—No tengo ni idea. Yo sé tanto como vosotros sobre el responsable de todo esto.
—¿Eres consciente de que tanto tú como tu familia corréis un grave peligro mientras no atrapemos a ese individuo?
De repente, vio a Christian embargado de una extraña calma. Había desaparecido la preocupación. Antes bien, había adoptado una expresión que Patrik no habría dudado en describir como resuelta.
—Lo comprendo. Y doy por hecho que haréis cuanto esté en vuestra mano por averiguar quién es el culpable. Pero, por desgracia, no puedo ayudaros. No sé nada.
—No te creo —replicó Patrik con franqueza.
Christian se encogió de hombros.
—Pues yo no puedo hacer nada. Tan solo puedo decirte la verdad. Que no sé nada. —En ese momento pareció descubrir que estaba prácticamente desnudo, porque se cruzó la bata y se ató el cinturón.
Patrik habría querido zarandearlo, tal era la frustración que sentía. Estaba convencido de que Christian se guardaba algo. Ignoraba qué, y tampoco si sería relevante para la investigación. Pero algo sabía.
—¿Cuándo os fuisteis a la cama anoche? —Patrik decidió dejar a un lado el asunto por el momento, ya volvería sobre ello más adelante. No pensaba permitir que Christian se librase tan fácilmente. Había visto el miedo de los niños cuando los vio sentados en el baño. La próxima vez quizá no fuese solo pintura. Tenía que conseguir que Christian comprendiera la gravedad del asunto.
—Yo me acosté tarde, pasada la una. Sanna y yo tenemos… ciertos problemas. Necesitaba un poco de aire.
—¿Adónde fuiste?
—No lo sé. A ningún sitio en particular. Di una vuelta por la colina, entre otros lugares, y luego paseé un poco por el pueblo.
—¿Solo? ¿En plena noche?
—No quería estar en casa. ¿Adónde iba a ir?
—De modo que llegaste a casa sobre la una, ¿no es así? ¿Estás seguro de la hora?
—Bastante. Miré el reloj cuando me encontraba en la plaza de Ingrid Bergman y entonces era la una menos cuarto. Y desde allí se tardan unos diez o quince minutos en venir aquí paseando. De modo que sería la una, bastante seguro.
—¿Y Sanna estaba dormida?
Christian asintió.
—Sí, estaba dormida. Y los niños también. Reinaba el más absoluto silencio.
—¿Fuiste a ver a los niños cuando llegaste?
—Siempre lo hago. Nils se había destapado, como de costumbre, así que lo tapé.
—Y entonces no viste nada inusual o extraño, ¿no?
—¿Te refieres a algo como grandes letras rojas en la pared? —La pregunta estaba cargada de sarcasmo y Patrik empezaba a enojarse.
—Te lo repito: ¿no viste nada inusual, nada ante lo que reaccionaras al llegar a casa?
—No —respondió Christian—. No vi nada que me llamara la atención. De ser así, no me habría ido a la cama a dormir tranquilamente, ¿no?
—No, seguramente no. —Patrik volvía a sudar. ¿Por qué la gente tenía la calefacción tan alta? Se aflojó un poco el cuello de la camisa. Era como si no le llegara el aire—. ¿Cerraste la puerta con llave cuando llegaste?
Christian parecía pensativo.
—No lo sé —contestó—. Creo que sí, normalmente siempre cierro con llave. Pero… pero la verdad, no lo recuerdo. —No quedaba ni rastro de sarcasmo. En voz muy baja, casi susurrando, dijo—: No recuerdo si cerré con llave.
—¿Y no oísteis nada anoche?
—No, nada. Yo no, desde luego, y creo que Sanna tampoco. Claro que los dos dormimos profundamente. No me desperté hasta que la oí gritar esta mañana. Ni siquiera oí a Nils…
Patrik decidió hacer otro intento:
—O sea, que no tienes ninguna teoría sobre por qué os están haciendo esto ni por qué llevas un año y medio recibiendo amenazas, ¿no? Ni la más remota idea, ¿verdad?
—¡Joder! ¿Es que no me has oído bien?
Fue una reacción tan inesperada que Patrik saltó en la silla. Christian dijo aquellas palabras gritando y Paula preguntó desde arriba:
—¿Todo en orden?
—Todo bien —gritó Patrik, confiando en que fuese verdad. Christian parecía a punto de venirse abajo. Tenía la cara encendida y se rascaba sin parar la palma de la mano.
—No sé nada —repitió Christian como si luchase para no gritar otra vez. Se rascaba tanto que ya se le veían arañazos en la piel.
Patrik aguardó unos minutos, para que Christian se calmara y recobrara el color normal. Cuando dejó de rascarse, se miró sorprendido las marcas de la mano, como si no comprendiese cómo se las había hecho.
—¿Hay algún sitio al que os podáis ir un tiempo, hasta que averigüemos más sobre el asunto? —preguntó Patrik.
—Sanna y los niños pueden irse a casa de su hermana, en Hamburgsund, pueden quedarse allí una temporada.
—¿Y tú?
—Yo me quedo aquí. —Christian sonaba resuelto.
—No me parece buena idea —respondió Patrik con la misma determinación—. Nos es imposible ofrecerte protección las veinticuatro horas. Preferiría que te fueras a otro lugar, donde estuvieras más seguro.
—Yo me quedo aquí.
El tono de Christian no dejaba lugar a dudas.
—De acuerdo —aceptó Patrik a disgusto—. Procura que tu familia se traslade cuanto antes. Intentaremos mantener vigilada la casa en la medida de lo posible, pero no disponemos de recursos…
—Yo no necesito protección —lo interrumpió Christian—. Me las arreglaré.
Patrik lo miró a los ojos con firmeza.
—Un sujeto totalmente desquiciado anda suelto, ya ha matado a una persona, quizá a dos, y parece decidido a que tú, Kenneth y quizá también Erik sigáis el mismo camino. Esto no es un juego. Parece que no lo comprendes. —Habló despacio y claro, para que le calara el mensaje.
—Lo comprendo a la perfección. Pero me quedo aquí.
—Si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme. Y ya te digo, ni por un instante me creo que no sepas nada. Espero que comprendas lo que te juegas al no contármelo. Sea lo que sea, terminaremos averiguándolo. Es cuestión de si será antes o después de que haya más víctimas.
—¿Cómo está Kenneth? —preguntó Christian en un susurro, evitando la mirada de Patrik.
—Solo sé que está herido, nada más.
—¿Qué ha pasado?
—Alguien había puesto una cuerda de través en el circuito por el que corre a diario y había esparcido una capa de trozos de vidrio. Supongo que comprendes por qué te pido que colabores con nosotros.
Christian no respondió. Volvió la cara y miró por la ventana. Estaba blanco como la nieve que cubría la tierra, y las mandíbulas, tensas. Pero habló con voz fría, sin sentimientos, cuando, con la mirada perdida, repitió:
—No lo sé. No-lo-sé.
—¿
D
uele? —Martin miraba los brazos vendados que descansaban sobre la cama. Kenneth asintió.
—¿Podrás contestar unas preguntas? —Gösta cogió una silla y le hizo una seña a Martin para que hiciera lo propio.
—Teniendo en cuenta que ya os habéis sentado, habréis dado por hecho que sí puedo —respondió Kenneth sonriendo apenas.
Martin no podía apartar la vista de aquellos brazos envueltos en vendas. Debió de dolerle a rabiar. Tanto cuando se cayó como después, cuando le extrajeron los vidrios.
Miró inseguro a Gösta. A veces tenía la sensación de que nunca adquiriría la experiencia suficiente como para saber cómo actuar en las situaciones a que lo enfrentaba el oficio de policía. ¿Debía lanzarse y empezar a hacer preguntas? ¿O más bien mostrar respeto por su colega de más edad y dejar que él iniciase la conversación? Siempre las mismas dudas. Siempre el más joven, siempre aquel a quien podían mandar de acá para allá. A él también le habría gustado quedarse, igual que Gösta, que fue refunfuñando todo el trayecto hasta Uddevalla. Él también habría querido quedarse a interrogar a Christian y a su mujer, a hablar con Torbjörn y el equipo técnico y, cuando llegaran, estar en el meollo.
Le molestaba que Patrik prefiriese trabajar con Paula por lo general, pese a que Martin llevaba dos años más que ella en la comisaría. Claro que ella tenía experiencia de sus años en Estocolmo, mientras que él no había salido de Tanumshede desde que comenzó su breve carrera policial. Pero ¿qué había de malo en eso? Él conocía el entorno, a todos los malos de la zona, sabía cómo pensaba la gente de por allí, cómo funcionaba el pueblo. Si hasta estuvo en el mismo curso que algunos de los peores tipos. Para Paula eran unos desconocidos. Y desde que se habían difundido por el pueblo los rumores sobre su vida privada, muchos la miraban con suspicacia. Él no tenía nada en contra de las parejas del mismo sexo, pero muchas de las personas con las que tenían que habérselas a diario no eran tan comprensivas. Por eso le resultaba un tanto extraño que últimamente Patrik siempre quisiera destacar la figura de Paula. Lo único que Martin pedía era que le demostrara algo de confianza. Que dejaran de tratarlo como a un niñato. Ya no era tan joven. Y además, ya era padre.
—¿Perdón? —Estaba tan inmerso en aquellos pensamientos que no había reparado en que Gösta le estaba preguntando algo.
—Sí, te decía que quizá quieras empezar tú.
Martin se quedó mirándolo asombrado. ¿Le habría leído el pensamiento? Pero aprovechó la oportunidad:
—¿Podrías darnos tu versión de lo que ocurrió?
Kenneth alargó el brazo en busca de un vaso de agua que había en la mesa, junto a la cama, antes de caer en la cuenta de que no podía utilizar las manos.
—Espera, yo te ayudo. —Martin cogió el vaso y le ayudó a beber con la pajita. Luego, Kenneth volvió a apoyar la cabeza en los almohadones y les refirió tranquila y serenamente lo ocurrido desde que se ató las zapatillas para salir a correr, como todas las mañanas.
—¿Qué hora era cuando saliste? —Martin había sacado lápiz y papel.
—A las siete menos cuarto —respondió Kenneth, y Martin lo anotó sin vacilar. Tenía la impresión de que si Kenneth decía que eran las siete menos cuarto, es que salió a esa hora. En punto.
—¿Sales a correr todos los días a la misma hora? —Gösta se retrepó y se cruzó de brazos.
—Sí, con una variación de diez minutos, más o menos.
—¿No te planteaste…? Quiero decir, teniendo en cuenta… —A Martin se le trababa la lengua.
—¿No te planteaste saltarte la carrera, teniendo en cuenta que tu mujer falleció ayer? —completó Gösta sin sonar desagradable y sin que sonara como una acusación.
Kenneth no respondió enseguida. Tragó saliva y explicó en voz baja:
—Nunca había necesitado salir a correr tanto como hoy.
—Lo comprendo —dijo Gösta—. ¿Siempre haces el mismo recorrido?
—Sí, salvo los fines de semana en que, a veces, aprovecho para dar dos vueltas. Soy bastante cuadriculado, me parece. No me gustan las sorpresas, las aventuras ni los cambios. —Guardó silencio. Tanto Gösta como Martin comprendían a qué se refería y callaron también.
Kenneth carraspeó y volvió la cara para que no vieran que se le llenaban los ojos de lágrimas. Un carraspeo más, para que la voz aguantase:
—Ya digo, me gustan las rutinas. Llevo más de diez años corriendo así.
—Supongo que son muchos los que lo saben. —Martin levantó la vista del bloc después de haber escrito «diez años» y de rodear esas palabras con un círculo.
—No he tenido ningún motivo para mantenerlo en secreto. —Una sonrisa afloró a los labios, pero se esfumó enseguida.
—¿No te cruzaste con nadie esta mañana por el circuito? —preguntó Gösta.
—No, ni un alma. Normalmente no me encuentro a nadie. En alguna ocasión aislada me he encontrado con algún madrugador que ha salido con el perro, o con alguien que ha salido a pasear en el cochecito a unos niños muy despiertos. Pero no es lo normal. Por lo general, siempre estoy solo. Y así fue esta mañana, de hecho.
—¿No viste ningún coche aparcado por allí cerca? —Martin recibió de Gösta una mirada de aprobación al oír aquella pregunta.
Kenneth reflexionó un instante.
—No, creo que no. No podría jurarlo, claro, puede que hubiera algún coche y que yo no me fijara, pero no, bien mirado, me habría dado cuenta.
—De modo que nada fuera de lo normal, ¿no? —insistió Gösta.
—No, como todas las mañanas. Salvo que… —Dejó la frase en el aire y Kenneth empezó a llorar otra vez.
Martin se sintió culpable porque lo incomodaba ver llorar a Kenneth. Se sentía un poco torpe e ignoraba si debía hacer algo, pero Gösta se inclinó despacio y cogió una servilleta que había en la mesa. Con suma delicadeza, le secó las mejillas. Luego volvió a inclinarse y dejó la servilleta en su sitio.
—¿Habéis averiguado algo? —susurró Kenneth—. Sobre Lisbet.
—No, es demasiado pronto. La información del forense puede tardar un tiempo en llegar —dijo Martin.
—Ella la mató. —El hombre que estaba en la cama se encogió y se hundió con la mirada perdida en el vacío.
—Perdona, ¿qué has dicho? —preguntó Gösta inclinándose hacia Kenneth—. ¿Quién es «ella»? ¿Sabes quién lo hizo? —Martin se dio cuenta de que Gösta contenía la respiración y comprendió que a él le había ocurrido lo mismo.
Algo cruzó como un rayo los ojos de Kenneth.
—No tengo ni idea —respondió con firmeza.
—Pero has dicho «ella» —señaló Gösta.
Kenneth evitó mirarlo a la cara.
—La letra de las cartas parece de mujer, así que he dado por hecho que se trataba de una mujer.
—Ya —respondió Gösta dejando muy claro que no lo creía, aunque sin decirlo claramente—. Debe haber alguna razón para que vosotros cuatro precisamente seáis el blanco. Magnus, Christian, Erik y tú. Alguien tiene una cuenta pendiente con vosotros. Y todos, bueno, excepto Magnus, decís que no tenéis ni idea de quién es ni de por qué hace lo que hace. Sin embargo, las acciones de ese tipo suelen sustentarse en un odio profundo y la cuestión es qué lo ha provocado. Me cuesta mucho creer que no sepáis nada o que no tengáis una hipótesis, por lo menos. —Se inclinó acercándose a Kenneth.
—Tiene que tratarse de un chiflado. No se me ocurre otra explicación. —Kenneth volvió la cabeza y apretó los labios.
Martin y Gösta cruzaron una mirada elocuente. Los dos eran conscientes de que no lograrían sacarle más información. Por el momento.
E
rica miraba el teléfono perpleja. Patrik acababa de llamar de la comisaría para avisarle de que aquella noche llegaría tarde. Le expuso brevemente lo sucedido y Erica apenas podía dar crédito. Que alguien atacase a los niños de Christian. Y a Kenneth. Una cuerda atravesando el circuito, sencillo pero genial.