—Venga, Cia —decía Margareta acariciándole la espalda. Al mirar por encima de la cabeza de su nuera, su mirada se cruzó con la de Patrik, que tuvo que vencer el impulso de apartarla del dolor tan profundo que halló en los ojos de una madre que acaba de saber que ha perdido a su hijo. Aun así, era lo bastante fuerte para consolar a su nuera. Había mujeres tan fuertes que nada podía quebrarlas. Vencerlas sí, pero quebrarlas, nunca.
—Lo siento. —Patrik se volvió al padre de Magnus, que estaba allí sentado con la mirada perdida. Torsten no respondió.
—Aquí viene el café. —Lena le sirvió una taza y le puso la mano en el hombro unos segundos. Al principio, el hombre no reaccionó, pero luego dijo con voz débil:
—¿Azúcar?
—Ahora mismo. —Lena empezó a rebuscar de nuevo, hasta que encontró un paquete de azucarillos.
—No lo comprendo… —dijo Torsten cerrando los ojos. Luego volvió a abrirlos—: No lo comprendo. ¿Quién querría hacer daño a Magnus? No creo que nadie quisiera hacerle daño a nuestro hijo, ¿verdad? —Miró a su mujer, pero ella no lo oía. Seguía agarrada a Cia, a cuyo jersey gris se extendía cada vez más la mancha húmeda de las lágrimas.
—No lo sabemos, Torsten —confesó Patrik, y asintió agradecido a la pastora, que le ofreció también a él una taza de café, antes de sentarse con ellos.
—Y entonces ¿qué sabéis? —A Torsten se le hizo un nudo de ira y de dolor en la garganta.
Margareta le advirtió con la mirada: «Ahora no, no es momento».
Él se doblegó ante la severidad de su mujer y alargó el brazo para coger unos terrones que removió despacio.
Se hizo el silencio en torno a la mesa. Cia empezaba a serenarse, pero Margareta seguía abrazándola, dejando a un lado, por ahora, su propio dolor.
Cia levantó la cabeza. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas y casi se le quebró la voz cuando dijo:
—Los niños. Ellos no saben nada. Están en la escuela, tienen que venir a casa.
Patrik asintió. Luego se levantó y Paula y él se encaminaron al coche.
S
e tapaba los oídos. No comprendía cómo alguien tan pequeño podía armar tanto jaleo, ni cómo algo tan feo podía atraer tanta atención
.
Todo había cambiado tras las semanas de vacaciones en el camping. Su madre se había ido poniendo cada vez más gorda, hasta que se marchó una semana de casa, para luego volver con una hermanita. Él había hecho algunas preguntas, pero nadie se preocupó por contestarlas
.
En realidad, nadie se preocupaba ya por él en general. Su padre estaba como siempre. Y su madre solo tenía ojos para aquel bulto arrugado. A todas horas llevaba en brazos a la hermanita, que no dejaba de llorar. A todas horas andaba dándole de comer, cambiándola, haciéndole carantoñas y cantándole. Él, en cambio, era un estorbo y, cuando su madre se fijaba en él, era para reñirle. A él no le gustaba, pero cualquier cosa era mejor que cuando ignoraba su presencia como si fuera aire
.
Lo que más la irritaba era que comiera demasiado. Era muy estricta con la comida. «Uno tiene que pensar en su aspecto», solía decir cuando su padre quería un poco más de salsa
.
Él, en cambio, últimamente repetía siempre. No solo una vez, sino dos o tres. Al principio, su madre intentó impedírselo, pero él la miraba y, con movimientos excesivamente lentos, se ponía más salsa o más puré. Y ella terminó por rendirse y ya solo lo miraba irritada. Y las raciones eran cada vez más grandes. Una parte de él disfrutaba observando la repugnancia que reflejaba la mirada de su madre cuando él abría la boca y engullía la comida. Al menos entonces lo miraba. Ya nadie lo llamaba mi niño precioso. Ya no era precioso, era feo. Por fuera y por dentro también. Pero ella no lo desatendía
.
Su madre solía acostarse cuando el bebé dormía en la cuna. Entonces se acercaba a la hermanita. Si no, no lo dejaban tocarla. Desde luego, no cuando su madre lo veía. «Quita esas manos, las tendrás sucias.» Pero cuando su madre dormía, él podía mirarla. Y tocarla también
.
Ladeó la cabeza observándola. Tenía la cara como la de una viejecilla. Un poco enrojecida. Dormía con los puños cerrados y se movía. Se había quitado la manta pataleando en sueños, pero él no la tapó. ¿Por qué iba a hacerlo? Ella se lo había arrebatado todo
.
Alice. Hasta el nombre le parecía odioso. Odiaba a Alice
.
—
Q
uiero que mis joyas sean para las niñas de Laila.
—Lisbet, por favor, ¿no podemos dejarlo por ahora? —Le cogió la mano, que descansaba flácida sobre el edredón. Él la apretó y notó la fragilidad de sus huesos. Como los de un pajarillo.
—No, Kenneth, no puede esperar. No estaré tranquila sabiendo que te lo dejo todo hecho un auténtico lío —sonrió.
—Pero… —Kenneth carraspeó e hizo un nuevo intento—. Es tan… —Se le quebró la voz una vez más y notó que se le llenaban los ojos de lágrimas. Se las enjugó rápidamente. Tenía que aguantar, debía ser fuerte. Pero el llanto terminó por humedecer las sábanas estampadas, de las primeras que tuvieron, ahora desgastadas y descoloridas de tantos lavados. Él las ponía siempre, porque sabía que a ella le encantaban.
—Delante de mí no tienes que fingir —le dijo Lisbet acariciándole la cabeza.
—Acariciándome la calva, ¿no? —preguntó Kenneth intentando sonreír, y ella le guiñó un ojo.
—Siempre he pensado que eso de tener pelo en la cabeza estaba sobrevalorado, ya lo sabes. Es mucho más elegante cuando la calva brilla un poco.
Kenneth se echó a reír. Ella siempre había sabido hacerlo reír. ¿Quién lo haría en adelante? ¿Quién le daría un beso en la calva y le diría que era una suerte que Dios hubiese previsto una pista de aterrizaje para besos en mitad de su cabeza? Kenneth sabía que no era el hombre más guapo del mundo pero, a los ojos de Lisbet, siempre lo fue. Y todavía le resultaba extraordinario que él hubiese conseguido una mujer tan guapa. Incluso ahora que el cáncer se había llevado todo y la había devorado por dentro. La entristeció mucho perder el pelo y él intentaba recurrir a la misma broma que ella, que Dios había construido una pista de aterrizaje para sus besos. Ella sonreía, pero la sonrisa no afloraba a los ojos.
Siempre se sintió orgullosa de su pelo. Rubio y rizado. Y él la había visto llorar delante del espejo, cuando se pasaba la mano por los escasos mechones que le quedaron después del tratamiento. A él le seguía pareciendo guapa, pero era consciente de lo mucho que ella sufría. De modo que lo primero que hizo cuando le surgió un viaje a Gotemburgo fue entrar en una
boutique
y comprarle un fular Hermès. Lisbet se moría por un pañuelo de esos, pero siempre protestaba cuando Kenneth quería comprárselo. «No se puede pagar tanto dinero por un trozo de tela tan pequeño», le decía cuando él intentaba convencerla.
Pero en esta ocasión lo compró de todos modos. El más caro que tenían. Ella se incorporó en la cama con esfuerzo y abrió el paquete, sacó el fular del hermoso envoltorio y se acercó al espejo. Y, sin apartar la vista de la cara, se anudó en la cabeza el rectángulo de seda brillante con estampado en amarillo y oro, que ocultó los mechones, las zonas sin pelo. E hizo aflorar de nuevo a los ojos el brillo que tan duro tratamiento le había arrebatado junto con el pelo.
Lisbet no dijo una palabra, únicamente se acercó a Kenneth, que estaba sentado en el borde de la cama, y le dio un beso en plena calva. Luego, volvió a acostarse. Se apoyó en el almohadón blanco que hacía resplandecer el dorado del pañuelo. A partir de aquel día, siempre lo llevó en la cabeza.
—Quiero que Annette se quede con aquella cadena de oro tan gruesa y Josefine, con las perlas. El resto pueden repartírselo como quieran, y esperemos que no discutan. —Lisbet se echó a reír, a sabiendas de que las hijas de su hermana no tendrían ningún problema para ponerse de acuerdo en el reparto de las joyas que tenía.
Kenneth se estremeció. Se había perdido en los recuerdos y aquello lo arrancó del pasado de un modo brutal. Comprendía a su mujer y su necesidad de dejarlo todo arreglado antes de abandonar esta vida. Al mismo tiempo, no soportaba nada de aquello que le recordaba lo inevitable, lo que, según los entendidos, ya no se demoraría en llegar. Habría dado cualquier cosa por no tener que estar así, con aquella mano frágil entre las suyas, oyendo cómo la mujer a la que quería repartía sus bienes materiales.
—Y no quiero que te quedes solo el resto de tu vida. Procura salir de vez en cuando, para que veas el panorama, pero ni se te ocurra poner uno de esos anuncios de Internet, porque yo creo que…
—Venga ya, déjalo —le dijo acariciándole la mejilla—. ¿De verdad crees que habría alguna mujer que pudiera compararse contigo? Pues lo mejor es no intentarlo siquiera.
—Pero es que no quiero que te quedes solo —respondió muy seria, apretándole la mano tanto como podía—. ¿Me oyes? Hay que seguir adelante. —La frente se le perló de sudor y Kenneth se la secó dulcemente con el pañuelo que había en la mesita.
—Ahora estás aquí. Y eso es lo único que me importa.
Guardaron silencio un instante, mirándose a los ojos. Allí estaba toda la vida que habían compartido. La gran pasión del comienzo, que nunca desapareció del todo, por más que el día a día la menoscabara a veces. Todas las risas, la camaradería, la intimidad. Todas las noches que pasaron juntos, muy juntos, cuando ella reposaba con la mejilla en el pecho de él. Tantos años pensando en hijos que no llegaron, las esperanzas que arrastraban ríos de color rojo, pero que al final desembocaron en la serenidad de quien acepta las cosas como son. Aquella vida llena de amigos, de aficiones, de amor mutuo.
El móvil de Kenneth sonó en el recibidor. Se quedó sentado, sin soltarle la mano. Pero el aparato seguía sonando y, finalmente, ella le hizo un gesto de asentimiento.
—Más vale que contestes. Quien sea parece tener mucho interés en hablar contigo.
Kenneth se levantó a disgusto y, una vez en el recibidor, cogió el teléfono de la cómoda. «Erik», leyó en la pantalla. Una vez más, notó que lo inundaba una oleada de irritación. Incluso en aquellas circunstancias invadía su tiempo.
—¿Sí? —respondió sin esforzarse por esconder su reacción. Sin embargo, esta fue cambiando mientras escuchaba. Tras formular varias preguntas breves, colgó y volvió con Lisbet. Respiró hondo, sin apartar la mirada de la cara de su mujer, tan marcada por la enfermedad pero, a sus ojos, tan hermosa, ribeteada por aquel halo dorado y amarillo.
—Parece que han encontrado a Magnus. Está muerto.
E
rica había intentado llamar a Patrik varias veces, pero no obtuvo respuesta. Debía de tener mucho trabajo en la comisaría.
Estaba en casa, delante del ordenador, buscando información en Internet. Ponía todo su empeño en concentrarse, pero no había forma, era obvio que resultaba imposible, con dos pares de piececillos dando patadas en la barriga. Y le costaba controlar sus pensamientos. La inquietud. Los recuerdos de la primera época con Maja, que tan lejos estuvo de la felicidad de color de rosa que ella había imaginado. Cuando Erica pensaba en aquellos meses, tenía la sensación de que era como un agujero negro en el tiempo, y ahora le esperaba el doble de lo mismo. Dos que alimentar, que se despertaban, que exigían toda su atención, todo su tiempo. Quizá fuese egoísta, quizá por eso le costaba tanto poner todo su ser, toda su existencia, en manos de otra persona. En manos de sus hijos. Aquello la angustiaba y, al mismo tiempo, le daba cargo de conciencia. Porque ¿con qué derecho se preocupaba por tener dos hijos más, dos regalos al mismo tiempo? Pero se preocupaba. Tanto que se rompía por dentro. Al mismo tiempo, ahora sabía cuál era el resultado. Maja era una alegría tan inmensa que Erica no lamentaba un solo segundo de aquel tiempo tan difícil. Aun así, ahí estaba el recuerdo, un recuerdo que dolía.
De repente notó una patada tan fuerte que se quedó sin respiración. Alguno de los pequeños, o tal vez los dos, tenía sin duda talento futbolístico. El dolor la devolvió al presente. Era consciente de que las cavilaciones en torno a Christian y las cartas eran seguramente algo con lo que prefería ocuparse para no pensar ni preocuparse tanto, pero, si era así, bien estaba.
Entró en Google y tecleó su nombre: «Christian Thydell». Aparecieron varias páginas de resultados, todas ellas sobre el libro, ninguna relativa a algún hecho del pasado. Lo intentó añadiendo la palabra Trollhättan. Ningún resultado. Si había vivido allí, debió de dejar algún rastro. Debía ser posible averiguar algo más. Erica pensaba, mordiéndose la uña del pulgar. ¿Estaría totalmente desencaminada? En realidad, nada indicaba que el remitente de las cartas fuese alguien que conociera a Christian antes de que este llegara a Fjällbacka.
Aun así, Erica siempre volvía a la pregunta de por qué se mostraba tan celoso de mantener en secreto su pasado. Era como si hubiera borrado la época anterior a su traslado a Fjällbacka. ¿O quizá era solo con ella con quien no quería hablar? La idea le molestaba, pero no podía quitársela de la cabeza. Claro que tampoco parecía haberse sincerado mucho en el trabajo, pero no era lo mismo. Ella tenía la sensación de que Christian y ella habían alcanzado cierto grado de intimidad mientras estuvieron trabajando en la novela, dando vueltas a ideas y reflexiones, discutiendo los tonos y matices de las palabras. Pero en realidad, tal vez estuviese equivocada por completo.
Erica comprendió que debería hablar con algún otro amigo de Christian antes de dejar volar la imaginación. Pero ¿con cuál? Solo tenía una vaga idea de con quiénes se relacionaba Christian. El primero que se le ocurrió fue Magnus Kjellner, pero a menos que ocurriera un milagro, él no constituía una alternativa. Parecía que Christian y Sanna se relacionaban también con Erik Lind, el dueño de la constructora, y con su socio Kenneth Bengtsson. Erica no tenía la menor idea del grado de intimidad ni de cuál de los dos le proporcionaría más información. Además: ¿cómo reaccionaría Christian si averiguase que estaba interrogando a sus amigos y conocidos?
Finalmente, decidió dejar a un lado sus reparos. Su curiosidad era mayor. Y, sobre todo, lo hacía por el bien de Christian. Si él no quería enterarse de quién le enviaba aquellas amenazas, ella tendría que averiguarlo por él.
De repente, tuvo clarísimo con quién debía hablar.
L
udvig miró otra vez el reloj. Pronto sería la hora de la pausa. Las mates eran la peor asignatura con diferencia y, como de costumbre, el tiempo transcurría a paso de tortuga. Faltaban cinco minutos. Hoy su descanso coincidía con el del grupo 7A, lo que implicaba que coincidía con el de Sussie. Ella tenía la taquilla en la hilera detrás de la suya y, con un poco de suerte, llegarían al mismo tiempo a guardar los libros después de clase. Llevaba más de seis meses enamorado de ella. Nadie lo sabía, salvo Tom, su mejor amigo. Y Tom sabía que sufriría una muerte lenta y dolorosa si se chivaba.