Sintió tal asco que se le agolpó en la boca la saliva que, al mezclarse con el vino, adquirió un sabor amargo a acero. Le repugnaba que Louise hubiese abandonado su existencia. ¿Por qué no podía calmarse y dejar de mirarlo con aquella mirada de mártir y el cuerpo lleno de vino de cartón?
—Había salido por un asunto.
—¿Un asunto? —Louise tomó un trago de su copa—. Pues sí, ya me imagino yo de qué asunto se trata.
—Déjalo, anda —dijo Erik en tono cansino—. Hoy no. Hoy no, no es el día adecuado.
—Vaya, ¿y por qué hoy no? —Le hablaba en tono beligerante y Erik sabía que tenía ganas de discutir. Las niñas llevaban ya un rato dormidas y ahora estaban solos. Él y Louise.
—Han encontrado muerto a uno de nuestros mejores amigos. ¿Por qué no tenemos la fiesta en paz?
Louise guardó silencio. Erik se dio cuenta de que se sentía avergonzada. Por un momento, recordó a la joven a la que había conocido en la universidad: dulce, lista y ocurrente. Pero ella no tardó en desaparecer y en su lugar solo quedó aquella piel flácida y los dientes amarillentos de tanto vino. Volvió a notar aquel sabor amargo en la boca.
Y Cecilia. ¿Qué iba a hacer con ella? Por lo que él sabía, era la primera vez que ocurría que alguna de sus amantes se hubiese quedado embarazada. Tal vez había sido cuestión de suerte. Pero la suerte se le había terminado. Quería tenerlo, le dijo Cecilia. Se lo dijo con una frialdad absoluta allí, en la cocina de su casa. Ningún argumento, ninguna discusión. Simplemente se lo dijo porque tenía que decírselo, y para darle la oportunidad de contribuir o no.
De repente, se convirtió en una mujer adulta. Nada quedaba de las risitas y la ingenuidad de antes. Allí estaba él, frente a Cecilia, y comprendió enseguida por su mirada que, por primera vez, lo veía tal y como era. Y él se retorció en la silla. No quería verse a sí mismo a través de los ojos de Cecilia. No quería verse a sí mismo en absoluto.
La admiración del entorno había sido siempre algo obvio en su vida. A veces el miedo, que también resultaba muy satisfactorio. Pero aquella mañana, con una mano protectora en la barriga, ella le dirigió una mirada llena de desprecio. Había terminado su aventura. Ella lo informó de las alternativas que tenía. Ella podía guardar silencio sobre quién era el padre del niño, a cambio de que le ingresara una buena suma de dinero todos los meses, desde el día en que naciera hasta el día en que cumpliera los dieciocho años. Pero también podía contárselo todo a Louise y luego hacer todo lo posible por deshonrarlo.
Ahora, mientras miraba a su mujer, se preguntó si había elegido bien. Él no quería a Louise. Le era infiel y le hacía daño, y sabía que podría ser más feliz sin él. Pero era grande la fuerza de la costumbre. No resultaba nada atractiva la idea de llevar una vida de solterón, con platos sin fregar y montañas de ropa sucia, porciones precocinadas de Findus que consumir delante del televisor y visitas de las niñas los fines de semana. Así que ella ganaba porque era más cómodo. Y por su derecho a la mitad de la fortuna que poseían. Aquella era la verdad pura y dura. Y por esa comodidad debería pagar Erik muy caro otros dieciocho años más.
C
erca de una hora estuvo sentado en el coche, a unos metros de la casa. Veía a Sanna allí dentro, de un lado para otro. Se le notaba en los movimientos que estaba alterada.
No tenía fuerzas para afrontar su enojo, su llanto y sus acusaciones. De no ser por los niños… Christian puso el coche en marcha y se acercó a la casa para no formular la idea completa. Cada vez que sentía cómo le bombeaba en el pecho el amor que le inspiraban sus hijos, lo invadía el miedo. Había intentado no tener una relación muy íntima con ellos. Había intentado mantener a distancia el peligro y la maldad. Pero las cartas lo habían obligado a tomar conciencia de que la maldad ya estaba allí. Y el amor que sentía por sus hijos era profundo y sin retorno.
Debía protegerlos a cualquier precio. No podía fracasar otra vez. De ser así, toda su vida y todo aquello en lo que creía cambiarían para siempre. Apoyó la cabeza en el volante, notó el plástico en la frente y esperó a oír que la puerta de la casa se abriera en cualquier momento. Pero al parecer, Sanna no había oído el coche, así que contó con unos segundos más para serenarse.
Creyó que podría crear un entorno seguro cerrando la parte del corazón que les pertenecía, pero se había equivocado. No podía huir. Y tampoco podía dejar de quererlos. Así que no le quedaba otro remedio que luchar y hacer frente a la maldad, cara a cara. Afrontar aquello que durante tanto tiempo había tenido encerrado en su interior, pero que el libro había liberado. Por primera vez, pensó que no debería haberlo escrito. Que todo habría sido diferente si no existiera. Al mismo tiempo, sabía que no había actuado libremente. Tenía que escribir el libro, tenía que escribir sobre ella.
Se abrió la puerta. Allí estaba Sanna, tiritando con la chaqueta bien cerrada. Levantó la cabeza del volante y la miró. La luz del recibidor le otorgaba el aspecto de una virgen, aunque con la chaqueta llena de bolillas y en zapatillas de casa. Ella estaba segura, Christian lo supo al verla allí de pie. Porque ella no afectaba a nada que tuviese que ver con él. Ni antes ni en el futuro. A ella no tenía que protegerla.
En cambio, sí tendría que aceptar que debería responder ante ella. Le pesaban las piernas cuando salió del coche. Lo cerró con el mando a distancia y se encaminó a la luz. Sanna retrocedió en el recibidor y se lo quedó mirando. Estaba pálida.
—He estado llamándote. Decenas de veces. Llevo llamándote desde la hora del almuerzo y no te has tomado la molestia de contestar. Dime que te han robado el teléfono, o que se ha estropeado, di cualquier cosa que me dé una explicación lógica de por qué no he podido localizarte.
Christian se encogió de hombros. No existía tal explicación.
—No lo sé —dijo mientras se quitaba la chaqueta. También sentía mudos los brazos.
—No lo sabes… —Repitió aquellas palabras como a trompicones y, pese a que Christian había cerrado la puerta, dejando fuera el frío del invierno, Sanna seguía con los brazos cruzados en el pecho.
—Estaba cansado —explicó consciente de lo patético que sonaba—. Ha sido una entrevista muy dura, y luego tenía una reunión con Gaby y… Estaba cansado. —No se sentía con fuerzas para contarle lo que había ocurrido en el encuentro con la jefa de la editorial. Lo único que quería era subir directamente al dormitorio y acostarse, acurrucarse bajo el edredón y dormirse y olvidar.
—Y los niños, ¿están durmiendo? —preguntó pasando por delante de Sanna. Le dio un empujón fortuito y Sanna se tambaleó, pero sin llegar a caerse. No le respondió, de modo que él repitió la pregunta.
—Y los niños, ¿están durmiendo?
—Sí.
Subió la escalera y se asomó a la habitación de los niños. Parecían angelitos así, dormidos. Las mejillas rosadas y las pestañas abundantes como abanicos negros. Se sentó en el borde de la cama de Nils y le acarició el pelo rubio. Prestó atención a los suspiros de Melker. Se levantó y los tapó antes de bajar de nuevo. Sanna seguía en el recibidor, en la misma posición. Christian empezó a sospechar que aquello era algo distinto de la discusión de siempre, las acusaciones de siempre. Sabía que ella lo vigilaba de todas las formas posibles, que le leía su correo electrónico y que llamaba al trabajo con cualquier excusa para comprobar que se encontraba allí de verdad. Él sabía todo eso y lo había aceptado. Ahora era algo más.
Si hubiera podido elegir, habría dado media vuelta y habría vuelto a subir la escalera. Habría hecho realidad la idea de irse a la cama. Pero sabía que sería inútil. Sanna tenía algo que decirle, y se lo comunicaría donde fuera, allí abajo o arriba, en la cama.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó y, de repente, se quedó helado. ¿Habría hecho algo mientras él estaba fuera? Bien sabía él de qué era capaz.
—Hoy ha llegado otra carta —le dijo Sanna moviéndose por fin. Entró en la cocina y Christian supuso que esperaba que la siguiera.
—¿Una carta? —Christian respiró aliviado. Solo eso, otra carta.
—Lo de siempre —afirmó Sanna arrojándole el sobre—. ¿Quién las envía, dime? Y no me digas que no lo sabes porque no me lo creo. —Empezaba a subir la voz, que resonó chillona—. ¿Quién es ella, Christian? ¿Es a ella a quien has estado viendo hoy? ¿Y por eso no he podido hablar contigo? ¿Por qué haces esto? —Era un torrente de preguntas y de acusaciones y Christian se sentó cansado en la silla de la cocina más próxima a la ventana, con la carta en la mano, sin mirarla ni leerla.
—No tengo ni idea, Sanna. —En el fondo, casi deseaba contárselo todo, pero no podía.
—Mientes. —Sanna dejó escapar un sollozo. Bajó la cabeza y se frotó la nariz con el puño de la rebeca. Luego levantó la vista—. Sé que estás mintiendo. Hay alguien, o lo ha habido. Hoy me he pasado el día recorriendo la casa como una loca en busca de algo que me dé la menor pista de con quién estoy casada en realidad. ¿Y sabes qué? No hay nada. ¡Nada! ¡No tengo ni idea de quién eres!
Sanna le gritaba y él se dejó bañar en aquella ira. Porque claro, ella tenía razón. Él lo había dejado todo atrás, la persona que era y la que había sido. A ellos y a ella. Pero debería haber comprendido que ella no iba a dejarse relegar al olvido, al pasado. Él debería haberlo sabido.
—¡Pero di algo!
Christian dio un respingo. Sanna se había inclinado y le escupió al gritarle, y Christian levantó el brazo despacio para secarse la cara. Luego, ella bajó la voz y acercó la cara más aún a la de él. Y en un tono rayano en el susurro, le dijo:
—Pero seguí buscando. Todo el mundo tiene algo de lo que le cuesta deshacerse. De modo que lo que quiero saber es… —Sanna hizo una pausa y Christian sintió que el desasosiego le hormigueaba bajo la piel. La expresión de Sanna irradiaba satisfacción, aquello era algo nuevo y aterrador. No quería oír más, no quería seguir jugando a aquel juego, pero sabía que Sanna continuaría hacia su objetivo.
Alargó el brazo para coger algo que había en una de las sillas, en el otro extremo de la mesa. Le brillaban los ojos de tantos sentimientos acumulados durante todos los años que llevaban juntos.
—Lo que quiero saber es a quién pertenece esto —dijo sacando algo de color azul.
Christian vio enseguida de qué se trataba. Tuvo que contener el impulso de arrancárselo de las manos. ¡No tenía ningún derecho a tocar aquel vestido! Quería decírselo, gritárselo y hacerla comprender que había sobrepasado el límite, pero tenía la boca seca y era incapaz de emitir un sonido. Extendió el brazo para coger la tela azul, cuya suavidad al roce con las mejillas tan bien conocía y cuyo tacto era tan delicado y tan liviano. Entonces ella lo apartó, lo sostuvo lejos de su alcance.
—¿A quién pertenece esto? —Hablaba con voz aún más baja, apenas audible. Sanna desplegó el vestido, lo sostuvo en el aire, como si estuviera en una tienda y quisiera comprobar si le sentaba bien el color.
Christian ni siquiera la miraba, solo tenía ojos para el vestido. No soportaba que lo mancillaran otras manos. Al mismo tiempo, su cerebro trabajaba con una frialdad y una eficacia inauditas. Los dos mundos que tanto cuidado había puesto en mantener separados estaban a punto de colisionar y era imposible revelar la verdad. Nunca podría pronunciarla en voz alta. Pero la mejor mentira era aquella que contenía cierta dosis de verdad.
Se serenó de repente. Le daría a Sanna lo que quería, le daría unos fragmentos de su pasado. De modo que empezó a hablar y, al cabo de un rato, ella se sentó también a la mesa. Lo escuchaba con atención, pudo oír su historia, pero solo una parte.
T
enía una respiración irregular. Hacía varios meses que no dormía en la cama de matrimonio, en el piso de arriba. Al cabo de un tiempo de enfermedad, dejó de ser práctico que durmiera arriba, así que él había dispuesto la habitación de invitados, que quedó preciosa. Tan preciosa como una habitación tan pequeña podía quedar. Por mucho que intentara hacerla acogedora, no dejaba de ser una habitación de invitados. Solo que, en esta ocasión, el invitado era el cáncer. Ocupaba toda la estancia con su olor, su omnipresencia y el presagio de la muerte.
El cáncer no tardaría en dejarlos, pero, mientras oía la respiración irregular y entrecortada de Lisbet, Kenneth deseaba que el invitado pudiera quedarse. En efecto, bien sabía él que no se marcharía solo, sino que se llevaría al partir a la persona que más quería.
En la mesita de noche estaba el pañuelo amarillo. Se tumbó de lado, apoyó la cabeza en la mano y observó a su mujer a la luz débil de las farolas que había al otro lado de la ventana. Extendió la mano y acarició despacio la pelusilla que cubría la cabeza de su mujer. Esta se estremeció y Kenneth retiró la mano enseguida, por temor a despertarla de aquel sueño que tanto necesitaba pero del que rara vez podía disfrutar el tiempo suficiente.
Ya ni siquiera podía dormir a su lado, así, pegados, una costumbre que les encantaba a los dos. Al principio lo intentaron, se acurrucaban en la cama bajo el edredón, y él le pasaba el brazo por encima, como siempre, desde la primera noche que pasaron juntos. Pero la enfermedad les arrebató incluso aquella alegría. Le dolía demasiado que la tocara y cada vez que la rozaba ella se encogía con un sobresalto. Entonces colocó una cama hinchable al lado del lecho matrimonial. La idea de no dormir en la misma habitación se le hacía insoportable. Y dormir en la primera planta, en la cama que había sido de los dos, era algo que ni se planteaba.
Dormía mal en aquella cama hinchable. Se le resentía la espalda y por las mañanas tenía que estirar las articulaciones con cuidado. Había sopesado la posibilidad de comprar una cama normal y colocarla a su lado, pero por más que su voluntad se rebelase, sabía bien que no merecía la pena. Dentro de poco no habría necesidad de esa otra cama. Pronto dormiría solo en la primera planta.
Parpadeó para contener las lágrimas y observó la respiración superficial y fatigada de Lisbet. Se le movían los ojos debajo de los párpados, como si estuviera soñando. Se preguntó qué ocurriría en sus sueños. ¿Se imaginaría sana? ¿Se vería corriendo con el pañuelo amarillo sujetándole la larga melena?
Kenneth volvió la cara. Debería dormirse de nuevo, después de todo, tenía un trabajo del que ocuparse. Pasaba demasiadas noches en vela, dando vueltas y mirándola, por miedo a perderse un solo minuto. Y había acumulado un cansancio que no parecía fácil de atenuar.