Alice permaneció así, apoyada en su hombro, todo el camino hasta Fjällbacka
.
—
A
yer me pusiste en evidencia como nunca —dijo Erik. Estaba delante del espejo del dormitorio, tratando de anudarse la corbata.
Louise no respondió. Le dio la espalda y se tumbó de lado.
—¿Me has oído? —Erik levantó un poco la voz, pero no tanto como para que las niñas lo oyeran desde su habitación, que estaba enfrente, en el pasillo.
—Te he oído —respondió Louise en voz baja.
—Pues no vuelvas a hacerlo nunca. ¡Nunca! Una cosa es que andes como una cuba en casa todos los días. Con tal de que te mantengas más o menos derecha cuando estén aquí las niñas, no me importa lo más mínimo. Pero ni se te ocurra fastidiarla apareciendo por la oficina.
Silencio. Le indignaba que Louise no opusiera resistencia. Prefería los comentarios vitriólicos a aquella mudez.
—Me das asco. ¿Lo sabías? —El nudo de la corbata quedó demasiado bajo y Erik soltó un taco y lo deshizo dando un tirón para hacerlo otra vez. Lanzó una mirada a Louise. Seguía dándole la espalda, pero ahora se dio cuenta de que le temblaban los hombros. Joder. Aquella mañana iba cada vez mejor. Detestaba sus resacas de llanto y autocompasión.
—Para ya. Tienes que controlarte. —Notó que la repetición constante y diaria de la misma cantinela le colmaba la paciencia.
—¿Sigues viendo a Cecilia? —La voz resonó sorda, como si saliera del almohadón. Louise volvió la cara hacia él para oír su respuesta.
Erik la miró con asco. Sin maquillaje, sin el disfraz de la ropa cara, tenía un aspecto espantoso.
Ella repitió la pregunta:
—¿Sigues viéndola? ¿Sigues acostándote con ella?
Así que lo sabía. No la imaginaba capaz de tanto.
—No. —Erik pensó en la última conversación mantenida con Cecilia. No quería hablar del asunto.
—¿Por qué? ¿Ya te has cansado? —Louise insistía como un perro de presa con las mandíbulas encajadas.
—Vamos, déjalo ya.
No se oía nada en la habitación de las niñas y Erik esperaba que no lo hubiesen oído. Era consciente de que había subido mucho la voz. Pero no tenía ganas de pensar en Cecilia y en el niño cuya manutención se vería obligado a costear en secreto.
—No quiero hablar de ella —dijo en un tono más sosegado, cuando al fin consiguió que le saliera bien el nudo de la corbata.
Louise lo miraba con la boca abierta. Se la veía vieja. Las lágrimas le asomaban a la comisura de los ojos. Le temblaba el labio inferior y continuó mirándolo en silencio.
—Me voy a la oficina. Mueve el culo y procura que las niñas vayan a la escuela. Si es que eres capaz. —La miró con frialdad y, acto seguido, le dio la espalda. Después de todo, quizá valiera la pena perder la mitad del dinero con tal de librarse de ella. Había infinidad de mujeres que estarían encantadas con lo que él tenía que ofrecer. No le costaría reemplazar a Louise.
—¿
C
rees que estará en condiciones de hablar con nosotros? —Martin se volvió hacia Gösta. Iban en el coche camino de la casa de Kenneth, pero a ninguno de los dos le apetecía molestarlo estando tan reciente la muerte de su mujer.
—No lo sé —respondió Gösta de un modo que no dejaba duda de que no quería hablar del asunto. Guardaron silencio.
—Dime, ¿cómo está la niña? —preguntó Gösta al cabo de un rato.
—¡Estupendamente! —A Martin se le iluminó la cara. Tras una larga serie de fracasos en las relaciones de pareja, había renunciado a la esperanza de formar una familia cuando Pia lo cambió todo. Habían tenido una niña el otoño anterior. La vida de soltero se le antojaba ahora como un sueño remoto y nada agradable.
Se hizo de nuevo el silencio. Gösta tamborileaba con los dedos en el volante, pero lo dejó al advertir la mirada irritada de Martin.
El timbre del teléfono de Martin los sobresaltó a los dos. Respondió y, a medida que escuchaba, fue adoptando una expresión cada vez más grave.
—Tenemos que irnos. —Martin apagó el móvil.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Era Patrik. Ha ocurrido algo en casa de Christian Thydell. Al parecer, acaba de llamar a la comisaría y ha contado algo totalmente incongruente. Algo que les ha pasado a los niños.
—Joder. —Gösta pisó el acelerador—. Agárrate bien —le dijo a Martin, acelerando un poco más. Notaba un malestar incipiente en el estómago. Siempre le había costado tanto trabajar en casos en los que había niños implicados. Y la cosa no mejoraba con los años.
—¿No ha sabido decirte más?
—No —respondió Martin—. Por lo que me ha dicho, Christian estaba muy alterado. No había manera de sacar nada en claro, así que ya lo veremos una vez allí. Patrik y Paula también están en camino, pero nosotros llegaremos primero. Patrik dijo que no los esperásemos. —Martin también estaba pálido. Ya le parecía bastante horrible acudir a la escena de un crimen estando preparado, y ahora no tenían la menor idea de qué les esperaba.
Una vez delante de la casa de Christian y Sanna, ni se molestaron en aparcar correctamente, sino que entraron derrapando y dejaron el coche ladeado antes de salir a toda prisa. Nadie vino a abrir cuando llamaron, de modo que entraron sin más.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
Oyeron ruido en el piso de arriba y subieron a la carrera.
—¿Hola? Somos de la Policía. —Volvieron a llamar, pero seguían sin responder, aunque desde el interior de una de las habitaciones se oían sollozos y el lamento de un niño que lloraba desesperadamente mezclado con el sonido de alguien chapoteando en el agua.
Gösta tomó aire y asomó la cabeza. Halló a Sanna sentada en el suelo del baño llorando de tal modo que le temblaba todo el cuerpo. En la bañera había dos niños pequeños. El agua tenía un color rosáceo y Sanna los enjabonaba con movimientos bruscos.
—¿Qué ha pasado? ¿Están heridos? —Gösta miraba atónito a los niños.
Sanna se volvió y los miró fugazmente, pero enseguida volvió a concentrarse en sus hijos y continuó enjabonándolos.
—Sanna, ¿están heridos? ¿Pedimos una ambulancia? —Gösta se le acercó, se acuclilló a su lado y le puso la mano en el hombro, pero Sanna no respondió. Sencillamente, continuó frotando a los niños, sin resultado. El color rojo seguía adherido y más bien parecía estar extendiéndose.
Gösta observó más de cerca a los niños y notó que se le normalizaba el pulso. Aquello no era sangre.
—¿Quién ha hecho esto?
Sanna sollozaba mientras, con el dorso de la mano, se secaba unas gotas de agua rosada que le habían salpicado la cara.
—Ellos… ellos… —Hablaba entrecortadamente y Gösta le apretó el hombro para tranquilizarla. Vio con el rabillo del ojo que Martin aguardaba expectante en el umbral.
—Es pintura —le dijo a su colega. Luego, volvió a dirigirse a Sanna, que respiró hondo e hizo un nuevo intento de explicarse:
—Nils me llamó. Estaba sentado en la cama. Ellos… los dos estaban así. Alguien ha escrito algo en la pared y la pintura debe de haber chorreado hasta las camas. Al verlo, creí que era sangre.
—¿No habéis oído nada durante la noche? ¿O por la mañana?
—No, nada.
—¿Dónde está la habitación de los niños? —preguntó Gösta.
Sanna señaló el pasillo.
—Voy a echar un vistazo —dijo Martin antes de darse media vuelta.
—Voy contigo. —Gösta le exigió a Sanna que lo mirase a los ojos antes de levantarse—. Volvemos enseguida, ¿de acuerdo?
La mujer asintió y Gösta se levantó y salió al pasillo. En la habitación de los niños se oían voces airadas.
—Christian, deja eso.
—Tengo que limpiar… —Christian parecía tan desconcertado como Sanna y, cuando Gösta entró en la habitación, lo vio con un gran cubo de agua, dispuesto a lanzar el contenido sobre la pared.
—Sí, pero antes tenemos que examinarlo. —Martin levantó la mano, como para disuadir a Christian, que estaba en calzoncillos. Tenía el pecho lleno de pintura roja con la que, seguramente, se habría manchado mientras ayudaba a Sanna a llevar a los niños al cuarto de baño.
Hizo amago de ir a arrojar el agua, pero Martin dio un salto y le arrebató el cubo. Christian no opuso resistencia, sino que lo soltó y se quedó allí, balanceándose ligeramente.
Con Christian bajo control, Gösta pudo concentrarse en lo que el hombre intentaba borrar. En la pared, encima de las camas de los niños, alguien había escrito: «No los mereces».
La pintura roja chorreaba pared abajo y las letras parecían escritas con sangre. La misma impresión causaban las salpicaduras que se apreciaban en las camas de los pequeños. Gösta comprendió la conmoción que tuvo que sufrir Sanna cuando entró en el dormitorio. Y la reacción de Christian, que miraba lo escrito en la pared con cara totalmente inexpresiva. Sin embargo, murmuraba algo como para sí mismo. Gösta se le acercó para oír lo que decía.
—No los merezco. No los merezco.
Gösta le cogió el brazo con cuidado.
—Anda, ve y vístete y después hablamos. —Con suavidad y determinación, lo empujó a la habitación de al lado, que, según había visto al pasar, era la del matrimonio.
Christian se dejó conducir hasta allí, y se sentó en la cama, al parecer sin la menor intención de vestirse. Gösta miró a su alrededor y encontró una bata colgada de una percha detrás de la puerta. Se la dio a Christian, que se la puso con movimientos lentos y torpes.
—Voy a ver a Sanna y a los niños. Luego podemos sentarnos a hablar en la cocina.
Christian asintió. Tenía la mirada hueca y los ojos como cubiertos por una película vidriosa. Gösta lo dejó sentado en la cama y fue a hablar con Martin, que seguía en la habitación de los niños.
—¿Qué es lo que está pasando aquí, eh?
Martin meneó la cabeza.
—Esto es una locura. Debe de haberlo hecho un perturbado. Y además, ¿qué significa eso?, «no los mereces». ¿A quién? ¿A los niños?
—Eso es lo que tenemos que averiguar. Patrik y Paula llegarán en cualquier momento. ¿Puedes bajar tú a recibirlos? Y llama a un médico. Creo que los niños están bien, pero tanto Sanna como Christian sufren los efectos de una conmoción terrible. Será mejor que los vea un experto. Estaba pensando ayudar a Sanna a lavar a los niños. Si no, les arrancará la piel.
—También tenemos que llamar a los técnicos.
—Exacto, dile a Patrik que se ponga en contacto con Torbjörn en cuanto llegue, para que manden al equipo. Y además, hemos de procurar no seguir pisándolo todo.
—Por lo menos hemos conseguido salvar la pared —observó Martin.
—Sí, menuda suerte.
Bajaron juntos la escalera y Gösta logró localizar enseguida la puerta que conducía al sótano. Una bombilla desnuda iluminaba la escalera, que empezó a bajar despacio. Como la mayoría de los sótanos, también el de la familia Thydell estaba lleno de todo tipo de trastos: cajas de cartón, juguetes viejos, cajas donde se leía «adornos navideños», herramientas que no parecían usarse muy a menudo y una estantería con cosas de pintura, latas, frascos, brochas y bayetas. Gösta cogió un frasco medio lleno de disolvente, pero en el preciso instante en que los dedos asieron el recipiente, atisbó algo con el rabillo del ojo. En el suelo había una bayeta. Impregnada de pintura roja.
Leyó rápidamente la etiqueta de las latas que había en la estantería. Ninguna era de pintura roja. Pero Gösta estaba seguro, la de la bayeta tenía el mismo tono que la del dormitorio de los niños. Era probable que quien hubiera usado la pintura para escribir en la pared se hubiese manchado y hubiese bajado al sótano para limpiarse. Observó el frasco que tenía en la mano. Mierda, quizá hubiera huellas que no debía destruir. Pero necesitaba el contenido. Había que lavar a los niños antes de sacarlos de la bañera. Una botella vacía de coca-cola vino a darle la solución. Sin cambiarse de mano el frasco de disolvente, vertió el contenido en la botella de refresco. Luego dejó el frasco en la estantería. Con un poco de suerte, quizá no hubiese borrado todas las huellas. Y pudiera ser que la bayeta también les dijese algo.
Con la botella en la mano, subió de nuevo al piso de arriba. Patrik y Paula aún no habían llegado, pero ya no podían andar muy lejos.
Sanna seguía restregando a los niños cuando él entró en el baño. Los pequeños lloraban desesperados y Gösta se acuclilló junto a la bañera y dijo con dulzura:
—No conseguirás quitarles la pintura solo con jabón, habrá que usar disolvente. —Le mostró la botella que había cogido del sótano. Ella paró y se lo quedó mirando perpleja. Gösta cogió una toalla de un gancho que había junto al lavabo y vertió en la felpa un chorro del líquido. Sanna lo observaba. El policía le mostró la toalla y luego le cogió el brazo al mayor de los hijos de Sanna. Sería imposible calmarlos ahora, así que tendría que apresurarse.
—Mira, ya va desapareciendo la pintura. —Pese a que el niño se retorcía como una lombriz, Gösta se las arreglaba bastante bien—. Quedarán limpios, lo quitaremos todo, ya verás.
Se dio cuenta de que se dirigía a Sanna como si estuviera hablando con un niño, pero parecía funcionar, porque se la veía cada vez más ausente.
—Ya está, ya tenemos listo al primero. —Gösta dejó la toalla, cogió la ducha y lavó al niño para eliminar los restos de disolvente. El pequeño pateaba desesperadamente mientras Gösta lo sacaba de la bañera, pero Sanna reaccionó y cogió enseguida un albornoz en el que envolverlo. Luego, se lo sentó en el regazo y empezó a mecerlo.
—Muy bien, chiquitín, ahora te toca a ti.
El más pequeño comprendió que si dejaba que el policía lo lavara, no tardaría en salir de la bañera y verse en las rodillas de su madre. De modo que dejó de llorar y se quedó totalmente quieto mientras Gösta volvía a mojar la toalla en el disolvente y empezaba a limpiarlo. Pocos minutos más tarde, con la piel de un leve color rosáceo, el hermano menor se acurrucaba en el regazo de su madre, envuelto de pies a cabeza en una gran toalla de baño.
Gösta oyó voces en el piso de abajo y luego unos pasos en la escalera. En la puerta del baño apareció Patrik.
—¿Qué ha pasado? —preguntó sin resuello—. ¿Están todos bien? Martin me dijo que los niños no han sufrido ningún daño. —Patrik no apartaba la vista de la bañera, que estaba llena de agua de color rosa.
—Sí, los niños están bien, solo algo conmocionados. Como los padres. —Gösta se levantó y se acercó a Patrik. Le expuso brevemente lo que había ocurrido.