¿No había oído un ruido en el piso de arriba? Christian se detuvo a mitad del movimiento, con la cabeza a unos centímetros de la mesa, como si alguien, de repente, hubiese pulsado el botón de pausa en la película de su vida. Aguzó el oído, se mantuvo totalmente inmóvil. Sí, algo se oía en el piso de arriba. Sonaba como a pasos ligeros.
Christian se incorporó despacio con el cuerpo en tensión, alerta. Luego, se levantó de la silla y, tan silencioso como pudo, se dirigió a la escalera. Cogiéndose de la barandilla, fue subiendo muy pegado a la pared, donde sabía que los listones crujían menos. Con el rabillo del ojo advirtió un aleteo, algo que pasaba volando arriba, en el pasillo. ¿O habrían sido figuraciones suyas? Ya había desaparecido y la casa estaba de nuevo sumida en el silencio.
Crujió un peldaño y contuvo la respiración. Si ella estaba arriba, ahora sabría que él estaba subiendo. ¿Lo estaría esperando? Sintió que lo embargaba un extraño sosiego. Su familia ya no estaba. A ellos ya no podía hacerles más daño. Allí solo se encontraba él, aquello era entre él y ella, como al principio.
Se oyó el sollozo de un niño. ¿O no sería un niño? Volvió a oírlo y ahora sonó como cualquiera de los muchos sonidos que pueden oírse en una casa vieja. Christian avanzó con cuidado unos pasos más y llegó a la primera planta. El pasillo estaba desierto. Lo único que se oía era su respiración.
La puerta del dormitorio de los niños estaba abierta. Allí dentro todo estaba manga por hombro. Los técnicos policiales lo habían revuelto más aún y ahora se veían también por toda la habitación las manchas negras del polvo para las huellas. Se sentó en medio del dormitorio con la cara vuelta hacia la pintada de la pared. Seguía pareciendo sangre a primera vista. «No los mereces.»
Sabía que ella tenía razón, que no los merecía. Christian continuó mirando fijamente aquellas palabras, hasta que llegaron al fondo de su conciencia. Pensaba arreglarlo todo. Volvió a leer el mensaje en silencio. Era a él a quien buscaba. Y comprendió dónde quería verlo. Le daría lo que ella estaba reclamando.
—
V
aya, ha sido un reencuentro supersónico. —Patrik alargó el brazo en busca del papel de cocina que estaba en la encimera y se secó la frente. Qué barbaridad, cómo sudaba. Debía de tener una pésima condición física, peor de lo habitual—. Veamos, la situación es la siguiente: Kenneth Bengtsson está en el hospital. Gösta y Martin nos contarán los detalles ahora mismo —dijo señalándolos—. Además, alguien ha entrado esta noche en la casa de Christian Thydell. Quienquiera que sea, no ha herido a nadie, pero ha escrito un mensaje con pintura roja en la pared del dormitorio de los niños. Toda la familia está conmocionada, como es lógico. Hemos de partir de la base de que nos enfrentamos a una persona que no se arredra ante nada y que, por tanto, puede ser peligrosa.
—Naturalmente, a mí me habría gustado participar en la intervención de esta mañana. —Mellberg se aclaró la garganta—. Pero, por desgracia, no se me informó.
Patrik decidió hacer caso omiso del comentario y continuó, con la mirada fija en Annika:
—¿Has conseguido algo de información sobre el pasado de Christian?
Annika vaciló un instante.
—Es posible, pero me gustaría volver a comprobar un par de cosas antes.
—De acuerdo —respondió Patrik dirigiéndose a Gösta y a Martin—. ¿Qué habéis averiguado en vuestra visita a Kenneth Bengtsson? ¿Y cómo está?
Martin miró inquisitivo a Gösta, que le indicó con un gesto que comenzara.
—Las heridas no son mortales pero, según el médico, está vivo de milagro. Tiene cortes muy profundos en brazos y piernas y si los vidrios hubiesen alcanzado alguna arteria, habría muerto allí mismo. La cuestión es lo que el autor del delito tenía en mente. Si él o ella solo quería herir a Kenneth o si fue un intento de asesinato.
Nadie parecía tener intención de ir a responder, y Martin prosiguió:
—Kenneth dijo que todo el mundo sabía que corría el mismo circuito todas las mañanas, casi a la misma hora. Así que, teniendo en cuenta eso, podemos considerar sospechosa a toda Fjällbacka.
—Pero no podemos dar por hecho que quien lo hizo es de aquí. Puede tratarse de alguien que esté de paso —intervino Gösta.
—Y en ese caso, ¿cómo sabía la persona en cuestión cuáles eran los hábitos de Kenneth? ¿No es eso indicio de que se trata de alguien del pueblo? —preguntó Martin.
Patrik reflexionó un instante.
—Pues… no sé, no creo que podamos descartar que sea alguien de fuera. Bastaría con observar a Kenneth unos días para constatar que es un hombre de costumbres. ¿Qué dijo Kenneth al respecto? —añadió Patrik—. ¿Tiene alguna idea de quién podría estar detrás de todo esto?
Gösta y Martin se miraron otra vez, pero en esta ocasión fue Gösta quien tomó la palabra:
—Dice que no tiene ni idea, pero tanto a Martin como a mí nos dio la impresión de que estaba mintiendo. Sabe algo, pero se lo guarda por alguna razón. Mencionó a una «ella».
—¿Ah, sí? —Patrik frunció el ceño—. Yo tengo la misma sensación cuando hablo con Christian, me oculta algo. Pero ¿qué será? Deberían ser los más interesados en aclarar esto. En el caso de Christian, también su familia se encuentra en peligro. Y Kenneth está convencido de que su mujer murió asesinada, aunque aún no hemos podido constatar que fuera así. Así que, ¿por qué no colaboran?
—Entonces ¿Christian no dijo nada? —Gösta separó con mucho cuidado las dos mitades de una galleta Ballerina y lamió la crema de turrón, mientras le pasaba la galleta por debajo de la mesa a
Ernst
, que se había tumbado a sus pies.
—No, no conseguí sacarle nada —respondió Patrik—. Estaba conmocionado, eso era obvio. Pero está totalmente empecinado en que no sabe quién ni por qué, y no tengo nada que pueda demostrar lo contrario. Solo una sensación, como la que os causó Kenneth. Insiste en seguir viviendo en casa. Por suerte, a Sanna y a los niños los ha enviado a casa de su cuñada en Hamburgsund. Espero que allí estén a salvo.
—Y los técnicos, ¿encontraron algo interesante? Les hablarías de la bayeta llena de pintura y del frasco, ¿no? —preguntó Gösta.
—Estuvieron allí un buen rato, desde luego. Y sí, se llevaron las cosas que encontraste en el sótano. Buen ojo, por cierto, de parte de Torbjörn. Pero, como de costumbre, tardaremos un tiempo en obtener algún resultado concreto. Pero voy a llamar a Pedersen para meterle un poco de prisa. Esta mañana no lo encontré. Espero que puedan darle prioridad a esto para que tengamos cuanto antes los resultados de la autopsia. Teniendo en cuenta cómo han ido agravándose los acontecimientos, no podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo tontamente.
—Si prefieres que llame yo, dímelo. Para que la solicitud tenga más peso —dijo Mellberg.
—Gracias, intentaré hacerlo solo. Será difícil, pero haré cuanto esté en mi mano.
—Bueno, pero que sepas que me tienes aquí. Para apoyarte —remató Mellberg.
—Paula, ¿qué dijo la mujer de Christian? —Patrik se volvió hacia su colega. Habían vuelto juntos de Fjällbacka, pero el teléfono no dejó de sonar en todo el trayecto y no tuvo ocasión de preguntarle nada.
—No creo que sepa nada —respondió Paula—. Está desesperada y desconcertada. Y asustada. Tampoco creía que Christian supiera quién es el agresor, pero dudó un instante cuando lo dijo, de modo que me aventuro a pensar que no está segura del todo. Sería útil hablar con ella otra vez con más calma, cuando se le haya pasado un poco la conmoción. Por cierto que grabé nuestra conversación, si quieres puedes escucharla. Te he dejado la cinta en la mesa. Puede que tú oigas algo que a mí se me haya escapado.
—Gracias —dijo Patrik de nuevo, pero en esta ocasión lo decía de verdad. Siempre se podía confiar en Paula y era una suerte que participase en aquella investigación.
Miró a los integrantes del grupo.
—Bueno, pues entonces hemos terminado. Annika, tú sigue como acordamos, buscando información sobre los antecedentes de Christian, y nos veremos dentro de un par de horas. Yo pensaba ir con Paula a ver a Cia. Al final no llegamos a ir. Y ahora me parece más necesario todavía, después de los sucesos de esta mañana. La muerte de Magnus está relacionada con esto, estoy seguro.
E
rica se sentó en una cafetería para poder leer las cartas tranquilamente. No tenía ningún escrúpulo a la hora de abrir las cartas de otra persona. Si a Christian le hubieran interesado, habría procurado dejarle a Janos Kovács la nueva dirección y solicitar el reenvío desde Correos.
Le temblaban las manos levemente cuando abrió la primera carta. Se había puesto los guantes finos de piel que solía llevar siempre en el coche. El sobre se resistía un poco y al intentar abrirlo con el cuchillo que había en la mesa, estuvo a punto de volcar el
latte
sobre las demás cartas. Se apresuró a cambiar el vaso de sitio y lo colocó a una distancia prudencial.
No reconoció la letra del sobre. No era la misma que la de las amenazas y adivinó que aquella parecía más la letra de un hombre que la de una mujer. Sacó el folio y lo desdobló. Y se quedó un poco sorprendida. Esperaba una carta, pero era un dibujo infantil. Al abrirlo, había quedado boca abajo, y ahora le dio la vuelta para observar el dibujo. Dos personas, dos monigotes. Uno grande y otro pequeño. El grande llevaba al pequeño de la mano y los dos estaban contentos. Aparecían rodeados de flores y el sol brillaba en la esquina derecha. Se hallaban sobre una cinta de color verde que representaría la hierba. Por encima del muñeco grande, alguien había escrito con letra irregular «Christian». Y, arriba del pequeño, «yo».
Erica cogió el café para tomar un sorbo. Notó que se le quedaba un bigote enorme de espuma y se lo limpió distraída con la manga del jersey. ¿Quién será «yo»? ¿Quién es esa personita que hay al lado de Christian?
Apartó de nuevo el café y cogió el resto de los sobres, que fue abriendo deprisa. Finalmente, se encontró con un puñado de dibujos. En su opinión, todos obra de la misma persona. Todos representaban dos figuras, una, «Christian» y la otra, «yo». Por lo demás, los motivos variaban. En uno, el monigote grande estaba en lo que parecía una playa, mientras que las manos y la cabeza del pequeño sobresalían del agua. En otro había edificios al fondo, entre otros, una iglesia. Solo en el último del montón había más figuras. Pero resultaba difícil distinguir cuántas. Formaban una unidad, un batiburrillo de brazos y piernas. Además, era más sombrío que los demás. No había ningún sol, ni flores. Al monigote grande lo habían relegado a la esquina izquierda.
Ya no tenía aquella boca sonriente y el monigote pequeño tampoco estaba contento. En la otra esquina no había más que un montón de rayas negras. Erica entornó los ojos tratando de distinguir qué era, pero estaba dibujado torpemente y no era posible ver lo que representaba.
Miró el reloj y pensó que tenía ganas de volver a casa. Había algo en el último dibujo que le había revuelto el estómago. No podía decir exactamente qué, pero la había alterado profundamente.
Erica se levantó como pudo. Decidió saltarse la cita con Göran. Se llevaría una desilusión, pero ya se verían en otro momento.
Se pasó todo el camino de regreso a Fjällbacka pensando. Las imágenes le pasaban veloces por la retina. El monigote grande, Christian, y el pequeño, yo. Tuvo el presentimiento de que aquel «yo» era la clave de todo aquello. Y solo una persona podía desvelar la identidad de aquel «yo». Mañana, a primera hora, iría a hablar con Christian. Esta vez no tendría más remedio que responder.
—
V
aya, qué extraño. Precisamente iba a llamarte. —La voz de Pedersen sonó tan seca y correcta como siempre. Pero Patrik sabía que bajo aquella pantalla, el forense tenía sentido del humor. Lo había oído bromear en más de una ocasión, aunque no con frecuencia.
—¿Ah, sí? Y yo que pensaba meteros un poco de prisa. Necesitamos algún resultado. Lo que sea que pueda ayudarnos a avanzar un poco.
—Bueno, pues no sé lo útil que será. Pero hice lo posible por adelantar las autopsias de vuestro caso. Acabamos con Magnus Kjellner ayer, bastante tarde, y ahora mismo he terminado con Lisbet Bengtsson.
Patrik se imaginaba a Pedersen sentado mientras hablaba por teléfono, con la bata llena de sangre y con el auricular en la mano enguantada.
—¿Qué habéis encontrado?
—En primer lugar, lo evidente, que a Kjellner lo asesinaron. Bastaba la simple inspección ocular del cadáver, pero nunca se sabe. A lo largo de los años me he encontrado con una serie de casos en que las víctimas presentaban heridas post mórtem, pero la causa de la muerte era totalmente natural.
—Ya, pero no era este el caso, ¿no?
—No, desde luego. La víctima presentaba una serie de cortes en el pecho y el estómago, infligidas con un objeto afilado, seguramente un cuchillo. Eso fue, sin duda, lo que le causó la muerte. Le atacaron de frente y presentaba heridas defensivas en las manos y bajo los brazos.
—¿Algún dato sobre el tipo de cuchillo?
—La verdad, no quisiera especular, pero a juzgar por las heridas, diría que se trata de un cuchillo de hoja lisa. Y… —el forense hizo una pausa de efecto— diría que se trata de algún tipo de navaja de pesca —declaró Pedersen satisfecho.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Patrik—. Debe de haber miles de modelos de navaja.
—Sí, y en realidad, no puedo decir que se trate de una navaja de pesca, pero sí que la habían utilizado para limpiar pescado.
—De acuerdo, pero ¿cómo has podido averiguarlo? —La impaciencia lo corroía por dentro y Patrik habría preferido que Pedersen no hubiese tenido aquella inclinación por los efectos dramáticos. El forense contaba con toda su atención.
—Porque encontré escamas de pescado —respondió Pedersen.
—¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo podían quedar escamas, si el cuerpo llevaba tanto tiempo en el agua? —Patrik notó que se le aceleraba el pulso. Tenía tantas ganas de conseguir algo, cualquier cosa que les diera una pista con la que seguir adelante.
—La mayor parte habrá desaparecido en el agua, seguramente, pero encontré algunas hundidas en las heridas. Las he mandado analizar, por si se puede establecer la clase de pescado. Espero que os sea de utilidad.
—Sí, claro, seguro que sí —dijo Patrik, aunque comprendió que aquella información no tendría mucho sentido. A fin de cuentas, se encontraban en Fjällbacka, un pueblo donde las escamas de pescado no eran nada extraordinario.