—¿No debería hablar con la Policía?
—¿Y cómo sabes que no lo ha hecho? —Erik continuaba removiendo papeles sin ton ni son.
—Claro, claro… —Kenneth guardó silencio un instante—. Pero ¿qué puede hacer la Policía, si las amenazas son anónimas? Quiero decir que puede tratarse de cualquier desquiciado.
—¿Y yo cómo iba a saberlo? —preguntó Erik maldiciendo al cortarse con el filo de un folio—. ¡Joder! —exclamó chupándose la herida del dedo.
—¿Tú crees que van en serio?
Erik dejó escapar un suspiro.
—¿Por qué tenemos que especular con eso? Ya te digo que no tengo ni idea. —Subió el tono de voz y se le quebró un poco al final, y Kenneth lo miró perplejo. Erik estaba rarísimo, desde luego. ¿Tendría que ver con la empresa?
Kenneth nunca había confiado en Erik, ¿habría cometido alguna tontería? Enseguida desechó la idea. Llevaba demasiado bien las cuentas, habría notado enseguida si a Erik se le hubiese ocurrido alguna tontería. Seguro que se debía a algún tropiezo con Louise. Era un misterio que llevasen juntos tanto tiempo y, salvo ellos mismos, todo el mundo veía claramente que se harían un gran favor si se dijeran «adiós y gracias» y se fueran cada uno por su lado. Claro que eso no era de su incumbencia. Y él ya tenía bastante con lo suyo.
—Bueno, solo preguntaba —dijo Kenneth.
Hizo clic sobre un fichero de Excel con el último informe mensual, pero tenía la mente en otro sitio.
E
l vestido aún tenía su olor. Christian se lo puso en la nariz y aspiró los restos microscópicos de su perfume, incrustados en el tejido. Cuando cerraba los ojos y notaba el aroma en las fosas nasales, era capaz de recrear su imagen con todo detalle. El pelo negro que le llegaba por la cintura y que solía llevar recogido en una trenza o en un moño en la nuca. En cualquiera habría quedado anticuado y de señora mayor, menos en ella.
Se movía como una bailarina, pese a que abandonó la carrera. Carecía de la voluntad necesaria, decía. Tenía el talento, pero no la voluntad para poner la danza por encima de todo, para sacrificar el amor, el tiempo, la risa y los amigos. Le gustaba demasiado vivir.
De modo que dejó de bailar. Pero desde que se conocieron y hasta el final, siempre llevó la danza en el cuerpo. Él era capaz de quedarse mirándola durante horas. Observarla mientras caminaba por la casa, mientras trajinaba tarareando y moviendo los pies con tanta elegancia que parecía que estuviese flotando.
Volvió a acercarse el vestido a la cara. Notó la tela fresca en la mejilla, cómo se le quedaba levemente prendida a la barba, le refrescaba las mejillas, ardientes y febriles. La última vez que lo llevó fue un solsticio de verano. La tela azul reflejaba el color de sus ojos y la trenza oscura que le colgaba a la espalda brillaba tanto como el lustre del vestido.
Fue una tarde fantástica. Una de las pocas celebraciones del solsticio en que hizo sol y pudieron sentarse en el jardín. Arenque y patatas recién cocidas. Prepararon la comida entre los dos. El bebé estaba a la sombra, con la mosquitera bien extendida, para que no pudiera entrar ningún insecto. El bebé estaba protegido.
Le pasó por la mente el nombre del bebé y Christian se estremeció, como si se hubiera pinchado con un objeto puntiagudo. Se obligó entonces a pensar en copas empañadas, en los amigos que las levantaban para brindar por el verano, por el amor, por ellos. Pensó en las fresas que ella sacó en un gran frutero. La recordaba sentada ante la mesa de la cocina, limpiándolas, y cómo él la hizo rabiar porque, a cada tanto, una fresa iba a parar a la boca de ella en lugar de al frutero. El que ofrecerían a los invitados, junto con un cuenco de nata montada con una pizca de azúcar, tal y como le había enseñado su abuela. Ella se rio de sus comentarios, lo atrajo hacia sí y le dio un beso con el sabor de fruta madura en los labios.
Christian sollozó allí sentado, con el vestido en la mano. No pudo evitarlo. Las lágrimas salpicaron el vestido de manchas oscuras y él se apresuró a secarlas con la manga del jersey. No quería mancharlo, no quería manchar lo poco que conservaba de ella.
Volvió a colocar el vestido en la maleta. Era lo único que le quedaba. Lo único que había sido capaz de conservar. Cerró la tapa y la empujó hasta el rincón. Sanna no debía encontrarla. La sola idea de que pudiera abrirla, mirar dentro y coger el vestido le revolvía las entrañas. Sabía que no estaba bien, pero en realidad había elegido a Sanna por una sola razón: porque no se parecía a ella, porque no le sabían a fresa los labios y porque no se movía como una bailarina.
Pero no había servido de nada. El pasado lo había alcanzado, por fin. Tan malvado como cuando la alcanzó a ella con aquel vestido azul. Y Christian no veía ya salida alguna.
—¿
P
odéis cuidar de Leo un momento? —Paula se dirigió a su madre, pero, en realidad, miraba de reojo a Mellberg, esperanzada. Tanto ella como Johanna comprendieron poco después del nacimiento del pequeño que la nueva pareja de la madre de Paula sería un canguro perfecto. Mellberg era totalmente incapaz de decir que no.
—Pues no, es que íbamos… —comenzó Rita, pero su pareja la interrumpió y se apresuró a decir:
—Por supuesto, sin problemas, la abuela y yo podemos quedarnos con el pequeño, así que ya podéis largaros.
Rita lanzó un suspiro de resignación, pero le dedicó una mirada tierna al diamante en bruto con quien había decidido compartir la vida. Sabía que muchos lo consideraban un majadero, un hombre desaseado e impertinente. Pero ella vio en Mellberg desde el principio otras cualidades, que una buena mujer sería capaz de sacar a la luz.
Y tenía razón. La trataba como a una reina. Bastaba verlo contemplar a su nieto para comprender los recursos que aquel hombre escondía. Era increíble lo que quería a aquel niño. El único problema era que ella había pasado rápidamente a ocupar el segundo lugar, aunque no le importaba. Además, había empezado a ponerlo a punto en la pista de baile. Nunca llegaría a ser el rey de la salsa, claro, pero Rita ya no se veía obligada a sopesar la posibilidad de utilizar zapatos con refuerzos de acero.
—Si te arreglas con él tú solo un rato… Así quizá mamá podría venirse con nosotras, ¿no? Johanna y yo pensábamos ir a Torp a comprar alguna cosa para la habitación de Leo.
—Trae al niño —dijo Bertil moviendo las manos ansiosamente para que le entregaran al pequeño, que Paula tenía en brazos—. Por supuesto que nos arreglamos un par de horas. Un biberón o dos, cuando le entre hambre, y luego un ratito de compañía de primera con el abuelo Bertil. ¿Dónde iba a estar mejor este pillín?
Paula le dio al niño y Bertil lo cogió en brazos. ¡Madre mía, vaya pareja más desigual! Pero existía entre ellos una relación muy estrecha, imposible negarlo. Aunque Bertil Mellberg siguiera siendo a sus ojos el peor jefe que pudiera imaginarse, había demostrado ser el mejor abuelo del mundo.
—Entonces ¿no te importa? —preguntó Rita un tanto preocupada. Aunque les ayudaba mucho con Leo, su experiencia en todo lo relativo a los bebés y su cuidado era como mínimo bastante limitada. A Simon, su hijo, lo conoció cuando era ya un adolescente.
—Por supuesto —afirmó Bertil ofendido—. Comer, cagar, dormir. ¿Tan difícil había de ser? Yo llevo más de sesenta años haciéndolo. —Con estas palabras, poco menos que las puso en la calle y cerró la puerta. El pequeño y él iban a pasar un rato en calma y tranquilidad.
Dos horas después, se encontraba totalmente empapado de sudor. Leo lloraba a lágrima viva y el olor a caca parecía poder cortarse en la sala de estar. El abuelo Bertil trataba de calmarlo desesperadamente, pero el pequeño gritaba cada vez más. El pelo de Mellberg, por lo general perfectamente peinado alrededor de la coronilla, se había desplazado y le colgaba ahora por la oreja derecha, y el pobre notaba bajo el brazo unas manchas de sudor tan grandes como platos.
Estaba al borde del colapso y miraba de reojo el móvil que tenía en la mesa de la sala de estar. ¿Y si llamaba a las chicas? Seguro que seguían en Torp y les llevaría más de tres cuartos de hora llegar a casa, aunque volvieran enseguida. Y si llamaba pidiendo ayuda, tal vez no se atrevieran a encomendarle al pequeño otra vez. No, tenía que llegar a buen puerto él solito. Se las había visto en su vida con un montón de tipos sucios y drogadictos chiflados armados de cuchillos y también había participado en tiroteos. Así que debía de poder afrontar aquella situación. Después de todo, el niño no era más grande que una hogaza de pan, aunque con los recursos vocálicos de un hombre hecho y derecho.
—Venga, pequeño, a ver si arreglamos esto —dijo Mellberg al tiempo que acostaba al niño—. Veamos, te has cagado de arriba abajo. Y seguro que tienes hambre. En otras palabras, una crisis en cada agujero. Y la cuestión es, por tanto, a cuál de los dos damos prioridad. —Mellberg hablaba demasiado alto para acallar el llanto—. Y bueno, comer siempre es lo primordial, al menos para mí. De modo que vamos a prepararte un buen biberón de leche.
Bertil cogió a Leo otra vez y se lo llevó a la cocina. Había recibido instrucciones precisas de cómo preparar la leche, y con el microondas la tuvo lista en un suspiro. La probó chupando un trago para ver si estaba muy caliente.
—Puaj, hijo mío, no puede decirse que sepa a gloria. Tendrás que esperar a crecer para probar las cosas ricas de verdad.
Leo empezó a llorar aún más al ver el biberón y Bertil se sentó a la mesa de la cocina y se colocó bien al pequeño en el brazo izquierdo. Se lo puso en la boca, que empezó a chupar ávidamente el contenido. Hasta la última gota desapareció en un periquete y Mellberg notó que el pequeño estaba más relajado. Sin embargo, no tardó en empezar a retorcerse de malestar, y el olor era ya tan penetrante que ni siquiera Mellberg aguantaría mucho más. El problema era que el cambio de pañal era una tarea de la que, hasta el momento, había logrado escabullirse con éxito.
—Bueno, pues este agujero ya está listo. Ahora solo queda el otro —dijo con un tono desenvuelto que no se correspondía en absoluto con los sentimientos que la empresa le suscitaba.
Llevó a un Leo quejumbroso hasta el cuarto de baño, en cuya pared había montado un cambiador, y allí tenía cuanto pudiera necesitar para la operación «pañal de caca».
Colocó al niño en el cambiador y le quitó los pantalones. Intentaba respirar por la boca, pero el olor era tan intenso que ni siquiera así se libraba de él. Mellberg retiró el adhesivo de los laterales del pañal y estuvo a punto de desmayarse cuando aquella plasta se desplegó delante de sus narices.
—Por Dios bendito. —Buscó desesperado con la mirada hasta que encontró un paquete de toallitas. Estiró el brazo y soltó las piernas del pequeño para cogerlo, ocasión que Leo aprovechó para meter los pies en el pañal hasta el fondo.
—No, no, eso no —rogó Mellberg agarrando un puñado de toallitas para limpiarlo. Pero solo consiguió embadurnarlo de caca más aún, hasta que se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era retirar la fuente del problema. Levantó a Leo cogiéndolo por los pies y sacó el pañal que, muerto de asco, dejó caer en el cubo de basura que había en el suelo.
Medio paquete de toallitas más tarde, empezó a ver la luz. Había logrado limpiar la mayor parte y Leo se había calmado. Mellberg le retiró los últimos indicios con mucho cuidado y cogió un pañal limpio de la estantería que había sobre el cambiador.
—Eso es, fíjate, ahora sí que vamos por el buen camino —dijo ufano mientras Leo pataleaba como satisfecho de poder airear un poco el trasero—. ¿Para qué lado se pone esto? —Mellberg estuvo dando vueltas al pañal hasta que decidió que los dibujos de animalitos deberían quedar detrás, exactamente igual que la etiqueta de una prenda de ropa. La forma resultaba un tanto extraña, y la cinta adhesiva quedaba regular. ¿Tan difícil era fabricar las cosas como es debido? Suerte que él era un hombre de acción que veía los problemas como retos.
Mellberg levantó a Leo, fue con él a la cocina y lo sujetó como pudo con un brazo mientras rebuscaba con el otro en el último cajón. Y allí encontró lo que buscaba. El rollo de cinta adhesiva. Se dirigió a la sala de estar, tumbó a Leo en el sofá y, tras un par de vueltas de cinta alrededor del pañal, contempló su obra satisfecho.
—Eso es, mira. Y las chicas preocupadas por si no era capaz de cuidar de ti. ¿Qué me dices? ¿No nos hemos ganado un descanso en el sofá?
Bertil cogió a aquel bebé tan bien embalado y se tumbó cómodamente en el sofá, con el niño en el regazo. Leo enredó un poco al principio, pero terminó por hundir la nariz, complacido, en el cuello del comisario.
Media hora después, cuando las mujeres de sus vidas llegaron a casa, los dos dormían profundamente.
—¿
E
stá Christian en casa? —Erica habría preferido darse media vuelta y echar a correr cuando Sanna abrió la puerta. Pero Patrik tenía razón, no le quedaba otra opción.
—Sí, pero está en el desván. Espera, voy a llamarlo. —Sanna se dirigió a la escalera que conducía a la planta de arriba—. ¡Christian! Tienes visita —gritó antes de volverse a mirar a Erica de nuevo—. Entra, no tardará en bajar.
—Gracias. —Erica se encontraba un tanto turbada en el recibidor y en compañía de Sanna, pero enseguida oyó pasos en la escalera. Cuando Christian apareció, Erica se dio cuenta enseguida de lo cansado que estaba, y de repente sintió la punzada dura y cruel de los remordimientos.
—¿Hola? —dijo extrañado antes de acercarse a saludarla dándole un abrazo.
—Tengo que hablar contigo de un asunto —anunció Erica, sintiendo de nuevo el impulso de darse la vuelta y salir corriendo.
—Ajá, bueno, pues pasa —dijo Christian invitándola a entrar con un gesto de la mano. Erica se quitó el abrigo y lo colgó.
—¿Quieres algo de beber?
—No, gracias. —Erica meneó la cabeza. Lo único que quería era acabar cuanto antes—. ¿Cómo han ido las firmas? —preguntó mientras se sentaba en un rincón del sofá, donde se hundió hasta el fondo.
—Bien —respondió Christian en un tono que no invitaba a más preguntas—. ¿Has visto el periódico de hoy? —preguntó cambiando de tema, y Erica le vio la cara gris a la luz invernal que se filtraba por las ventanas.
—Pues sí, de eso quería hablar contigo. —Erica se armó de valor para continuar. Uno de los gemelos le atizó una patada en las costillas y jadeó descompuesta.
—Anda, ¿dan patadas?
—Sí, podría decirse que sí. —Respiró hondo antes de continuar—: Fue culpa mía que se filtrara a la prensa.