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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (4 page)

El matón elegido era grande y parecía duro, así que derrotarlo supondría una victoria importante. Pero no hablaba con nadie, ni saludaba a nadie. Estaba fuera de su territorio, y varios de los otros matones lo miraban con mala cara, midiéndolo. Aunque Aquiles no hubiera elegido esa cola de comida, ni ese desconocido, no sería de extrañar que hubiera una pelea allí.

Sargento se comportó con toda la frialdad del mundo, al colocarse justo delante del blanco. Por un momento, el matón se quedó allí mirándolo, como si no pudiera creerse lo que estaba viendo. Sin duda, este chiquitín se daría cuenta de su letal error y echaría a correr. Pero Sargento actuó como si ni siquiera advirtiera que el matón estaba allí.

—¡Eh! — dijo el matón. Empujó con fuerza a Sargento, y dado el ángulo del empujón, Sargento tendría que haber sido expulsado de la cola. Pero, como le había dicho Aquiles, plantó un pie en el suelo, se abalanzó hacia delante y golpeó al matón que estaba en la cola delante del elegido por Aquiles, aunque ésa no era la dirección en la que el otro lo había empujado.

El matón de delante se volvió y le dedicó una mueca a Sargento, quien gimió:

—Me ha empujado él.

—Ha sido él quien te ha golpeado —dijo el elegido de Aquiles.

—¿Parezco tan estúpido? — preguntó Sargento.

El matón de delante calibró al otro. Era un desconocido. Duro, pero no imbatible.

—Ten cuidado, canijo.

Entre los matones, ese insulto implicaba incompetencia y debilidad, por lo que era considerado muy grueso.

—Ten cuidado tú.

Durante este intercambio, Aquiles dirigió a un grupo escogido de niños más pequeños hacia Sargento, quien arriesgaba su vida al quedarse allí entre los dos matones. Justo antes de alcanzarlos, dos de los niños más pequeños atravesaron la cola hasta el otro lado y tomaron posiciones contra la pared, justo más allá del campo de visión del matón. Entonces Aquiles empezó a gritar.

—¿Qué demonios te crees que estás haciendo, pedazo de papel higiénico manchado de mierda? ¿Envío a mi chico a que me guarde sitio en la cola y tú lo
empujas
? ¿Empujas a mi amigo?

Naturalmente, no eran amigos ni nada: Aquiles era el matón peor considerado de toda esta parte de Rotterdam y siempre ocupaba el último lugar en la cola de los matones. Pero ese matón no lo sabía, y no tendría tiempo de averiguarlo. Para cuando se dio la vuelta para enfrentarse a Aquiles, los niños que tenía detrás ya se habían abalanzado contra sus pantorrillas. No esperaron al habitual intercambio de empujones e insultos antes de que comenzara la pelea. Aquiles la empezó y la terminó con brutal rapidez. Empujó con fuerza mientras los niños pequeños golpeaban, y el matón golpeó el suelo pavimentado. Se quedó allí tumbado, parpadeando. Pero otros dos niños pequeños le tendieron grandes piedras a Aquiles, quien las lanzó, una, dos, contra el pecho del matón. Bean advirtió que las costillas se quebraban como ramitas.

Aquiles lo agarró por la camisa y lo lanzó contra el suelo. El matón gruñó, luchó por moverse, volvió a gruñir, y al final se quedó quieto.

Los demás niños que hacían cola se mantuvieron apañados de la pelea. Se había violado el protocolo. Cuando los matones luchaban entre sí, se metían en uno de los callejones, pero no pretendían hacerse heridas graves: peleaban hasta que la supremacía estaba clara, y eso era todo. Nunca hasta entonces se habían usado piedras ni roto huesos. Les daba miedo, no porque Aquiles fuera espantoso, sino porque había roto las reglas, y lo había hecho al descubierto.

De inmediato Aquiles indicó a Poke que trajera al resto de la banda y ocuparan los huecos en la fila. Mientras tanto, recorrió la fila de un extremo a otro, gritando a pleno pulmón:

—¡Podéis tratarme con todo el desprecio del mundo, no me importa, sólo soy un lisiado, sólo soy un tipo con la pierna coja! ¡Pero no podéis ir empujando a mí familia! ¡No podéis echar a uno de mis niños de la cola! ¿Me oís? Porque si hacéis eso un camión entrará en esta calle y os derribará y os romperá los huesos, como acaba de pasar con este capullo, y la próxima vez quizás sea vuestra cabeza la que se rompa y vuestros sesos los que se desparramen por la calle. ¡Tened cuidado con los camiones! Si no, mirad cómo ha acabado este tonto del culo delante de mi comedor.

Allí estaba, el desafío. Mi comedor. Y Aquiles no se contuvo, no mostró ni una chispa de timidez al respecto. Continuó la arenga, cojeando arriba y abajo de la cola, mirando a cada matón a la cara, desafiándolos a discutir. Al otro lado de la fila, los dos niños pequeños que le habían ayudado a derribar al desconocido seguían sus movimientos, y Sargento trotaba al lado de Aquiles, con aspecto feliz y concentrado. Apestaban a confianza, mientras que los demás matones no paraban de mirar por encima del hombro para ver qué hacían aquellos que atacaban por detrás, a las piernas.

Y no era sólo alardear por alardear. Cuando uno de los matones empezó a parecer beligerante, Aquiles se dirigió derecho hacia él, a la cara. Sin embargo, como había planeado de antemano, no se encaró directamente con el beligerante: estaba preparado para enfrentarse a los problemas, los pedía. En cambio, los niños se abalanzaron hacia el matón que tenía justo detrás en la cola. Cuando saltaban, Aquiles se dio la vuelta y empujó al nuevo objetivo, y gritó:

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

Otra piedra apareció de inmediato en su mano, y la alzó sobre el matón que había caído, pero no se la arrojó.

—¡Vete al final de la cola, idiota! ¡Tienes suerte de que te deje comer en mi comedor!

Eso desarmó por completo al beligerante, pues el matón al que Aquiles había derribado y obviamente podría haber aplastado era el siguiente en inferioridad de estatus. Así pues, el beligerante no había sufrido amenaza o daño alguno, y sin embargo Aquiles había conseguido una victoria delante de sus narices, y él no había intervenido en ello.

Entonces se abrió la puerta del comedor. De inmediato Aquiles se dirigió a la mujer que apareció tras ella, y la saludó como si fuera una vieja amiga.

—Gracias por darnos de comer hoy —dijo—. Yo comeré el último. Gracias por dejar pasar a mis amigos. Gracias por dar de comer a mi familia.

La mujer de la puerta sabía cómo funcionaba la calle. Conocía también a Aquiles, y supo que sucedía algo muy extraño. Aquiles siempre comía el último entre los niños mayores, y con vergüenza. Pero esa actitud condescendiente que había adoptado no tuvo tiempo de incomodarla, ya que los primeros miembros de la banda de Poke se presentaron rápidamente delante de la puerta.

—Mi familia —anunció Aquiles con orgullo, conduciendo a cada uno de los niños al salón—. Cuide usted bien de mis hijitos.

Incluso a Poke le llamó hijito. Si ella advirtió la humillación, lo disimuló. Lo único que le importaba era el milagro de conseguir entrar en el comedor de caridad. El plan había funcionado.

Y a Bean no le importaba que ella pensara que el plan era suyo o de Bean, al menos hasta que no saboreara la sopa. La tomó lo más despacio que pudo, pero se acabó tan rápido que apenas pudo creerlo. ¿Eso era todo? ¿Y cómo había conseguido derramar tanto de aquella valiosa sustancia sobre su camisa?

Se guardó rápidamente el pan dentro de las ropas y se encaminó a la puerta. Aquiles había tenido la idea de guardar el pan y marcharse, y lo cierto es que era una gran idea. Algunos de los matones del comedor estarían planeando vengarse. Ver aquellos niños pequeños allí no les gustaría nada. Se acostumbrarían pronto, prometió Aquiles, pero en este primer día era importante que todos los niños pequeños se quedaran fuera mientras los matones comían.

Cuando Bean llegó a la puerta, seguía entrando gente, y Aquiles se encontraba allí de pie, charlando con la mujer sobre el trágico accidente ocurrido en la cola. Alguien tenía que haber llamado a una ambulancia para que se llevara al niño herido; ya no se oían gemidos en la calle.

—Podría haber sido uno de los niños pequeños —decía Aquiles—. Necesitamos a un policía aquí para que vigile el tráfico. Ese conductor nunca habría sido tan descuidado si hubiera habido un poli.

La mujer asintió.

—Podría haber sido horrible. Decían que tenía la mitad de las costillas rotas y un pulmón perforado —comentó apesadumbrada, mientras retorcía las manos.

—La gente empieza a hacer cola cuando todavía está oscuro. Es peligroso. ¿No pueden poner una luz aquí fuera? Tengo que pensar en mis niños —arguyó Aquiles—. ¿No quiere usted que mis niños pequeños estén a salvo? ¿O tal vez sea yo el único que se preocupa por ellos?

La mujer murmuró algo sobre dinero y que el comedor no tenía un gran presupuesto.

Poke contaba los niños en la puerta, y Sargento los conducía a la calle.

Bean, al ver que Aquiles intentaba conseguir que los adultos los protegieran en la cola, decidió que era el momento de hacer algo provechoso. Como esta mujer era compasiva y Bean era, con diferencia, el niño más pequeño, sabía que tenía más poder sobre ella. Se le acercó, y se abrazó a su falda de lana.

—Gracias por cuidarnos —dijo—. Es la primera vez que entro en un comedor de verdad. Papá Aquiles nos dijo que usted nos mantendría a salvo, para que los pequeños podamos comer aquí todos los días.

—¡Oh, pobrecito! Oh, mírate —exclamó la mujer, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro—. Oh, oh, pobrecillo.

Lo abrazó. Aquiles los observó, sonriendo.

—Tengo que cuidar de ellos —resolvió en voz baja—. Tengo que mantenerlos a salvo.

Entonces condujo a su familia (ya no era de ningún modo la banda de Poke) a la calle, y todos se alejaron del comedor de Helga marchando en fila. Hasta que doblaron la esquina y entonces echaron a correr como locos, agarrados de la mano y distanciándose tanto como les fue posible del comedor. Durante el resto del día iban a tener que procurar no llamar la atención. Los matones los estarían buscando en grupos de dos y tres.

Pero podían no llamar la atención, porque no necesitaban buscar comida hoy. La sopa ya les había dado más calorías de las que solían conseguir y tenían el pan.

Naturalmente, buena parte de ese pan pertenecía a Aquiles, que no había comido sopa. Cada uno de los niños ofreció su pan con reverencia a su nuevo papá; él tomó un bocado de cada uno, masticó lentamente y lo engulló antes de aceptar el siguiente. Fue un ritual bastante largo. Aquiles tomó un bocado de cada pieza de pan, excepto de dos: el de Poke y el de Bean.

—Gracias —dijo Poke.

Era tan estúpida que pensaba que era un gesto de respeto. Bean sabia que no. Al no comer su pan, Aquiles los mantenía al margen de la familia. Estamos muertos, pensó.

Por eso Bean permaneció con la boca cerrada y no molestó a nadie durante las siguientes semanas. Por eso nunca se quedó solo. Siempre estaba al alcance de uno de los otros niños.

Pero no se acercaba a Poke. Era una imagen que no quería que nadie asociara en su memoria: Bean relacionándose con Poke.

Desde la segunda mañana, el comedor de caridad de Helga tuvo un adulto vigilando fuera, y un nuevo aplique de luz desde la tercera. Al final de la semana, el guardián adulto era ya un policía. Aun así, Aquiles nunca hacía salir a su grupo de su escondite hasta que el adulto se encontraba en su puesto; luego toda la familia desfilaba hasta la cola, y él daba las gracias una y otra vez al matón que ocupaba el primer lugar por ayudarle a cuidar de sus hijos guardándoles un sitio.

Pero a todos les resultaba difícil aguantar la mirada constante de los matones. Tenían que comportarse mientras el guardián los vigilaba, pero sus mentes estaban cargadas de odio.

Sin embargo, la situación no mejoró. Los matones no se acostumbraron, a pesar de las vacilantes promesas de Aquiles de que así sería. Y aunque Bean estaba decidido a no ganar protagonismo, sabía que había que tomar medidas para que los matones olvidaran su odio, y Aquiles, que creía que la guerra se había acabado y había conseguido la victoria, no iba a pasar a la acción.

Así que una mañana, Bean ocupó su puesto en la cola y se retrasó a propósito para ser el último de la familia. Normalmente Poke ocupaba ese lugar; de este modo, pretendía demostrar a todo el mundo que su misión era guiar a los últimos. Pero en esta ocasión Bean ocupó su lugar, con la mirada llena de odio de un matón que tendría que haberse apropiado de la primera posición quemándole la cabeza.

Justo en la puerta, donde se encontraba la mujer con Aquiles, ambos orgullosos de su familia, Bean se volvió para mirar al matón que tenía detrás y preguntó, en voz alta:

—¿Dónde están tus niños? ¿Cómo es que no traes a tus hijos al comedor?

El matón habría replicado alguna grosería, pero la mujer de la puerta lo miró alzando las cejas.

—¿También cuidas niños? — preguntó. Era obvio que le encantaba la idea y quería que la respuesta fuera afirmativa. Y por estúpido que fuera este matón, sabía que era bueno complacer a los adultos que daban comida.

—Claro que sí—contestó.

—Bueno, puedes traerlos, ¿sabes? Igual que papá Aquiles. Siempre nos alegra ver a niños pequeños.

Bean volvió a intervenir.

—¡Dejan que la gente que trae niños pequeños entre primero!

—¿Sabes? Es una gran idea —manifestó la mujer—. Creo que lo convertiremos en norma. Ahora avanzad, estamos haciendo esperar a los niños hambrientos.

Bean ni siquiera miró a Aquiles mientras entraba.

Más tarde, después del desayuno, mientras realizaban el ritual de entregar el pan a Aquiles, Bean hizo el amago de ofrecer su pan de nuevo aunque con ello se arriesgaba a que todo el mundo recordara que Aquiles nunca aceptaba su parte. Sin embargo, hoy tenía que averiguar como lo valoraba Aquiles, por haber sido tan osado y molesto.

—Si todos traen a niños pequeños, se quedarán sin sopa antes —dijo Aquiles con frialdad. Sus ojos no revelaron nada,…pero esto también era un mensaje.

—Si todos se convienen en papas —dijo Bean—, no intentarán matarnos.

Con eso, los ojos de Aquiles cobraron un poco de vida. Extendió la mano y tomó el pan de Bean. Lo mordió y arrancó un buen pedazo. Más de la mitad. Se lo metió en la boca y masticó despacio, y luego le devolvió el resto.

Por este motivo, Bean estuvo todo el día hambriento, pero mereció la pena. Ello no significaba que Aquiles no fuera a matarlo algún día, pero al menos ya era un miembro más de la familia. Y aquel resto de pan era mucha más comida de la que solía conseguir en un día. O en una semana, para el caso.

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