, entre los posibles sucesores de la República Hereditaria del PRI, tenía mayores apoyos populares, la simpatía de las centrales obreras y campesinas, y aun la mejor posición en las encuestas.

Ay, señor Presidente, ¿le digo la verdad, la mera neta? Las opiniones del público valen un puro y soberano carajo. La verdad es que considerar presidenciable a Fulano porque es quien goza de popularidad, sólo opera en contra del Presidente en turno. Uno sospecha que, sin más deudas que para con el voto popular, el nuevo Presidente corte toda obligación con uno —es decir, con el mandatario anterior—. Lo que uno desea y acaba escogiendo es a Zutano porque sólo tiene mi apoyo, porque está a la cola en todas las encuestas, porque me sucederá y me lo deberá todo a mí. Porque será, en consecuencia, el más leal.

Ay, señor Presidente. Grave, gravísimo error. Si escoge al que más le debe a usted, puede tener la seguridad de que lo traicionará para demostrar que no depende de usted. Es decir: el que más le deba será el que más obligado se sienta a demostrar su independencia. En otras palabras, su deslealtad. El canibalismo político se practica en todas partes, pero sólo en canibalismo político se practica en todas partes, pero sólo en México se adereza el cadáver público con doscientas variedades de chile: del mínimo piquín al grande y sabroso relleno poblano, pasando por el jalapeño, el chipotle y el morrón. El acto propiciatorio del nuevo Presidente es matar al predecesor. Prepárese, señor Presidente. Cuídese. A ver quién lo acompaña en la desgracia como lo acompañó en la gloria. Allí se miden —sólo allí— las lealtades. La oportunidad —o virtud— que nos queda es la muy difícil de ser "el mejor ex-presidente" —no dejar que se nos escape una sola queja, pasar por alto que hirieron a los nuestros, borrar todas las afrentas, ser leal al nuevo jefe del Estado—. Se lo advierto: es la parte más difícil. Nos inclinamos a la rabia, el odio, el resentimiento, la intriga, la vendetta. Sentimos la tentación fatal de jugar al Conde de Montecristo. Grave error. Si a la voluntad de venganza se añade el dolor del exilio, voluntario de derecho pero obligado de hecho, acaba usted perdiendo la noción de la realidad, inventándose un país imaginario, creyendo que todo sigue como usted lo dejó al descender del trono del águila.

Señor Presidente: mi consejo más serio es que, aunque se sienta perseguido, finja que no pasa nada. Que su manifiesta fidelidad sea su más sutil y elegante vendetta. Le aseguro que yo hice lo imposible por olvidarlo todo y casi —casi— lo logré. Viví el exilio en Suiza y leí mucha historia antigua, pues no hay lecciones más permanentes para el ejercicio del poder que las relatadas por Plutarco, Suetonio y Tácito. Cuentan al respecto, señor Presidente, que al ser asesinado el noble Sabino, sospechoso de deslealtad al César, su perro no se apartaba del cadáver e incluso le llevaba alimentos a la boca. Finalmente, el cadáver de Sabino fue arrojado al Tíber, pero el perro también se tiró al agua y lo mantuvo a flote.

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